Mostrando las entradas con la etiqueta inocencia. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta inocencia. Mostrar todas las entradas

miércoles, 23 de junio de 2021

Ser árboles buenos que den los mejores frutos en el amor

 EVANGELIO DEL DÍA: Mt 7, 15-20: Por sus frutos los conoceréis. | Cursillos  de Cristiandad - Diócesis de Cartagena - Murcia

Toda la historia que se teje alrededor de nuestro Padre en la fe, el Patriarca Abraham, es un desarrollo magistral del camino que se nos pone a la vista a todos los elegidos por el Señor para ser definitivamente suyos. Él, elegido por un personaje prácticamente desconocido, Yahvé, que se le presenta como un dios más de los miles que pululaban en la vida religiosa de todos los pueblos de alrededor, de los cuales en cierta manera era también heredero, pues su existencia había surgido y se había desarrollado en ese ambiente, naturalmente vivía la misma espiritualidad básica. Todos trashumantes, y algunos, como él, con muchos éxitos personales y materiales, poseedor de grandes riquezas y bienes, en medio de una familia de más o menos prestigio. E inexplicablemente, en un momento de esa historia personal, tiene aquella experiencia espiritual intensa, evidentemente vivida por él con el máximo estupor, pero que llega a percibir, por su abertura de corazón, como algo que era auténtico, como una realidad que venía a trastocar esa serenidad y esa autosatisfacción sabrosa en la que vivía. Ante él se presenta la opción: o voltea su mirada y prefiere quedarse escuchando las voces que lo lisonjeaban, o era capaz de dar el paso adelante, en aprobación de la nueva propuesta de ese Dios que le anunciaba las mayores bendiciones para su futuro. Y hace lo que espera de quien prefiere a Dios, su propuesta, los beneficios mayores que promete: el lanzarse por un camino desconocido, pero que fundamenta en la fidelidad de quien se lo está comunicando, pues intuye en lo profundo de su ser que aquello será mucho mejor de lo que ya vive en la bonanza extrema. Es el poder y el amor de quien percibe bueno en su raíz. Y en esa percepción basa la confianza radicalmente, y decide irse con Él. Su única seguridad es la de la confianza en aquella voz que lo llama tan insistentemente, que no lo puede engañar, pues es fiel y lo ama, y lo llama para sí. Es, sin duda, una historia de amor y de confianza, que deja marcada toda su existencia y lo hace efectivamente ser el padre de multitud de naciones. La humanidad entera ha quedado marcada por esa decisión feliz, al extremo de que las tres grandes religiones monoteístas tienen allí sembrada su raíz. De ahí brotan el judaísmo, el islamismo y el cristianismo. Abraham, su vida, su opción, nos marcan a todos y han dado base a nuestra esencia de fe.

Aún así, beneficiario de los mayores dones de amor, nos descubre no solo una confianza extrema en ese Dios al que sin duda ama, por lo cual es valiente al abandonarse radicalmente en sus manos, aceptando sin objeciones de ningún tipo, sino con una confianza que va más allá de lo intelectual, y se convierte en una confianza filial hermosísima, por cuanto le plantea a Dios una inquietud, quizá la única que le quedaba por resolver. Y lo hace de manera casi infantil, ingenua, como desnudando la mayor debilidad, dejándose nuevamente totalmente desvalido ante quien reconoce que tiene todo el poder y la gloria, y por eso ante quien tiene que recurrir para que sea resuelta. Entiende que no existe otro camino. Si ese que lo ha convocado se ha comprometido con su bienestar, por su fidelidad es a Él a quien hay que recurrir. No tiene ninguna duda: "En aquellos días, el Señor dirigió a Abrán, en una visión, la siguiente palabra: 'No temas, Abrán, yo soy tu escudo, y tu paga será abundante'. Abrán contestó: 'Señor, Dios ¿qué me vas a dar si soy estéril, y Eliezer de Damasco será el amo de mi casa?' Abrán añadió: 'No me has dado hijos, y un criado de casa me heredará'. Pero el Señor le dirigió esta palabra: 'No te heredará ese, sino uno salido de tus entrañas será tu heredero'. Luego lo sacó afuera y le dijo: 'Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas'. Y añadió: 'Así será tu descendencia'. Abran creyó al Señor y se le contó como justicia. Después le dijo: 'Yo soy el Señor, que te sacó de Ur de los Caldeos, para darte en posesión esta tierra'. Él replicó: 'Señor Dios, ¿cómo sabré que yo voy a poseerla? Respondió el Señor: 'Tráeme una novilla de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón'. Él los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente a la otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres, y Abrán los espantaba. Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán, y un terror intenso y oscuro cayó sobre él. El sol se puso, y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados. Aquel día el Señor concertó alianza con Abrán en estos términos: 'A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río Eufrates'". Es realmente hermosa esa demostración de amor y de confianza extremos de Abraham. Son modelo para todos nosotros. Llegar a ese culmen de amor es la mejor demostración que podemos dar: Amor, confianza, abandono, niñez, inocencia, ingenuidad. Delante de Dios no podemos ni debemos ser distintos a nuestra padre en la fe.

