Mostrando las entradas con la etiqueta redención. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta redención. Mostrar todas las entradas

jueves, 15 de octubre de 2020

En Jesús, el amor divino y el amor humano nos pertenecen y nos salvan

 Ay de vosotros, porque edificáis los sepulcros de los profetas que vuestros  padres mataron! | Radio RSD Chimbote

El principal deseo de Jesús es que todos los hombres se rindan a su amor y lleguen a ser buenos discípulos suyos, seguidores de sus indicaciones y de su deseo de salvación para todos. Esa fue la tarea que le encomendó el Padre y que Él aceptó con agrado, aun a sabiendas de que en el cumplimento de esa encomienda se le iría la vida humana que tenía que adquirir. El paso de Jesús por su periplo humano fue muy hermoso para Él. Podríamos decir sin equivocación, que a Jesús le gustó ser hombre. Haber nacido y crecido en la familia de Nazaret, bajo el cuidado de sus padres José y María, rodeado por gente cercana que lo acompañaba en su crecimiento como niño, siguiendo el itinerario común de todo niño y de todo joven de su época, seguido siempre de cerca por el cuidado y la vigilancia de los suyos, le aseguró una vida sin mayores aspavientos, como lo afirmó el Evangelista San Lucas: "El niño crecía en sabiduría, en edad y en gracia". La presencia de José para Jesús fue la del padre que lo amaba, que lo educaba, que lo formaba para la vida. No sabemos hasta cuándo estuvo presente la figura paterna, pero sí suponemos que fue una figura emblemática, definitiva para Él, por cuanto al ya no estar presente tuvo que hacerse cargo de su Madre y procurar para Ella y para Él mismo, lo necesario para vivir. Y por supuesto, la figura de la Madre fue determinante para su estilo familiar, cercano, fraterno, amoroso, cuando llegó el momento de hacerse cargo de la tarea de salvación que le tocaba cumplir, y a la que no podía faltar como la cita esencial de su vida, lo que le daba todo el sentido a lo que sería su vida del futuro. Su padre y su madre marcaron su estilo. En lo humano se encargaron de poner en su ser todos los rudimentos necesarios para su gran obra. Al emprender su misión final le tocó echar mano de todo lo que era su equipaje humano. No usó solo de lo que poseía como Dios, sino también de todo lo que había ganado en su vida humana de sus padres y de los suyos. Lo divino estaba ahí desde la eternidad. Lo humano estuvo ahí desde que sus padres lo fueron derramando sobre Él. Por ello, sintió la compasión dolorosa con la madre viuda que perdió a su único hijo; pudo sentirse feliz en el encuentro con los hermanos Lázaro, Marta y María; salió en defensa de la mujer adúltera que tenía que morir a pedradas; reconoció el amor de la prostituta que se humilló presentándose delante de Él en medio de todos aquellos que la reputaban como impura e indigna; llamó a pertenecer a su grupo al publicano proscrito como pecador público; puso como modelo de sencillez y pureza a los niños, considerados por todos como seres aún incompletos. Todo esto fue el bagaje humano que le gustó a Jesús.

Pero en su camino humano no solo se encontró con aquello que lo movía y lo motivaba a lo hermoso. La tarea de conquista de los hombres implicaba no solo lo agradable, sino que apuntaba también al enfrentamiento con lo que era poco atractivo. La realidad humana no es, ciertamente, para dolor del Hijo del Hombre y el de nadie, un lecho continuo de rosas, por cuanto junto a todo lo que de hermoso y cercano puede tener, se presenta con frecuencia lo que tiene de duro, horroroso y despreciable. Existen quienes no tienen como objetivo el adorno de la vida en cuanto posee de hermoso por la fraternidad, por la solidaridad, por la convivencia mutua, por la búsqueda común del bien para todos, por la cercanía a los más necesitados. Éstos apuntan más a lo feo de la vida en cuento solo buscan el aprovechamiento personal, la búsqueda de prebendas, la manipulación y dominio de las masas, la subyugación por el uso del poder religioso que ostentan. Fue una lucha frontal que tuvo que enfrentar Jesús en su tarea, pues su búsqueda del bien no iba a dejar de encontrarse con la fuerza del mal que se rebelaría al ver en peligro su poder: "¡Ay de ustedes, porque edifican los sepulcros de los profetas que los padres de ustedes mataron! Por tanto, ustedes son testigos y están de acuerdo con las obras de sus padres; porque ellos los mataron y ustedes edificaron. Por eso dijo la Sabiduría de Dios: Les enviaré profetas y apóstoles, y a algunos los matarán y perseguirán, para que se pidan cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, el que pereció entre el altar y el Santuario. Sí, les aseguro que se pedirán cuentas a esta generación. ¡Ay de ustedes, los legistas, que se han llevado la llave de la ciencia! No entraron ustedes, y a los que están entrando se lo han impedido". La formación que adquirió Jesús en lo humano contempló igualmente la posibilidad de enfrentar lo desagradable, no solo lo hermoso que pudo adquirir de los suyos. Haber asumido su tarea no le hizo perder la perspectiva de la realidad. Él venía a enfrentarse con el mal. La obra de siembra del bien que venía a realizar no le hizo ser inconsciente de aquello a lo que se iba a enfrentar. Tenía plena conciencia de que junto a todo el bien que sembraría y que sería también aceptado, se iba a presentar la posibilidad del enfrentamiento con la fuerza que venía a vencer y a tratar de anular en el corazón de los hombres. No iba a ser de ninguna manera una lucha sencilla, pues la realidad del pecado, enseñoreada por la obra del demonio que conquistaba y subyugaba a los suyos, haciéndoles creerse omnipotentes, los envalentonaba: "Cuando salió de allí, comenzaron los escribas y fariseos a acosarle implacablemente y hacerle hablar de muchas cosas,  buscando, con insidias, cazar alguna palabra de su boca".

La obra de Jesucristo, encomendada por el Padre y asumida voluntariamente con su beneplácito, haciéndose hombre como uno más entre nosotros, con el concurso de la misma humanidad en María, disponible radicalmente a la obra de Dios, por lo cual valoró al máximo lo hermoso de aquella vida humana que había adquirido, no iba a tener un desarrollo sereno y falto de sobresaltos. Pero esa belleza de origen que Él mismo había vivido en su condición de hombre lo impulsó a amar más a la misma humanidad. Para esa humanidad se había hecho hombre. Para el hombre entendió que se entregaba. Había asumido toda la dificultad que iba a representar y lo había asumido pues sabía muy bien que era parte de esa misión que debía cumplir. El final cruento que se avizoraba en su futuro no iba a ser suficiente para hacerlo desistir, pues su objetivo pasaba por el amor, y el amor lo llamaba a la entrega, por encima de todo. El amor justificaba cualquier circunstancia, pues el fin era el rescate de sus hermanos de aquello que los tenía esclavizados. No había un mal mayor que fuera suficiente para hacerlo desistir. Lo que importaba era el amor. Así lo entendió San Pablo y lo enseñó a los cristianos: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En Él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en Él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra". Esa es su finalidad, y a eso lo mueve el amor. No habrá otra consecuencia para todos nosotros desde el amor. No existe ni existirá jamás una fuerza superior a la del amor. En Jesús, además del amor divino, eterno e inmutable en sí mismo, se añadió el amor humano, el que bebió de sus padres y de sus amigos. Es el mismo amor que sigue derramando sobre nosotros y que jamás dejará de prodigarnos.

