El cuidado de lo externo es algo deseable. Es siempre muy hermoso encontrar un sitio bien ordenado, bien cuidado, perfumado, que refleje el cuidado bajo el que se encuentra. Por el contrario, es muy poco atractivo un lugar desordenado, sucio, maloliente, que refleje un descuido total. En general, pudiéramos decir que el cuidado externo o el descuido, reflejan de alguna manera la experiencia interior. Recuerdo en mis tiempos de seminarista, cuando entraba en alguna de las habitaciones de mis hermanos seminaristas, que al ver en qué condiciones se encontraba todo, descubría cómo estaba su vida interna. Si lo que veía era desorden, me acercaba a preguntarle qué le estaba pasando. Generalmente podían estar viviendo una de esas crisis naturales que se viven en el proceso de formación. Y era una oportunidad para tenderle la mano y ayudarle en su crisis al menos escuchándole, pues no tenía a la mano aún los medios para ayudarlo en otros órdenes. También me sucedía a mí mismo. Cuando veía que mi habitación estaba fuera del orden habitual en el que procuraba mantenerla, tenía que ponerme a revisar mi propia vida para ver qué podía estar fallando. Y descubría que podía haber bajado en mi vida de oración, o que me estaba dejando ganar por la flojera en los estudios, o que estaba pensando en realidades diferentes a las que tenía que pensar estando en un proceso de formación hacia el sacerdocio. Es decir, el orden externo puede ser signo de que lo interno está bien. Y al contrario, el desorden externo puede ser signo de que algo malo hay en el interior de la persona. Este puede ser un criterio que nos sirva para ayudarnos a nosotros mismos y para ayudar a otras personas que lo necesiten. Obviamente no es un criterio infalible. Puede darse el caso de que exteriormente una persona y su entorno estén impecables, pero por dentro tenga graves desórdenes. O al revés, que haya un desorden grande en el ámbito exterior, pero el interior esté andando perfectamente. Con esto se encontró Jesús al enfrentarse con los fariseos, enfermos del orden exterior.
Encontramos a los fariseos acercándose a Jesús para criticar que sus discípulos eran desordenados: "¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras?" Era una grave falta externa no purificarse para la comida. La tradición antigua lo exigía como norma de buena conducta, incluso religiosamente. El cumplimiento de estas tradiciones era fundamental en el criterio de los fariseos, que se fijaban casi exclusivamente en esta norma de orden externo. La respuesta de Jesús es demoledora contra esta actitud parcial de supuesta perfección: "Bien profetizó Isaías de ustedes, hipócritas, como está escrito: 'Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos'. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres". El orden externo, con ser necesario, nunca podrá estar por encima de la necesidad absoluta del orden interno. Más aún, ese orden externo deberá ser necesariamente signo del orden que se vive en lo interior. Si no es así, no tendrá ningún sentido. La preocupación por lo que hace o deja de hacer el hermano debe surgir de un corazón cercano a su necesidad, que se preocupa primero por la situación del hermano en sí mismo. Nunca puede estar la exigencia del cumplimiento de la ley por encima del hombre, de su situación personal, de su necesidad. Es lo que ha enseñado Jesús: "El sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado". El apego excesivo a lo mandado puede ser un refugio que se busque para ocultarse de la obligación que surge de la fe y que nos llama y nos compromete en el amor. Antes de exigirle al hermano, hay que amarlo. Quien solo exige en lo exterior adolece totalmente de amor. Y por ello pierde la autoridad para exigir el cumplimento de la ley. La ley nunca puede estar por encima del amor. Así lo sentencia Dios: "La misericordia vence sobre la justicia".
Quien pone el acento únicamente en lo exterior se desconecta incluso de quien supuestamente ellos son heraldos. Los fariseos eran los "vigilantes" de Dios, que estaban pendientes de las cosas que aparentemente agradaban a Dios. Pero no estaban conectados con Dios. Solo se servían a ellos mismos. Habían desnaturalizado por completo su tarea, negando incluso su origen. La secta de los fariseos había nacido para recuperar la pureza de la fe judía, en el servicio leal a Dios. Pues bien, ellos no servían a Dios. Se habían enamorado del poder y del dominio sobre el pueblo, usando como arma la ley tiranizante. Algo bueno lo habían convertido en algo despreciable. Con ello manipulaban al pueblo a su antojo. Esa desconexión con Dios había hecho que perdieran la noción de quién era Él realmente. Salomón, al construir el templo para Dios, tuvo la experiencia perfecta de quién era Aquel al que servía: "Señor, Dios de Israel, no hay Dios como tú arriba en los cielos ni abajo en la tierra, tú que guardas la alianza y la fidelidad a tus siervos que caminan ante ti de todo corazón. ¿Habitará Dios con los hombres en la tierra? Los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos este templo que yo te he erigido!" Salomón comprendió que Dios está por encima de todo y que siendo fiel y amoroso espera también fidelidad en los suyos. Una fidelidad que surja de un corazón rendido a su amor y a su misericordia. Ese es el verdadero Dios. No el monstruo castigador y tirano que pretendían presentar los fariseos. Por eso se debe ser capaz de decirle confiado en su amor y en su providencia: "Atiende la plegaría que tu servidor entona en este lugar. Escucha la súplica que tu siervo y tu pueblo Israel entonen en este lugar. Escucha tú, desde el lugar de tu morada, desde el cielo, escucha y perdona". Es un Dios que quiere corazones rendidos a Él. Que no quiere el simple cumplimiento de la ley, es decir, solo un orden externo, sino que si se cumple, se haga por la convicción profunda de la necesidad de tener en orden todo lo interno, es decir, de estar ante el Dios que es todopoderoso, pero que es ante todo el Padre de amor y de misericordia que siempre tiende la mano a su hijo débil y necesitado de su amor.
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