Es justamente lo opuesto a lo que han hecho muchos hombres de la historia, y a los que Jesús enrostra su desatino. Pagados de sí mismo, en el empeño de atribuirse los éxitos personales, sin un reconocimiento aunque sea mínimo, del origen de sus propias capacidades, que solo pueden tenerlo en algo superior, pues el mismo hombre es incapaz de cedérselas, dejan a un lado la noción y la vivencia de la humildad, y se empeñan en una vanidad y en un egoísmo que tarde o temprano les cobrará tributo, pues por el propio esfuerzo personal es imposible de mantener incólume. Nuestra debilidad es marca de fábrica que jamás se separará de nosotros. Y no la podemos entender como un lastre colocado por el Dios del amor que nos ha creado para que no alcemos cabeza. Se trata de un llamado continuo a buscar la verdadera solidez. Si el Señor lo ha permitido y lo ha colocado esencialmente en nuestras manos, no es posible que lo entendamos como una rémora maligna, sino como un acicate continuo que nos llama a elevarnos. No podemos estar contentos con lo que vamos logrando, sino que nuestra acuciosidad de criaturas nos llama a poner las miras cada vez más altas. Siempre será para nuestro bien. Y lo será porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro beneficio: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conocerán. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Así, todo árbol sano da frutos buenos; pero el árbol dañado da frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conocerán'". De ahí que, en ese caminar gustoso de nuestra fe, debemos evitar siempre tener ocultamientos o medias tintas. Es tan complaciente sentirse de una sola cara ante Dios y ante todos. Ser árboles buenos que den frutos buenos, tiene que ver en primer lugar con nosotros mismos: Buscar siempre la coherencia, perseguir la fidelidad al amor de Dios que nos convoca, caminar según su voluntad amorosa sobre nosotros, dar los frutos que el Señor, el mundo y nuestros hermanos esperan de nosotros. Sin fijarnos en propias conveniencias que deslegitimen nuestros esfuerzos, pues no tiene sentido que lo hagamos cuando percibimos que el auténtico camino para la felicidad es el que nos propone Dios. Somos herederos directos de Abraham, que se abandonó inocentemente, sin rebuscamientos, en las manos de Dios, y se nos quedó como el mejor modelo a seguir. Tenemos sus genes espirituales y no podemos deshacernos de ellos. Y tenemos la llamada de Jesús, y también su modelo, que nos invitan a creer que sí es posible. Que tantos y tantos que han probado ese camino, han recibido las mayores bendiciones al mantenerse en la fidelidad. Si tantos miles de seguidores de Jesús han avanzado por ese camino y han recibido las mayores dádivas de amor, también nosotros podremos hacerlo siempre.

martes, 11 de agosto de 2020

Que la adultez no nos robe ni la inocencia ni la ingenuidad

Jesús enseña que debemos llegar a ser como niños pequeños -

La adultez, en ocasiones, nos puede hacer malas jugadas. Cuando entramos en ella, la madurez nos quita frescura e inocencia. Muchas veces dejamos a un lado la espontaneidad por la que podemos vivir con una sensación de mayor libertad, y estamos más pendientes de guardar las formas que de mostrarnos tal como somos, pues no queremos dar la impresión de ser inmaduros, de habernos quedado en la infancia psicológica, con la consecuente falta de confianza de los otros en nosotros pues no seríamos maduros. La adultez nos llena de prejuicios, de suspicacias, nos hace calculadores, juzgando muchas veces injustamente pues basamos nuestro juicio en lo que hemos adelantado y no en la realidad. Para un niño esto es impensable. Es igual el niño negro que el blanco, el niño pobre que el rico, el niño feo que el bonito. No basa su criterio de selección en la forma externa o en el propio concepto de bondad, pues ninguna de esas cosas han pasado a formar parte aún de su bagaje humano. Basta simplemente que esté ahí, dispuesto a compartir el momento, para echar por la borda todo criterio negativo y dedicarse libremente a disfrutar. Es cierto, no obstante, que es necesario un mínimo de cuidado. La inocencia extrema puede ser un arma de doble filo, pues la maldad campea por doquier. En cierto modo, Jesús nos puso sobre aviso cuando nos dijo que había que ser "mansos como las palomas y astutos como las serpientes". Lamentablemente, nosotros nos hemos quedado solo con la segunda parte de la llamada de Jesús y la primera prácticamente la hemos desechado, como si no existiera. Somos muy astutos en todo, en todo somos suspicaces y desconfiados, y hemos borrado de nosotros mismos la posibilidad de ser mansos como las palomas. Jesús nos invita urgentemente a que volvamos a ser como niños: "Él llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: 'En verdad les digo que, si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un niño como este en mi nombre me acoge a mí'". En el camino de los grandes maestros de la espiritualidad se habla de la "infancia espiritual", en la que se da una transparencia total delante de Dios, donde no existen prejuicios ni cálculos previos, sino solo el abandono radical y total en los brazos del Padre, en los cuales se vive la más grande de las seguridades. Un modelo ideal de esto lo encontramos en Santa Teresita del Niño Jesús quien avanzó de tal modo en esta infancia que es el prototipo perfecto de ello. En el colmo de esa altura alcanzada llegó a conformarse con ser la pelotica del Niño Jesús, con la cual Él jugaba y a la cual abandonaba en algún rincón cuando se cansaba de jugar. Esa era su felicidad. 

