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viernes, 5 de marzo de 2021

Dios siempre sacará frutos buenos para nosotros de nuestro dolor

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Dios es el Señor de la historia. En sus manos está todo lo que sucede y lo que sucederá a los hombres, fruto de las acciones, buenas o malas, que libremente asumen y realizan. Desde esa libertad que Dios les ha donado los hombres pueden decidir hacer y seguir el bien o hacer y seguir el mal. Y Dios siempre respetará esa decisión, pues Él no puede suspender la vigencia de su regalo de amor que es la libertad, aun sabiendo que el camino elegido puede ser el peor y el más letal para el mismo hombre. Su amor, su misericordia y su paciencia son infinitamente mayores que el deseo que pueda tener de impedir que el hombre tome malas decisiones. Son decisiones que el hombre toma desde el uso de esa libertad que es su mayor regalo, en lo cual Dios mismo ha asumido el riesgo de que se tomen caminos malos. Pero siendo esto así, también es cierto que Dios ama al hombre por encima de todo y el diseño de su plan tiene como meta la plenitud de la felicidad y del amor en la vivencia de su criatura, por lo cual, siendo Dios también infinitamente sabio, no ha dejado que las cosas simplemente se desarrollen para el mal. Siendo malas las acciones de la humanidad, Dios busca la manera de que no produzcan todo el daño que pueden. Él, anteponiendo su amor y su providencia, busca mutar lo solo malo en algo que pueda luego tener buenas consecuencias para la misma humanidad que procura el mal. Parafraseando a San Agustín, podemos afirmar que Dios es experto en sacar consecuencias buenas de las malas acciones de los hombres. El mal es realizado libremente por el hombre, pero Dios es también libre al procurar que ese mal dañe lo menos posible, sobretodo a aquellos que son menos culpables y están más desprotegidos.

El caso de José, hijo de Israel, y sus hermanos, es un caso emblemático de cuanto llevamos dicho. La envidia y el odio de los hermanos por la preferencia de su padre sobre José, los lleva a urdir contra él los planes más terribles. Primero piensan en matarlo, pero luego, a instancias de Rubén y Judá, respetan su vida y deciden venderlo a una caravana de mercaderes del desierto que se dirigían a Egipto: "Vieron una caravana de ismaelitas que transportaban en camellos goma, bálsamo y resina de Galaad a Egipto. Judá propuso a sus hermanos: '¿Qué sacaremos con matar a nuestro hermano y con tapar su sangre? Vamos a venderlo a los ismaelitas y no pongamos nuestras manos en él, que al fin es hermano nuestro y carne nuestra'. Los hermanos aceptaron. Al pasar unos mercaderes madianitas, tiraron de su hermano; y, sacando a José del pozo, lo vendieron a unos ismaelitas por veinte monedas de plata. Estos se llevaron a José a Egipto". Los hermanos, sintiendo odio y envidia por José, se lo quitan de encima vendiéndolo a unos mercaderes del desierto. Es impresionante pensar hasta dónde puede llegar la envidia del hombre, cuando ve que sus intereses están amenazados. Es la conducta de la humanidad que se ha dejado conquistar y arrebatar el corazón por sí mismo, en un egoísmo que lanza al extremo de alzar la mano contra la propia sangre. La historia se repite una y otra vez. Vimos lo mismo con Caín que levanta su mano contra su hermano Abel y lo asesina, también por envidia. Y unas tras otras, las generaciones van repitiendo las mismas conductas. Hoy no somos distintos. El egoísmo, la envidia malsana, la búsqueda de beneficios individuales, el empeño de dominio sobre los más débiles, nos hacen repetir la historia una y otra vez. Pero, ya lo hemos dicho, Dios se encargará de extraer beneficios para el hombre de sus mismas acciones malas. Ya veremos cómo José será el encargado de rescatar a Jacob, a sus otros hijos y a su pueblo, de morir de hambre en el desierto. El gesto funesto de los hermanos fue convertido por Dios en razón de salvación para el pueblo.