martes, 13 de octubre de 2020

Nada debe dañar la libertad que nos regala Jesús

 Blog Archives - Ministerio Imitando a Jesus

Hay verdades que son de perogrullo, que dan la impresión de ser simplemente expresiones absurdas que no tendría sentido repetir y a veces ni siquiera enunciar, pues o son demasiado evidentes, por lo que no vale la pena gastar esfuerzos en declararlas, o por el contrario, son tan incomprensibles que nadie, por más de que se les busque aclarar, podrá asimilarlas. Aún así, en el lenguaje bíblico no es infrecuente encontrar este tipo de expresiones que persiguen un objetivo muy claro: insistir en una verdad que debe ser inobjetable, en la que no haya ninguna duda sobre lo que se quiere transmitir. El uso hiperbólico del lenguaje tiene, en este caso, un objetivo didáctico que fundamente sólidamente la verdad y no dé pie nunca a equívocos. En esta línea nos encontramos la respuesta que da Yhavé a Moisés al preguntarle su nombre: "Yo soy el que soy". Esta autodefinición de Dios tiene variados fines. Por un lado, la tautología es un recurso que apunta a la comprensión de Dios como el único ser que se autosustenta, el único que tiene el ser en sí mismo, que no tiene ni origen ni final sino solo en sí mismo, que por ello es el único ser que no necesita de otro para existir. "Yo soy el que soy" quiere decir que, en definitiva, es realmente el único Ser, del cual todos los demás seres surgen por una voluntad expresa suya, lo que sería entonces una concesión amorosa de sí mismo, dejando su impronta esencial en todo lo que no es Él, lo cual es finalmente un movimiento de amor y de condescendencia único, infinito y eterno. "Yo soy el que soy" es, además, una autoconfesión que busca que sea no solo propia sino de todos los seres pensantes, para que concluyan que es el único ser absolutamente necesario, por lo que sin Él no hay ninguna posibilidad de existencia en nada ni en nadie más. Solo quien existe en sí mismo puede con propiedad dar la vida y sostener en ella todo lo que por su voluntad existe, por lo que es incuestionable la necesidad de aceptarlo como tal. Cuando se comprende y se acepta esta verdad radical, todas las criaturas pueden asumir su vida como lo que es, una donación graciosa, gratuita, desinteresada, sostenida en el amor y por el amor, dirigida a avanzar pacífica y armónicamente hacia su plenitud que no podrá ser otra distinta que la que se logre con la unión plena de quien es la causa de la propia existencia y la llegada a la meta de la convivencia inmutable con Él, para quien ha hecho que existan todos los seres. Esta perogrullada divina tiene, en sí misma, un razón muy lógica.

Siguiendo el ejemplo divino, en la revelación se ha echado mano al mismo estilo de discurso para dejar claras algunas verdades que son irrefutables, cuya comprensión es fundamental para poder vivir con solidez la propia fe. San Pablo le dice a los Gálatas: "Para vivir en libertad nos ha liberado Cristo". La obra de Jesús, enviado por el Padre para restablecer al hombre a su condición original de libertad plena, destruida por su obcecación en el mal y en el pecado, que lo llevó incluso a probar la mayor desgracia contra su propia libertad como es la muerte, fue una obra de liberación propia y radicalmente. No era posible restituir al hombre a su condición original de hijo de Dios, hermano de los demás, si no se emprendía la obra de recuperación de su libertad. La esclavitud del pecado hace imposible la elevación del hombre a su condición de criatura predilecta del Dios de amor. Quien es esclavo ha perdido lo más esencial que lo caracteriza como hombre, que es su propia libertad, es decir su propio deseo de erigirse en dueño de sí, de sus actos, de su camino de plenificación, dejando su libertad al arbitrio de lo que decidan sus pasiones, sus tendencias desbocadas, sus conveniencias muchas veces malsanas, su egoísmo exacerbado que se enseñorea en la vanidad y en la búsqueda de la satisfacción de las solas conveniencias personales. La libertad perdida tiene como marca identificadora el alejamiento de Dios, de su amor, y como consecuencia, del amor a los que son como él. Por ello no está fuera de lugar usar la perogrullada de la libertad como la ha usado San Pablo. La finalidad última de la obra de Jesús es la recuperación de la libertad. Por eso conviene insistir en que "para vivir en libertad nos liberó Cristo". No tiene sentido preocuparse en otra cosa sino en la búsqueda de esa libertad que se había perdido, en recuperarla para ser verdaderamente hombres, y en mantenerla en sí cuando se logra tener de nuevo. El cristiano es el hombre que ha sido hecho libre de nuevo por Jesús y que vive y lucha por mantenerse libre en ese amor que ha sido el regalo más hermoso que ha recibido en toda su existencia. Todo lo que vaya en desmedro de la libertad alcanzada por Jesús para nosotros debe ser rechazado y descartado, a riesgo de que seamos de nuevo subyugados por la esclavitud que nos haría otra vez menos hombres y nos alejaría de lo que debemos ser en Dios. Por ello, la insistencia de San Pablo: "Manténganse, pues, firmes, y no dejen que vuelvan a someterlos a yugos de esclavitud". Lo que ha alcanzado Jesús para nosotros es nuestra libertad total, la que nos quita de encima el yugo del pecado, e incluso el yugo de las exigencias de la ley que nos atan al pecado, y nos coloca en la libertad de la fe y del amor en Dios: "Nosotros mantenemos la esperanza de la justicia por el Espíritu y desde la fe; porque en Cristo nada valen la circuncisión o la incircuncisión, sino la fe que actúa por el amor". Son la fe y el amor las razones últimas de la libertad de los cristianos.

Atarse a las prescripciones de la ley, como lo hacían los fariseos, no tenía como finalidad ser virtuosos, sino someter a ella. Ni siquiera ellos mismos estaban dispuestos a asumirlo como práctica de la propia virtud. Fijarse en el cumplimiento de la ley no tenía como finalidad la promoción de la virtud, mucho menos de la libertad. Era sencillamente una vigilancia superficial de lo estricto. Ni siquiera tenía como finalidad la búsqueda de la fidelidad a Dios, pues no tenía como meta el acercamiento a Dios, a su amor, a los hermanos. Con ello se erigían en los "sensores" de Dios, de un dios en el que ellos mismos no creían pues no estaban dispuestos a aceptar a ese Dios del cual habían recibido su existencia. Ese dios para ellos no era el que merecía su confesión, su servicio, su disponibilidad, sino el dios al cual manipulaban a su antojo, por el cual sometían a los sencillos mediante el miedo y la amenaza. No estaban motivados de ninguna manera por aquella libertad que traía Jesús, sino por la promoción de la esclavitud a ese dios que existía solo en su conveniencia personal para mantener sus privilegios. Por ello Jesús les echa en cara la ilegitimidad de sus actuaciones: "Ustedes, los fariseos, limpian por fuera la copa y el plato, pero por dentro rebosan de rapiña y maldad. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Con todo, den limosna de lo que hay dentro, y lo tendrán limpio todo". La libertad de Jesús es la libertad del amor, la que eleva al hombre, la que no lo ata a motivaciones de conveniencias, sino la que lo libera en el seguimiento fiel al Dios del amor, el que anima a la plenitud, el que anima a la verdad, el que anima a la fraternidad. No es el Dios que se queda en la acentuación de las convenciones, sino el que anima a tener en cuenta al hombre como centro de todo, sin el cual nada de lo que existe tiene sentido. Por el hombre, por su amor, Dios fue capaz de salir de sí. El que se definió a sí mismo como "Yo soy el que soy", siendo en sí mismo suficiente, amándose a sí mismo plenamente, decidió salir de sí y hacerlo existir todo, entre ello al hombre, para que viviera su misma libertad. Ese Dios no va a permitir que su propia criatura vaya a ser la que dañe su fin, que es el disfrute pleno de su libertad, para lo que envió a su propio Hijo. Por ello tiene sentido aquello en lo que insiste San Pablo: "Para vivir en libertad nos liberó Cristo". Mucho le ha costado a Dios nuestra existencia, y mucho le ha costado hacernos recuperar por la obra de Jesús la libertad perdida, para permitir que la perdamos nuevamente por la obra inescrupulosa de unos cuantos que quieran mantener al hombre esclavo de sí y de sus intereses malsanos.

