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sábado, 20 de febrero de 2021

Unirnos a Jesús nos asegura el gozo ahora y en la eternidad

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La salvación que ha traído Jesús es para todo el que la necesite. En principio será, entonces, para todos los hombres. La voluntad salvífica del Señor es universal. Lo afirma rotundamente San Pablo: "Dios quiere que todos los hombres se salven". Pero para que se dé se requieren algunas condiciones previas en el hombre a salvar. Debe, en primer lugar, reconocerse necesitado de salvación. Es imposible que Dios pueda salvar a quien se considera a sí mismo no necesitado de salvación. La soberbia, que desemboca en la vanidad, el egoísmo, el orgullo malsano, es el primer obstáculo para poder recibir la salvación. En segundo lugar, debe acercarse con arrepentimiento y humildad a la fuente de la salvación, de modo que haga un reconocimiento de que existe un único manantial de salvación y que lejos de él jamás podrá obtenerla por sí mismo. El hombre nunca podrá alcanzar por sus propias fuerzas la salvación que desee. Y en tercer lugar, debe asumir un compromiso de vivir las actitudes y los pensamientos del hombre salvado. Quien añore la salvación debe comportarse desde el momento en que la busca como un hombre salvado, de modo que la salvación no será un acontecimiento que se traslade al tiempo final de la vida personal, sino que debe gozarse desde el mismo momento en que se desea. Quien asume este itinerario como un compromiso real y que lo llevará a la situación idílica de amor y felicidad que Dios quiere que viva, podrá vivir lo que es la auténtica salvación. Quien se encierra en sí mismo y se obsesiona por seguir en el camino de alejamiento de Dios y de los hermanos, jamás podrá aspirar a obtener la salvación.

En todo caso, hay que evitar un equívoco en el que se incurre con mucha frecuencia, que es el de la pretensión de obtención de beneficios materiales cuando se está caminando hacia la salvación y se es fiel a Dios. Se llega a pensar que porque se está con Dios nunca habrá nada malo en la propia vida, no habrá tristezas ni sufrimientos ni enfermedades, las cosas en lo material irán de lo mejor, todos los problemas serán resueltos. Y así, muchos se acercarían a Dios para refugiarse en Él de manera de evitar cualquier circunstancia negativa en su vida. La verdad es que acercarse a Dios no evitará el mal, pues el mal seguirá actuando libremente y atentando contra el hombre, incluso contra el que está cerca de Dios. Podríamos atrevernos a decir que se ensañará aún más contra el que es fiel a Dios. En todo caso, Jesús jamás ha prometido la ausencia de conflictos en la vida del hombre, sino su consuelo, su alivio, su fortaleza. En medio del sufrimiento nos ha prometido estar allí presente, dándonos su fuerza, su aliento y su alivio. Los beneficios que ofrece el Señor cuando nos acercamos a Él, apuntan al gozo espiritual, a la esperanza de la eternidad. Lo cual no resta a que añoremos también ya en esta vida vivir la felicidad, lo cual, en su amor y en su misericordia, también lo posibilita el Señor. El gozo espiritual es compensación y complemento para el gozo humano cotidiano: "Esto dice el Señor: 'Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía. El Señor te guiará siempre, hartará tu alma en tierra abrasada, dará vigor a tus huesos. Serás un huerto bien regado, un manantial de aguas que no engañan. Tu gente reconstruirá las ruinas antiguas, volverás a levantar los cimientos de otros tiempos; te llamarán 'reparador de brechas', 'restaurador de senderos', para hacer habitable el país. Si detienes tus pasos el sábado, para no hacer negocios en mi día santo, y llamas al sábado 'mi delicia' y lo consagras a la gloria del Señor; si lo honras, evitando viajes, dejando de hacer tus negocios y de discutir tus asuntos, entonces encontrarás tu delicia en el Señor. Te conduciré sobre las alturas del país y gozarás del patrimonio de Jacob, tu padre. Ha hablado la boca del Señor". El gozo que ofrece el Señor es un gozo total, no parcial ni pasajero.