Las dos cualidades más hermosas de la infancia podemos afirmar que son la inocencia y la ingenuidad. La inocencia nos habla de pureza, de transparencia, de libertad de manchas. El inocente no debe estar buscando ocultar absolutamente nada pues no se avergüenza de ninguna de sus actuaciones. Tiene plena conciencia de estar siempre en la presencia de Dios por lo cual se comporta siempre como quien está en medio de la plaza. No actúa por interés ni por quedar bien, sino que de su bondad natural extrae cada una de sus conductas. Ama, y por eso es libre en el amor. Su lema podría ser el de San Agustín: "Ama y haz lo que quieras". Quien tiene espíritu de inocencia no debe poner freno a nada de lo que haga, pues la frescura de la misma inocencia lo hará siempre actuar en función del bien. La ingenuidad nos habla de ausencia de maldad y de prejuicios. Jamás se deja llevar por la suspicacia que caracteriza a los adultos que en todo ven segundas intenciones o mala fe. No son calculadores, pensando siempre en el beneficio que podrán obtener en sus actos, sino que actúan bien sin más. Su espíritu es bondadoso por naturaleza, pues no se ha contaminado aún del mal del mundo. Inocencia e ingenuidad van de la mano, y son cualidades, sin duda, que debemos rescatar. Nuestra adultez debe ser vivida con intensidad, de eso no hay duda, pero debemos enriquecerla con lo que la embellece. El hecho de que hayamos avanzado en nuestra adultez no significa que debemos desechar lo que de atesorable hay en nuestra infancia. Las bondades no se deben perder, sino que se deben acumular. Aún así, Jesucristo, realista cien por ciento, nos habla de quienes pierden esa inocencia y esa ingenuidad, y necesitan ser rescatados. Son la oveja perdida de la que sale en busca: "¿Qué les parece? Supongan que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, en verdad les digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Igualmente, no es voluntad de su Padre que está en el cielo que se pierda ni uno de estos pequeños". Las noventa y nueve ovejas que quedan en el redil son las que han mantenido su inocencia infantil. La perdida es la que debe recuperarla. Eso hace Jesús: sale en busca de aquella perdida y la quiere hacer recuperar también esa inocencia y esa ingenuidad de nuevo. La hace convertirse de nuevo y hacerse otra vez como un niño.

Para los que se hacen como niños Dios ofrece la golosina de su palabra. Es una palabra que ilumina el camino y que es aceptada como guía que no debe faltar. El niño sabe muy bien que debe asirse a la mano firme de un adulto. Es la referencia que debe tener siempre a la mano para sentir que su camino está iluminado y que no tendrá tropiezos, pues quien lo dirige lo quiere bien, sabe bien cuál es la ruta a seguir y lo lleva adelante con paso firme. El que se hace como niño es el hombre que se ha abandonado en las manos de Dios, confiando en que ese es su lugar más seguro, en el cual jamás tendrá frustraciones y del cual solo recibirá bendiciones, pues está convencido, en su proceso de conversión, de que ese Dios que lo convoca nunca va a dejar de favorecerlo y siempre querrá el bien para él. Su inocencia y su ingenuidad lo han convencido de que el Dios del amor y de la misericordia está allí para él, que lo ha llamado para que sea suyo, que se ofrece para llenar todos sus vacíos y todas sus expectativas, que la plenitud solo la va a alcanzar en Él y que la meta a la que está llamado es a la plenitud de la felicidad y del amor. Vive con la convicción de que esa felicidad que experimenta en sus días no es otra cosa que el preludio de aquella plenitud a la que está llamado a vivir en la eternidad junto al Dios que lo llama a la conversión y al que se ha decidido a seguir sin ninguna duda, sin cálculos previos, sin prejuicios ni suspicacias. "'Hijo de hombre, come lo que tienes ahí; cómete este volumen y vete a hablar a la casa de Israel'. Abrí la boca y me dio a comer el volumen, diciéndome: 'Hijo de hombre, alimenta tu vientre y sacia tus entrañas con este volumen que te doy'. Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel". Quien se ha convertido y se ha hecho como niño de nuevo, recibe de Dios la golosina de su palabra. Esa palabra es dulce como la miel, es su norte y la guía perfecta para su vida. La palabra de Dios es la luz que ilumina su camino y le da la sensación de seguridad de que caminando según lo que ella le indique va por el camino justo y recto. Su meta, que es la meta que le indica la palabra de Dios, es la llegada al Reino de Dios, en la que se vivirá la plenitud de la inocencia y de la ingenuidad, que no será otra cosa que la plenitud del amor y de la felicidad. Será como aquella oveja que se perdió y que recibe de Jesús el trato de amor, colocándoselo de nuevo en sus hombros para hacerlo entrar de nuevo en el redil para compartir la vida de felicidad con las otras noventa y nueve ovejas que ya están en la vida de felicidad plena del Reino de los cielos.