sábado, 15 de agosto de 2020

María, Mujer vestida de sol y nueva Arca de la Alianza, nos espera en el cielo

 La Asunción de la Virgen - Colección - Museo Nacional del Prado

El Magníficat es el cántico de gloria a Dios que entona la Virgen María como respuesta al saludo de su prima Isabel apenas se encuentran. Isabel, consciente plenamente de quién está ante ella, no duda un segundo en reconocer la grandeza de María, la que le había sido inspirada directamente por Dios, pues previamente no consta que hubiera recibido ninguna indicación sobre las maravillas que se estaban sucediendo en el ser de su jovencita prima María: "¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá". Impresiona, en primer lugar, lo acertado de las afirmaciones que hace Isabel. Por lo que ha ido relatando hasta ahora el Evangelio, ella hace un resumen perfecto de lo que ha ido sucediendo. María ha recibido del Ángel Gabriel prácticamente las mismas palabras de salutación. Él le dijo: "Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo", mientras que Isabel la proclama "Bendita entre todas las mujeres". En efecto, María es Bendita por cuanto el Señor está con Ella y la ha llenado de su presencia, lo cual la hace Bendita en sí misma, y más aún por lo que lleva en su seno, que es nada más y nada menos que al Salvador del mundo. Isabel reconoce por intuición espiritual esa augusta presencia de Dios en el vientre de su prima, y la proclama Bendita, además de por sí misma, por lo que lleva en su vientre: "Bendito el fruto de tu vientre". Esto lo conocía solo la misma Virgen María en el diálogo con el Ángel: "El Espíritu del Señor vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo al que pondrás por nombre Emmanuel, Dios con nosotros", por lo cual, el hecho de que ella lo supiera no era posible sino solo por una inspiración divina. Todo esto está revestido, en efecto, por un halo de portento y de maravilla que impulsa a la necesidad de elevar el espíritu para poder percibir la grandeza de lo que está sucediendo. Esta grandiosidad la percibió la misma Virgen María, seguramente sobrepasada por esta cantidad de experiencias portentosas a las que no estaba acostumbrada en su sencillez juvenil. Ella era la elegida por Dios para ser la puerta de entrada de su gloria en el mundo, a través de la encarnación de su Verbo eterno en el seno de esta Virgen Bendita, mediante el cual iba a cumplir su palabra empeñada de rescatar a la humanidad entera de las garras del demonio en las que había caído por culpa del pecado de soberbia, apartándose de Dios, su Creador. La obra más grandiosa que iba a realizar Dios en toda la historia de la humanidad, incluso por encima de la misma creación de todo cuanto existe, pasaba por el Sí que esta jovencita le diera a la propuesta divina de la cual era portador el Ángel Gabriel.

Por ello, la respuesta que da María al saludo de Isabel no hace más que descubrir la sorpresa sin parar que está viviendo el espíritu de esta elegida: "Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava". Todo lo que está sucediendo, lo reconoce desde esa humildad que vive naturalmente, y que no podía ser reconocido de otra manera, es obra del Dios poderoso. Él "ha mirado la humildad de su esclava" y en Ella ha decidido emprender su obra maravillosa de rescate, la que estaba anunciada prácticamente desde el mismo inicio de la historia de la salvación. De ninguna manera ella se aplica a sí misma los honores, sino solo a Dios. Y desde esa misma humildad desde la que proclama la grandeza de Dios y manifiesta su alegría en Él, hace el reconocimiento de lo que Ella atisba que sucederá en el futuro sobre su persona: "Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí". La humanidad entera, la de su momento y toda la del futuro, felicitará a María, no por Ella misma -Ella estaría muy lejos de pretenderlo-, sino por las obras grandes que Dios ha hecho en Ella. Sin duda, la obra mayor de Dios tiene como instrumento privilegiado a la Virgen, que es la que con su Sí trae el cielo a la tierra. La historia de la salvación, que seguramente conoce María como buena judía, tiene como punto más elevado la venida del Mesías Redentor. Todos los judíos tenían puesta su mirada en la llegada de ese momento grandioso de su historia y añoraban que se diera, suspirando profundamente en sus corazones deseosos de vivirlo. Era "la plenitud de los tiempos". Fuera quien fuese el instrumento que se prestara a ello, esa persona era crucial y sería reconocida por todos. Y le tocó a Ella, la elegida desde toda la eternidad y por ello preparada en todos los detalles necesarios por el mismo Dios para ser el instrumento ideal a través del cual se iban a suceder estos momentos, lo más importantes de la historia humana. María se reconoce a sí misma esa centralidad, no colmada de orgullo malsano, sino llena de la máxima humildad, pues el actor principal de todo este acto es el mismo Dios y Ella un simple instrumento en sus manos. "Me felicitarán todas las generaciones", no por Ella misma, sino "porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí". Somos nosotros, todos los beneficiados de la Redención de Cristo, los que felicitamos a nuestra Madre, por haberse prestado dócilmente a la obra maravillosa que nos rescataba de la oscuridad y de la muerte. Formamos parte de "todas las generaciones" que felicitan a María por haber dicho Sí a lo que le propuso Dios a través del Ángel. Nos sentimos orgullosos de Ella, pues es "el orgullo de nuestra raza".