Ese camino de salvación está abierto a todos, principalmente a aquellos que más lo necesitan y que se reconocen necesitados. Para aquellos que se ilusionan con un camino distinto al que han llevado hasta ese momento, y saben que debe haber algo que le dé más sentido a la vida que están viviendo. A los que saben que hay algo más, que debe haber algo más, que eleve la vida al simple vivir cotidiano en el que solo sobrevivir es ya la rutina. Para los que elevan su mirada y no se quedan solo con lo que perciben en su día a día. Para aquellos que están convencidos de que están en la vida para algo más y que la vida no puede terminar en el vacío de la nada que implicaría la meta de lo que viven cotidianamente. Para aquellos que esperan con ilusión y esperanza firme un final glorioso, feliz, gozoso, en el que esperan vivir en la felicidad y en el amor que nunca se acaba. Esto es lo que le da sentido a una vida vivida en tensión: llegar a una plenitud que nunca termine. Es lo que ofrece Jesús a aquellos que lo cuestionan. Llevar a la plenitud a quien reconoce que lo necesita y por eso se acerca a Él, consciente de que Él es la fuente de esa plenitud: "En aquel tiempo, vio Jesús a un publicano llamado Leví, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: 'Sígueme'. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa, y estaban a la mesa con ellos un gran número de publicanos y otros. Y murmuraban los fariseos y sus escribas diciendo a los discípulos de Jesús: '¿Cómo es que ustedes comen y beben con publicanos y pecadores?' Jesús les respondió: 'No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan'". Así se emprende el camino de la salvación: Reconociendo que Jesús ha venido a salvar a los pecadores. Y que, para recibir esa salvación, debemos empezar por reconocernos pecadores y necesitados de esa salvación.

sábado, 29 de febrero de 2020

Soy pecador y tu amor me llena de la esperanza de ser redimido

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Todos los episodios de la vida de Jesús son tremendamente esperanzadores para nosotros. Él es el Dios que se ha hecho hombre, dejando entre paréntesis temporalmente su gloria natural, para hacer buena la palabra del Padre, la que empeñó prometiéndonos el envío del Mesías, quien nos rescataría de la penumbra en la que estábamos sumidos por el pecado. Desde el principio, esa esperanza iba creciendo a medida que pasaba el tiempo, por cuanto los emisarios divinos nos hacían cada vez más cercano su momento con la descripción del tiempo de gloria en el que iba a estar presente ese Hijo del Hombre realizando su obra de liberación. Cada uno de ellos iba lanzando una luz que iba aclarando la figura y la obra de ese enviado de Dios, y nos iba diciendo todo lo que de novedad significaría el resultado de su entrega. Ciertamente las descripciones no siempre presentaban algo hermoso, pues en algunos casos nos adelantaban los terribles momentos que viviría ese Siervo de Dios para curar nuestra enfermedad: "Él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por sus llagas fuimos nosotros curados". Pero así nos hacían presente la consecuencia de esa entrega radical, que no era otra sino el perdón de nuestros pecados, la recuperación de nuestra vida de gracia, la elevación de nuestra condición de caídos. Por ese sacrificio de entrega total hemos obtenido la curación de nuestra terrible enfermedad. Y cuando ya el Redentor se hizo presente entre nosotros, la obra que realizaba nos iba anunciando el final del sufrimiento, la muerte del pecado, la liberación de los oprimidos. Era la llegada de ese año de gracia del Señor que había sido anunciado desde tantos años antes. Desde su llegada en la humildad de su nacimiento, desde su pobre pesebre, ese pequeño se convertía en esperanza para todos. Los más humildes y sencillos, como los pastorcitos de Belén festejaron su llegada. Los Reyes de Oriente, dejando a un lado su fasto, se acercaron felices a reconocer a ese que venía a salvarlos también a ellos, supuestamente excluidos originalmente de la obra de redención, pero adorándolo como Dios. El anciano Simeón se alegró al verlo: "Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel". Todo lo que rodea la presencia de Jesús queda impregnado de la esperanza cierta, que quedará cumplida en la obra que Él realizará.

Está claro que esa esperanza se convierte en gozo insuperable cuando se experimenta en el propio ser el estar incluidos en una salvación de la que originalmente se estaba excluido. Jesús derriba por completo la especie de que en el corazón de Dios hay excluidos. Su obra de redención es totalmente inclusiva. Nadie dejará de ser beneficiado por su sacrificio redentor, que rescatará a todos de la muerte y de la oscuridad. La salvación no es, no puede ser, un privilegio de una raza o de una nación. Dios no puede dejar fuera a nadie, por cuanto todos han salido de su mano creadora, movida por su amor. El amor de Dios es infinito. Así mismo su intención salvífica. Si esta intención surge del corazón amoroso del Dios que lo creó todo, es lógico que la salvación apunte a rescatarlo todo. Al amor infinito de Dios corresponde una salvación infinita, que no se agota en fronteras, razas o condiciones sociales o morales. Ese amor salvador trasciende todo ello. Jesús mismo lo aclara, afirmando algo que resulta incluso escandaloso para sus oyentes: "En verdad les digo que los publicanos y las rameras llegarán antes que ustedes al Reino de Dios". Podemos imaginarnos la sorpresa de quienes siempre habían afirmado que no podía existir misericordia con aquellos que supuestamente estaban al margen del corazón de Dios. Las prostitutas eran mujeres impuras que no podían pretender recibir el amor de Dios convertido en perdón. Y los publicanos eran judíos que se ponían al servicio del imperio esclavista de Roma, con lo cual aseguraban su condenación. Y nos encontramos a un Jesús que movido por su amor de misericordia, sale al encuentro de estos excluidos y desplazados. A la prostituta María Magdalena la libera de siete demonios y la hace discípula suya. Y ella se convierte en la más fiel de todos los que seguían a Jesús. A la mujer adúltera, condenada inexorablemente por las autoridades del pueblo, Jesús le dice con ternura: "Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más". No tiene problemas en entrar en la casa de los publicanos y comer con ellos. Así hace con Zaqueo y con Leví (Mateo).

