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martes, 13 de abril de 2021

Jesús ha venido a renovar a todo el hombre: espíritu y materia

 Lectio Divina: Lectio Divina : Lunes 12 de Abril : San Juan 3,1-8 (Tiempo  de Pascua)

La transformación que produce la experiencia de resurrección en los discípulos es fundamental para poder comprender la trascendencia de su acción en el mundo. La novedad que ésta produce es de tal magnitud que no solo logra que la persona sea una persona nueva, con una perspectiva de vida diversa de la que tenía anteriormente, y que aun cuando sigue viviendo su misma realidad cotidiana, en la que se siguen encontrando los gozos y las alegrías de siempre, y los dolores y angustias del día a día, los vive ahora con una actitud serena, con la convicción de que son parte de un caminar que va haciendo tomado de la mano del Resucitado que le da una coloración diversa, más viva, más llena de esperanza, que la que tenía anteriormente. Y más aún, lo lleva a una experiencia en la que se desprende de sí mismo como elemento primordial de su existir, y la realidad superior de Dios y de los hermanos pasa a ocupar el lugar privilegiado en su vida. Sus intereses personales, que podían llevarle a un egoísmo malsano y a una vanidad en la que solo importara lo propio, se mueven hacia la visión globalizante de la vida en Dios y de la vida comunitaria. Su primacía ya no está en favorecerse a sí mismo, sino en agradar a Dios y hacer todo por favorecer a los hermanos. La Resurrección lo llama a ello y lo lanza a ese camino de aventura absolutamente compensadora en la que se entiende que la felicidad plena jamás podrá encontrarse lejos de esta vertiente inclusiva de Dios y de los hermanos. Es una transformación del espíritu, incomprensible para quien se centra solo en sí mismo y en sus bienes materiales. La realidad de la Resurrección destruye esta perspectiva horizontal y reductiva de la vida y abre todo un panorama de riqueza que es absolutamente compensador por cuanto encamina al encuentro íntimo con Dios y comunitario con los demás. Por ello, nos encontramos en aquella primera comunidad de discípulos resucitados en el amor, una situación totalmente nueva. Aunque ciertamente en experiencias anteriores del pueblo de Israel hubo gestos de solidaridad común, éstos eran atávicos, espasmódicos, pasajeros. El ideal ahora era estable. La comunidad, para ser verdadera comunidad de resucitados, debía vivir de manera estable esta actitud de fraternidad y de solidaridad.

Por ello, la descripción que se da de esa primera comunidad de cristianos es la descripción auténtica de lo que debe ser toda comunidad cristiana. La experiencia feliz de la resurrección debía no solo transformar interiormente al hombre y propugnar en él una vida nueva en el encuentro más íntimo y natural con Dios, sino que debía colocarlo frente a sus hermanos y sus necesidades, procurando que el bienestar en ellos no sea solo espiritual, sino que también abarque lo material. La redención de Jesús no remite solo a lo espiritual, en relación al perdón de los pecados y a la liberación del mal interior de la esclavitud, sino que abarca toda la vida del hombre. Jesús viene a liberar a todo hombre y a todo el hombre. Y el hombre es un entramado de espíritu y cuerpo, en el que ambas realidades reciben la bendición del rescate de Jesús. No se puede reducir el gesto redentor a algo que nos haga mirar solo a los cielos, sino que hay que hacerlo amplio, como lo es en realidad, pues es todo el hombre y toda su realidad el sujeto de la redención. Los primeros discípulos lo entendieron perfectamente y comprendieron que la comunión de bienes era parte integrante del testimonio que debían dar ante el mundo: "El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y se los miraba a todos con mucho agrado. Entre ellos no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba". No puede haber reduccionismos de ningún tipo. La redención de Jesús no podía ser minimizada en un espiritualismo estéril, como tampoco podía ser solo una gesta de liberación de la pobreza, a modo de ayuda simplemente sociológica. La conexión entre el espíritu y la materia es fundamental para comprender la obra global de Cristo.