Felicitar a María es reconocerla como la primera en todo, como primicia de la humanidad en todos los gozos que viviremos por razón del rescate con el que hemos sido bendecidos por Dios. El pecado ha traído para nosotros la pérdida de la vida de gracia, la oscuridad de nuestra condición de imagen y semejanza de Dios, la pérdida de la prerrogativa como hijos de Dios. La redención lograda por Jesús nos ha hecho recuperar todo lo perdido: hemos recuperado la nueva vida de la gracia divina en nosotros, se ha esclarecido de nuevo la imagen y semejanza que somos de Dios y hemos vuelto a ser incorporados a la participación de la naturaleza divina como hijos de Dios. El pecado ha producido, además, el deterioro de nuestra condición física, nos ha causado la enfermedad y ha traído la muerte. La redención, en su etapa final, representará la ausencia de todos esos males, pues aún estamos en la etapa de la consolidación de sus efectos gloriosos. Pero ya hay una de nuestra raza que está gozando de todos esos privilegios, por concesión amorosa de Aquel que la eligió desde la eternidad, a quien se suma ahora el Hijo al que dio a luz y quien la ama infinitamente no solo como Dios sino como Hijo, Jesús. Él la sigue bendiciendo. Ella, por Él, eternamente seguirá siendo "Bendita entre todas las mujeres". Por eso, porque creemos en ese amor de un Hijo por su Madre, sabemos que la colma y la colmará siempre de todos los beneficios, que al final, serán también beneficios para todos nosotros. También, como todas las generaciones a las que pertenecemos, felicitamos a nuestra Madre porque inaugura el completo caminar que transitaremos cada uno de nosotros en nuestro futuro personal. Hoy sabemos que lo que anuncia la Palabra se ha cumplido perfectamente en la Virgen María: "Se abrió en el cielo el santuario de Dios, y apareció en su santuario el arca de su alianza. Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida de sol". En el cielo, santuario de Dios, sabemos que está presente el Arca de la Alianza, esa que contiene en su interior al Verbo, a la Palabra de Dios, a Jesús, el Dios que se hizo carne en el vientre de María. Ella es la nueva Arca de la Alianza que ha prestado su vientre para dar carne al Espíritu del Hijo de Dios, que es el Verbo eterno, y que entrando en Ella, entra en el mundo para redimirlo. Esa Arca está en ese santuario de Dios, que es el cielo. Ella es la mujer vestida de sol, signo del amor de Dios por el mundo, por el cual entró la salvación para todos nosotros. Esa mujer vestida de sol es nuestra Madre María, que ha subido ya al cielo y está allí esperando a cada uno de sus hijos, iluminando su camino con la luz de ese sol que es la luz del mismo Dios, de la cual Ella es el mejor reflejo para nuestro mundo que camina en tinieblas.

domingo, 7 de junio de 2020

Los Tres crean, los Tres redimen, los Tres santifican

Reflexiones Vicentinas al Evangelio: La Santísima Trinidad ...

El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio más profundo de Dios, el que nos vino a revelar en su plenitud Jesús al cumplir la tarea encomendada por el Padre, por cuanto no era posible llevar adelante esa obra de redención sin dar a entender quién estaba detrás de todo ese hecho maravilloso. La frase que podría resumir con la mayor densidad y el mayor sentido esa obra portentosa de Jesús es la que utiliza San Juan como colofón de todo lo que ha ido sucediendo y lo que está por suceder en la vida de Cristo: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna". El mismo Jesús ubica perfectamente en el ámbito que deber ser comprendida la obra que lleva adelante. Todo tiene su origen en el amor de Dios Padre que toma la iniciativa para rescatar a la humanidad que había decidido darle la espalda traicionando su amor. Se lleva a cabo por la aceptación de la encomienda por parte del Hijo por amor al Padre y a los hombres, quien la asume desde su corazón de amor, aceptando que ese corazón tenga también carne humana, lo cual representará para Él el rebajamiento casi total de su condición divina "pasando por uno de tantos", ocultando toda su gloria en ese ser que inicia su vida desde la encarnación en el vientre sagrado de María, como cualquiera de los hermanos a los que viene a rescatar, como condición para asumir en sí esa naturaleza que tenía que ser rescatada -"Lo que no es asumido, no es redimido", dirán los teólogos-, hasta llegar a cumplir el ciclo vital de cualquier ser humano, "llegando incluso a la muerte, y una muerte de cruz". Y todo se sostiene con la presencia del Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, desde el seno del Padre, para ser el alma de la Iglesia, instrumento por el cual se hará llegar a todos los hombres de la historia esa gracia salvífica que envió el Padre y que ganó el Hijo para los hombres, haciendo que fuera posible derramarla en el corazón de cada uno de los redimidos por la obra grandiosa que Él cumpliría en el tiempo de la Iglesia. Como se ve, cada persona de la Trinidad tiene una tarea muy específica que cumplir en esta obra de salvación del hombre, aun cuando este "parcelamiento" no significa que uno se desentienda de la obra del otro. Podríamos decir que es una manera de comprender mejor esa diversidad de personas, por la diversidad de obras que lleva cada una entre manos.

Nuestro empeño por conocer mejor a Dios nos lleva a querer explicar mejor lo que es cada uno de ellos. Esa comprensión jamás puede estar desvinculada de lo que es más esencial en Dios y lo que lo define más atinadamente en su ser. Es el amor. Así lo entendió la Iglesia naciente, gracias a la comprensión inspirada que tuvo San Juan en su momento más profundo de reflexión sobre el ser de Dios. Más que comprenderlo racionalmente, San Juan se empeñó en hacer continua aquella experiencia que tuvo en la Última Cena, al colocar su cabeza en el regazo de Jesús, gesto con el cual definió para cada uno de nosotros la mejor manera de acercarnos a Dios para saber quién es. Juan se definió a sí mismo como "el discípulo a quien Jesús amaba". Es el nombre que se puede colocar cada uno de nosotros, para entender mejor quiénes somos en el corazón de Dios, pero más allá, para conocer quién es Dios en el corazón de cada uno de nosotros. Es quien nos ama con el amor más puro y más intenso, el que nos ama más de lo que podemos amarnos nosotros mismos, quien por ese amor es capaz de despojarse de lo más preciado para Él, que es su propio Hijo, quien asume la tarea que le encomienda el Padre aunque represente para Él la humillación extrema, quien acepta la misión de acompañar a la Iglesia hasta el fin de los tiempos para que sea un ideal instrumento de salvación para todos los hombres, quedando así encadenado al tiempo y al espacio, aunque Él esté por encima de todo eso. Es el único Dios, que tiene una esencia única en el amor, que se moverá siempre únicamente por ese amor inmenso hacia su criatura, que es Uno y Trino, pero que en su unidad vivirá exclusivamente para procurar para el hombre lo mejor que siempre estará dispuesto a derramar en el corazón humano que es el amor. Dios no "asume" tres personalidades diversas, no se "disfraza" de tres diversos personajes. Es realmente tres personas que tienen su individualidad cada una, su libertad absoluta, su experiencia personal, su vivencia propia del amor. El Padre ama con amor creador. El Hijo ama con amor redentor. El Espíritu Santo ama con amor santificador. Y los hombres somos beneficiarios de estos tres tipos de amor, por los cuales existimos, hemos sido redimidos y avanzamos en el camino de la santidad. Por ello, aun cuando cada una de las tres Personas actúa propiamente con un amor totalizante, para cada aspecto de nuestra vida debemos colocar en las manos del que corresponda nuestra confianza.