Cuando Jesús invita a Mateo a seguirlo, éste no duda un instante. "Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió". El gozo de un excluido es evidente cuando se sabe incluido. Recibe a Jesús en su casa y le ofrece un gran banquete. Ante esto, la "policía moral" de Israel queda escandalizada: "¿Cómo es que ustedes comen y beben con publicanos y pecadores?" La respuesta de Jesús es contundente: "No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan". La única condición indispensable para recibir la obra de redención es la de ser pecadores. Quien se considera justo es quien se está autoexcluyendo de la obra de rescate del amor divino, pues no tendría nada que necesite ser perdonado. Esta es la esperanza de todos: ninguno de nosotros se puede considerar justo. Y para recibir el amor de Dios más bien debemos considerarnos pecadores, y acercarnos a Él con corazón arrepentido, como enfermos que buscan la salud. Solo de esa manera recibiremos ese perdón. Por ello nos llenamos de esperanza. A pesar de nuestra vida de pecado, Dios no nos excluye de su amor. Al contrario, se empeña más en mostrárnoslo para que nos convenzamos de que ha venido para nosotros. Esa actitud de conversión, al final, será nuestra bendición: "Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía. El Señor te guiará siempre, hartará tu alma en tierra abrasada, dará vigor a tus huesos". Esos somos nosotros. Todos somos pecadores. Pero nuestro pecado jamás destruirá el deseo de Dios de tenernos a su lado. Por eso siempre saldrá de sí mismo para salir a nuestro encuentro y proponernos la salvación por el perdón de nuestros pecados. Nuestra esperanza tiene un fundamento sólido. No descansa en lo que digan los perfectos, sino en lo que dice el corazón amoroso de Cristo. Y Él dirá siempre que ha venido por mí, pecador, y que espera mi respuesta positiva a su propuesta de amor y de perdón. 

sábado, 18 de enero de 2020

Te haces más cercano con los que están más lejos de Ti

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Echar una mirada a las Sagradas Escrituras, meditarlas, escudriñar en ellas con la intención de poder conocer a Dios, de profundizar en sus sentimientos y actitudes con toda objetividad, nos da una descripción básica de lo que es, evidentemente con la carga de intencionalidad que tiene cada uno de los autores de los distintos libros que componen la Biblia, que quieren destacar algún aspecto en particular. En algunas ocasiones nos encontramos con un Dios todopoderoso que, en atención a la elección que ha hecho de Israel como su pueblo exclusivo, hace gala de todo ese poder para favorecerlo y hacerlo vencer estruendosamente sobre los pueblos enemigos aledaños. Otras, nos encontramos con un Dios escarmentador que hace caer a Israel en la cuenta de su infidelidad, apartándole su favor y haciéndole sucumbir ante esos mismos pueblos. Pero en todos, invariablemente, destaca el aspecto de su amor incondicional, por encima de pecados e infidelidades, por lo cual una y otra vez demuestra su misericordia y da nuevas oportunidades a ese pueblo que muestra tantas veces tener un duro corazón. Desde el mismo inicio de la historia de la existencia del hombre, Dios se muestra misericordioso, paciente, "lento a la cólera, rico en piedad y leal". A Adán y Eva, que se apartan radicalmente de su amor y de su favor, a pesar del escarmiento del que los carga, les abre una perspectiva que les hace comprender esa realidad del Dios que está siempre dispuesto al perdón y a ofrecer una nueva oportunidad de retomar el camino de la fidelidad. Ninguna de las acciones de los hombres, de este manera y con esta respuesta inmutable de parte de Dios, podrá nunca apartarlos de su amor. Y es que Dios no puede nunca actuar en contra de lo que es su propia naturaleza, que es el amor. Antes de quedarse mirando fijamente al pecado del hombre o del pueblo, mira hacia su propio corazón y descubre en él una única composición: amor. Por ello, incluso los escarmientos a los que somete a Israel o al hombre infiel, los inflige con la intención de que reaccionen y se dejen vencer por ese amor infinito que Él les tiene. Puede Dios dolerse de la infidelidad del pueblo, pero su amor obstinado y perenne lo hará siempre tender la mano de nuevo para que ese mismo pueblo retome el camino. 