Se debe comprender en su totalidad la obra de Jesús. En la historia de la Iglesia el péndulo se ha movido de un extremo a otro. Ha habido épocas en la que solo se acentuaba lo espiritual y épocas en las que solo se acentuaba lo material. Esto ha tenido consecuencias nefastas para la comprensión de la tarea de la Iglesia en el mundo. Pero siempre ha habido las voces que llaman al equilibrio y a asumir la globalidad de la obra salvadora. Ni solo pietismo ni solo sociología. Espíritu y materia. Y todo cristiano está llamado a asumir ambas realidades pues conforman su totalidad. La presencia del cristiano debe notarse en su estilo de vida en santidad y de búsqueda de la perfección, y en su preocupación solidaria por los hermanos, motivado por el amor, principalmente hacia quien tiene más necesidades. Es todo el hombre y su realidad el objeto del amor de Dios y por quien se entrega Jesús. Es necesario, por tanto, la conversión del corazón que lance al encuentro del amor de Dios y a la caridad por los hermanos. Así se lo hizo entender Jesús a Nicodemo en ese encuentro sabroso e íntimo que tuvieron toda una noche conversando de las realidades de la fe: "En verdad, en verdad te digo: hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no reciben nuestro testimonio. Si les hablo de las cosas terrenas y no me creen, ¿cómo creerán si les hablo de las cosas celestiales? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna". Es necesaria la conversión. Es necesaria la Resurrección para renovar la propia vida y asumir esa novedad de vida que da una perspectiva totalmente distinta a la que se poseía anteriormente. El resucitado es hombre de Dios y debe querer hacer a todos los hermanos también hombres de ese Dios que es amor y que da la plenitud.

lunes, 12 de abril de 2021

Nacer de nuevo para ser auténticos discípulos del Resucitado

 Una noche en Jerusalén ~ Tercer Angel

La experiencia que van teniendo los apóstoles al anunciar a Jesús, al hablar de su amor por los hombres que ha venido a rescatar, aun a riesgo del sufrimiento y de la muerte, y al anunciar el acontecimiento glorioso de la Resurrección, los va convenciendo de que su tarea no es la común de un pregonero que va informando sobre una noticia, sino que los involucra en toda su vida y pone sobre sus espaldas la responsabilidad de dar testimonio de aquello mismo que van anunciando. Proclamar la Buena Nueva de la Resurrección que ha hecho que todas las cosas fueran re-creadas en Él, significaba que eso debía ser transparentado en la propia vida de quien lo predica, es decir, significaba que ellos mismos tenían que ser reflejo y testimonio de esa novedad. Tenían que dar a entender a todos los que lo oían que aquello de lo que estaban hablando se había hecho ya realidad en la vida de ellos mismos, los que lo estaban proclamando. Aun cuando la realidad externa gritaba que nada había cambiado, debían demostrar con su palabra y con su vida que sí había habido una transformación profunda, pues ellos no eran los mismos hombres que lo que eran antes de resucitar con Jesús y de haber sido hechos hombres nuevos con la nueva vida que Él les había donado. La Resurrección no tenía que ver con mejoras materiales, con desaparición de problemas o dificultades, con una vida más holgada o distendida. Al contrario, tenía que ver con una exigencia mayor de inmiscuirse en el mundo para afrontar todas esas dificultades con la fuerza del Resucitado que estaba dentro de ellos, pues de Él habían recibido esa nueva vida. La cuestión no tenía que ver solo con la experiencia íntima del gozo de la Resurrección, que también la vivían profundamente, sino que apuntaba, para ser completa, a procurar que ese gozo fuera vivido por todos los hombres por los cuales Jesús se había entregado a la muerte y había triunfado con su resurrección.

Es por ello que los apóstoles, convencidos ya de esa Verdad absoluta e irrefutable, asumen con la actitud de hombres resucitados su tarea frente al mundo. No dudan en ningún momento de esa fuerza, que no es que les vaya a ahorrar contrariedades, sino que les asegura que en medio de ellas seguirá presente Jesús, con el añadido de la fuerza divina del Espíritu Santo, alma de la Iglesia, que había sido prometido como compañero de camino y sustentador de todo esfuerzo de predicación de los nuevos hombres de Cristo: "En aquellos días, Pedro y Juan, puestos en libertad, volvieron a los suyos y les contaron lo que les habían dicho los sumos sacerdotes y los ancianos. Al oírlo, todos invocaron a una a Dios en voz alta, diciendo: 'Señor, Tú que hiciste el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos; Tú que por el Espíritu Santo dijiste, por boca de nuestro padre David, tu siervo: “¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean proyectos vanos? Se presentaron los reyes de la tierra, los príncipes conspiraron contra el Señor y contra su Mesías”. Pues en verdad se aliaron en esta ciudad Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y el pueblo de Israel contra tu santo siervo Jesús, a quien Tú ungiste, para realizar cuanto tu mano y tu voluntad habían determinado que debía suceder. Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía; extiende tu mano para que realicen curaciones, signos y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús'. Al terminar la oración, tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la palabra de Dios". Esta certeza estaba en la base de la obra que llevaron adelante los apóstoles. No había fuerza que los separara de su compromiso. No les habían sido ahorrados ni dolores, ni persecuciones, ni enfrentamientos. Pero tenían la certeza de que en medio de todas esas vicisitudes, seguían viviendo la compañía de Jesús resucitado y la fuerza de su Espíritu.