Es ciertamente un misterio profundo, por cuanto no podemos excluir de ninguna de las obras a ninguna de las tres Personas. Donde está uno de los tres, están los tres, pues es un solo Dios. No es Creador solo el Padre. No es Redentor solo el Hijo. No es Santificador solo el Espíritu Santo. Los tres son creadores, redentores, santificadores. Pero en cada una de las etapas de esta historia de salvación, beneficiosa infinitamente para cada uno de nosotros, tiene mayor peso uno de los Tres. Cuando el Padre estaba creando, estaban también creando el Hijo y el Espíritu Santo. Cuando el Hijo estaba muriendo en la cruz, estaban también redimiendo el Padre y el Espíritu Santo. Cuando el Espíritu Santo está llenando de gracia a los hombres, están también santificando el Padre y el Hijo. Destaca uno, pero actúan los tres. Donde está uno, están los tres. Es una comprensión que tuvo ya la Iglesia primera, como lo atestigua el saludo final de San Pablo a los Corintios: "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos ustedes". Los tres siguen actuando en la historia de la humanidad, y lo harán por toda la eternidad. La conversión que logre la Iglesia en esa historia que le es encomendada en el amor, debe desembocar en el bautismo, como lo manda Jesús: "Vayan, pues, y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Son los tres los que estarán siempre presentes en esa historia de conversión y de salvación. No puede ser de otra manera, pues lo que estará presente será siempre el amor de Dios. Esa es su identidad más profunda. Es el Dios de amor el que nos salva. Es Él el que procura para nosotros el hacernos hombres nuevos, mediante la nueva creación a la que somete por amor a toda la creación surgida de sus manos. Es Él quien nos conduce a través de la historia por el camino del encuentro consigo, de manera que no podamos perdernos, pues tenemos siempre el dedo indicador del Espíritu Santo que nos indica la ruta correcta para avanzar en él hasta llegar a ese encuentro maravilloso. Y todo estará siempre surcado por el amor, pues es el mismo Dios el que hará posible que lleguemos todos a la plenitud. Esa plenitud es la que nos alcanza el estar íntegramente en Dios, llenos de Él, respirando por Él, salvados por Él, redimidos por Él. Será el zambullirnos totalmente en su esencia de amor, haciéndonos nosotros mismos amor como Él, pues Él "será todo en todos". El "Dios es amor" que definía San Juan, se transformará en "el hombre es amor", pues todo quedará regenerado en Dios y su esencia será la esencia de todo. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo serán la razón definitiva de la existencia de todo, y harán que todo se mantenga en el amor que son los tres.

lunes, 1 de junio de 2020

Qué hermoso es tener una Madre como María

Íbero-Mormonidades: Tradición 1 - ¿Quién fue el discípulo que se ...

En la teología cristiana, la figura de la Virgen María ha ido agigantándose cada vez más, adquiriendo la importancia que tiene en la historia de la salvación, que ha ido siendo aceptada incluso por aquellos que la adversaban más enconadamente. Bien es sabido que la Palabra de Dios es tremendamente simbólica y figurativa, por lo cual en ella se debe siempre saber escudriñar pues es un tesoro inacabable del cual siempre se pueden obtener riquezas inmensas. Un equipo teológico interconfesional conformado por católicos, ortodoxos y protestantes, miembros todos de iglesias históricas, que ha sido creado para profundizar en estas verdades conflictivas de la fe, y que entre ellas ha estudiado la figura de María en la historia de la salvación, presente incluso de modo profético en las Escrituras del Antiguo Testamento, ha concluido que no se puede negar el papel preponderante de la Virgen en esa historia, y que ha estado presente prácticamente desde el inicio, cuando fue anunciada la verdad de la Redención en el protoevangelio (primer evangelio): "Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón". Esa descendencia de la mujer es Jesús, quien aplastará la cabeza de la serpiente. Y esa mujer, evidentemente, es María. Elegida desde la eternidad para hacer posible el paso más gigantesco que puede haber dado la historia de la humanidad, cuando recibe entre sus actores a Dios mismo, encarnado en su vientre gracias a su absoluta disponibilidad, fue cubierta por ese amor misericordioso e infinito de Dios que la eligió para ser la Madre de su Hijo. Su figura es la del Arca de la Alianza que contuvo siempre la Palabra de Dios en su interior durante todos los avatares de Israel, el pueblo elegido. María es la Nueva Arca de la Alianza pues contiene a quien es la Palabra, el Verbo eterno de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Así como aquella Arca del Antiguo Testamento fue construida con el material más noble y puro y como fue preservada pues no podía ser abierta sino solo por el Sumo Sacerdote, también María, al ser cumplimiento de aquella antigua figura, fue hecha con material noble y puro y solo fue "invadida" por Dios mismo, figurado por el Sumo Sacerdote. De allí que se puede concluir con absoluta certeza de fe que María fue preservada del pecado, pues es impropio de Dios habitar en un sitio impuro, y también, como el Arca, se mantuvo siempre virgen, inviolada, entrando en Ella solo Dios. Por eso, además, es la Madre de Dios, pues desde su seno, el hombre que era Dios vio la luz del mundo. Toda mujer que da a luz es madre, por lo tanto, la mujer que da a luz al hombre que es Dios, es la Madre de Dios.

María es, en efecto, la Madre de Jesús, Dios hecho hombre. Es quien con su Sí maravilloso hace posible que el cielo irrumpa en la tierra: "Aquí está la esclava del Señor. Que se cumpla en mí según tu palabra". Por eso la llamamos Puerta del Cielo. No es un personaje divino. Es necesario siempre evitar la divinización de la criatura. Aun cuando Ella es personaje fundamental en esta historia de salvación, no es causa de redención ni de salvación. Ese es el papel que le corresponde a su Hijo. Ella facilita las cosas cuando se pone en plena disponibilidad en las manos del Creador. Su intervención es instrumental, pero es en esa instrumentalidad un elemento activo y voluntario en toda la historia, que utiliza Dios para llevar adelante su obra redentora. Por eso mismo es perfecta intercesora, pues su instrumentalidad no es de ninguna manera pura pasividad. Lo vemos claro cuando acude en apoyo a su prima Isabel a la que tiende la mano ya como aquella que es portadora de Dios: "Cómo es que viene a mí la Madre de mi Señor". O como cuando en las Bodas de Caná intercede por los jóvenes esposos que pasan por el apuro del agotamiento del vino de la fiesta y se acerca a Jesús para presentarle la necesidad por la que están pasando: "No tienen vino... Hagan lo que Él les diga". Esa maternidad de María es, sin duda, maternidad de amor, que está siempre pendiente de las necesidades de los que están cubiertos por el amor de su Hijo y que los viene a salvar y a ayudar y consolar en sus situaciones diversas. Al dar a luz a su Hijo, da a luz, en cierta manera, a todos los que estarán unidos esencialmente a Él, en ese cuerpo místico que será su Iglesia, la continuadora de su obra salvadora en la historia. Así lo afirma San Pablo: "Él es también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia; y Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, a fin de que Él tenga en todo la primacía". Cuando María da a luz a la cabeza, da a luz a todo el cuerpo. Por ello, María, por ser la Madre de Cristo, es Madre de todo su cuerpo, es decir, es Madre de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. Esta maternidad de María no es una afirmación caprichosa de la teología cristiana, sino una consecuencia completamente lógica de toda la reflexión que se ha podido hacer sobre su figura, que no ha sido siempre muy serena, pero que se ha ido aclarando sólidamente. Existe un libro con un título muy sugerente, que denota todos los tumbos que ha ido dando la mariología como ciencia cristiana: "Nuestra Señora de los Herejes". En la búsqueda de aclarar teológicamente la figura de Jesús, la reflexión sobre el papel de María está también paralelamente siempre sobre el tapete. Y así como los teólogos de la historia han cometido graves errores en la consideración de la figura de Jesús, han arrastrado también a María en esas reflexiones. Hoy, con la bendición y la iluminación de Dios, esas consideraciones han ido mejor encaminadas y podemos decir que tenemos una idea clara sobre quién es Jesús y quién es María.