José es prefiguración clara de Jesús. La acción de los hermanos de José es la acción de la humanidad que se erige en fuerte con la pretensión de quitar de en medio a quien pone en riesgo sus prerrogativas individuales o grupales. Sobre todo aquellos que serán más afectados con sus denuncias son los que han decidido eliminar cualquier estorbo o cualquier obstáculo que se interponga en su camino hacia la hegemonía. Jesús no ahorra ninguna denuncia contra ellos. Y el enfrentamiento, así, está declarado: "Y Jesús les dice: '¿No han leído nunca ustedes en la Escritura: 'La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente'? Por eso les digo que se les quitará a ustedes el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos'. Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba de ellos. Y, aunque intentaban echarle mano, temieron a la gente, que lo tenía por profeta". Las autoridades religiosas de Israel veían que sus privilegios sobre el pueblo sencillo y humilde estaban en peligro. Para poder conservarlos era necesario eliminar a quien les echaba en cara su hipocresía. Pero percibían que ese pueblo que esperaba la liberación no solo del pecado y de la opresión del imperio dominante, sino de aquellos que los tenían subyugados bajo normas draconianas, fruto de una ley utilizada para beneficio de la casta, se sentían entusiasmados, pues percibían al fin que había alguien que aparentemente podía llevar adelante esa obra de liberación. Por eso, los sumos sacerdotes y los ancianos deciden quitarlo de en medio. Exactamente lo mismo que hicieron los hermanos de José, lo entregan a la muerte, vendiéndolo como esclavo. Y el resultado es el mismo: El gesto asesino es transformado por Dios en gracia para los hombres. La entrega y la muerte de Jesús llega a ser la salvación de todos, incluso haciendo posible la salvación de aquellos mismos que han levantado su mano contra Él. Dios no se deja ganar en generosidad, máxime cuando el mal pretende erigirse en vencedor. Hoy podemos vivir la misma experiencia, pues Dios no cambia. Él nunca permitirá que suceda nada que al final no tenga buenas consecuencias para nosotros. Nuestras experiencias de dolor y de sufrimiento serán transformadas en ocasiones de gracia y de bien para nosotros. Así es como actúa Dios. Nunca dejará de compensar con su inmenso amor, con su infinita misericordia, con su poder inabarcable, nuestras experiencias de dolor y de sufrimiento.

martes, 25 de febrero de 2020

Como un niño, quiero vivir la inocencia para servir a mis hermanos

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A Jesús le encanta la inocencia. Cada vez que puede pide a sus discípulos y a todo el que lo sigue y lo oye, que sean puros y que no pierdan esa inocencia original. Y coloca como prototipo a los niños, a los que ama con un corazón henchido de ternura. En contraposición, rechaza fuertemente a quienes no son inocentes, a quienes se creen más sabios, a quienes son soberbios y han perdido la humildad y la sencillez. Un ejemplo de eso lo tenemos en sus confrontaciones continuas contra los fariseos, a los que considera los menos inocentes de entre sus oyentes. A ellos les echa en cara su torpeza espiritual, por cuanto siendo conocedores de las preferencias de Dios y de su cercanía afectiva a los humildes y sencillos, a los inocentes de corazón, prefieren mantenerse en la soberbia de su posición que se aprovecha de la humildad de los más débiles, e incluso los manipulan con exigencias espirituales desde su posición de poder, por lo cual se hacen aún más deleznables. Llegan al extremo de utilizar a Dios como arma arrojadiza para sustentar su poder y mantener su posición de privilegio en la sociedad judía. Es el colmo de la malignidad, por cuanto utilizan lo más santo, a Dios mismo, para sacar provecho personal humillando así a los más sencillos de la sociedad. Lo santo es manipulado por ellos para alcanzar sus metas egoístas y personalistas. Ante esa posición soberbia y totalmente vacía de humildad, Jesús contrapone la figura de los niños: "Tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: 'El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado'". La figura de la infancia es una figura incontaminada, por lo tanto, aún inocente, sin prejuicios ni pretensiones malsanas. No luchan por ostentaciones vacías sino que viven el momento, gozando cada uno de los segundos vividos. Lamentablemente, al avanzar en edad vamos perdiendo esa inocencia original. Vamos anteponiendo nuestras suspicacias, nuestras envidias, nuestros celos. Vamos viendo a los otros no como hermanos con los cuales puedo pasar un tiempo bueno y enriquecedor, sino como competencia, como seres ante los cuales tengo que estar en continua actitud de defensa. La desconfianza va borrando la inocencia y la ingenuidad puras.