lunes, 30 de marzo de 2020

El amor nunca pierde, porque Dios nunca pierde

SALVASTE LA MUJER ADÚLTERA JESÚS? « EL BLOG DE CARLOS FERRERAS

La maldad, sin duda, tiene sus triunfos. Y los buenos sufren mucho por ello. Hay quien se rebela ante Dios, pues considera que Él no debería permitirlo. ¿Cómo es posible que triunfe el mal? ¿Por qué los malos ganan y a ellos no les pasa nada malo? ¿Cómo es posible que Dios permita que los malos acumulen cada vez más poder y obtengan cada vez más triunfos, y que no haya nunca un buen escarmiento para su mala conducta? Son inquietudes muy razonables para las que no hay respuesta sencilla. En primer lugar, debemos siempre asumir la diferencia entre los caminos de Dios y los de los hombres: "Porque mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes, ni sus caminos son mis caminos - oráculo de Yahveh -". Para nosotros, lo lógico sería que Dios encendiera su ira contra los malos y los anulara totalmente, que los eliminara del mundo y dejara reinando solo el bien y quienes le sirvan. Dios no actúa así, pues ante todo es Padre y espera de sus hijos siempre lo mejor. Ofrece siempre nuevas oportunidades de conversión, pues Él "es lento a la ira y rico en clemencia", con todos, incluso con los malos. Esta paciencia y clemencia de Dios es también nuestra, por cuanto también nosotros, no solo los malos, imploramos de Dios su misericordia por nuestras faltas. Dios no puede parcelar su amor, su ternura, su misericordia. Todos hemos surgido de sus manos y a todos nos ama con amor eterno e infinito. En segundo lugar, debemos entender que Dios nos creó libres, y que su actuación unilateral, por encima de esa misma libertad que nos ha concedido, sería ir contra su propio designio al concedernos inteligencia y voluntad para poder actuar libremente. Cuando Dios nos creó, "a su imagen y semejanza", entre todos los beneficios con los cuales nos enriqueció y que eran prerrogativas únicamente suyas, nos regaló la libertad. Somos infinitamente libres como Dios, y podemos usar de esa libertad tal como Él usa de la suya. Evidentemente, en ese uso de nuestra libertad podemos ir por caminos correctos y justos, haciéndonos cada vez más libres en su ejercicio ideal. Pero existe el riesgo de que también podamos usarla equivocadamente, por caminos que nos harán perderla, terminando en la esclavitud que Dios de ninguna manera quiere para nosotros, pues "para vivir en libertad nos liberó Cristo". En tercer lugar, no es cierto que Dios no actúe contra la maldad. La verdad es que no actúa cuando nosotros queremos que actúe, sino cuando Él considera que es el momento de hacerlo. En su misterio profundo e infinito, incomprensible del todo, debemos pensar que es un Dios de amor que quiere que de todo lo que nos sucede podamos nosotros sacar enseñanzas, o podamos hacer ofrenda para nuestra propia purificación, o para la purificación de los nuestros. Quien sufre el mal en su ser puede identificarse con el Jesús sufriente y unirse a Él en la cruz, logrando con eso que sus propios dolores, unidos a los de Jesús se conviertan en dolores redentores. Los dolores personales junto a los de Cristo se convierten en un verdadero tesoro en nuestras manos. No significa que no los sentiremos o que no la pasaremos mal, sino que les daremos pleno sentido y los convertiremos en aquel tesoro escondido o aquella perla preciosa del Evangelio.

Esta actuación de Dios la podemos descubrir en la defensa que hace de Susana ante aquellos dos ancianos jueces lujuriosos que quisieron abusar de ella y al no lograrlo, le levantaron una acusación falsa para asesinarla. Susana era muy bella y atractiva, era pura y casta, fiel a su esposo y temerosa de Dios. Era impensable que pudiera vivir un episodio como ese del que se le acusaba. Pero aquellos dos eran jueces famosos, sin duda deshonestos, pero siempre habían logrado salir airosos en sus montajes. Pensaron que podían salir también airosos contra Susana, y casi lo logran, pues la decisión del tribunal fue la muerte de Susana. Ella no tenía ninguna defensa contra la palabra de aquellos dos. Pero es Dios mismo, nada más y nada menos, quien sale en su defensa. Aquellos dos viejos hicieron el mal toda su vida. Y tuvieron triunfos, uno tras otro, por lo que se cimentaban cada vez más sólidamente en su maldad. Ante esto cabe la pregunta: ¿Hasta cuándo ganará el mal de estos dos? Y Dios dio la respuesta. Cuando quisieron pasar por encima de la honestidad y la pureza de Susana y procurar su muerte, quisieron traspasar una línea demasiado sensible. Dios hizo surgir su voz en un niño: "Dios suscitó el espíritu santo en un muchacho llamado Daniel; y este dio una gran voz: 'Yo soy inocente de la sangre de esta'". Y a través de Daniel puso en evidencia a aquellos viejos y cambió radicalmente la suerte de Susana. Fueron los ancianos los condenados a la pena que ellos propusieron para Susana. "Toda la asamblea se puso a gritar bendiciendo a Dios, que salva a los que esperan en él. Se alzaron contra los dos ancianos, a quienes Daniel había dejado convictos de falso testimonio por su propia confesión, e hicieron con ellos lo mismo que ellos habían tramado contra el prójimo. Les aplicaron la ley de Moisés y los ajusticiaron. Aquel día se salvó una vida inocente". Ante la inocencia de Susana, Dios actuó contra la maldad de los dos ancianos. La inocencia vence. No es la maldad la que tiene la última palabra delante de Dios.

