Todos los episodios de la vida de Jesús son tremendamente esperanzadores para nosotros. Él es el Dios que se ha hecho hombre, dejando entre paréntesis temporalmente su gloria natural, para hacer buena la palabra del Padre, la que empeñó prometiéndonos el envío del Mesías, quien nos rescataría de la penumbra en la que estábamos sumidos por el pecado. Desde el principio, esa esperanza iba creciendo a medida que pasaba el tiempo, por cuanto los emisarios divinos nos hacían cada vez más cercano su momento con la descripción del tiempo de gloria en el que iba a estar presente ese Hijo del Hombre realizando su obra de liberación. Cada uno de ellos iba lanzando una luz que iba aclarando la figura y la obra de ese enviado de Dios, y nos iba diciendo todo lo que de novedad significaría el resultado de su entrega. Ciertamente las descripciones no siempre presentaban algo hermoso, pues en algunos casos nos adelantaban los terribles momentos que viviría ese Siervo de Dios para curar nuestra enfermedad: "Él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por sus llagas fuimos nosotros curados". Pero así nos hacían presente la consecuencia de esa entrega radical, que no era otra sino el perdón de nuestros pecados, la recuperación de nuestra vida de gracia, la elevación de nuestra condición de caídos. Por ese sacrificio de entrega total hemos obtenido la curación de nuestra terrible enfermedad. Y cuando ya el Redentor se hizo presente entre nosotros, la obra que realizaba nos iba anunciando el final del sufrimiento, la muerte del pecado, la liberación de los oprimidos. Era la llegada de ese año de gracia del Señor que había sido anunciado desde tantos años antes. Desde su llegada en la humildad de su nacimiento, desde su pobre pesebre, ese pequeño se convertía en esperanza para todos. Los más humildes y sencillos, como los pastorcitos de Belén festejaron su llegada. Los Reyes de Oriente, dejando a un lado su fasto, se acercaron felices a reconocer a ese que venía a salvarlos también a ellos, supuestamente excluidos originalmente de la obra de redención, pero adorándolo como Dios. El anciano Simeón se alegró al verlo: "Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel". Todo lo que rodea la presencia de Jesús queda impregnado de la esperanza cierta, que quedará cumplida en la obra que Él realizará.
Está claro que esa esperanza se convierte en gozo insuperable cuando se experimenta en el propio ser el estar incluidos en una salvación de la que originalmente se estaba excluido. Jesús derriba por completo la especie de que en el corazón de Dios hay excluidos. Su obra de redención es totalmente inclusiva. Nadie dejará de ser beneficiado por su sacrificio redentor, que rescatará a todos de la muerte y de la oscuridad. La salvación no es, no puede ser, un privilegio de una raza o de una nación. Dios no puede dejar fuera a nadie, por cuanto todos han salido de su mano creadora, movida por su amor. El amor de Dios es infinito. Así mismo su intención salvífica. Si esta intención surge del corazón amoroso del Dios que lo creó todo, es lógico que la salvación apunte a rescatarlo todo. Al amor infinito de Dios corresponde una salvación infinita, que no se agota en fronteras, razas o condiciones sociales o morales. Ese amor salvador trasciende todo ello. Jesús mismo lo aclara, afirmando algo que resulta incluso escandaloso para sus oyentes: "En verdad les digo que los publicanos y las rameras llegarán antes que ustedes al Reino de Dios". Podemos imaginarnos la sorpresa de quienes siempre habían afirmado que no podía existir misericordia con aquellos que supuestamente estaban al margen del corazón de Dios. Las prostitutas eran mujeres impuras que no podían pretender recibir el amor de Dios convertido en perdón. Y los publicanos eran judíos que se ponían al servicio del imperio esclavista de Roma, con lo cual aseguraban su condenación. Y nos encontramos a un Jesús que movido por su amor de misericordia, sale al encuentro de estos excluidos y desplazados. A la prostituta María Magdalena la libera de siete demonios y la hace discípula suya. Y ella se convierte en la más fiel de todos los que seguían a Jesús. A la mujer adúltera, condenada inexorablemente por las autoridades del pueblo, Jesús le dice con ternura: "Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más". No tiene problemas en entrar en la casa de los publicanos y comer con ellos. Así hace con Zaqueo y con Leví (Mateo).