Esta realidad que vivimos hoy es fruto del pecado que hemos incrustado nosotros mismos en nuestra vida. Los niños, por su inocencia, no se han dejado arrastrar aún por esa consecuencia trágica del pecado que nos ha alejado de Dios y de los hermanos. Por eso, una de las tareas que entendieron los apóstoles que debían llevar adelante, siguiendo las huellas del Maestro, fue la de procurar que los hombres rescataran al menos algo de esa experiencia inocente de la vida infantil. Santiago le dice a su comunidad: "Piensan ustedes que la Escritura dice en vano: 'El espíritu que habita en nosotros inclina a la envidia'? Pero la gracia que concede es todavía mayor; por eso dice: 'Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes'. Por tanto, sean humildes ante Dios, pero resistan al diablo y huirá de ustedes. Acérquense a Dios y él se acercará a ustedes". La oscuridad que hemos añadido los hombres a nuestra experiencia de vida debe ser contrarrestada con la luz que puede darnos Dios cuando nos abrimos a Él. Por nosotros mismos solo lograremos seguir hundiéndonos en el cieno del individualismo, del egoísmo, de la procura de la satisfacción personal en las pasiones, de un espíritu insano de competencia con los hermanos. Es necesario que con la ayuda de esa gracia divina y con su iluminación, demos luz a esa actitud oscura para eliminarla y rescatar esa experiencia primigenia, que tuvo su origen en el gozo que sintió Adán al ver a Eva: "Ahora sí. Esta sí es carne de mi carne y hueso de mis huesos". Una como yo. El otro no es un ser extraño a mí. Es, como dijo el Papa Benedicto XVI, "un regalo de Dios para mí". Mientras no alcancemos esa visión elevada en la consideración del hermano y en la correcta valoración de lo que es, jamás podremos tomar el camino de la recuperación de la inocencia que nos propone Jesús. Dios, al crear al hombre, sentenció: "No es bueno que el hombre esté solo". El hombre, al pecar alejándose de Dios y perdiendo la inocencia original, destruyó la bondad de esa fraternidad, haciéndola más bien un campo de batalla. No es justo que nosotros mismos hayamos destruido aquella bondad original de lo creado. Debemos retomar la ruta de la verdadera fraternidad, haciéndonos hermanos auténticos unos de otros, viviendo una fraternidad solidaria que se base en la inocencia y en la transparencia de pensamientos y de conductas y no en la consideración del otro como un extraño o incluso como un enemigo.

Para alcanzar esa verdadera inocencia deseable en todos los cristianos debemos asumir responsablemente nuestro compromiso de ser como el Maestro. Se trata de imponernos para seguir sus huellas y asimilar su ser en nosotros. Él entendió su vida como servicio, y no se guardó nada para sí mismo. Lo entregó todo y lo dejó todo en nuestras manos por amor. Ese fue su mejor servicio: "Yo estoy entre ustedes como el que sirve". Nunca se jactó de ser el Maestro para exigir absolutamente nada: "Yo no he venido a ser servido sino a servir". Anunció a los apóstoles lo que le vendría en el futuro: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará". Ese era el fruto de su mayor servicio, la muerte, sirviendo al hombre así para que recuperara la gracia perdida y el camino de rescate de la inocencia original. Nuestra vida de inocencia debe estar caracterizada también por el ser servidores unos de otros, como lo hizo Jesús. En la mayor demostración de humildad, se hizo pecado Él mismo para realizar la obra de rescate de aquellos que eran los únicos culpables. Él fue el único inocente de todos los hombres, y su inocencia la puso en nuestras manos para que, desde nuestra condición de culpables, pudiéramos hacerla de nuevo constitutiva de nuestro ser. Hace su entrega final, demostrándonos que ese era el único camino para el rescate de nuestra inocencia. Por eso insiste: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos". Así como Él prestó el mejor servicio entregándose a la muerte, nos pone la misma perspectiva a nosotros. Solo en la entrega sincera a nuestros hermanos, con la mayor inocencia en nuestro corazón, como lo vivió el mismo Jesús, podremos ser como ese niño que pone Jesús en medio de todos como el modelo a seguir. La entrega a los otros será la medida de nuestra recuperación. Empezando por la entrega al gran Otro, al mismísimo Jesús, que deberá desembocar en la entrega a los hermanos a los que Él ha venido a rescatar desde su amor todopoderoso y misericordioso.

