Los hombres nos movemos naturalmente en función de las obtención de beneficios para nuestras vidas. Sentimos que debemos gastar todos nuestros esfuerzos para procurar siempre mejores condiciones, para tener más cosas de las cuales disfrutar, para tener más tranquilidad evitando las dificultades. En cierta manera nos colocamos en el centro de todo para que venga a nosotros todo lo que sea bendición y alejar todo lo que pueda ser de alguna manera negativo para nosotros. Colocamos la felicidad como meta, para lo cual centramos nuestras realizaciones en procurar lo que la facilite y evitar lo que la estorbe o la impida. No está mal que vivamos así, pues en definitiva Dios nos ha creado para que seamos felices. Cuando nos ha enriquecido con la inteligencia y la voluntad y nos ha llenado de fuerzas y dado salud, lo ha hecho precisamente para que cada uno ponga su mejor empeño en avanzar en ese estado de felicidad para el cual ha sido creado. Sería un contrasentido que habiendo sido creados para ser felices, absurdamente pongamos empeño en impedirla o en buscar más bien lo que nos entristezca o llene de amargura. Sin embargo, en ese camino de felicidad propuesto por el mismo Dios para el hombre, no hemos descubierto real o completamente la dirección que nos conduce a la felicidad plena. O al menos no hemos sido capaces de decidirnos a recorrerla pues nos centramos solo en aquella dirección que nos conduce hacia nosotros mismos, asumiendo en la práctica que no puede existir otra felicidad sino la que se obtiene satisfaciéndose únicamente a sí mismo. Nos colocamos en el centro y pensamos que es absurdo todo esfuerzo que no vaya en esa dirección. Y es que no hemos terminado de entender que desde nuestra creación, el mismo Dios sentenció que "no es bueno que el hombre esté solo", con lo cual dejó establecido claramente que la felicidad plena jamás se conseguirá centrándose exclusivamente en sí mismo, sino en la complementación con los otros. Y eso requiere descentrarse. En lugar de estar uno mismo en el centro, colocar en él a los otros. Y en primer lugar, al Gran Otro, Dios, que es el único que puede asegurar la plenitud de la felicidad añorada.
Desde la antigüedad, el camino estaba señalado. El profeta Isaías pone la clave a la vista: "Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, cubre a quien ves desnudo y no te desentiendas de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor". Ese es el camino. El "no es bueno que el, hombre esté solo", no es simplemente una propuesta de compañía en pasividad. Es una compañía activa, que construye un camino mejor, que procura el bien del otro. En la base de todo está el amor mutuo, que es el combustible para esa ruta de la felicidad. O incluso es el mismo camino de la felicidad. Al colocar a Dios en el primer lugar, conscientes de que Él es el único que podrá dar la plenitud, la vida pasa a girar en torno a Él y a los demás. No se basa en el orgullo propio o la soberbia. Se deshace de toda vanidad o narcisismo, y se pone toda la confianza en su amor y su poder. Las capacidades personales se colocan a su servicio y se consideran entonces insuficientes en sí mismas. La autosuficiencia, que puede ser el cáncer grave que mate todo amor y toda solidaridad, tiende a desaparecer, aunque siempre luche por resurgir. San Pablo nos enseña cómo debe ser la conducta de quien ha colocado a Dios en el primer lugar: "Yo me presenté a ustedes débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que la fe de ustedes no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios". Si Dios debe estar en el primer lugar del corazón de cada uno de los que quieren ser felices, con mayor razón lo debe estar en el de quien quiere ser instrumento de su amor. Saberse nada, dejando a Dios actuar desde uno, es clave para sentir la felicidad mayor. No es la satisfacción que puede sentirse por haber hecho algo al margen de Dios, que puede ciertamente darse. Pero esa siempre será menor y dejará la sensación de la añoranza de algo más. Eso que falta es la presencia de Dios que da plenitud a todo.
Si la felicidad está en el servicio a los demás, lo que da sentido pleno a la vida de cualquiera, tal como lo experimentó el mismo Jesús -"Yo estoy entre ustedes como el que sirve ... No he venido a ser servido sino a servir"-, no debemos descansar hasta no caminar esas rutas en esa dirección hacia los hermanos. Colocar a Dios en el corazón propio no se hace para tomar posesión de Él y tenerlo allí en un goce individual. Habrá momentos en los que eso puede llegar a ser muy compensador e incluso necesario. El encuentro en la intimidad con el Señor es de lo más entrañable que podemos experimentar. Pero solo se justificará si aquello sirve como de plataforma de lanzamiento hacia el hermano. El encuentro con Dios se complementa con el encuentro con los hermanos. Dios me dará la plenitud de la felicidad exclusivamente cuando complete mi encuentro con Él al encontrarme con los demás. Si he encontrado ese camino de la felicidad plena, llegaré a la meta exclusivamente si lo recorro junto a ellos. Por eso debo procurar que ellos me acompañen en mi caminar. Debo atraerlos hacia mí para que experimenten la misma plenitud que yo estoy experimentando. Es la invitación que nos hace Jesús: "Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así la luz de ustedes ante los hombres, para que vean sus buenas obras y den gloria a su Padre que está en los cielos". Ser sal y luz es haber alcanzado la plenitud, ser felices, estar en la presencia de Dios, que es quien procura esa plenitud. Pero esa condición es tal y se justifica como tal solo cuando es vivida en comunidad. La alegría comunitaria es la alegría plena. Es la alegría vivida con el hermano, fruto del encuentro con Dios, la que dará la verdadera sensación de plenitud. Tendremos la experiencia de plenitud solo cuando coloquemos a Dios y a los hermanos en el centro de nuestra vida y procuremos que nuestra experiencia de plenitud sea condividida con ellos. Nuestra felicidad está condicionada a que procuremos que ellos sean felices. Y esa es nuestra plenitud. Si lo logramos, habremos alcanzado nuestra plenitud.
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