Hemos visto, en efecto, cómo Dios se duele de que Israel pida tener un rey, con lo cual ciertamente, despreciaba el reinado exclusivo de Dios sobre él. Y cómo ese mismo Dios le dice a Samuel que le elija al rey que pide el pueblo, muy a su pesar. Su amor infinito no se opone al absurdo que quiere realizar Israel, pero en el diseño de su amor eterno y en su infinita sabiduría, se las arreglará para transformar ese desprecio en gracia para ese mismo pueblo infiel: "En cuanto Samuel vio a Saúl, el Señor le advirtió: 'Ese es el hombre de quien te hablé. Ese gobernará a mi pueblo'". Saúl será aquel primer rey de Israel, una especie de "sustituto" de Dios, pero del cual Él se valdrá como instrumento suyo para seguir gobernando y favoreciendo al pueblo. La institución del reinado que se inicia en Israel, por la sabiduría infinita de Dios, por su misericordia sin par, y sobre todo, por su paciencia sin fin, comienza a existir con la marca del amor. Es un amor sabio, paciente, misericordioso, inacabable. Israel es su pueblo y, a pesar de que tenga gestos de desprecio hacia su Creador, Él seguirá siendo siempre su rey. "Tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios", había dicho Dios al establecer su alianza de amor infinito. En el pueblo de Dios pueden darse cambios, que se podrán traducir en desprecios e infidelidades hacia Dios, pero en Dios nunca se iba a dar una transformación, pues Él es inmutable y "los dones de Dios son irrevocables". Samuel unge a Saúl como ese primer rey de Israel y compromete su Palabra ante el inicio de la institución de la realeza israelita: "El Señor te unge como jefe sobre su heredad. Tú regirás al pueblo del Señor y lo librarás de la mano de los enemigos que lo rodean". De nuevo ese Dios demuestra su paciencia infinita, su piedad y su misericordia. Pero sobre todo, su amor comprometido por ese pueblo que Él se ha escogido, con el que ha empeñado su palabra de salvación y del cual saldrá el Salvador de toda la humanidad. No puede Dios nunca actuar contra lo que es: Amor. "Dios es amor" y todas sus acciones en favor de sus criaturas y de sus elegidos estarán regidas desde su naturaleza esencial que es el amor.

De esta manera, al seguir profundizando en las Escrituras, podemos entender porqué ese Dios que nunca ha actuado en contra de su propio amor, tiende a favorecer a quienes están aparentemente más lejos de Él. Es natural que así sea, pues su naturaleza amorosa quiere que todos los hombres estén cerca de Él, principalmente los que están más lejos. Él viene a traer la salvación para todos, pero principalmente quiere hacerla llegar a quienes más la necesitan, que son los que están más alejados. Su amor es infinito por todos, y "quiere que todos los hombres se salven". Pero está claro que con los más alejados es con quienes tiene que aplicar más esfuerzo. Su ternura se hace más evidente con aquellos que obstinadamente se colocan más lejos de su corazón, para hacerles entender su amor por ellos. No es que los ame más, sino que los quiere convencer más esforzadamente del amor que les tiene, a pesar de su desprecio. Él quiere convencerlos de que, a pesar de que se empeñen en caminar en sentido contrario al de su amor, en un  absurdo intento de encontrar su felicidad lejos de Él, el único camino posible y verdadero para la felicidad y la plenitud es el que los conduce a su corazón de amor infinito, que es la añoranza de todo hombre y de toda mujer de la historia. Así lo demuestra Jesús, el amor de Dios que ha venido en carne a la humanidad. La sorpresa de los fariseos ante su preferencia por acercarse a los que supuestamente demostraban más desprecio hacia Dios es evidente. "¿Por qué come con publicanos y pecadores?", se preguntan cuando Jesús entra a la casa de Leví (Mateo), el cobrador de impuestos, pecador público según el criterio judío. Para la lógica farisaica aquellos no eran merecedores más que del desprecio de los "buenos", pues estaban opuestos a lo que establecía la ley. Para la lógica de Jesús era todo lo contrario. Es a ellos a los que más insistentemente había que tenderles la mano y demostrarles amor, para que entendieran que aunque ellos se colocaban lejos de Dios, Él nunca se colocaría lejos de ellos, pues su amor es infinito, piadoso y misericordioso, y sobre todo, paciente. Por ello jamás dejará de esperar su conversión para que emprendan el camino que los conduce hacia su corazón amoroso y encuentren la felicidad y la plenitud que añoran. La lógica del amor es muy diferente a la lógica de la ley. La ley llama al castigo y a la exclusión. El amor llama a la insistencia y a la paciencia. "El amor vence sobre la justicia". La frase de Jesús es determinante: "No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores". Los sanos y los justos ya están con Él. Ahora hay que insistir con los enfermos y los pecadores. También ellos deben acercarse. También Dios quiere que ellos se acerquen. Por eso jamás dejará de insistir en llamarlos, en demostrarles su amor, pues son ellos los más necesitados de la salvación que Él ha venido a traer.