miércoles, 5 de febrero de 2020

Que mi soberbia no me impida vivir tu alegría y tu amor

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Los hombres somos una caja de sorpresas con nuestras reacciones ante diversas situaciones. Muchas veces preferimos complicar las cosas dejando que nuestra naturaleza herida por el pecado sea la que domine. En vez de sentir alegrías razonables, tenemos que buscarle la quinta pata al gato antes que dar rienda suelta a una alegría sencilla. Nuestra soberbia hace que no nos sintamos orgullosos de lo que pueda logra otro, pues sentimos que se nos está robando un reconocimiento que nos correspondería a nosotros. Nuestra desconfianza mutua nos impide abandonarnos en quien ha demostrado suficiente capacidad en alguna actividad si no somos nosotros los que están controlando el proceso. Es tan fácil vivir felices si diéramos paso a los sentimientos sencillos y primarios, que es realmente sorprendente como nos empeñamos en amargar ese camino. Nuestro egoísmo nos hace jugadas desastrosas, pues destruye lo que de bello puede tener una vida vivida en la sencillez y en la simpleza. Esa experiencia la tuvo hasta el mismo Jesús con sus paisanos, cuando llegó a la sinagoga de su pueblo a enseñar, como lo había hecho en otras sinagogas de otros pueblos en los que había sido escuchado y aceptado y en las que había obtenido muchos seguidores. Sus paisanos, en vez de sentir el orgullo de que uno de los suyos tuviera tal autoridad y conocimientos, se preguntaban: "'¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?' Y se escandalizaban a cuenta de él". Es tremenda y sorprendente esta reacción de ellos, cuando por el contrario, debía haber sido de orgullo sano, de alegría de que fueran hechas esas maravillas que hacía Jesús, de satisfacción por haber obtenido tan buena formación... Más aún siendo "uno de los nuestros". En este caso fue mayor la envidia, el egoísmo, la soberbia, que la satisfacción y la alegría sana. Esto último no se lo podían permitir. 

Esta reacción de sus paisanos, que al fin y al cabo fue "manchada" por el espíritu herido por el pecado, tuvo las peores consecuencias para ellos mismos. El daño causado por su reacción es doble. No solo se impiden el gozo de vivir la sencillez y la simpleza de la satisfacción y la alegría sana y natural por el logro de un paisano, sino que su actitud se convierte en un dique para la gracia que Jesús podía derramar sobre ellos. Él, ante esa reacción tan negativa, "les decía: 'No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa'. No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe". Podemos imaginarnos la frustración que habría sentido Jesús al verse rechazado por su misma gente. Llama la atención la observación "solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos", porque significa que en todo caso sí hizo algunos milagros, pero que hubiera podido haber hecho inmensas maravillas si la reacción hubiera sido positiva. Ellos se lo perdieron por haber dado rienda suelta a su soberbia. Jesús era uno más de ellos y terminaron rechazándolo por esa misma razón. De alguna manera, pudiéramos decir que hacemos lo mismo con Jesús todos los hombres. Jesús es el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, es decir, que se ha hecho uno más entre nosotros. Y también, cuando no dejamos que su obra redentora sea efectiva en nosotros, cuando no nos dejamos hacer hombres nuevos, cuando no permitimos ser transformados en el amor infinito y misericordioso que Dios quiere derramar en nosotros, de alguna manera estamos asimilándonos a la reacción de los paisanos de Jesús. Dice San Juan en su evangelio: "Vino a los suyos y los suyos no le recibieron". Al final, la actitud que podemos criticar en los paisanos de Jesús, debemos criticarla en nosotros mismos. Nuestra soberbia nos impide vivir la alegría de sabernos amados infinitamente por el Dios que es capaz de hacer todo lo que sea necesario para salvarnos, y al no vivir esa alegría impedimos que esa obra maravillosa se haga realidad en nuestros corazones.

Es necesario que hagamos un cambio radical en nuestras actitudes delante de Dios, de su amor, de su misericordia y de su poder infinito. Él puede ser capaz de un amor sin medida, pero igualmente, si se lo impedimos, ese inmenso poder que pudiera ponerse a nuestro favor, puede quedar totalmente infructuoso y tener como consecuencia nuestra total perdición, en escarmiento al rechazo que hagamos de Él.  Fue lo que vivió el Rey David ante su infidelidad y su desconfianza en el poder de Dios. Se ganó un fuerte escarmiento que afectaría también a todo el pueblo. El celo de Dios se hizo presente. David se encontró con ese celo de Dios y entendió que debía abandonarse totalmente: "¡Estoy en un gran apuro! Pero pongámonos en manos del Señor, cuya misericordia es enorme, y no en manos de los hombres". Y ante la peste que azotó al pueblo y que estaba en las manos del ángel exterminador del Señor, el mismo Dios se dolió y le ordenó: "¡Basta! Retira ya tu mano". Y David, ante esa demostración del inmenso poder de Dios y de su infinita misericordia, se ofreció como satisfacción por su falta: "Soy yo el que ha pecado y el que ha obrado mal. Pero ellos, las ovejas, ¿qué han hecho? Por favor, carga tu mano contra mí y contra la casa de mi padre". David, el que había demostrado desconfianza en Dios, entendió que había cometido un gravísimo error, y se convirtió, al extremo que ofreció su propia vida para satisfacer a Dios. Es la actitud que debemos tener todos. Nuestra soberbia puede hacernos malas jugadas. Puede hacernos despreciar la cercanía de Jesús e impedir así su obra en nosotros, o puede hacernos desconfiar de su poder y confiar más en nosotros mismos dejándolo a un lado. En ambos casos salimos perdedores. Perdemos la alegría sana que podemos vivir simplemente al dejarnos amar llanamente por el Señor y al abandonarnos completamente en sus manos todopoderosas que se guiarán siempre por el amor que nos tiene. No seamos perdedores y más bien anotémonos entre los que quieren vivir siempre la alegría orgullosa de tener un Dios que nos ama y que hará todo lo que sea necesario para rescatarnos y tenernos con Él.