Situación similar vive Jesús, cuando le es presentada una mujer que ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Aunque es similar, tiene diferencias sustanciales. La maldad aquí no solo la ejercen quienes la acusan y quieren matarla apedreada, como mandaba la ley de Moisés, sino que habita en ella misma. Realmente ella estaba cometiendo un pecado gravísimo, por cuanto estaba siendo infiel a su esposo. No es inocente, como sí lo era Susana. Pero tenía a su favor el reconocer su falta y abandonarse con humildad y confianza a los pies de Aquel que podía remediar sus males. No era una mujer mala, sino una mujer buena que había hecho algo malo. Por eso de Jesús no brota ni siquiera una reprimenda, sino solo una mirada amorosa y compasiva, que la invitaba a la conversión y a levantarse de nuevo con la frente en alto, sin sentirse en humillación o exclusión. Jesús se interpone entre ella y quienes quieren condenarla para decirle a todos que ninguno se puede considerar mejor que ella, por cuanto todos son pecadores y todos, también ellos, necesitan de la misericordia de Dios. Jesús se interpone entre la maldad y el arrepentimiento. ¿A cuántas mujeres habrán apedreado estos guardianes de la ley? Pero aparece Jesús, el guardián del amor y de la misericordia de Dios y les enseña un camino diverso y más lleno de ternura con el hombre. Es el camino de la paciencia, del perdón, de la piedad, de la misericordia. Es el camino que eleva al hombre y no lo deja pisoteado tirado en el piso. Es el camino que invita a levantar la frente pues nadie es menos que nadie y delante de Dios solo debemos presentar nuestro corazón humillado y arrepentido, que quiere ser hecho de nuevo en el perdón y en el amor. Por supuesto que Dios actúa contra los malos. Sale en defensa de los inocentes, como Susana, y de los arrepentidos, como la mujer adúltera. E incluso, quiere a esos malos convertidos a su amor, los quiere suyos, para ganarlos para el bien y que sean ya no instrumentos de maldad, sino instrumentos del bien en un mundo en que los malos van teniendo mucho poder. Pero no es el mal el que vence. Jamás el mal tendrá más poder que el bien. Al final, el amor y el bien serán los vencedores. Nunca pierde Dios, por lo que nunca pierde el amor.

viernes, 13 de marzo de 2020

Aunque yo te desprecie Tú me seguirás amando eternamente

Resultado de imagen de jose vendido por sus hermanos

El gesto de la Redención que Dios realiza en favor del hombre demuestra el tamaño infinito de su amor y la pureza eterna con la que Dios ha amado, ama y amará siempre a la humanidad salida de sus manos. Todo lo que sale de las manos de Dios es bueno, como lo atestigua el autor del Génesis al relatar la creación de todo lo que existe. Y alcanza su perfección con la creación del hombre: "Vio Dios que todo era muy bueno". De "bueno" pasó a "muy bueno" con la presencia del hombre, la criatura predilecta de Dios y razón última de todo lo que existe. El superlativo usado denota la suprema altitud que alcanza todo cuando el hombre se hace presente en el mundo. Podemos imaginarnos la satisfacción de Dios al ver que todo lo que había diseñado estaba en la perfección que Él deseaba. Aquel amor que era suficiente en sí mismo en el disfrute íntimo de la Santísima Trinidad, ahora era también expresado en el amor al hombre y a todo lo que había sido creado para él. Todo se encontraba en su plenitud y existía en la armonía absoluta, pues todo estaba transcurriendo según los designios divinos, lo cual aseguraba ya el orden perfecto. La libertad con la que el hombre había sido creado, mientras era usada para decidirse a seguir siendo fieles al Dios de amor que solo quería el bien y la felicidad suya, aseguraba el mantener la bendición de esa paz de base con la que todo transcurría. Pero esa misma libertad, en un momento de la historia, se convirtió en el arma de doble filo que más daño podía llegar a hacer al mismo hombre. El demonio, amante del desorden y del caos, no podía resistir esa absoluta armonía que se vivía, por lo cual, aprovechándose del tesoro más valioso que tenía el hombre, su libertad que continuaba a decidirse por el bien mayor, que era seguir fielmente al Dios de amor, aprovecha ese único resquicio para entrar y promover ese caos en el que él era feliz. Y logra desencajar totalmente el designio divino, colocando al hombre frontalmente contra Dios y promoviendo un desorden total, con lo cual tenía el caldo de cultivo perfecto en el cual podía reinar a sus anchas. El amor infinito de Dios resulta así herido gravemente. Pero el amor nunca es vencido, por lo cual Dios, obstinadamente, desde ese amor eterno e infinito hacia el hombre, diseña el plan de Redención, que deja al descubierto lo inmenso de su amor.