Para ellos la Resurrección de Cristo representó la verdadera novedad de vida que los hizo, sin dejar de ser ellos mismos y de vivir la misma realidad cotidiana de siempre, ser hombres nuevos, con una novedad radical que los hizo ser más ellos, pues ser de Dios los hacía ser más de ellos, ya que entendieron que la plenitud no estaba en la auto afirmación absurda y soberbia, sino en ponerse en manos de su creador y propietario, el Dios del amor. No se es más siendo autónomo o emancipado, sino siendo de quien es el origen de la propia vida, pues es la seguridad de que se avanzará hacia la plenitud a la cual se está destinado por el Creador. Un atisbo de esto tuvo Nicodemo en el encuentro furtivo que tuvo con Jesús, a quien se acercó movido por el interés de acercarse a esa Verdad que proclamaba Jesús: "'Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que Tú haces si Dios no está con él'. Jesús le contestó: 'En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios'. Nicodemo le pregunta: '¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?'" La certeza de esta novedad de vida que transmite es la que quiere Jesús que adquiera Nicodemo. Es necesaria esa novedad para quien quiere ser un auténtico discípulo, quien vive radicalmente esa transformación interior y sale al mundo con la intención de que esa trasformación sea patrimonio de todos los hombres: "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: “Tienen que nacer de nuevo”; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabemos de dónde viene ni adónde va. Así es todo lo que ha nacido del Espíritu". La experiencia de la propia resurrección es fundamental para vivir la vida nueva. Y luego de experimentarla, para ir al mundo como multiplicador para que todos los hombres sean renovados en el amor del Resucitado y den también su vida por Él y por los hermanos.

domingo, 11 de abril de 2021

Una Vida nueva para una Fraternidad nueva

 Trae tu mano y métela en mi costado (Jn 20,19-31)

La fe cristiana es esencialmente comunitaria. No se puede pretender ser cristiano solo desde una experiencia intimista espiritual en la que se supone tener un encuentro personal con Jesús, quedándose satisfecho con ello, sin mayor trascendencia de esa misma experiencia. El encuentro personal con Jesús, y más aún con la conciencia de la novedad que representa su Resurrección gloriosa, necesariamente tiene que ser un remover los cimientos de la propia vida, haciendo de ella también una realidad absolutamente nueva que lance por el camino del encuentro con los hermanos. Más aún, esto es condición para hacer creíble y atractiva la nueva fe que se inaugura con la muerte y resurrección de Cristo: "El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común". Esta fraternidad, fundada en la convicción de una misma fe, tenía una concreción muy clara en la comunidad de bienes: "Lo poseían todo en común". Apuntando a la esencia de la transformación espiritual que vivía cada uno por experimentar la Resurrección de Jesús con la propia resurrección, ésta debía manifestarse en acciones externas concretas que revelaran el amor fraterno y la caridad y solidaridad que vivían todos los renovados por Cristo. Compartir los bienes es característica propia de quien ha vivido la Resurrección de Jesús en carne propia. San Juan Pablo II lo definió magistralmente con su frase en la Encíclica "Sollicitudo Rei Socialis": "Sobre toda propiedad privada pesa una hipoteca social". Se equivocan los cristianos que afirman que su conversión espiritual no los compromete también con una conversión social. La doctrina social de la Iglesia tiene su fundamento en la Resurrección de Cristo, que pone en nuestras manos la vida de todos los hermanos, en particular de aquellos que son más necesitados y desposeídos. Fue la experiencia que tuvieron los apóstoles y todos los primeros discípulos de Jesús: "Y se los miraba a todos con mucho agrado. Entre ellos no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba". Es el ideal de la vida fraterna que propugna el Resucitado.