jueves, 10 de octubre de 2019

No quiero ser envidioso sino humilde

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"Mala consejera es la envidia". Ella nos hace entrar en una espiral que se va moviendo hacia el egoísmo radical, nos va encerrando en nosotros mismos y nos va haciendo considerarnos los únicos que tenemos derecho a las cosas buenas. No sería justo que otros tengan bienes si nosotros no los tenemos. Y si los tienen, yo tengo que luchar por tener algo mejor. No se trata de tener lo que justamente nos puede servir para vivir mejor, más cómodamente, lo que indicaría que yo estaría haciendo un buen esfuerzo por progresar como hombre. Esto es lícito, pues Dios ha puesto en nosotros las capacidades para que vivamos cada vez mejor. Lo lamentable es que este sentimiento se envenene con un sentido de competencia absurdo, ilícito, desleal, alimentado por un egoísmo exacerbado que lleva a utilizar incluso medios fuera de lo moral para alcanzar dichos bienes. Esta puede ser la actitud que estuvo en la base del primer pecado de los hombres. La serpiente, conocedora de este talón de Aquiles que tenemos todos, movió sus hilos provocando esta envidia, diciéndole a Eva: "Si comen del fruto de ese árbol, serán como dioses". ¿Por qué no ser entonces como Dios, si puedo llegar a serlo? Nos esforzamos en ser lo que no somos. Incluso en ser lo que no es justo que seamos. Y esto, sin importar los medios que pongamos a funcionar.

En esta argumentación, llegamos a cuestionar incluso a quien nos ha dado todas las capacidades, a quien ha creado a la humanidad entera, como queriendo enmendarle la plana, asumiendo que tenemos un mejor juicio que Él, atreviéndonos a querer corregir su "error" cuando da su favor a quienes nosotros no consideramos dignos y no a nosotros. Dios nos ha dejado bien claro cómo es su conducta. Y en Jesús la ha puesto diáfanamente sobre la mesa. "No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos". "No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores". "Hay más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse". "He venido a rescatar lo que estaba perdido". "El buen pastor deja las noventa y nueve en el redil y sale a buscar a la oveja perdida". Y en concreto, en su actuación misericordiosa en favor de los hombres, demuestra que su preferencia son los alejados: a la mujer adúltera le perdona su pecado, pidiéndole que no peque más; a Zaqueo, jefe de publicanos, le pide que lo invite a su casa y ante su conversión le informa que la salvación ha llegado a su casa; a la pecadora pública le permite que le limpie los pies con sus lágrimas, dejándose tocar por ella, a pesar de la prohibición ritual de dejarse tocar por impuros y, reconociendo el amor que le tiene, le perdona sus pecados; al ladrón crucificado a su lado le promete su entrada al paraíso... Él nos quiere justos a todos, pero la insistencia de su amor y de su misericordia la demuestra más con quien más la necesita. Comprendiendo perfectamente esta actitud de Jesús, el Papa Francisco nos ha invitado a todos a "ir a las periferias". "Prefiero una Iglesia accidentada por salir al mundo, que una Iglesia enferma por encerrarse en sí misma".