Ella, en el momento culminante de la obra redentora de su Hijo, cuando cumple ya la encomienda del Padre, está a los pies de la cruz de Jesús. "Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena". No podía la Madre dejar de estar con su Hijo en el momento de mayor dolor y de mayor densidad de salvación. Si estuvo presente en el inicio de toda la obra, tenía que estar también presente en el momento de su culminación. Presencia la muerte de su Hijo, dolorosa para Ella en extremo, como le había sido profetizado: "A ti, una espada te atravesará el corazón". Podemos imaginarnos el dolor de la Madre que presencia la agonía y la muerte de su Hijo. Y luego recibe Ella en primer lugar el baño de aquella sangre y agua que surge de aquel corazón traspasado por la lanza del soldado, que es signo de estar traspasado de amor hasta el derramamiento de la sangre: "Uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua". Esa sangre y agua son signo de la gracia que Jesús derrama sobre el mundo. Es otro momento de la constitución de la Iglesia también allí, pues ella es instrumento y canal de la gracia para todos los hombres. Y en ese momento no podía dejar de estar presente María. Desde la cruz, su Hijo Jesús, confirma esa maternidad espiritual sobre todos los hombres, representados en Juan, el discípulo amado: "Dijo a su madre: 'Mujer, ahí tienes a tu hijo'. Luego, dijo al discípulo: 'Ahí tienes a tu madre'". No la deja a Ella sola, ni nos deja a nosotros, todos los hombres de la historia, solos. Nos regala a su propia Madre. Es el regalo más entrañable que hemos podido recibir en toda nuestra existencia. Ella vive luego la alegría inmensa de la resurrección, por lo cual se asienta mejor en su conciencia de que su Hijo se erigía en el verdadero Mesías Redentor, que no podía ser vencido ni por la muerte ni por la oscuridad. Y luego de aquella inmensa alegría vivida por la victoria de su Hijo, junto al grupo de apóstoles obedece a su Hijo en la espera del envío del Espíritu Santificador. "Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos". Ella se unía a todos en la espera del regalo hermoso de Jesús. Y al estar presente en el momento glorioso del nacimiento oficial de la Iglesia, pues recibe allí a su alma, el Espíritu Santo, en Pentecostés se oficializa también la maternidad de María, como Madre de la Iglesia. Ella es Madre de la Iglesia por haber dado a luz a su cabeza, por haber sido donada por Jesús como Madre de cada hombre de la historia, por haber recibido el baño de la sangre y del agua signos de los sacramentos de la Iglesia, y por haber estado presente en el día de Pentecostés en la venida del Espíritu Santo, cuando la Iglesia es ya presentada formalmente al mundo como la continuadora y consolidadora de la obra de redención de los hombres. María es nuestra Madre, es Madre tuya y mía. Es el corazón femenino de Dios que, al ser la Madre del Amor Hermoso, Jesús, se hace cargo de ti y de mí, y nos toma de su mano maternal, suave y amorosa, y nos lleva siempre a la presencia de su Hijo para que recibamos todos su amor.

sábado, 11 de abril de 2020

¡Alégrense! ¡No teman! ¡El Señor ha resucitado!

El sepulcro vacío” es el título de la reflexión homilética del ...

Es el momento del triunfo. Jamás hemos vivido los hombres momentos tan maravillosos. Jesús, el Hijo de Dios, el Dios que se ha hecho hombre, ha culminado su periplo con victoria estruendosa. La pretensión de la muerte, la frialdad interesada del sepulcro, de ninguna manera fueron más poderosas que Dios. El cuerpo inerte del hombre Jesús se reanima y vuelve a la vida. Dios había cumplido su palabra y había completado su itinerario, tal como lo había dicho. Muchas veces lo había vaticinado Jesús, aunque no siempre fue comprendido. Los discípulos que escuchaban una y otra vez los anuncios de victoria, no terminaban de entender. Incluso esas palabras misteriosas sirvieron a sus acusadores para dictar sentencia: "Presentaron muchos falsos testigos. Al fin se presentaron dos, que dijeron: 'Este dijo: Yo puedo destruir el Santuario de Dios, y en tres días edificarlo'". Evidentemente, Jesús se refería al templo de su propio cuerpo. No podía ese cuerpo del hombre que era Dios quedar vencido, oculto en el sepulcro. Esa resurrección gloriosa representaba para el Salvador el cumplimiento definitivo de su obra magnífica. Era la confirmación de que todo lo que había venido a realizar estaba muy bien cumplido. El Hijo de Dios, que no había dejado nunca de trabajar para lograr la salvación de los hombres, ni siquiera mientras ese cuerpo era prisionero del sepulcro, manifestaba a todos que, realmente, "todo estaba consumado". Había llegado a su plenitud la obra de rescate de la humanidad, por cuanto la muerte había sido vencida totalmente. Aquellas mujeres que temprano se acercaban a ungir el cuerpo del Maestro, reciben de la voz del Ángel la noticia maravillosa: "No teman, ya sé que buscan a Jesús el crucificado. No está aquí: ¡ha resucitado!, como había dicho". Todas las expectativas que se habían creado en torno a Él estaban cumplidas. Aquellas palabras misteriosas que Él mismo había pronunciado acerca de la reconstrucción del templo a los tres días, cobraban pleno sentido. Ese templo en el que habitaba Dios en su plenitud, el cuerpo de Jesús, retomaba vida nueva y entraba en el halo de luz inmarcesible que representaba la nueva realidad que adquiría y que ya jamás perderá. Aquella gloria natural que vivía en el seno del Padre antes de la encarnación, la recupera totalmente. Y esta vez, con un añadido, que había sido el objetivo que perseguía con toda su entrega: Introducía consigo en esa gloria inefable a la humanidad redimida.

La sentencia de la muerte se trastoca totalmente en declaración de vida eterna, gloriosa, inmutable. Por eso, esta noticia debe llenar de alegría a quienes la escuchan y la viven. Las mismas mujeres, después del Ángel, reciben la visita del Resucitado: "De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo:
'Alégrense'. Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él. Jesús les dijo: 'No teman: vayan a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán'". Ya no hay razón para el temor. Solo hay razón para la alegría. Ese temor de que el Señor "se había atrevido" a irse, dejándolos a todos en la esperanza frustrada, en la imagen terrible y fatal del cuerpo exánime pendiente de la Cruz, colocado en la soledad y en la oscuridad del sepulcro. Era una especie de vacío total en el que se caía, por cuanto los últimos tres años habían sido de una intensidad inmensa, en la que se sentía que Dios había fijado su mirada en la humanidad y le declaraba su amor, concediéndole su favor total. Y de repente, todo había finalizado en la frialdad de un sepulcro solo. Aún así, el amor era más fuerte que la frustración. Por eso, el domingo muy temprano las mujeres se atreven a encaminar sus pasos hacia el cuerpo de Aquel que los había llenado a todos de tanta esperanza. Y su perseverancia recibe como premio el regalo mayor. La muerte no había vencido. La esperanza no había sido frustrada. La alegría era infinita. El Señor ha resucitado y ha resurgido triunfante de las garras de la muerte. Y con Él todos ellos. El cuerpo glorioso del Señor resucitado es el cuerpo que Él ha ganado para todos en la eternidad feliz junto a Dios. Toda la historia de la salvación apunta a este momento glorioso. La muerte y la resurrección de Cristo era el centro de todo lo que Dios había planificado para la glorificación de la humanidad. Esa historia, con toda su carga de dolor, de sufrimiento, de pecado, de separación de Dios, estaba enmarcada en el amor. Era el amor el que le daba sentido a todo. Si el hombre había osado alejarse de Dios por su pecado, Dios había insistido en su amor, llamándolo para que se abandonara en sus brazos misericordiosos. Y la obra que realizaba su Hijo era la convocatoria final, eran los compases finales de la gran sinfonía de amor que Dios había compuesto para la humanidad desde que el mismo hombre pecó. Es impresionante pensar en la perseverancia de Dios, a pesar de la obstinación del hombre. Por eso no tiene cabida el temor. Solo hay que dar paso a la alegría. Y es la alegría de toda la humanidad porque el Señor ha vencido para todos. Para ti y para mí. "Alégrense. No teman".