sábado, 21 de septiembre de 2019

Soy pecador y Jesús me quiere con Él

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En la mentalidad de la gente hay una idea muy arraigada: Solo los santos son tomados en cuenta por Jesús y solo ellos son los convocados para ser suyos. Solo los que están a su servicio exclusivo, como los sacerdotes y las religiosas, son santos. Ellos tienen el privilegio casi único de ser escuchados y atendidos por Cristo. Mucha gente se acerca a los sacerdotes y a las religiosas y, con la mayor naturalidad, le dicen: "Le pido, Padre (o hermana), a usted que está más cerca de Dios y es más escuchado por Él, que ore por mí, que ore por esta necesidad que tengo". Da la impresión de que quien pide esto tuviera una especie de barrera que le impide comunicarse con Dios por no ser sacerdote o religiosa, por no ser "santo". Jesús, así, daría preponderancia y privilegios a esos "santos" de la mentalidad popular. Existe una idea de separación total concebida de manera incorrecta. Una vez le dije a una persona: "Pero usted también puede hacerlo. Usted es Iglesia igual que yo", a lo que me respondió: "¡No! Yo soy bautizado. ¡Usted es Iglesia!" Una concepción errada que nos colocaba en bandos casi opuestos.

Pero cuando uno escudriña en el Evangelio y va extrayendo de él la correcta concepción de Jesús, se va dando cuenta de lo que hay en su mente y en su corazón. A los que lo criticaban por la elección que había hecho de Mateo, publicano y, por lo tanto, pecador público, y de los peores, pues era un judío que había traicionado a su pueblo colocándose al servicio del imperio romano invasor como cobrador de impuestos -"¿Cómo es que su maestro come con publicanos y pecadores?"-, el mismo Jesús les responde: "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Vayan, aprendan lo que significa 'misericordia quiero y no sacrificios': que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores". Jesús entiende su misión como la llamada a los que están más lejos, no a los que están más cerca. A estos ya no necesita llamarlos porque ya están con Él. Él ha venido a rescatar a los que estaban perdidos. La parábola del pastor que va en busca de la oveja perdida, dejando las otras noventa y nueve seguras en el redil, es perfectamente ilustrativa. Quizá hoy haya que hacerle una corrección de forma, aunque el fondo sea el mismo. Hoy el pastor iría a buscar a las noventa y nueve que están fuera, perdidas, dejando una sola segura en el redil. La proporción ha cambiado radicalmente.

El Papa Francisco ha dicho cosas maravillosas al respecto, en la comprensión correcta de lo que es la intención de Jesús. Nos ha invitado a "hacer ruido" en el mundo para atraer a los que han caído en la sordera del pecado, a los guías los ha conminado a "tener olor a oveja" por el contacto cercano y paternal con los rebaños que les han sido encomendados y a los que deben servir. Ha dicho que prefiere "una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades", pues ella debe saber "adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos". Es lo que hizo Jesús que, por cumplir con esta misión primaria en su interés, llegó a sufrir el peor accidente que se puede sufrir, como lo es la propia muerte por parte de quienes no comprendían esa manera de actuar.