En todo caso, no se equivocan quienes afirman que los que tienen mala conducta deben recibir justamente un escarmiento por sus faltas. El amor no es injusto. Por tanto, tampoco Dios lo es. "Miren que llega el día, ardiente como un horno: malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir –dice el Señor de los ejércitos–, y no quedará de ellos ni rama ni raíz". Puede ser que veamos con sorpresa que a los justos les va mal, mientras que a los malos les va bien. "Nos parecen dichosos los malvados; a los impíos les va bien; tientan a Dios, y quedan impunes". Y por eso, reaccionamos equivocadamente: "No vale la pena servir al Señor; ¿qué sacamos con guardar sus mandamientos?; ¿para qué andamos enlutados en presencia del Señor de los ejércitos?" Pero, así como Dios es infinitamente misericordioso, también es infinitamente justo. Nuestras malas acciones no quedarán jamás impunes. El perdón de nuestras malas acciones no borra el daño que hemos hecho y del cual somos culpables. Dios es misericordioso, pero nos hará purificar las consecuencias de nuestros pecados. No hay impunidad en Dios. Y por otro lado, los justos recibirán su recompensa: "Me compadeceré de ellos, como un padre se compadece del hijo que lo sirve. Entonces ustedes verán la diferencia entre justos e impíos, entre los que sirven a Dios y los que no lo sirven".

En Jesús, la invitación de Dios es a acercarnos con humildad a su amor, a su justicia, a su misericordia, sin exigir nada motivados por sentimientos bastardos como la envidia. Jesús nos invita a esperar de Dios todos los bienes, sin aducir méritos por nuestra parte, sino solo confiando en su amor infinito por nosotros. Al fin y al cabo, todos los bienes que hemos recibido y que recibiremos de Él, serán siempre por un gratuito beneplácito suyo. Jamás porque nos los merezcamos. Desde el primer beneficio que nos regaló, nuestra propia vida, nos lo ha donado sin ninguna razón de conveniencia, sino por puro amor. Así mismo, cualquier bien que nos venga de Él será siempre porque surge de su manantial inagotable de amor y misericordia por nosotros. Más aún aquellos bienes que se refieren al perdón, a la misericordia, a la justicia, a la vida en Él. Nosotros con nuestra propias fuerzas somos incapaces de alcanzar un perdón, un amor, una misericordia que supuestamente se nos deba. Esto es absurdo en Dios. Él no debe nada a nadie. Se hace deudor por propia iniciativa, pues su corazón pugna por concedernos siempre su Gracia y su Vida. Desde que nos creó, el mismo Dios se hipotecó a nosotros. Decidió libremente entregarnos su corazón en cada gesto de amor y de misericordia a favor nuestro.

Por eso, Jesús nos invita a no tener otra actitud ante el Dios que nos ama y que es infinitamente misericordioso, que la de la humildad y la confianza radical en Él. Quien nos creó por amor, no dejará nunca de amarnos y de preocuparse por nosotros. Por todos y cada uno de nosotros, incluyendo a los alejados de Él. A ellos con mayor razón los desea junto a Él. Quiere conquistarlos y tenerlos a su lado. Quiere ganarle la batalla al mal que los ha esclavizado. Para eso plantea su lucha. Son de Él desde el principio de la existencia, y no permitirá que el mal se los arrebate sin luchar por ellos. Humildad y confianza en todos. Es lo que nos pide Jesús. Nunca dejar de poner nuestras vidas en sus manos, incluso en la procura de los bienes que nos quiere regalar. Es una espera humilde y confiada en el amor desinteresado del Señor: "Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre". Con esta actitud, Dios abrirá el manantial de su amor y de su providencia para favorecerme a mí, su criatura predilecta, y para favorecer a todos, pues estamos incrustados en su corazón de amor.

lunes, 2 de septiembre de 2019

Desear el bien del hermano es lograr el bien para mí

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Jesús ha enfrentado situaciones muy fuertes contra diversos grupos religiosos de su época. Sus peores enfrentamientos han sido contra los fariseos, "custodios" de la ortodoxia y la ortopraxis hebrea, quienes se habían erigido en adalides de la Ley mosaica seca y vacía, en detrimento de la vivencia del amor y la compasión, colocando a la Ley por encima del hombre y de la misericordia necesaria y fundamental en toda religión. El vacío era total. Pesaba más la letra sobre el papel que la sangre derramada por el pobre y por el inocente. En ese sentido, era natural y casi de esperarse que Jesús se enfrentara a esta pretensión maquiavélica de hacer de la Ley el yugo peor que pesara sobre los hombres de los que ya sufrían por la indolencia de sus hermanos.