Esta convicción surge de una fe convencida y sólida. Aun cuando en aquellos primeros tiempos era incipiente la experiencia, ella debía ser creciente, por cuanto esa misma convicción debía hacerse cada vez más sólida. La razón última es la del amor. Si Jesús se desprendió de todo lo suyo, incluso de su propia vida, su don más valioso, por amor a los hombres, sus hermanos, el seguidor debe seguir también sus pasos. Lo que lo debe mover es el amor, pues no se trata de ser solidario simplemente por un movimiento altruista que busque el bien para el necesitado. Ser bueno por ser altruista está muy bien. Pero en un discípulo del Señor la carne de esa solidaridad debe ser el amor fraterno que sembró Dios desde el principio y que propugnó Jesús con su testimonio de donación: "Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama al que da el ser ama también al que ha nacido de Él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor de Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe". La afirmación del amor demostrado en el cumplimento de los mandamientos de Dios no es un simple movimiento moralista. Si así fuera carecería de todo sentido. La ley, ya lo hemos visto en la expresión de Jesús, tiene como principal mandamiento el del amor. Como decía San Pablo: "Amar es cumplir la ley entera", o en otra traducción: "La perfección de la ley es el amor". Escuchar los mandamientos de Dios y cumplirlos religiosamente, comienza por asumir el amor como forma de vida, para unirse más a Dios, como la fuente de todo amor, y a los hermanos, sujetos últimos del amor de ese Dios y el que le da sentido a todo lo que existe. No se puede amar a Dios sin amar a los hermanos. "Quien dice que ama a Dios, a quien no ve, pero no ama a su hermanos a quien ve, está mintiendo".

La experiencia de la presencia de Jesús resucitado en la propia vida es esencial para vivir con profundidad esta convicción y este compromiso. Los apóstoles necesitaron de varios encuentros con el Resucitado para poseer la plena convicción de la transformación que había vivido el mundo. Y aún así, su convicción era débil. Vivían el gozo del triunfo de Jesús, pero no terminaban de dar el paso del compromiso de darlo a conocer a todos. Sabían que el Señor había vencido a la muerte, pero no asumían que ellos mismos eran hombres nuevos y que debían llevar esa novedad a todos, en un mundo que añoraba una realidad distinta que lo llevara a la plenitud. "Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: 'Paz a ustedes'. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: 'Paz a ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo'. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: 'Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos'". El ser testigos de la Resurrección es esencial. Dar a conocer el amor triunfante de Dios es parte del ser discípulo. Reconocer a Jesús como el Dios y Señor de todo, vivirlo en lo más íntimo del propio ser, es fundamental, como lo experimentó Santo Tomas: "'Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente'. Contestó Tomás: '¡Señor mío y Dios mío!' Jesús le dijo: '¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto'". No debemos pedir ver. Corremos el riesgo de quedarnos en lo superficial y de despreciar lo esencial. Lo que debemos pedir es tener la experiencia espiritual intensa del reconocimiento de Jesús resucitado como "Señor mío y Dios mío", verlo con el corazón, y así estaremos siendo verdaderos discípulos de Jesús, conquistados por Él. Y podremos vivir el verdadero amor a Dios y a los hermanos, viviendo la unión profunda con el Dios de amor y la caridad fraterna, como la vivieron aquellas primeras comunidades que hicieron tan atractiva la fe en la Resurrección de Jesús.

domingo, 10 de enero de 2021

El Bautismo de Jesús es el inicio de la instauración del Reino de Dios en el mundo

 Bautismo del Señor (B) | Familia Franciscana

La celebración del Bautismo del Señor cierra el ciclo del tiempo de Navidad en la liturgia. Juan Bautista ha estado predicando la necesidad de la conversión, del arrepentimiento por los pecados cometidos, de la apertura del corazón para recibir al Mesías que ya está cerca. Son muchos los que aceptan su invitación y dan el paso adelante para manifestar su deseo de recibir al que viene para salvarlos. Día tras día son muchos, cada vez más, los que se animan. Hasta que llega un día en que, animado también por esa invitación que se hace a la humanidad entera, el mismo Hijo de Dios que se ha hecho hombre, se acerca para unirse al mismo rito. Está claro que no lo hacía en el mismo sentido que lo hacían todos los demás. Lo confirman además las maravillas que rodean todo el acontecimiento. El mismo Juan Bautista reconoce que Jesús no necesita de ese bautismo de penitencia y de conversión, sino que por el contrario, es él el que debe ser bautizado por el Bautismo nuevo que trae Jesús, Dios hecho hombre. La sabiduría del pueblo intuía que se daba un acento distinto. Y la misma teología posterior confirmaba lo que sustentaba la diferenciación entre ambos bautismos: el de Juan y el que venía a implantar Jesús. Él no necesitaba arrepentirse de ningún pecado, pues es el Dios inmaculado. No necesita de la conversión, pues Él mismo es el sujeto al que hay que seguir como discípulo. Esa misma teología afirma que la entrada de Jesús a las aguas del Jordán era la santificación de todas las fuentes de agua para que dieran la Vida a todo hombre que recibiera el bautismo cristiano. No es el agua física, esa que da sustento a la vida material de todo, sino el agua espiritual, por la que se recibe al Espíritu de Dios, tal como descendió sobre Jesús: "En aquel tiempo, proclamaba Juan: 'Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará con Espíritu Santo'. Y sucedió que por aquellos días llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse los cielos y al Espíritu que bajaba hacia Él como una paloma. Se oyó una voz desde los cielos: 'Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco'". Jesús inicia así su ministerio público de predicación y de obras. Es el primer paso para la instauración de las obras del Reino que viene a realizar Jesús.