El amor creador que había quedado totalmente satisfecho cuando apareció el hombre en el mundo, es herido por la infidelidad del hombre. Pero esa herida se convierte en una invitación a reponerse y a dejar más claro aún cuál es su medida. Se convierte entonces en un amor de rescate, en el amor redentor. No se queda escudriñando en la posible culpabilidad del hombre. Es impresionante pensar en que Dios no se duele de sí mismo, habiendo sido traicionado, mirando con dolor o rabia a quien le ha sido infiel, sino que mira hacia sí mismo para descubrir en su propio corazón el mismo amor con el que creó al hombre, que ahora urge ser transformado en amor de rescate. No pide satisfacción, sino que ofrece por sí mismo esa satisfacción para que el hombre pueda ser elevado del fango en el que él mismo se había sumido. Quien no tenía ninguna culpa se ofrece a sí mismo para asumirlas todas y lograr el rescate. La inocencia es la mejor arma para rescatar a los culpables. "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad", se escucha decir al Verbo eterno. "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley", es la voluntad de rescate del Dios de amor. "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él". El amor de rescate, amor redentor, es amor de entrega desde la inocencia. Quien redime no tiene ninguna culpa, sino que las asume todas y las carga en sus espaldas para satisfacer en vez de los culpables. La Redención debía hacerse desde la absoluta inocencia, por lo cual, podía ser hecha solo por el Hijo de Dios que asumía la condición humana en su inocencia más pura y original. El no culpable se hace culpa inocentemente.

Es la prefiguración que nos presenta la Escritura en la persona de José, hijo preferido de Jacob. Es vendido por sus hermanos, movidos por la envidia, prácticamente motivados idénticamente al demonio, quien no podía resistir el orden existente. Jacob amaba a José y todos vivían en armonía radical, pues su padre estaba totalmente satisfecho y procuraba la mejor vida para todos, pero eso no gustaba a sus hermanos. Para ellos era mejor que no existiera José entre ellos, por lo cual deciden quitarlo de en medio pensando incluso en matarlo. Al final, deciden hacerlo desaparecer de la vida de ellos vendiéndolo como esclavo. Ya veremos que esta entrega resultará posteriormente en su salvación. José, en cierto modo, en su absoluta inocencia, será el salvador de Israel, amenazado de morir de hambre en el desierto. Y Jesús lo prefigura también en el desprecio que demuestran los viñadores por el dueño de la viña y por sus enviados, incluso por su hijo, que van a cobrar lo que en justicia le correspondía. En el desprecio de sus hermanos a José y de los viñadores a los enviados por el dueño de la viña, se manifiesta claramente lo que está anunciado. Los enviados de Dios, aun por encima del desprecio de los beneficiarios, serán los que finalmente lograrán el rescate. No importa el desprecio, con todo y la carga negativa que ello conlleva. Importa el amor con el cual Dios se involucra en la historia de la humanidad. Su empeño es el rescate del hombre para que siga a su lado. No quiere dejarlo a un lado, lo que representaría su muerte. Y Dios no ha creado al hombre para la muerte, sino para la vida. Por ello lo da todo, sin guardarse nada para sí. A pesar del desprecio de los hombres Él seguirá insistiendo: "¿Ustedes no han leído nunca en la Escritura: 'La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente?'". El amor creador es ahora amor redentor. Dios hará lo necesario siempre para tenernos junto a Él. No nos ha creado para dejarnos abandonados a nuestra suerte. En nuestras propias manos, esa suerte seguramente es la muerte eterna. En las manos de Dios, esa suerte es vida eterna. Y Dios nos mantiene en sus manos amorosas creadoras y redentoras.

martes, 25 de febrero de 2020

Como un niño, quiero vivir la inocencia para servir a mis hermanos

Resultado de imagen de El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí

A Jesús le encanta la inocencia. Cada vez que puede pide a sus discípulos y a todo el que lo sigue y lo oye, que sean puros y que no pierdan esa inocencia original. Y coloca como prototipo a los niños, a los que ama con un corazón henchido de ternura. En contraposición, rechaza fuertemente a quienes no son inocentes, a quienes se creen más sabios, a quienes son soberbios y han perdido la humildad y la sencillez. Un ejemplo de eso lo tenemos en sus confrontaciones continuas contra los fariseos, a los que considera los menos inocentes de entre sus oyentes. A ellos les echa en cara su torpeza espiritual, por cuanto siendo conocedores de las preferencias de Dios y de su cercanía afectiva a los humildes y sencillos, a los inocentes de corazón, prefieren mantenerse en la soberbia de su posición que se aprovecha de la humildad de los más débiles, e incluso los manipulan con exigencias espirituales desde su posición de poder, por lo cual se hacen aún más deleznables. Llegan al extremo de utilizar a Dios como arma arrojadiza para sustentar su poder y mantener su posición de privilegio en la sociedad judía. Es el colmo de la malignidad, por cuanto utilizan lo más santo, a Dios mismo, para sacar provecho personal humillando así a los más sencillos de la sociedad. Lo santo es manipulado por ellos para alcanzar sus metas egoístas y personalistas. Ante esa posición soberbia y totalmente vacía de humildad, Jesús contrapone la figura de los niños: "Tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: 'El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado'". La figura de la infancia es una figura incontaminada, por lo tanto, aún inocente, sin prejuicios ni pretensiones malsanas. No luchan por ostentaciones vacías sino que viven el momento, gozando cada uno de los segundos vividos. Lamentablemente, al avanzar en edad vamos perdiendo esa inocencia original. Vamos anteponiendo nuestras suspicacias, nuestras envidias, nuestros celos. Vamos viendo a los otros no como hermanos con los cuales puedo pasar un tiempo bueno y enriquecedor, sino como competencia, como seres ante los cuales tengo que estar en continua actitud de defensa. La desconfianza va borrando la inocencia y la ingenuidad puras.