Pero hay un enfrentamiento que se da también en la vida de Jesús y que no es tan natural. Es el que se da contra sus paisanos. Y llama mucho la atención por cuanto se dan sentimientos encontrados en los oyentes. Lo relata San Lucas en su evangelio. Por un lado, los paisanos de Jesús están asombrados y llenos de admiración por las palabras que surgían de su boca. Descubrían que eran llenas de gracia y les movían el piso. Jesús se identificaba con aquel que presenta el profeta Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor". Su extrañeza mayor se presenta cuando ponen sobre el tapete la condición de Jesús, su paisano. "¿No es este el hijo de José?" Jesús se adelanta, y les dice: "Sin duda me dirán este refrán: Médico, cúrate a ti mismo: de tantas cosas que hemos oído haber sido hechas en Cafarnaum, haz también aquí en tu tierra". Y les habla de los portentos hechos por Dios en la antigüedad a través de los profetas Elías y Eliseo, a extranjeros, la viuda de Sarepta y Naamán el sirio. Los paisanos de Jesús se sintieron heridos, por la alusión a la falta de fe que tenían, absolutamente injustificada, pues se basaba en prejuicios superficiales y absurdos. Al punto de que buscaron herir y hacer desaparecer a Jesús, sus propios coterráneos!!!

Lejos de sentirse genuinamente orgullosos por lo que se oía decir de uno de los suyos, y por el bien que hacía a los más necesitados, sintieron más bien los celos por comportarse bien con otros. Descubrían así los sentimientos más bastardos de la raza humana. La envidia, los celos, al punto de querer destruir al que hace el bien, deja al descubierto un espíritu muy mezquino. Es un sentimiento que aflora con frecuencia entre nosotros y que nos desnuda y nos deja en evidencia. Nos hace falta más sensibilidad ante las necesidades de otros hermanos. Deberíamos dejar de centrar nuestra mirada exclusivamente en nuestras propias necesidades, que seguramente son también importantes, y mirar también hacia las necesidades de quienes sufren sin duda más que nosotros. Y, además, sentir el gozo de que haya quienes se ocupen de ellos, haciendo caso de la invitación de Jesús a ocuparnos de los hermanos más necesitados, en los que se descubre sin duda alguna su presencia.

La humanidad adolece de compasión, de solidaridad, de misericordia. Nuestras miras muchas veces están puestas en un sentido de competencia absurdo por ser los únicos o al menos los primeros en recibir los honores, los favores, las gracias, sin tener en cuenta que hay hermanos más necesitados que nosotros. Incluso en nuestra oración personal, no debemos centrarnos solo en nuestras propias necesidades. Orar por las necesidades de los hermanos hace que el Señor mire inmediatamente también hacia las nuestras. Ocuparse del bien de los demás, repercute automáticamente en el bienestar propio. No es extraño que quien se ocupe del mal del hermano reciba en compensación la acción directa de la providencia divina. Dios ayuda a quien ayuda. Dios se encarga de proveer a quien ayuda al necesitado, incluso para que pueda seguir ayudando con amor.

No hay que centrarse en sí mismos. Nuestra fe nos invita a no colocarnos nosotros en el centro. Nos invita a colocar allí a Dios y a los hermanos. Eso nos da la libertad necesaria para servir a Dios y a los hermanos con el mayor amor. Y así Dios mismo se ocupará de nosotros. No nos ocupamos de nosotros mismos. Esa tarea la asume el mismísimo Dios. Y Él, mejor que nadie, sabrá proveer a nuestras necesidades en el momento oportuno.

viernes, 21 de marzo de 2014

Mala consejera es la envidia...

La envidia es uno de los peores sentimientos de los que podemos adolecer los hombres. Por ella se crean animadversiones terribles contra aquellos a los que más bien deberíamos admirar e incluso tratar de imitar, si el camino que han recorrido ha sido bueno y honesto. Es, en última instancia, una confesión de la propia incapacidad, por la cual, declarándose inhábil para estar en el mismo lugar del otro, se prefiere incluso hasta hacerlo desaparecer. En general, es un sentimiento individual que carcome a su víctima, haciéndole simplemente un  frustrado, con una ilimitada insatisfacción, que sólo será "curada" cuando ya no esté la causa de ella... Pero es más terrible aún cuando el envidioso tiene la posibilidad de influir en otros, creando una inexistente envidia previa en los débiles que lo rodean, difamando a quien ha alcanzado honestamente una meta que denota progreso y solidez. El maquiavelismo del envidioso se luce creando un mal ambiente a quien no se lo merece, pues ha alcanzado un  bienestar quizás con mucha dedicación y responsabilidad. Otra cosa es que se haya alcanzado metas pasando por encima de los otros, aprovechándose de la debilidad o de la necesidad de algunos, humillándolos hasta la esclavitud... En este caso, lo que debe surgir es un deseo de justicia, social y moral, que ponga de nuevo las cosas en su lugar y dé el castigo a quien ha oprimido aprovechándose de la necesidad de otros...