Dios ha trastocado su ira, borrándola totalmente de sí. No puede dejar de amar quien ha creado por amor: "Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te reuniré. En un arrebato de ira, por un instante te escondí mi rostro, pero con amor eterno te quiero —dice el Señor, tu libertador—". El castigo saludable que merecíamos, lo muta el Señor en amor misericordioso. Su corazón no puede hacer otra cosa sino solo amar. Y es un amor de eternidad que ya queda sellado con la resurrección gloriosa del Hijo: "Aunque los montes cambiasen y vacilaran las colinas, no cambiaría mi amor, ni vacilaría mi alianza de paz —dice el Señor que te quiere—". Es imposible medir la inmensidad de ese amor, pues el corazón de Dios es infinito. El Hijo de Dios ha cumplido perfectamente la obra encomendada por el Padre. Ha vivido su donación total, con lo cual su ganancia es total. Toda la humanidad goza de ese triunfo abrumador, alcanzado con el hombre más inocente de todos: "Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo". Y el encargo había sido el del rescate. Jesús se ha entregado, quedándose prisionero de la muerte, para ofrecerse como víctima en vez de todos. Pero no ha quedado derrotado, sino que su victoria ha sido portentosa. Y con Él hemos vencido todos. Por ello, tenemos la vida nueva que el Señor nos ha alcanzado, y debemos vivir según ella. Esta obra tiene dos actores: El Señor, que ha cumplido perfectamente su obra, y la humanidad, que debe hacer su parte para gozar de lo que le ha ganado Jesús: "Los recogeré a ustedes de entre las naciones, los reuniré de todos los países y los llevaré a su tierra. Derramaré sobre ustedes un agua pura que los purificará: de todas sus inmundicias e idolatrías los he de purificar; y les daré un corazón nuevo, y les infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su carne el corazón de piedra, y les daré un corazón de carne". Se trata de dejarnos reconstruir en el amor. Un hombre hecho de nuevo en el amor es un hombre glorificado en la resurrección. Dejarse arrancar ese corazón de piedra y dejarse colocar un corazón de carne, que esté lleno de la novedad del amor. Es la misma novedad que le ha dado sentido a toda la obra de Jesús. No se entiende nada si no es desde la óptica del amor. Si queremos entender y vivir lo que Jesús nos ha ganado, dejémonos arrancar el corazón que no le encuentra sentido a lo que Él ha hecho y que se nos coloque uno nuevo lleno totalmente del sentido del amor que hace nuevas todas las cosas. Sin temor y con la máxima alegría, vivamos esta novedad que nos regala el amor de Dios.

lunes, 16 de marzo de 2020

Quiero verte con mirada limpia y descubrir en ti el Dios de amor

Resultado de imagen de naaman el sirio

Cuando caemos en ciertos extremismos corremos el riesgo de cerrar para nosotros mismos algunos beneficios que podríamos recibir. En referencia a Dios estos pueden ser aún más perjudiciales, pues podríamos estar pretendiendo confinar a un ámbito muy reducido su acción, que quiere beneficiar por amor a todos los hombres. Con base en alguno de esos extremismos destructivos, podríamos llegar a afirmar que Dios es solo Dios nuestro y de nadie más, y por lo tanto, nadie más puede ser beneficiario de sus favores. Es una afirmación con un doble filo muy peligroso, pues de ser en sentido contrario, me dejaría a mí mismo fuera de toda acción benevolente de Dios. Si Dios es de otro y de nadie más, yo no podría ser entonces beneficiado con su obra. En todo caso, hay un extremismo que sí está libre de toda sombra. Sería el que afirma que Dios es nuestro y que también es Dios de todos. Es un extremismo sano, sin cargas negativas, que implica en toda su dimensión la verdad más absoluta que podemos afirmar en cuanto a los beneficiarios de la obra amorosa de Dios: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad", como concluyó San Pablo. Comprender esto nos pone en un doble ámbito favorable: Jesús es el salvador de toda la humanidad, y todos los hombres somos beneficiarios de ese amor de salvación, por lo cual estamos todos misteriosamente unidos unos con otros, formando una unidad que se mueve alrededor de ese Dios de amor. Nos conectamos, así, con el que es la razón de nuestra existencia y de nuestro rescate, y con todos los hermanos que son beneficiados por la obra de redención de Jesús.

Algunos en el tiempo de Jesús llevaron el extremismo destructivo al máximo. No comprendían cómo uno que aparecía como un simple hombre más de entre ellos pudiera ser el enviado de Dios para la salvación de la humanidad. Mucho menos que pudiera ser salvador como lo fue el Dios del Antiguo Testamento, que salvó a la viuda de Sarepta y a Naamán, personajes beneficiados por ese amor infinito de Dios que no se detenía ante la realidad de que estos fueran extranjeros. En la lógica de su pensamiento Dios debía presentarse de manera admirable, casi como en un espectáculo maravilloso, para convencer de su presencia, y debía realizar esa obra de salvación exclusivamente a los miembros del pueblo elegido. Era imposible que un simple hombre del pueblo fuera ese Dios grandioso que venía a salvar. Y llegaron al extremo de despreciarlo y de rechazarlo de tal modo, que pretendieron asesinarlo para quitarlo de en medio y evitar así que siguiera "confundiendo" a los demás. "Todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo". El extremismo los llevó a endurecer su corazón a tal punto que se obnubiló su visión y los sumió en la oscuridad más profunda, lo que les impidió descubrir al Dios que estaba ante ellos procurando incluso su propia salvación. La soberbia, raíz del pecado del hombre, hizo de nuevo una jugada magistral, y logró que los paisanos de Jesús, en lugar de alegrarse por la llegada del tiempo de redención por intermedio de uno de los suyos, miraran más a sus propios intereses y se sintieran ofendidos por las palabras certeras de censura que les dirigía Jesús.