La misión de Jesús implica el abandono de la propia seguridad. Quien se quiere implicar en ella como su socio no puede pretender aislarse de esta consecuencia. "No es el discípulo más que su maestro". Como tampoco puede pretender ser perfecto para ser convocado. Jesús llama al hombre normal, al de a pie, al del día a día. Si no fuera así, seríamos muchísimos los que no podríamos unirnos a Él. Lo mejor de todo es que, porque Jesús no ha venido "a llamar a los justos, sino a los pecadores", puedo sentirme llamado yo y puedes sentirte llamado tú. No nos llama por ser santos, sino para que lo seamos. No nos llama por ser perfectos, sino para que avancemos en la perfección a la que nos invita. Por eso Pablo escribiendo a los efesios, les recuerda cuál es el itinerario que se debe seguir al ser elegidos por Jesús: "Les ruego que anden como pide la vocación a la que han sido convocados. Sean siempre humildes y amables, sean comprensivos, sobrellévense mutuamente con amor; esfuércense en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz".

Nadie, por lo tanto, debe sentirse excluido del llamado de Jesús. Nadie debe sentirse excluido de ser parte de la Iglesia. Nadie debe sentirse indigno como para ni siquiera poder dirigirse a Dios. Jesús nos abre su corazón a todos, especialmente a los que se consideran menos, pues es por ellos por lo que ha venido al mundo. Es a los excluidos, a los lejanos, a los menos santos, a los que Él acerca su corazón para que oigan que late por amor a ellos. El amor de Jesús, que ya está en el corazón de los justos, pugna por salir de Él para derramarse también con más fuerza y unción en el corazón de los más endurecidos. Añora que cada corazón que no lo posee, se deje invadir por su amor, y en la experiencia de ese amor sublime, claudique y se entregue a Él.

viernes, 4 de julio de 2014

No te hagas dios de ti mismo

En la cultura hebrea, en general, la idea que se tenía sobre los bienes era que quien tenía muchos era un bendecido de Dios. Tener grandes riquezas significaba que se había obtenido el favor divino. Los pobres, también en general, eran considerados casi unos parias, maldecidos por Dios en su indigencia. Algo debían haber hecho mal para que Dios "les mandara ese castigo". Por el contrario, los ricos habían sido vistos con amor y misericordia y de alguna manera su situación holgada era un premio a alguna buena acción que habían realizado...Esta mentalidad aún pesa mucho entre nosotros, pues algunos consideran que la pobreza es casi una maldición divina, y por el contrario, la riqueza es signo de bendición. Así pensamos. Quien está bien económicamente tiene el favor divino. Quien es pobre, es un rechazado de Dios. En nuestro mundo capitalista, esto se ha transformado casi en el enunciado principal del "Credo" de una nueva religión. Podemos verificarlo incluso en la promoción de la "sociedad del bienestar" capitalista. A veces se sorprende uno con cosas como las propagandas de sectas gringas o provenientes de allá, en las que se quiere atraer adeptos prometiendo un bienestar material por las limosnas que se den. Mientras más des, más te bendecirá Dios con bienes como recompensa... Muchos incautos han caído en esa trampa. Conozco a varios...

Lo malo no es tener bienes. Lo malo es cómo se asume. Hay quienes al tener muchos bienes consideran a Dios ya como un producto desechable. Ya Dios no es necesario, pues todo lo tenemos resuelto... Se hacen dioses a sí mismos. Hay quienes se consideran superiores a los demás basándose en la cantidad de propiedades que se tengan. Si tengo mucho, es evidente que soy mejor y estoy por encima de quien no tiene. Eso me daría derecho a mirar por encima del hombro a los demás, a tratarlos con desprecio, a seguir usándolos como herramientas para seguir engordando mis cuentas... El destino lo ha establecido así: Yo soy bendecido y los demás han sido marcados como apoyos o instrumentos para sostener y aumentar mis riquezas... Por eso tengo el derecho a "usarlos" como me plazca, con tal de que cumplan con su parte para sostenerme... Es la instrumentalización total de los hombres. Es la cosificación de quien tiene incólume su dignidad, a pesar de que sea pobre. Es la debacle de la humanidad en pro de las riquezas, del poder o del placer...

Esa mentalidad tan antigua como dañina no es de ninguna manera justa... En ningún momento Dios ha dicho que bendice al hombre que aplasta a los demás. Bendice, sí, con bienes, a quienes se ponen de su parte, a quienes son fieles a Él, a quien hace de sus riquezas trampolines para la entrega a Él y a los menos favorecidos. Pero de ninguna manera a quienes humillan o explotan a sus hermanos. Cuando una sociedad no entiende que los bienes tienen un componente social esencial, se come a sí misma y marca su propia destrucción. El egoísmo y el materialismo consecuente es la sentencia de la autodestrucción. Una sociedad no se sostiene sobre esas bases, sino sobre las de la solidaridad, la fraternidad, la preocupación por todos, particularmente por los menos favorecidos... Ese es el verdadero progreso...

