El contacto del cristiano con Jesús es fundamental para mantenerse vivo en la fe. No será jamás buen cristiano quien no mantiene en su corazón una actitud de sumisión y de intimidad con Aquel que es la razón de su existir. Así como su experiencia de fe se ha dado por el encuentro personal con Cristo, con su amor y su misericordia, recibiendo de Él los dones fundamentales para poder llamarse cristiano, así mismo, para poder mantener viva esa llama de aquel primer encuentro profundo que ha transformado su vida, debe estar siempre conectado con esa fuente, que es el mismo Jesús. De alguna manera Jesús mismo describió esa necesidad de mantenerse en contacto vital con Él: "Yo soy la vid; ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no pueden hacer nada". Esa conexión con Jesús es, sin duda, necesaria para poder mantener la fe viva en el cristiano. Por ello, la vida de oración es absolutamente imprescindible para quien quiere vivir en Cristo. No puede existir una pretensión de mantenerse vivo en Él cuando no se "gasta" tiempo en el contacto de intimidad con Jesús. Quien esto pretenda simplemente presenciará la paulatina desaparición de su fe. La fe tiene un componente altamente afectivo que no puede ser desdeñado favoreciendo lo doctrinal o lo intelectual, en desmedro de la experiencia del amor que solo se puede vivir en el contacto vital con Jesús, es decir, en la oración. De ella, en ese contacto íntimo y sabroso de corazón a corazón, se tendrá la experiencia profunda del amor de Dios que satisface plenamente, que permite compartir con Él todas las vivencias que se puedan tener, que llenará el corazón del consuelo que Él da ante las dificultades y los sufrimientos que se puedan tener, que multiplicará las alegrías y las compensaciones que se viven al compartirlas con Él, que inspirará misteriosamente ideas y acciones que nos sirvan para enfrentar cualquier situación que le presentemos, que nos llenará de las fuerzas que necesitamos para afrontar el día a día... La oración es un encuentro milagroso que enriquece siempre. No tener esta experiencia es despreciar lo que más nos puede compensar y es, por lo tanto, preferir mantenerse en la pobreza de poseer solo lo propio, dejando a un lado lo que Dios nos puede aportar.
En ese contacto cotidiano con Jesús en la oración obtendremos la vida que necesitamos tener para la cotidianidad. Pero en ella también consolidaremos una sociedad activa con Jesús en la cual Él, como socio principal, aportará lo que lo define como Dios: su amor, su poder, su misericordia en favor de los hombres. La oración nos irá transformando, pues estaremos abriendo las puertas de nuestro corazón para que Él venga a habitar en él y actúe desde nosotros mismos: "Vivo yo, pero ya no soy yo. Es Cristo quien vive en mí". Cuando los apóstoles sorprendidos le preguntaron por qué ellos no habían podido expulsar aquel demonio de aquel niño, Jesús les respondió: "Esta especie solo puede salir con oración". Descubrieron entonces que habían confiado solo en sus fuerzas, que no habían dado entrada al poder de Cristo que podían obtener en la oración. De la fuerza de Cristo habrían podido echar mano si hubieran sido hombres que se mantuvieran en contacto con Él, y hubieran hecho efectiva esa sociedad que se firma en la oración. Es la realidad de la absoluta debilidad del cristiano cuando no está unido a Jesús: "Separados de mí no pueden hacer nada". Si aceptamos que sin Jesús somos la debilidad en esencia, debemos asumir que unidos a Él somos la fuerza en esencia: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta". Los cursillistas de cristiandad han asumido, casi como grito de guerra, la frase de Manolo Llanos, aquel mártir cristiano de la guerra civil española, quien antes de morir bajo las armas de los republicanos, proclamó en alta voz: "¡Cristo y yo, mayoría aplastante!" La oración es, entonces, ejercicio de humildad en el que el cristiano debe reconocer la fuente de su vida, a la cual debe estar por tanto conectado continuamente, y de la cual obtendrá no solo su vida sino la capacidad de seguir adelante con su vida de fe en todo lo cotidiano e incluso en lo extraordinario que se le pueda presentar. Es la actualización en cada momento de esa presencia de Jesús que lo acompaña siempre y que hace consciente el cumplimiento de su promesa: "Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo". La humildad es definitivamente esencial para llevar adelante una vida de fe sólida y fortalecida en el amor.
Esa humildad fue la que mostró el padre del chico poseído. Jesús le dice: "Todo es posible al que tiene fe". Y el hombre, con la mayor humildad, reconoció ante Jesús: "Creo, pero ayuda mi falta de fe". Por ello, en la oración se obtendrá la mejor de las sabidurías. No la del que se enriquece con infinidad de ideas tomadas de la mejor doctrina posible y enriqueciendo solo su intelecto. Es la sabiduría que da el sabor de Dios e impregna todo el ser del cristiano. Que por supuesto llena también de razonamientos, pero que apunta sobre todo a la sabiduría que se obtiene en el encuentro vivo con ese Jesús que es el Dios encarnado y que derrama todo el amor que ha enviado el Padre a derramar. El que ora se llena del sabor de Dios y se hace sabor de Dios para todos, haciéndose poseedor de la mejor y la verdadera sabiduría. Cuando no se da esa conexión íntima y humilde con Dios en la oración, la sabiduría no es la de Dios: "Si en el corazón ustedes tienen envidia amarga y rivalidad, no presuman, mintiendo contra la verdad. Esa no es la sabiduría que baja de lo alto, sino la terrena, animal y diabólica. Pues donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencia y todo tipo de malas acciones". Por el contrario, unidos a Jesús en la intimidad del encuentro con Él en la oración, viene a llenarnos esa sabiduría que viene de lo alto y nos da la mayor riqueza: "La sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, intachable, y además es apacible, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial y sincera. El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz". Esa sabiduría nos hace poderosos porque es la que ha abierto el corazón en la oración para la entrada de Jesús a nosotros, la que firma la sociedad en la que somos los más beneficiados, la que hace que desde nuestro ser Jesús actúe y realice sus maravillas, la del Dios que ha venido a salvarnos, a llenarnos del amor de Dios, a enfrentar con bríos siempre renovados nuestra cotidianidad y todos los acontecimientos ordinarios y extraordinarios que vivamos.
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