Una de las enseñanzas que nos da la Sagrada Escritura es la de saber vivir cada momento con intensidad. El Libro del Eclesiastés, inscrito entre los libros sapienciales, nos coloca en la perspectiva del discernimiento y la experiencia profunda de los tiempos que debemos vivir: "Hay bajo el sol un momento para todo, y un tiempo para hacer cada cosa: Tiempo para nacer, y tiempo para morir; tiempo para plantar, y tiempo para arrancar lo plantado; tiempo para matar y tiempo para curar; tiempo para demoler y tiempo para edificar; tiempo para llorar y tiempo para reír; tiempo para gemir y tiempo para bailar; tiempo para lanzar piedras y tiempo para recogerlas; tiempo para los abrazos y tiempo para abstenerse de ellos; tiempo para buscar y tiempo para perder; tiempo para conservar y tiempo para tirar fuera; tiempo para rasgar y tiempo para coser; tiempo para callarse y tiempo para hablar; tiempo para amar y tiempo para odiar; tiempo para la guerra y tiempo para la paz." La vida nos da una posibilidad infinita de vivencias, por lo cual debemos estar preparados para todo. Tan pronto podremos tener la vivencia de una alegría intensa por algún logro alcanzado, como igualmente podremos tener una experiencia dolorosa muy grande, con la consecuente sensación de que todo se viene abajo. Se dará el tiempo para esforzarse en alcanzar una meta, en el cual pondremos nuestras mejores fuerzas y haremos los más grandes sacrificios, y luego llegará el momento en el que viviremos el gozo de lograr llegar a ella, disfrutando al máximo y sintiendo la satisfacción saboreando el éxito. También Jesús nos invita a prestar a cada momento la atención que merece, cuando utiliza la parábola de los niños que están la plaza: "Les hemos tocado la flauta, y no han bailado, les hemos entonado cantos fúnebres, y no se han lamentado." Se trata, de esta manera, de vivir cada momento con intensidad, sin desperdiciar la experiencia que podamos adquirir. Es el tesoro que representa una vida que no tiene nada de rutinaria, sino que presenta un infinito abanico de posibilidades que la enriquece y que la hace absolutamente atractiva. Nada de lo que vivimos es desdeñable, pues todo se inscribe en lo que Dios procura para cada uno de nosotros y nos deja la sensación de una vida realmente vivida con intensidad. Solo quien no es capaz de enfrentarse a la vida con serenidad, con fortaleza, con ilusión, con esperanza, sino que se oculta resguardándose en su armadura o en su concha particular, tendrá una vida rutinaria, sin expectativas, sin novedades que hagan valer la pena vivirla.
Jesús tiene que enfrentar a quienes defienden la rutina como estilo de vida: "'¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?' Jesús les dijo: '¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán'". Saber discernir cada momento es clave para poder disfrutar al máximo de la vida. Los discípulos de Jesús habían entendido muy bien que estaban acompañando a Aquel que inauguraba un tiempo nuevo, en el que se daba una relación novedosa con Dios. Jesús era el novio que aseguraba que mientras estuviera con ellos no tenía sentido el sacrificio. Aquel sacrificio era el acto de la preparación para esperar su venida. Si Él ya estaba entre ellos, no tenía sentido el sacrificio de preparación. Tocaba ahora disfrutar, hacer la fiesta. Es el tiempo de la celebración. La llegada del esperado de las naciones ameritaba sencillamente que los corazones estuvieran bien dispuestos para abrir el corazón con alegría a fin de que se tuviera de verdad la sensación de que había llegado ya la hora de la liberación, de que la gesta libertaria que emprendía Dios en favor de los hombres ya estaba empezando a dar sus pasos. Si antes de la llegada de Jesús tocaba hacer sacrificios para preparar el corazón, para adelantar su venida, a lo que, entre otros, había invitado el mismo Juan Bautista -"Una voz grita en el desierto, preparen el camino al Señor" ... "Detrás de mí viene uno al que no soy digno ni siquiera de desatar sus sandalias"-, al verificarse su venida, se debía vivir el nuevo tiempo. Era el tiempo de la celebración, de la alegría, del cumplimiento. Ya había pasado el de ese sacrificio. Se estaban tocando las flautas para bailar... Cuando Jesús sea arrebatado de entre los hombres, después de lograr con su entrega la victoria sobre el pecado y sobre la muerte, llegará de nuevo el tiempo del sacrificio, pero con un signo distinto, pues todo habrá sido consumado con la obra de Jesús. Ese sacrificio no será para esperar una primera venida, sino para prepararse a recibir todos los efectos de la redención y disponerse a vivir el tiempo futuro en el que todo tendrá sentido, cuando Jesús ejercerá su realeza definitiva y eterna sobre la creación. Ese sacrificio nuevo nos llama, sin duda, a vivir un estilo diverso del que vivíamos hasta entonces.
Ya no serán sacrificios vacíos, que no involucren el corazón o el ser completo. Los cristianos tenemos razones muy profundas, que hacen que nuestros sacrificios adquieran un sentido más razonable en referencia a las expresiones concretas que deben tener. Deben hablar de esa novedad de vida que ha sido alcanzada gracias a la redención. Así como Jesús nos ha hecho hombres nuevos, nuestros sacrificios deben tener un signo nuevo. Así lo exige el mismo Dios: "Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos". Todo lo que hagamos debe ser vivido con el signo del momento que ha inaugurado Jesús. La vida nueva que Él ha alcanzado para todos, nos hace recuperar nuestra condición de hijos del mismo Padre, por lo tanto, de hermanos entre nosotros. Y si somos hermanos, cada uno es responsable del otro. Nuestro sacrificio va en la línea de descubrir esa fraternidad. Ya no buscamos un beneficio solo personal, sino que apuntamos al beneficio comunitario. Desde la redención, todo lo que hagamos tiene efectos que involucran a todos. No se trata de vivir los sacrificios dando la apariencia para "lucirse" delante de Dios: "¿Es ese el ayuno que deseo en el día de la penitencia: inclinar la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza? ¿A eso llaman ustedes ayuno, día agradable al Señor?" No es un teatro el que quiere Dios que se monte. Es una vida transformada, que se una verdaderamente a Él y que nos lance realmente a nuestros hermanos, sintiéndonos responsables directos de ellos y de su suerte. Si así hacemos, estaremos agradando a Dios, quien reconocerá nuestra vida renovada en el sacrificio de Cristo y vivida en función del amor a Él y a los hermanos. Será razón suficiente para que su gracia y su amor se pongan de nuestra parte, con lo cual nuestro sacrificio tendrá efectos positivos no solo para ellos, sino consecuencias altamente favorables también para nosotros: "Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá; pedirás ayuda y te dirá: 'Aquí estoy'". Vivir en función de los demás, de nuestros hermanos, hace que Dios se ocupe de nosotros. Será la consecuencia más positiva. Ocupándonos de nuestros hermanos, comprometemos a Dios para que se ocupe Él directamente de nosotros.
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