Cuando la envidia es azuzada para que surja en los demás, en los que quizá antes ni siquiera existía, se crea un clima de resentimiento terrible que puede ser agudizada hasta el extremo, y llegar a no tener fin hasta que se cree un clima de confrontación de "los débiles" contra "los poderosos". La labor del primero que envidió es realmente funesta. Va creando una sensación de "injusticia", que se resolvería únicamente con la venganza contra el "injusto", que quizá haya obtenido sus metas con toda la honestidad de la que puede ser capaz...

No es nuevo esto... El caso de la esclavitud de Israel en Egipto comenzó con un movimiento que se desarrolló en esta línea. Los hermanos de José se sentían envidiosos con él, "el de los sueños", pues veían que su padre, Jacob, le tenía una solicitud y un cariño especial. Esto los incomodaba tremendamente. Por eso, en la primera ocasión que tuvieron, se confabularon para quitarlo de en medio: "Ahí viene el de los sueños. Vamos a matarlo y a echarlo en un aljibe; luego diremos que una fiera lo ha devorado; veremos en qué paran sus sueños". Su envidia era tal que planean incluso su muerte. Remordidos por una conciencia mínima de respeto a la sangre de su hermano, cambian de parecer. "No le quitemos la vida... No derramen sangre; échenlo en este aljibe, aquí en la estepa; pero no pongan las manos en él". Finalmente, al ver que se acercaba una caravana de madianitas, deciden venderlo como esclavo: "Vamos a venderlo a los ismaelitas y no pondremos nuestras manos en él, que al fin es hermano nuestro y carne nuestra"... Toda una estrategia maligna para eliminar la razón de su envidia... Ese es el principio de la terrible tragedia que vive luego Israel en Egipto. El hecho, ciertamente, en ese momento sirvió para que Israel superara el acontecimiento trágico de la inmensa hambre, pues José, finalmente, fue quien los rescató de una muerte segura en el desierto. El que fue vendido como esclavo llegó a ser el segundo del Faraón, lo cual le valió a Israel su salvación... Pero  así se iniciaron los 400 años de esclavitud que vivió Israel bajo el dominio perverso de los Faraones...

La envidia tuvo como consecuencia la esclavitud... No se tiene jamás buen final cuando el primer paso es motivado por sentimientos perversos. Lo que le pasó a Israel, su esclavitud, la terrible desgracia de ser humillados como pueblo, sometidos a un poder extranjero, tuvo su razón última en un gesto de envidia de los hermanos hacia José... Es inimaginable la consecuencia desastrosa que cualquier gesto motivado por una envidia malsana puede tener... No es buena consejera una mente que se mueve por sentimientos innobles. Mucho menos cuando para alcanzar sus bajos objetivos, busca asociar a su locura a los débiles que se dejan manipular fácilmente...

En general, si llegara a surgir la envidia como primer movimiento, ésta debe ser mudada a un sentimiento de revisión personal. Debe apuntar a percibir la propia capacidad que se tiene y estimularla para transitar vías personales de progreso que lleven a la satisfacción al alcanzar metas por el propio esfuerzo. El "arrebato" de lo que otros tienen y que han obtenido por esfuerzo honesto y responsable, no es satisfacción de ninguna manera. Es, sencillamente, robo. No es haciendo desaparecer a quien sirve de modelo como deja de existir la meta buena... Ya lo decía el mismo Jesús, refiriéndose al rechazo a su propia persona: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente"... Quienes pretendieron quitar a Jesús de en medio, prefirieron la oscuridad en la que se encontraban, atrayendo para sí la mayor debilidad. Echar a quien nos anima a ser mejores, no deja a un lado nuestro compromiso de hacerlo. Estamos llamados a la perfección y es Jesús quien nos pone en el camino para lograrlo y nos da las herramientas que necesitamos. Quitarlo de nuestra vista sólo nos hace perder la oportunidad de tener el camino de la perfección a la mano... "Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos", es la sentencia de Jesús a quien no se aprovecha de su persona, de su mensaje, de sus obras, para avanzar en el camino de la perfección. Son los que se quedan en la envidia, carcomiéndose interiormente por los logros de los demás, y planificando su ruina. Al final, será su propia ruina. Trágico final...