Esas obras del Reino de Dios, en las que se confirmará la llegada definitiva del amor activo de Dios al mundo, son hechas desde la mayor humildad. Pudiendo haber hecho todo un espectáculo de anuncio programático de la llegada del Mesías, Jesús prefirió hacerlo en lo escondido de la llamada que hacía el Bautista. Desde ese momento empezó a conquistar seguidores que fueron tras Él, después de presenciar la maravilla de la manifestación del Padre y del Espíritu, que lo proclamaban como el Hijo que venía a realizar la obra de rescate del hombre perdido. Desde ese momento se desató la manifestación de ese amor activo y empezaron todos a ser testigos de las maravillas que Dios venía a hacer a través de Jesús. Ya no eran los testimonios de terceros los que atraían hacia Jesús, sino que eran sus propias palabras y sus propias acciones los que decían que el Reino de Dios estaba en el mundo ya actuante: "Así dice el Señor: 'Miren a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre Él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará, hasta implantar el derecho en la tierra, y sus leyes que esperan las islas. Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano, te he formado, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas'". Esto está alineado perfectamente con el anuncio de Isaías y de los profetas, sobre la presencia de aquel enviado de Dios que viene a declarar el Año de Gracia del Señor, que no es otra cosa que la llegada del Mesías y de su Reino de amor al mundo. El Bautismo de Jesús es la puerta de entrada de todas las maravillas que va a realizar Dios.

La presencia de Dios que quiere el bien del hombre y del mundo se confirma entonces con la presencia de Jesús que emprende su obra de establecimiento del Reino en el mundo. El anuncio de Jesús va en la misma línea de la del Bautista: conversión, arrepentimiento, apertura de corazón. Él sustentará todo en las obras y la palabras que como Mesías viene a realizar. Y querrá llegar a cada hombre de la historia. No es una tarea sencilla, por cuanto requerirá que cada hombre y cada mujer se deje conquistar por ese amor de rescate y deje a un lado la soberbia que lo puede encerrar en sí mismo. Se requerirá de un nuevo nacimiento, que es a lo que apunta la obra de Jesús. Él viene a hacer nuevas todas las cosas mediante su amor renovador, haciendo a cada uno ciudadano del nuevo Reino de Dios en la tierra. Cada corazón de cada hombre debe ser conquistado. Y signo de eso será el Bautismo cristiano que recibirá cada uno, que lo arrancará de su antigua condición de hombre viejo y lo colocará en la nueva condición de hombre nuevo en Jesús. El Bautismo de Juan es distinto al Bautismo de Jesús. Por Jesús somos colocados en la línea de la renovación total, con un espíritu nuevo, que escucha la misma voz que se escuchó en el cielo en el Bautismo de Jesús: "Tú eres mi hijo amado". Es la renovación total del hombre: "En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: – 'Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los israelitas, anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos. Ustedes conocen lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él". Es el mismo itinerario que podemos seguir cada cristiano. Dejarnos curar por Él, dejando que haga su obra maravillosa en nosotros, sacándonos de la oscuridad de la vida antigua y poniéndonos bajo la luz de la vida nueva y de su amor eterno. 

domingo, 12 de abril de 2020

Tu resurrección es mi resurrección y la anuncio con gozo a mis hermanos

DOMINGO DE RESURRECCIÓN El sepulcro vacío, ¿sobresalto o despertar?