La verdad es que Jesús es el Dios que ha venido a salvar a todos. Es el Dios nuestro y el Dios de todos. El Dios que viene a salvarnos a nosotros y que viene a salvar a todos. Y lo ha venido a hacer desde una situación de humildad en la que, siendo Dios, para quien toda la gloria y toda la magnificencia son naturales, ha preferido colocar todo ello entre paréntesis para aparecer como uno más entre nosotros. Esto no lo entendieron sus paisanos, pues tenían sus corazones endurecidos para recibir el amor que eso implicaba. Por ello, si de verdad queremos ser beneficiarios de la obra redentora de Jesús debemos deponer nuestras actitudes de prejuicio y llenarnos de la humildad necesaria para que ese amor salvador haga su mejor labor en nosotros. Debemos ser extremistas, en el buen extremismo al que nos llama el Dios que se hace hombre para todos. Es el Dios nuestro y el Dios de todos, que se ha hecho hombre para todos, sin dejar a nadie fuera. Y lo quiere ser más para quienes más lo consideren suyo, cercano, sencillo y humilde. Desde esa doble humildad, la reconocida en el Dios que se hace uno más de nosotros y la nuestra que es capaz de tener la mirada limpia para poder descubrirlo en ese sencillo hombre de Nazaret, es que Jesús va a poder realizar su obra maravillosa. Es obra de amor y de ternura, revestida con la mayor sencillez, pero que logra el efecto más maravilloso y portentoso que puede ser imaginado: el perdón de los pecados de toda la humanidad y la salvación de todo el género humano. Unidos en un solo corazón nos acercamos como hermanos para ser rescatados por ese Dios de amor, alrededor del cual orbitamos esperanzados e ilusionados para vivir su amor eternamente.

viernes, 13 de marzo de 2020

Aunque yo te desprecie Tú me seguirás amando eternamente

Resultado de imagen de jose vendido por sus hermanos

El gesto de la Redención que Dios realiza en favor del hombre demuestra el tamaño infinito de su amor y la pureza eterna con la que Dios ha amado, ama y amará siempre a la humanidad salida de sus manos. Todo lo que sale de las manos de Dios es bueno, como lo atestigua el autor del Génesis al relatar la creación de todo lo que existe. Y alcanza su perfección con la creación del hombre: "Vio Dios que todo era muy bueno". De "bueno" pasó a "muy bueno" con la presencia del hombre, la criatura predilecta de Dios y razón última de todo lo que existe. El superlativo usado denota la suprema altitud que alcanza todo cuando el hombre se hace presente en el mundo. Podemos imaginarnos la satisfacción de Dios al ver que todo lo que había diseñado estaba en la perfección que Él deseaba. Aquel amor que era suficiente en sí mismo en el disfrute íntimo de la Santísima Trinidad, ahora era también expresado en el amor al hombre y a todo lo que había sido creado para él. Todo se encontraba en su plenitud y existía en la armonía absoluta, pues todo estaba transcurriendo según los designios divinos, lo cual aseguraba ya el orden perfecto. La libertad con la que el hombre había sido creado, mientras era usada para decidirse a seguir siendo fieles al Dios de amor que solo quería el bien y la felicidad suya, aseguraba el mantener la bendición de esa paz de base con la que todo transcurría. Pero esa misma libertad, en un momento de la historia, se convirtió en el arma de doble filo que más daño podía llegar a hacer al mismo hombre. El demonio, amante del desorden y del caos, no podía resistir esa absoluta armonía que se vivía, por lo cual, aprovechándose del tesoro más valioso que tenía el hombre, su libertad que continuaba a decidirse por el bien mayor, que era seguir fielmente al Dios de amor, aprovecha ese único resquicio para entrar y promover ese caos en el que él era feliz. Y logra desencajar totalmente el designio divino, colocando al hombre frontalmente contra Dios y promoviendo un desorden total, con lo cual tenía el caldo de cultivo perfecto en el cual podía reinar a sus anchas. El amor infinito de Dios resulta así herido gravemente. Pero el amor nunca es vencido, por lo cual Dios, obstinadamente, desde ese amor eterno e infinito hacia el hombre, diseña el plan de Redención, que deja al descubierto lo inmenso de su amor.

El amor creador que había quedado totalmente satisfecho cuando apareció el hombre en el mundo, es herido por la infidelidad del hombre. Pero esa herida se convierte en una invitación a reponerse y a dejar más claro aún cuál es su medida. Se convierte entonces en un amor de rescate, en el amor redentor. No se queda escudriñando en la posible culpabilidad del hombre. Es impresionante pensar en que Dios no se duele de sí mismo, habiendo sido traicionado, mirando con dolor o rabia a quien le ha sido infiel, sino que mira hacia sí mismo para descubrir en su propio corazón el mismo amor con el que creó al hombre, que ahora urge ser transformado en amor de rescate. No pide satisfacción, sino que ofrece por sí mismo esa satisfacción para que el hombre pueda ser elevado del fango en el que él mismo se había sumido. Quien no tenía ninguna culpa se ofrece a sí mismo para asumirlas todas y lograr el rescate. La inocencia es la mejor arma para rescatar a los culpables. "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad", se escucha decir al Verbo eterno. "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley", es la voluntad de rescate del Dios de amor. "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él". El amor de rescate, amor redentor, es amor de entrega desde la inocencia. Quien redime no tiene ninguna culpa, sino que las asume todas y las carga en sus espaldas para satisfacer en vez de los culpables. La Redención debía hacerse desde la absoluta inocencia, por lo cual, podía ser hecha solo por el Hijo de Dios que asumía la condición humana en su inocencia más pura y original. El no culpable se hace culpa inocentemente.

Es la prefiguración que nos presenta la Escritura en la persona de José, hijo preferido de Jacob. Es vendido por sus hermanos, movidos por la envidia, prácticamente motivados idénticamente al demonio, quien no podía resistir el orden existente. Jacob amaba a José y todos vivían en armonía radical, pues su padre estaba totalmente satisfecho y procuraba la mejor vida para todos, pero eso no gustaba a sus hermanos. Para ellos era mejor que no existiera José entre ellos, por lo cual deciden quitarlo de en medio pensando incluso en matarlo. Al final, deciden hacerlo desaparecer de la vida de ellos vendiéndolo como esclavo. Ya veremos que esta entrega resultará posteriormente en su salvación. José, en cierto modo, en su absoluta inocencia, será el salvador de Israel, amenazado de morir de hambre en el desierto. Y Jesús lo prefigura también en el desprecio que demuestran los viñadores por el dueño de la viña y por sus enviados, incluso por su hijo, que van a cobrar lo que en justicia le correspondía. En el desprecio de sus hermanos a José y de los viñadores a los enviados por el dueño de la viña, se manifiesta claramente lo que está anunciado. Los enviados de Dios, aun por encima del desprecio de los beneficiarios, serán los que finalmente lograrán el rescate. No importa el desprecio, con todo y la carga negativa que ello conlleva. Importa el amor con el cual Dios se involucra en la historia de la humanidad. Su empeño es el rescate del hombre para que siga a su lado. No quiere dejarlo a un lado, lo que representaría su muerte. Y Dios no ha creado al hombre para la muerte, sino para la vida. Por ello lo da todo, sin guardarse nada para sí. A pesar del desprecio de los hombres Él seguirá insistiendo: "¿Ustedes no han leído nunca en la Escritura: 'La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente?'". El amor creador es ahora amor redentor. Dios hará lo necesario siempre para tenernos junto a Él. No nos ha creado para dejarnos abandonados a nuestra suerte. En nuestras propias manos, esa suerte seguramente es la muerte eterna. En las manos de Dios, esa suerte es vida eterna. Y Dios nos mantiene en sus manos amorosas creadoras y redentoras.