Esta realidad que vivimos hoy es fruto del pecado que hemos incrustado nosotros mismos en nuestra vida. Los niños, por su inocencia, no se han dejado arrastrar aún por esa consecuencia trágica del pecado que nos ha alejado de Dios y de los hermanos. Por eso, una de las tareas que entendieron los apóstoles que debían llevar adelante, siguiendo las huellas del Maestro, fue la de procurar que los hombres rescataran al menos algo de esa experiencia inocente de la vida infantil. Santiago le dice a su comunidad: "Piensan ustedes que la Escritura dice en vano: 'El espíritu que habita en nosotros inclina a la envidia'? Pero la gracia que concede es todavía mayor; por eso dice: 'Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes'. Por tanto, sean humildes ante Dios, pero resistan al diablo y huirá de ustedes. Acérquense a Dios y él se acercará a ustedes". La oscuridad que hemos añadido los hombres a nuestra experiencia de vida debe ser contrarrestada con la luz que puede darnos Dios cuando nos abrimos a Él. Por nosotros mismos solo lograremos seguir hundiéndonos en el cieno del individualismo, del egoísmo, de la procura de la satisfacción personal en las pasiones, de un espíritu insano de competencia con los hermanos. Es necesario que con la ayuda de esa gracia divina y con su iluminación, demos luz a esa actitud oscura para eliminarla y rescatar esa experiencia primigenia, que tuvo su origen en el gozo que sintió Adán al ver a Eva: "Ahora sí. Esta sí es carne de mi carne y hueso de mis huesos". Una como yo. El otro no es un ser extraño a mí. Es, como dijo el Papa Benedicto XVI, "un regalo de Dios para mí". Mientras no alcancemos esa visión elevada en la consideración del hermano y en la correcta valoración de lo que es, jamás podremos tomar el camino de la recuperación de la inocencia que nos propone Jesús. Dios, al crear al hombre, sentenció: "No es bueno que el hombre esté solo". El hombre, al pecar alejándose de Dios y perdiendo la inocencia original, destruyó la bondad de esa fraternidad, haciéndola más bien un campo de batalla. No es justo que nosotros mismos hayamos destruido aquella bondad original de lo creado. Debemos retomar la ruta de la verdadera fraternidad, haciéndonos hermanos auténticos unos de otros, viviendo una fraternidad solidaria que se base en la inocencia y en la transparencia de pensamientos y de conductas y no en la consideración del otro como un extraño o incluso como un enemigo.

Para alcanzar esa verdadera inocencia deseable en todos los cristianos debemos asumir responsablemente nuestro compromiso de ser como el Maestro. Se trata de imponernos para seguir sus huellas y asimilar su ser en nosotros. Él entendió su vida como servicio, y no se guardó nada para sí mismo. Lo entregó todo y lo dejó todo en nuestras manos por amor. Ese fue su mejor servicio: "Yo estoy entre ustedes como el que sirve". Nunca se jactó de ser el Maestro para exigir absolutamente nada: "Yo no he venido a ser servido sino a servir". Anunció a los apóstoles lo que le vendría en el futuro: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará". Ese era el fruto de su mayor servicio, la muerte, sirviendo al hombre así para que recuperara la gracia perdida y el camino de rescate de la inocencia original. Nuestra vida de inocencia debe estar caracterizada también por el ser servidores unos de otros, como lo hizo Jesús. En la mayor demostración de humildad, se hizo pecado Él mismo para realizar la obra de rescate de aquellos que eran los únicos culpables. Él fue el único inocente de todos los hombres, y su inocencia la puso en nuestras manos para que, desde nuestra condición de culpables, pudiéramos hacerla de nuevo constitutiva de nuestro ser. Hace su entrega final, demostrándonos que ese era el único camino para el rescate de nuestra inocencia. Por eso insiste: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos". Así como Él prestó el mejor servicio entregándose a la muerte, nos pone la misma perspectiva a nosotros. Solo en la entrega sincera a nuestros hermanos, con la mayor inocencia en nuestro corazón, como lo vivió el mismo Jesús, podremos ser como ese niño que pone Jesús en medio de todos como el modelo a seguir. La entrega a los otros será la medida de nuestra recuperación. Empezando por la entrega al gran Otro, al mismísimo Jesús, que deberá desembocar en la entrega a los hermanos a los que Él ha venido a rescatar desde su amor todopoderoso y misericordioso.