Una sociedad donde todo se pone al servicio de los más poderosos, de los más ricos, donde incluso las leyes apuntan a favorecer a los que ya están colmados de favores, es una sociedad que va a su desaparición. Una sociedad en la que todos los poderes están en función de favorecer a quien ya tiene el poder es una sociedad caníbal. No tiene futuro. Va trágicamente a su destrucción... Y cuando ya no hay más a quién recurrir para que los menos favorecidos no sean destruidos, es el mismísimo Dios quien sale a la palestra... Su defensa a los más aplastados y oprimidos es segura. De eso no hay ninguna duda. Y cuando Dios entra en juego porque no hay otra salida, su actuación contra los poderosos es terrible. Demuestra lo infinito de su poder portentosamente. Es la ira de Dios contra aquellos que destruyen a los suyos, a los más pobres, a los desvalidos... "Ustedes disminuyen la medida, aumentan el precio, usan balanzas con trampa, compran por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias, vendiendo hasta el salvado del trigo. Aquel día -oráculo del Señor- haré ponerse el sol a mediodía, y en pleno día oscureceré la tierra. Cambiaré sus fiestas en luto, sus cantos en elegía; vestirá de saco toda cintura, quedará calva toda cabeza. Y habrá un llanto como por el hijo único, y será el final como día amargo"... Dios castigará cruelmente a quien se atreve a levantar su mano, de cualquier manera, contra los suyos, que son los más sencillos y humildes de la sociedad. Ya que nadie sale en su defensa, será Él mismo quien se encargue... Incluso quienes pensaban que "tenían a Dios agarrrado por la chiva", se encontrarán que ese mismo Dios se les esconde, haciéndoles sentir su vacío: "Enviaré hambre a la tierra: no hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor. Irán vacilantes de oriente a occidente, de norte a sur; vagarán buscando la palabra del Señor, y no la encontrarán"... Serán días de tormento y de oscuridad, en los que ni siquiera se tendrá el refresco de la palabra y de la presencia suave y dulce del Señor...

Nos llevaremos muchas sorpresas... Quienes se encuentren en esa situación se encontrarán que su bienestar de ninguna manera la supieron aprovechar. Que si pensaban que eran bendecidos por los bienes, estaban en realidad muy lejos de serlo... Que esos bienes, incluso les habían servido para alejarse hasta de Dios, creyéndose por ellos omnipotentes, sustituyendo al único y verdadero Dios, al que llama al amor, a la solidaridad, a la fraternidad... Se hicieron a ellos mismos sus propios dioses y pretendieron que los demás fueran sus fieles seguidores y hasta esclavos... Pues bien, Dios los sorprenderá, como sorprendió Jesús a los fariseos, que se habían colocado a sí mismos en lo más alto...  "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Vayan, aprendan lo que significa 'misericordia quiero y no sacrificios': que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores"... Jesús es el Dios que nos viene a decir que sus preferidos no son los que se creen mejores, sino los que son despreciados. Que viene a llenar de favores a los que sólo han recibido rechazos y desprecios. Que viene a enriquecer con el tesoro más apreciado, que es su amor, a los que sólo han recibido desavenencias y sinsabores... Por eso debemos aprender. Nuestras seguridades delante de Dios son nada. Lo que vale es el amor. Lo que vale es la solidaridad y la fraternidad. Lo que vale es el servicio. El tesoro que podremos mostrar a Dios no consiste en los bienes que hayamos obtenido, en los poderes que hayamos ostentado, en los placeres que hayamos sentido... Nuestro tesoro es el amor que hayamos dado, el servicio que hayamos prestado, la solidaridad y la justicia que hayamos promovido...

sábado, 18 de enero de 2014

La Iglesia es un hospital

La venida del Verbo en carne humana se explica sólo por una razón: el pecado del hombre. Por eso tiene mucho sentido la afirmación de Cristo: "No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar justos, sino pecadores". Tristemente, muchos hombres entendemos que Jesús es sólo para los "puros", para los "santos", para los "inmaculados". Si el hombre se hubiera mantenido inmaculado desde su origen, si no se hubiera puesto de espaldas al amor de Dios, queriendo hacerse como un dios, en su soberbia que lo aconsejaba colocarse en el centro y desbancar a Dios del lugar primigenio que le corresponde, la historia de la salvación hubiera sido una muy distinta... Aquel protoevangelio en el que Yahvé declaraba la enemistad entre la humanidad y la serpiente -el diablo-, por lo cual un descendiente de la mujer lucharía contra el demonio y aplastaría su cabeza, no hubiera tenido lugar...

