Normalmente, todo lo que ponemos en las manos de Dios confiadamente y esperando su favor, es retribuido por Él abundantemente. El mismo Jesús nos ha dicho que recibiríamos el ciento por uno de todo lo que le entreguemos y dejemos por Él y en su nombre: "Les aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones–, y en la edad futura, vida eterna". Por ello, en nuestras vidas, si queremos obtener la bendición de Dios continuamente, debemos estar en la buena disposición de compartir nuestros bienes. Quien se empeña en acumular para sí, se enriquecerá sin duda, pero su riqueza será únicamente de esos bienes materiales que no aseguran la eternidad. Hay una frase que ilustra muy bien esto: "Había una vez un hombre que era tan, pero tan pobre, que lo único que tenía era dinero". Además, hay dos frases del Papa Francisco que sorprenden y hacen afincarse más en esta idea. La primera es: "Las mortajas no tienen bolsillos". Y la segunda: "Nunca he visto un camión de mudanzas detrás de un cortejo fúnebre". Y la razón es muy sencilla. Nada de lo que acumulemos en esta vida podremos llevarlo a la eternidad. No nos vale de nada. Nada de eso será billete de entrada para el cielo. Paradójicamente será lo que no tengamos lo que nos abrirá las puertas de la eternidad junto a Dios. Las manos vacías porque lo hemos dado todo, en primer lugar a Dios y en segundo lugar para el beneficio de los hermanos, por amor a ellos y a Dios, serán nuestro mejor aval para disfrutar de la felicidad eterna. Jesús mismo lo sentenció, ante el caso del rico que acumulaba cada vez más riquezas: "Dios le dijo: ‘Necio, vas a morir esta misma noche: ¿para quién será lo que tienes guardado?’ Eso le pasa al hombre que acumula riquezas para sí mismo, pero no es rico delante de Dios". Lo sabio, entonces, es confiar de tal manera en Dios, tan radicalmente, que pongamos todo lo que tenemos, incluso nuestra propia vida, en sus manos. Él lo retribuirá con el ciento por uno y lo transformará en gracia para cada uno que nos hará beneficiarios de la vida eterna feliz en el cielo.
En cierto sentido es lo que nos enseña el Evangelio de la multiplicación de los panes y los peces. Los panes y los peces son los bienes con los cuales podemos contar y que hemos acumulado. Si no los compartimos, evidentemente seguirán siendo nuestros. Serán nuestra riqueza. Pero si los ponemos en las manos de Dios y lo donamos para el beneficio de los que los necesitan, Él se encargará de multiplicarlos para que lleguen a muchos, incluso a nosotros mismos. Es la descripción gráfica más perfecta de ese ciento por uno con el que Señor retribuirá a quien coloque su vida en sus manos amorosas y todopoderosas. No se trata solo de los bienes materiales que podamos poseer, sino de todo lo que corresponde a nuestra vida. Se trata de nuestros pensamientos y acciones, de nuestras intenciones y esperanzas, de nuestras metas y perspectivas. Se trata de nuestra vida total. Si en lo cotidiano de nuestra existencia, somos capaces de poner todos nuestros intereses en función de servir siempre a Dios y a los hermanos, seremos bendecidos abundantemente por nuestro Padre Dios. Si todo lo que hacemos en favor de nuestra familia, en el cumplimiento de nuestras obligaciones laborales, en el encuentro fresco con nuestros amigos, en el descanso y el solaz de nuestras diversiones, lo hacemos siempre en la presencia de Dios, queriendo cumplir su voluntad y ser fieles en todo a Él y a su amor, Él sin duda alguna, se encargará de bendecirlo todo y de retribuirnos con felicidad, con progreso, con consuelo. Si lo hacemos así, lo estamos poniendo todo en sus manos, estamos dejando en sus manos nuestros panes y nuestros peces, y Él los estará multiplicando como bendición para nosotros. Será nuestro beneficio mayor, pues estaremos obteniendo ese ciento por uno prometido.
Por el contrario, nuestra decisión puede ser distinta, incluso opuesta a esta. Así lo hizo Jeroboam, quien siendo el Rey de Israel, construyó dos ídolos y obligó al pueblo a adorarlos, renegando de Dios: "El rey fundió dos becerros de oro y dijo al pueblo: 'Basta ya de subir a Jerusalén. Este es tu dios, Israel, el que te hizo subir de la tierra de Egipto'". No se contentó con cometer esa abominación él, sino que obligó a todo el pueblo a hacerlo. Se aprovechó de su poder y puso a todos en contra de Dios. En vez de seguirlo y de abandonarse en sus manos, se puso en contra y puso a todo el pueblo igual. Es la antítesis de lo que pide Dios para hacer llegar su bendición. El Rey prefirió su gloria pasajera a la bendición de eternidad que prometía Dios. Se guardó para sí sus panes y sus peces y ni siquiera hizo que los disfrutara su pueblo. Al acabárseles simplemente se quedó sin nada. Fue el vacío total, y fue su debacle. Queriendo vivir la gloria personal, perdió la gloria de eternidad. "Este proceder condujo a la casa de Jeroboán al pecado y a su perdición y exterminio de la superficie de la tierra". No quedó nada de él, ni de su familia ni de sus seguidores. Para él no haberse puesto en las manos de Dios, haberse quedado vanidosa y egoístamente con todos sus bienes, con su poder, con su gloria, con su vida, fue su total perdición. No recibió, por supuesto, el ciento por uno, sino que lo perdió todo. Se cumplió en él lo que posteriormente afirmó Jesús: "El que pierda su vida por mí, la ganará, pero el que quiera guardar su vida la perderá". Lo más sabio, entonces para cada uno de nosotros es tomar nuestra vida y todo lo que ella significa y colocarlo en las manos de Dios. Son nuestros panes y nuestros peces que se convertirán en bendición para nosotros mismos y para muchos. No seremos más ricos conservándolos egoístamente. Al contrario, si nos empeñamos en conservarlos solo para nosotros, se convertirán en nuestra mayor pobreza, pues perderemos el ciento por uno que promete Jesús.
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