Cuando Jesús invita a Mateo a seguirlo, éste no duda un instante. "Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió". El gozo de un excluido es evidente cuando se sabe incluido. Recibe a Jesús en su casa y le ofrece un gran banquete. Ante esto, la "policía moral" de Israel queda escandalizada: "¿Cómo es que ustedes comen y beben con publicanos y pecadores?" La respuesta de Jesús es contundente: "No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan". La única condición indispensable para recibir la obra de redención es la de ser pecadores. Quien se considera justo es quien se está autoexcluyendo de la obra de rescate del amor divino, pues no tendría nada que necesite ser perdonado. Esta es la esperanza de todos: ninguno de nosotros se puede considerar justo. Y para recibir el amor de Dios más bien debemos considerarnos pecadores, y acercarnos a Él con corazón arrepentido, como enfermos que buscan la salud. Solo de esa manera recibiremos ese perdón. Por ello nos llenamos de esperanza. A pesar de nuestra vida de pecado, Dios no nos excluye de su amor. Al contrario, se empeña más en mostrárnoslo para que nos convenzamos de que ha venido para nosotros. Esa actitud de conversión, al final, será nuestra bendición: "Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía. El Señor te guiará siempre, hartará tu alma en tierra abrasada, dará vigor a tus huesos". Esos somos nosotros. Todos somos pecadores. Pero nuestro pecado jamás destruirá el deseo de Dios de tenernos a su lado. Por eso siempre saldrá de sí mismo para salir a nuestro encuentro y proponernos la salvación por el perdón de nuestros pecados. Nuestra esperanza tiene un fundamento sólido. No descansa en lo que digan los perfectos, sino en lo que dice el corazón amoroso de Cristo. Y Él dirá siempre que ha venido por mí, pecador, y que espera mi respuesta positiva a su propuesta de amor y de perdón.
Está claro que esa esperanza se convierte en gozo insuperable cuando se experimenta en el propio ser el estar incluidos en una salvación de la que originalmente se estaba excluido. Jesús derriba por completo la especie de que en el corazón de Dios hay excluidos. Su obra de redención es totalmente inclusiva. Nadie dejará de ser beneficiado por su sacrificio redentor, que rescatará a todos de la muerte y de la oscuridad. La salvación no es, no puede ser, un privilegio de una raza o de una nación. Dios no puede dejar fuera a nadie, por cuanto todos han salido de su mano creadora, movida por su amor. El amor de Dios es infinito. Así mismo su intención salvífica. Si esta intención surge del corazón amoroso del Dios que lo creó todo, es lógico que la salvación apunte a rescatarlo todo. Al amor infinito de Dios corresponde una salvación infinita, que no se agota en fronteras, razas o condiciones sociales o morales. Ese amor salvador trasciende todo ello. Jesús mismo lo aclara, afirmando algo que resulta incluso escandaloso para sus oyentes: "En verdad les digo que los publicanos y las rameras llegarán antes que ustedes al Reino de Dios". Podemos imaginarnos la sorpresa de quienes siempre habían afirmado que no podía existir misericordia con aquellos que supuestamente estaban al margen del corazón de Dios. Las prostitutas eran mujeres impuras que no podían pretender recibir el amor de Dios convertido en perdón. Y los publicanos eran judíos que se ponían al servicio del imperio esclavista de Roma, con lo cual aseguraban su condenación. Y nos encontramos a un Jesús que movido por su amor de misericordia, sale al encuentro de estos excluidos y desplazados. A la prostituta María Magdalena la libera de siete demonios y la hace discípula suya. Y ella se convierte en la más fiel de todos los que seguían a Jesús. A la mujer adúltera, condenada inexorablemente por las autoridades del pueblo, Jesús le dice con ternura: "Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más". No tiene problemas en entrar en la casa de los publicanos y comer con ellos. Así hace con Zaqueo y con Leví (Mateo).
Cuando Jesús invita a Mateo a seguirlo, éste no duda un instante. "Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió". El gozo de un excluido es evidente cuando se sabe incluido. Recibe a Jesús en su casa y le ofrece un gran banquete. Ante esto, la "policía moral" de Israel queda escandalizada: "¿Cómo es que ustedes comen y beben con publicanos y pecadores?" La respuesta de Jesús es contundente: "No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan". La única condición indispensable para recibir la obra de redención es la de ser pecadores. Quien se considera justo es quien se está autoexcluyendo de la obra de rescate del amor divino, pues no tendría nada que necesite ser perdonado. Esta es la esperanza de todos: ninguno de nosotros se puede considerar justo. Y para recibir el amor de Dios más bien debemos considerarnos pecadores, y acercarnos a Él con corazón arrepentido, como enfermos que buscan la salud. Solo de esa manera recibiremos ese perdón. Por ello nos llenamos de esperanza. A pesar de nuestra vida de pecado, Dios no nos excluye de su amor. Al contrario, se empeña más en mostrárnoslo para que nos convenzamos de que ha venido para nosotros. Esa actitud de conversión, al final, será nuestra bendición: "Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía. El Señor te guiará siempre, hartará tu alma en tierra abrasada, dará vigor a tus huesos". Esos somos nosotros. Todos somos pecadores. Pero nuestro pecado jamás destruirá el deseo de Dios de tenernos a su lado. Por eso siempre saldrá de sí mismo para salir a nuestro encuentro y proponernos la salvación por el perdón de nuestros pecados. Nuestra esperanza tiene un fundamento sólido. No descansa en lo que digan los perfectos, sino en lo que dice el corazón amoroso de Cristo. Y Él dirá siempre que ha venido por mí, pecador, y que espera mi respuesta positiva a su propuesta de amor y de perdón.