La experiencia de Pedro y Juan, al acudir presurosos al sepulcro alertados por María Magdalena de que el cuerpo de Jesús ya no estaba, es todo un itinerario para nuestra fe. La Magdalena afirma que se habían robado el cuerpo. Ellos, al comprobar que el sepulcro estaba vacío, nunca sospechan de un robo. Su conclusión es impresionante. De algo les habían servido los años de convivencia con el Maestro. "Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos". Lo habían dicho las Escrituras, y lo había reafirmado el mismo Jesús en varias oportunidades. "Entonces les abrió la mente para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: Así está escrito, que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día". Efectivamente, la muerte no era el destino final del Mesías. Era la Vida. Y la Vida en gloria, resucitada, victoriosa. En ese momento en el que ellos comprueban que no hay nada en el sepulcro se les abre el entendimiento. La visión del sepulcro vacío era la prueba más que suficiente de que se cumplían los anuncios. En lo más profundo de su ser, a pesar del laberinto de experiencias y sentimientos que habían vivido en la última semana, estaba inscrita la esperanza de que se cumpliera radicalmente la gran expectativa. Todo lo que habían vivido junto a Jesús, la inmensa cantidad de hechos de los cuales habían sido testigos privilegiados, las palabras que Él había pronunciado y los portentos que había realizado, recibían plena confirmación. La victoria de Jesús sobre la muerte daba una luz totalmente nueva sobre lo vivido anteriormente. La experiencia de hoy ilumina absolutamente todo lo anterior. Todo cuadra. Todo tiene sentido. Todo encaja tan perfectamente que no puede ser sino una realidad abrumadora. El amor de Dios había quedado completamente demostrado en el cumplimiento de su promesa de resurrección. La visión que tienen estos dos apóstoles le da un sentido nuevo al "ver". "Vio y creyó", dice el Evangelio. Ellos vieron y creyeron. No porque no hubieran creído o hubieran pensado que Jesús había mentido. Era la comprobación, nuevamente, de que Dios había visitado a los hombres. Es un "ver" distinto al que exigió Tomás. "Si no veo... no creo". No era ésta la condición que ponían Pedro y Juan. Era un creer con gozo porque habían comprobado que todo estaba realmente cumplido.

Comprendieron los apóstoles que esta vivencia que estaban teniendo no era una experiencia individual de Jesús. Era la transformación radical de todo lo que existía. Era la re-creación de todo. La resurrección de Cristo era la resurrección de todo. Si todo lo que existía había estado con Jesús en la Cruz, también había muerto con Él. Por eso, la resurrección representaba también una vida nueva para todo. "He aquí que hago nuevas todas las cosas". La muerte y resurrección de Cristo era la irrupción de un mundo nuevo. Los cielos y la tierra se estrenaban nuevamente con una vida nueva: "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron". Ya nada es igual que antes. La nueva creación ha empezado a existir. Y es una creación superior que la primera, pues ha requerido para su existencia del sacrificio total del Redentor. El paso de Jesús, su Pascua, es la declaración de novedad total. El Padre ha recibido de Jesús toda la obra que ha realizado y que ha colocado en su presencia. El Padre ha recibido con beneplácito todo lo hecho. Y todo ha recobrado el tinte superior del amor que rescata y eleva. Existe desde este momento una relación superior con Dios. Y no es extraño a esto el hombre, razón última de esta novedad radical. Si todo ha sido hecho de nuevo, lo ha sido por el hombre. Es el hombre quien vive en primer lugar, como protagonista principal, la novedad alcanzada por Jesús. La vida nueva es, en primer lugar, para el hombre rescatado por el amor misericordioso. El hombre es el primer reconstruido. Si todo ha recibido la novedad de vida, lo ha recibido por el hombre y para el hombre. "Si ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspiren a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque ustedes han muerto; y su vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida de ustedes, entonces también ustedes aparecerán gloriosos, juntamente con él". Nuestra vida está íntimamente ligada a la de Jesús. Hemos muerto con Él, hemos estado en el sepulcro con Él, y hemos resucitado con Él. Cristo no resucita solo para Él. Resucita para todos nosotros y nos hace resucitar triunfantes a todos con Él. "Es doctrina segura: 'Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él'". Esa novedad radical de vida es nuestra. Sin haber hecho un solo gesto de esfuerzo, tenemos la mayor de las ganancias. Se trata, por lo tanto de vivir nuestra propia resurrección. Y de vivir como resucitados. No podemos no apreciar este don. Debemos vivir en la dignidad máxima de resucitados como Jesús.

