Entre todos los evangelios que nos van relatando los hechos de Jesús nos encontramos siempre con algunos que por lo entrañable que son nos atraen más. Nos descubren un intercambio entre los personajes y Jesús que desnuda sus corazones y nos ponen con toda transparencia ante lo que cada uno está viviendo. Y como son escenas muy humanas y muy cercanas, nos identificamos inmediatamente con esos personajes, como si nos pudiéramos colocar en el lugar de ellos para vivir la misma experiencia. Surge en nosotros ese deseo íntimo de vivir un encuentro profundo con Jesús, con la misma transparencia y profundidad que se da en lo que se nos relata. Se trata de un deseo íntimo de encontrarse frontalmente con Cristo y recibir de Él toda esa riqueza que derrama sobre ellos. Además, en esos encuentros descubrimos a un Jesús tan tierno, tan humano, por el cual es imposible no sentirse atraído. Los testigos de estas acciones, habiendo vivido cada una de esas experiencias, tenían que sentir también más deseos de seguir a Cristo, de escuchar sus palabras, de seguir viendo los portentos que realizaba. Ser testigos de las obras de Cristo, aun cuando no fueran directamente los involucrados, hacía que se reafirmara más sólidamente la voluntad de ser sus seguidores. Pertenecer a ese grupo de seguidores de Cristo tenía una doble riqueza. La primera, recibir de primera mano su palabra, ser beneficiados con la experiencia de intimidad familiar en la vida del día a día con Él, intercambiar con Aquel en el que se vislumbraba cada vez más claramente que era el Mesías, el prometido y anunciado desde tiempo atrás. Esa misma experiencia iba incrustándose en el propio corazón e iba logrando una transformación personal, una conversión, en la que cada uno iba sintiendo que se hacía cada vez mejor persona, más enriquecido por el amor de Dios. Fue la experiencia que tuvieron aquellos dos discípulos que regresaban cabizbajos en el camino hacia Emaús: "¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba en el camino?" Y la segunda, la de presenciar sus acciones en favor de los otros, con lo cual se iba cimentando mejor la convicción de que Jesús "pasó haciendo el bien", por lo cual se sentía más íntima y profundamente la necesidad de ser testigos de esas obras para llenarse del gozo de que efectivamente había llegado ya "el año de gracia del Señor", como estaba anunciado. Lo que veían que hacía Jesús en favor de los otros era testimonio que reafirmada que Éste era a quien se esperaba y que ya no era necesario seguir esperando a otro. Fue la respuesta de Jesús a los enviados por el Bautista: "'¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?' Jesús les respondió: -'Vayan a anunciar a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!'".
En efecto, los encuentros con Jesús no dejan de generar riquezas espirituales en todos los involucrados. Por ejemplo, nos imaginamos aquel encuentro de Jesús con la hemorroísa, una mujer azotada por esa enfermedad desde hacía doce años que, habiendo escuchado de Cristo y de las maravillas que hacía en favor de los enfermos, se "atreve" a acercarse con el máximo sigilo posible, para al menos tocar la orla de su manto y así conseguir su sanación. Ya este gesto nos pone en la ternura profunda de la que se envuelve todo el acontecimiento. Esta mujer no es capaz de ponerse frente a Jesús para pedirle el favor, pero está absolutamente segura de que no es necesario hacerlo, de que solo bastaba con acercarse a Él y tocarlo para "robarle" el milagro. "Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando: 'Con solo tocarle el manto curaré'". Impresiona la fe con la que actúa y con la que obtiene su curación. No se pone en evidencia ante el público, pero sí pone en evidencia delante de Dios la confianza que tiene en el poder sanador de Jesús. Éste, apretujado por todos, siente que sale de Él esa fuerza sanadora. "¿Quién me ha tocado el manto?" Ante la insistencia de Jesús a pesar de que los discípulos le trataban de hacer entender el absurdo de lo que quería pues era una multitud que lo apretujaba, "la mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. Él le dice: 'Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad'". Es el encuentro de estos dos corazones que se acercaron uno al otro en el amor y en la fe. La mujer nunca dudó del poder de ese amor sanador de Cristo. Y Cristo nunca permitió que esa fe de ella quedara frustrada ni impidió que se diera la salud que ella deseaba tan ardientemente, y por el amor infinito que sintió por ella en concreto en ese momento, dejó que saliera de Él esa fuerza que la sanara. Es una experiencia de amor y de fe impresionante, en el que quedan al descubierto ambos corazones que se encuentran en la intimidad amorosa más intensa. En el ínterin, se da el otro milagro de la resurrección de la hija de Jairo, jefe de la sinagoga, que también confía radicalmente en Jesús. Ante las palabras de desaliento porque la niña ya había muerto y los gestos de dolor, Jesús hace el milagro: "¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida ... 'Talitha qumi' (que significa: 'Contigo hablo, niña, levántate')". Es otro intercambio de amor y de fe el que se da. Jairo obtiene la resurrección de su hija, porque nunca dudó del amor todopoderoso de Jesús.
Dios tiene su forma habitual de actuar. Toda acción suya surge desde su amor todopoderoso. Su providencia infinita está siempre a nuestro favor. Nos ha creado y no se ha desentendido de nosotros, sino que se involucra directamente en nuestras vidas para asegurarnos desde esa providencia que siempre actuará en favor nuestro. Basta que nosotros lo creamos. Es necesario que seamos fieles a ese amor suyo y tengamos la fe en su poder. Es el poder que actúa desde el amor en favor de todos. Así como actúa por los otros, como lo vemos en el Evangelio, y como seguramente lo vemos también a nuestro alrededor aquí y ahora, lo puede hacer también en favor de cada uno de nosotros. Si tenemos la misma fe de la hemorroísa que casi a escondidas le roba a Jesús ese milagro, y la misma fe de Jairo que ante la enfermedad y muerte de su hijita nunca dudó del poder de Jesús, podemos tener también a nuestro favor ese amor todopoderoso que actuará a nuestro favor. Jesús nunca se resistirá ante corazones que se rindan delante de Él. Esa confianza infinita, casi infantil e ingenua, de la hemorroísa, no hizo otra cosa que hacer que Jesús sucumbiera. No pudo Jesús negarse ante tanta ternura demostrada, ante tanta confianza, ante tanto amor. De igual modo, si mostramos ante Jesús nuestra confianza sin límites en su amor y en su poder, nunca nos negará su favor. Oiremos de Él las mismas palabras que oyó la mujer: "Tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda sano". Para eso ha venido y espera de nosotros lo único que necesita para actuar: nuestro amor y nuestra fe.
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