La soberbia del hombre es tal que incluso en ella, se atrevería a mirar a Dios "por encima del hombro". Y la verdad es que Jesús es el Dios que viene a rescatar lo que estaba perdido, por la misma ofuscación del hombre. El demonio tuvo su triunfo en la presentación de la tentación más "agradable" para el hombre, que es la de la lisonja, la de la caricia a su ego, la de la propuesta de honor y gloria fáciles... Y el hombre cayó en la trampa... Y sigue cayendo. ¡Cuántos hoy no se consideran mejores que los demás! ¡Cuántos hoy casi que llegan a pedir el agradecimiento a Dios por seguir sus huellas! El orgullo estéril en la fidelidad es la peor soberbia que podemos sufrir. El que hace el mal y se aparta de Dios voluntariamente, al menos es honesto al saberse lejos de Dios. Pero el que se mantiene "fiel", envanecido en el "éxito" de su fidelidad, y por eso mira a los "desgraciados pecadores" por encima del hombro y casi con compasión porque no son como él, es más lejano a Dios que el gran pecador...

Es exactamente la misma tentación y el mismo pecado que cometieron los fariseos de la época de Jesús: "¡De modo que come con recaudadores y pecadores!" Es el escándalo, como el de las viejas chismosas que están pendientes de lo que hacen los otros para criticar, para desacreditar, para destruir, con la lengua punzopenetrante que no sólo hiere, sino que mata, y de la peor manera. Se busca en estos casos poner la lupa en el supuesto "mal" del otro, para hacer destacar más las propias "bondades"... Es la desaparición total de la humildad que se requiere para poder acceder al corazón amoroso de Jesús, que viene a salvar, no a reconocer.

Y no se trata de que nos consideremos los peores para poder acceder a Jesús. Se trata de ser humildes, reconociendo lo que hay en nosotros, nuestras actitudes que nos separan de Él, reconociendo los pensamientos que tenemos en torno al atractivo del pecado. Si somos fieles de verdad, no hay cosa que agrade más a Dios. San Juan dice que "el que ama no peca". Cuando es el amor el que nos sostiene en la fidelidad, estamos en el estado más justo en el que Jesús quiere que estemos. Pero aquí no se trata de esto. Se trata del pecado más antiguo del hombre, que es el de la soberbia. Y en la soberbia se puede pecar por alejamiento de Dios, queriendo sustituirlo, ocupar su lugar, o por un acercamiento interesado que lo que busca es un reconocimiento vano que en nada acerca a Dios. En cierto modo es también la pretensión de sustituir al "único justo" por sí mismo. La imagen del fariseo y el publicano orando en el templo es emblemática. El fariseo se lisonjeaba a sí mismo porque era fiel, casi como pidiendo a Dios que se postrara ante él por su fidelidad. El publicano sólo se golpeaba el pecho pidiendo la misericordia de Dios por sus pecados...

Hoy tenemos a muchos fariseos entre nosotros. Éstos creen que porque van a misa, porque rezan mucho, porque de vez en cuando dan una limosna, deben recibir un diploma de parte de Dios agradeciéndoles su fidelidad. Y cuando se encuentran con un pecador, del cual quizá conocen toda su historia, pues se han preocupado mucho por conocerla, miran a otro lado, se alejan, se cambian de acera para no toparse con ellos. Y si a éste se le ocurre entrar en la Iglesia para tener un momento de encuentro con el Señor, se quedan abismados en su sorpresa, y critican, y destruyen, y cuchichean entre ellos...

El Papa Francisco ha hablado de la Iglesia más como un hospital para curar heridos que un hotel para sanos. Mientras no nos hagamos conscientes de que es así, no terminaremos de ser verdaderamente humildes, y por lo tanto, estaremos lejos de ser los preferidos realmente de Dios. Reconozcámonos humildes y sencillos delante de Dios para poder recibir su curación, que tanto necesitamos.

¡Qué buena es la fidelidad a Dios! ¡Pero cuán mejor es la humildad en la fidelidad! Lograr mantenernos en el camino de la santidad no es fruto de un voluntarismo simplón. Se requiere, sí, de nuestro esfuerzo, pero se requiere, ante todo, de la Gracia divina que nos impulsa a vivir en el amor, en la justicia, en la verdad... Mientras no reconozcamos esto, seremos como los fariseos que se escandalizan de que Cristo busque lo que estaba perdido, y estaremos siempre esperando nuestro diploma de agradecimiento...