Y esta resurrección de la que somos beneficiarios amados, nos lleva a dar un paso más adelante. El de asumir nuestra responsabilidad en lograr que el mundo entero conozca de su nueva dignidad. Los resucitados deben ser también resucitadores, expandiendo la noticia grandiosa de la novedad radical de todo lo creado y de cada hombre y mujer de la historia. Todos los hombres son hombres nuevos. Y todos deben saberlo. Nosotros, conscientes de nuestra nueva vida, no podemos quedarnos en el goce individual y egoísta de esta realidad. Nuestra alegría será plena solo en el cumplimiento del esfuerzo de que esta noticia llegue a todos. Quien se queda en el disfrute egoísta de su novedad, poco a poco irá frustrando la novedad y regresará a la antigüedad de vida. Solo quien se esfuerza en integrar a la experiencia de la novedad de vida a cada vez más hermanos, hará que su propio gozo sea mayor y tenga mayor sentido. "Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A este lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección de entre los muertos. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos". Todos somos testigos de la resurrección de Cristo, pues todos hemos resucitado con Él. Toda la realidad que nos rodea es un canto de resurrección. Nuestra mirada limpia de resucitados nos debe facilitar la visión de la novedad radical de todo lo que existe. Y teniéndola a nuestra vista, debemos ser testigos de ella delante de todos nuestros hermanos. Nuestra experiencia de resurrección debe hacerse evidente a todos, así como lo es para nosotros, que la vivimos en el amor y en el gozo de ser hombres nuevos. Descubrir la resurrección en todo lo que vivimos debe ser para cada uno de nosotros experiencia cotidiana. Todo lo que está a nuestro alrededor ha sido hecho nuevo. Dios lo sigue poniendo en nuestras manos, esta vez con un sentido superior de novedad, para que nos sirva aún más para seguir nuestro propio itinerario de salvación. Es nuestra salvación y la de todos los nuestros. Somos portadores de la novedad radical de vida no solo para nosotros, sino para todos. El que el mundo sea nuevo realmente, el que lo manifieste claramente y con gozo, depende de lo que hagamos nosotros con nuestra vida nueva. No podemos dejar frustrada la mejor noticia de toda la historia: Que Jesús, por amor infinito y eterno hacia nosotros, ha logrado que todo, nosotros mismos y todo lo creado, sea realmente nuevo, que todo está de nuevo en las manos del Padre, que todo se dirija inexorablemente al futuro de amor y felicidad eternos en Él.

viernes, 28 de febrero de 2020

Me ocupo de mi hermano para que Tú te ocupes de mí

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Una de las enseñanzas que nos da la Sagrada Escritura es la de saber vivir cada momento con intensidad. El Libro del Eclesiastés, inscrito entre los libros sapienciales, nos coloca en la perspectiva del discernimiento y la experiencia profunda de los tiempos que debemos vivir: "Hay bajo el sol un momento para todo, y un tiempo para hacer cada cosa: Tiempo para nacer, y tiempo para morir; tiempo para plantar, y tiempo para arrancar lo plantado; tiempo para matar y tiempo para curar; tiempo para demoler y tiempo para edificar; tiempo para llorar y tiempo para reír; tiempo para gemir y tiempo para bailar; tiempo para lanzar piedras y tiempo para recogerlas; tiempo para los abrazos y tiempo para abstenerse de ellos; tiempo para buscar y tiempo para perder; tiempo para conservar y tiempo para tirar fuera; tiempo para rasgar y tiempo para coser; tiempo para callarse y tiempo para hablar; tiempo para amar y tiempo para odiar; tiempo para la guerra y tiempo para la paz." La vida nos da una posibilidad infinita de vivencias, por lo cual debemos estar preparados para todo. Tan pronto podremos tener la vivencia de una alegría intensa por algún logro alcanzado, como igualmente podremos tener una experiencia dolorosa muy grande, con la consecuente sensación de que todo se viene abajo. Se dará el tiempo para esforzarse en alcanzar una meta, en el cual pondremos nuestras mejores fuerzas y haremos los más grandes sacrificios, y luego llegará el momento en el que viviremos el gozo de lograr llegar a ella, disfrutando al máximo y sintiendo la satisfacción saboreando el éxito. También Jesús nos invita a prestar a cada momento la atención que merece, cuando utiliza la parábola de los niños que están la plaza: "Les hemos tocado la flauta, y no han bailado, les hemos entonado cantos fúnebres, y no se han lamentado." Se trata, de esta manera, de vivir cada momento con intensidad, sin desperdiciar la experiencia que podamos adquirir. Es el tesoro que representa una vida que no tiene nada de rutinaria, sino que presenta un infinito abanico de posibilidades que la enriquece y que la hace absolutamente atractiva. Nada de lo que vivimos es desdeñable, pues todo se inscribe en lo que Dios procura para cada uno de nosotros y nos deja la sensación de una vida realmente vivida con intensidad. Solo quien no es capaz de enfrentarse a la vida con serenidad, con fortaleza, con ilusión, con esperanza, sino que se oculta resguardándose en su armadura o en su concha particular, tendrá una vida rutinaria, sin expectativas, sin novedades que hagan valer la pena vivirla. 

