Hay dos actitudes en la vida de los cristianos que pueden hacer mucho daño y desdecir de nuestro deseo de adelantar y crecer cada vez más en el camino de la santidad y de la perfección. La primera es empeñarnos siempre en huir de nuestras responsabilidades y no asumirlas cuando aceptamos que ha habido fallos o errores que nos hacen equivocar el camino, buscando siempre "culpables" fuera de nosotros. Algo que es clave para avanzar en la vida espiritual es lograr que siempre haya en nosotros una actitud responsable, de mirada hacia dentro, para no buscar justificaciones absurdas de nuestras conductas cuando tomamos un camino equivocado. Lamentablemente, tenemos la mala costumbre de mirar siempre hacia fuera, a nuestro alrededor, para justificarnos y liberarnos de toda responsabilidad. Cuando alguien se nos acerca para hacernos algún reclamo, inmediatamente nuestra mente maquina una justificación para que quede salvada nuestra responsabilidad, quizá cargándosela a un tercero, sin importarnos en el momento si es cierto o si le estamos procurando un daño a esa otra persona. Y la segunda, es quedarnos en la superficie de las cosas, fijándonos solo en el "ropaje" externo, sin profundizar en su esencia, sobre todo en las que se refieren a nuestra vida espiritual, en las que lo esencial no se encuentra siempre fácilmente, sino solo cuando entramos en lo más íntimo y profundizamos lo más posible para encontrar lo que pueda identificar más claramente cada cosa y cada paso. Hoy nuestra cultura, tristemente, nos lanza cada vez más a esa superficialidad con la cual vivimos cada momento. Se nos invita a cultivar lo externo, fijándonos solo en la figura que podemos presentar ante los demás. Se idolatra el cuerpo, se idolatran las cosas que podemos poseer, se idolatra todo lo que viene de fuera, con desmedro total de lo que hay dentro del hombre. El cultivo de lo interno es totalmente abandonado y el hombre va siendo una criatura cada vez más "bonita", pero cada vez menos hombre. Su intelecto y su espiritualidad son las primeras víctimas de este movimiento de superficialidad. Los intereses materiales de los poderosos logran paulatinamente que el hombre se ocupe cada vez menos de su interior y cada vez más de su apariencia.
Para el crecimiento de nuestra madurez humana y, en consecuencia, de nuestra madurez espiritual, es clave la mirada continua hacia dentro de sí. La vigilancia sobre nuestros pensamientos y sobre nuestras conductas es necesaria para poder vivir más sólidamente y dar pasos más firmes hacia la consolidación de nuestra propia personalidad humana y espiritual. Quien no es capaz de verse hacia dentro, sino que tiene su mirada siempre puesta sobre los demás, sobre los fallos y errores de ellos, nunca será capaz de reconocerse responsable de sus actos. Un paso fundamental para ese crecimiento es colocar la mirada hacia dentro del propio corazón y descubrir en él cuáles son las motivaciones que tiene y qué es lo que lo hace tender hacia las conductas inapropiadas. A esto puede ayudar también mucho deslastrarse de una dañina conciencia de culpabilidad, que no ayuda en nada, sino que más bien apunta a la destrucción moral de la persona. Una conciencia culpable es la que está siempre acusando y termina por el aplastamiento moral del sujeto, pues este termina considerándose incapaz de resurgir desde las propias cenizas del pecado. La conciencia de culpabilidad debe devenir en una conciencia de responsabilidad, que demuestra una mayor madurez espiritual y moral, pues apunta a un reconocimiento de los actos propios, a la asunción de la autoría, e invita a un cambio, a una conversión, con la absoluta convicción de que sí es posible lograrlo. No deja aplastado al sujeto como la culpabilidad. La responsabilidad eleva y levanta. La culpabilidad aplasta y destruye. El apóstol Santiago invita a la comunidad a la asunción responsable de los actos, animando a una madurez espiritual: "Cuando alguien se vea tentado, que no diga: 'Es Dios quien me tienta'; pues Dios no es tentado por el mal y él no tienta a nadie. A cada uno le tienta su propio deseo cuando lo arrastra y lo seduce; después el deseo concibe y da a luz el pecado, y entonces el pecado, cuando madura, engendra muerte". Hace una invitación a no buscar el culpable siempre fuera, mucho menos en Dios, y a mirarse hacia dentro, hacia los propios deseos que lo seducen. Es una invitación a una actitud de responsabilidad personal en la propia vida espiritual y moral que, al final, evitará la muerte que produce el pecado.
A esto, además, hay que añadir la capacidad de no quedarse solo en la superficie de las cosas, sino en profundizar en su esencia, de modo de no quedarse solo en la apariencia. Hace mucho daño sacar conclusiones basándose solo en lo que aparece, sin bucear en las intenciones y en las razones últimas. Esa mentalidad que promueve lo superficial nos está haciendo mucho daño, pues no está invitando cada vez más a quedarnos solo con lo aparece, con lo cual también nosotros caemos en la trampa de contentarnos con lo aparente. Y la realidad es que, como decía El Principito, "lo esencial es invisible a los ojos", por lo cual no podemos quedarnos satisfechos simplemente con lo que aparece. Lo había dicho miles de años antes el mismo Dios: "Dios ve no como el hombre ve, pues el hombre mira la apariencia exterior, pero el Señor mira el corazón". Para Dios lo importante no es lo que aparece exteriormente, sino lo que hay interiormente, las motivaciones más profundas, la conciencia que mueve a actuar, las valoraciones íntimas que se puedan tener. Lo exterior no descubre al hombre, pues más bien puede ser usado para ocultar lo que realmente hay dentro. Es lo que le dice a Jesús a los apóstoles: "Estén atentos, eviten la levadura de los fariseos y de Herodes". Para ellos, lo importante era la apariencia. Los fariseos se ocupaban solo de lo externo, del cumplimento de una ley inhumana que no se ocupaba realmente del hombre. Lo que les importaba era realmente la pompa, el vestir bien, el ser reconocidos, y con ello el dominio y la tiranía espiritual sobre todos. Jesús se refiere a huir de esa superficialidad que mata toda posibilidad de crecimiento. Pero los apóstoles no lo terminan de entender así: "Discutían entre ellos sobre el hecho de que no tenían panes". Se quedaban también ellos en lo superficial, demostrando que habían sucumbido también ellos a las pretensiones de los fariseos. Por ello, Jesús los hace reaccionar haciendo recuento histórico de lo que ellos mismos habían presenciado. Él había sido capaz de alimentar por dos veces a multitudes hambrientas con apenas unos pocos panes y unos pocos peces, por lo cual el tener o no tener panes era lo de menos. Por eso les pregunta: "¿Y no acaban de comprender?" De lo que deben ocuparse es de defenderse de esa actitud de superficialidad propuesta por los fariseos. Deben apuntar a lo profundo, a lo esencial. En efecto, la invitación a los cristianos para avanzar en la madurez espiritual, es a que asuman sus responsabilidades con seriedad y a profundizar en lo más esencial de las cosas. Así se comprenderán mejor y se aprovecharán al máximo.
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