martes, 25 de febrero de 2014

Te perdono, pero espero que seas mejor

El adulterio no es sólo el que cometen los cónyuges al ser infieles, con una pareja distinta, en su compromiso matrimonial. Según Santiago, es también el que se comete contra Dios. La relación de amor de Dios con su pueblo es tan estrecha, que la mejor imagen que el mismo Dios encontró para describirla fue la de las bodas. Dios "se casa" con su esposa, el pueblo. El Pueblo es la esposa que Dios escoge para sí, y es con ella con quien tiene su felicidad. Ellos, Dios y el pueblo, son los "amantes" de los que habla el libro del Cantar de los Cantares, en un poema hermosísimo de amor y de deseo que describe perfectamente una relación entre un joven y una joven enamorados que no hacen sino decirse las cosas más preciosas y manifestarse los deseos inmensos de estar juntos comunicándose su amor...

Por eso, lo que Dios hace con su pueblo Israel es una "Alianza", repetida y renovada miles de veces, pues es como si Dios quisiera estar siempre como el joven enamorado del Cantar de los Cantares, revelándole a su prometida una y otra vez su inmenso amor por ella. La Alianza es el pacto matrimonial, en el cual los dos cónyuges se prometen fidelidad para siempre. Lamentablemente, la fidelidad del Dios del Amor no fue siempre correspondida por el pueblo, que debía ser la esposa fiel... El amor de Dios, herido al haber sufrido la infidelidad, se demostró extremo, infinito. La renovación de la Alianza de Dios con el pueblo en sucesivas ocasiones no es más que la muestra de que la fidelidad de Dios es inquebrantable. "Si somos infieles, Dios se mantendrá fiel para siempre, pues no puede negarse a sí mismo", dice San Pablo. Es la naturaleza de Dios: La del perdón, la de la misericordia, la de la fidelidad a toda prueba.... Dios no tendrá jamás la tentación de ser infiel a su criatura, pues la creó para sí. No la creó para abandonarla, sino para tenerla para siempre junto a Él...

Ese pueblo de Dios hoy es la Iglesia. Ella es la esposa que Dios ha escogido para sí y quiere que le sea eternamente fiel, como lo será Él para siempre. Esa Iglesia, joven, doncella, bella, es amada por Dios al extremo. Por Ella hace lo que sea necesario para mantenerla limpia y hermosa. Inclusive, cuando Ella "se ensucia" por la infidelidad, Él sale a su encuentro para limpiarle de nuevo el rostro y hacer que resplandezca de nuevo. Es el amor extremo que no se detiene en diatribas o disquisiciones que lo distraigan de su objetivo de amor. Perdona, limpia, olvida...

El adulterio del que acusa Santiago a los hombres es el de dar "al mundo" el amor que corresponde sólo a Dios. Para los cristianos, los que han recibido la redención y la salvación de Jesús por la obra del inmenso amor fiel del Dios misericordioso, dejarse atraer de nuevo por aquello de lo que han sido liberados por el amor redentor, es no sólo infidelidad, sino torpeza extrema. Representa el colocarse de nuevo las cadenas que lo oprimían, sumirse de nuevo en la oscuridad que lo atormentaba, caer de nuevo en el abismo en el que se había perdido... Por eso, el Dios eternamente fiel, sabedor de la imposibilidad total del mismo hombre de deslastrarse de nuevo de esas cargas oprobiosas, mantiene su fidelidad y ofrece cada vez su mano que rescata... Es la eterna historia del eterno amor. Una y otra vez Dios repite su gesto de fidelidad...

Pero no hay que equivocarse. No se puede pensar que podemos "jugar" con esa característica esencial de Dios. Él espera una respuesta de amor a su perdón, a su misericordia, a la oportunidad cada vez nueva en la que renueva su amor... Él espera la conversión. Aun cuando la Escritura asegura que "la misericordia vence sobre el juicio", es también cierto que el perdón nunca podrá ser injusto. Cuando se ama, se perdona. Pero también, cuando se ama, se espera que el otro sea mejor en cada ocasión. Se perdona en la espera de la conversión del ofensor. No es un perdón ciego, sino que busca el beneficio del ofendido, pues se espera que sea mejor...

Por eso Jesús sale al paso de los apóstoles y los invita a esa conversión, buscando que se hagan servidores de todos, llamándonos a todos los integrantes de la Iglesia a lo mismo...: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos". Es un llamado a la fidelidad del amor a Dios, demostrándola en la fidelidad del amor a los hermanos... Nunca será real la fidelidad a Dios si no es, a la vez, fidelidad a los demás... Es la llamada a la inocencia, que asegura el ser siempre fieles. No existe mayor fidelidad a sus padres que el de los hijos pequeños. Jamás un niño tendrá la tentación de dejar a su padre o a su madre por otros distintos. Jamás querrá alejarse de sus padres para irse con unos desconocidos. Jamás preferirá otra familia por encima de la suya... "El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado". Por eso Jesús insiste: "Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos..."