Jesús tiene que enfrentar a quienes defienden la rutina como estilo de vida: "'¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?' Jesús les dijo: '¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán'". Saber discernir cada momento es clave para poder disfrutar al máximo de la vida. Los discípulos de Jesús habían entendido muy bien que estaban acompañando a Aquel que inauguraba un tiempo nuevo, en el que se daba una relación novedosa con Dios. Jesús era el novio que aseguraba que mientras estuviera con ellos no tenía sentido el sacrificio. Aquel sacrificio era el acto de la preparación para esperar su venida. Si Él ya estaba entre ellos, no tenía sentido el sacrificio de preparación. Tocaba ahora disfrutar, hacer la fiesta. Es el tiempo de la celebración. La llegada del esperado de las naciones ameritaba sencillamente que los corazones estuvieran bien dispuestos para abrir el corazón con alegría a fin de que se tuviera de verdad la sensación de que había llegado ya la hora de la liberación, de que la gesta libertaria que emprendía Dios en favor de los hombres ya estaba empezando a dar sus pasos. Si antes de la llegada de Jesús tocaba hacer sacrificios para preparar el corazón, para adelantar su venida, a lo que, entre otros, había invitado el mismo Juan Bautista -"Una voz grita en el desierto, preparen el camino al Señor" ... "Detrás de mí viene uno al que no soy digno ni siquiera de desatar sus sandalias"-, al verificarse su venida, se debía vivir el nuevo tiempo. Era el tiempo de la celebración, de la alegría, del cumplimiento. Ya había pasado el de ese sacrificio. Se estaban tocando las flautas para bailar... Cuando Jesús sea arrebatado de entre los hombres, después de lograr con su entrega la victoria sobre el pecado y sobre la muerte, llegará de nuevo el tiempo del sacrificio, pero con un signo distinto, pues todo habrá sido consumado con la obra de Jesús. Ese sacrificio no será para esperar una primera venida, sino para prepararse a recibir todos los efectos de la redención y disponerse a vivir el tiempo futuro en el que todo tendrá sentido, cuando Jesús ejercerá su realeza definitiva y eterna sobre la creación. Ese sacrificio nuevo nos llama, sin duda, a vivir un estilo diverso del que vivíamos hasta entonces.

Ya no serán sacrificios vacíos, que no involucren el corazón o el ser completo. Los cristianos tenemos razones muy profundas, que hacen que nuestros sacrificios adquieran un sentido más razonable en referencia a las expresiones concretas que deben tener. Deben hablar de esa novedad de vida que ha sido alcanzada gracias a la redención. Así como Jesús nos ha hecho hombres nuevos, nuestros sacrificios deben tener un signo nuevo. Así lo exige el mismo Dios: "Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos". Todo lo que hagamos debe ser vivido con el signo del momento que ha inaugurado Jesús. La vida nueva que Él ha alcanzado para todos, nos hace recuperar nuestra condición de hijos del mismo Padre, por lo tanto, de hermanos entre nosotros. Y si somos hermanos, cada uno es responsable del otro. Nuestro sacrificio va en la línea de descubrir esa fraternidad. Ya no buscamos un beneficio solo personal, sino que apuntamos al beneficio comunitario. Desde la redención, todo lo que hagamos tiene efectos que involucran a todos. No se trata de vivir los sacrificios dando la apariencia para "lucirse" delante de Dios: "¿Es ese el ayuno que deseo en el día de la penitencia: inclinar la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza? ¿A eso llaman ustedes ayuno, día agradable al Señor?" No es un teatro el que quiere Dios que se monte. Es una vida transformada, que se una verdaderamente a Él y que nos lance realmente a nuestros hermanos, sintiéndonos responsables directos de ellos y de su suerte. Si así hacemos, estaremos agradando a Dios, quien reconocerá nuestra vida renovada en el sacrificio de Cristo y vivida en función del amor a Él y a los hermanos. Será razón suficiente para que su gracia y su amor se pongan de nuestra parte, con lo cual nuestro sacrificio tendrá efectos positivos no solo para ellos, sino consecuencias altamente favorables también para nosotros: "Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá; pedirás ayuda y te dirá: 'Aquí estoy'". Vivir en función de los demás, de nuestros hermanos, hace que Dios se ocupe de nosotros. Será la consecuencia más positiva. Ocupándonos de nuestros hermanos, comprometemos a Dios para que se ocupe Él directamente de nosotros.