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sábado, 22 de mayo de 2021

Sigamos a Jesús dejándonos llenar de la libertad que nos da el amor

 A ti qué? Tú sígueme - ReL

No se le pueden poner límites a la acción del Espíritu Santo. Fue la experiencia que vivió cada uno de los enviados al mundo a anunciar la buena nueva de la salvación. El Espíritu es sutil, se mueve con toda libertad. Como el viento, sopla donde quiere. Es el Enviado por el Padre y el Hijo para ser el alma de la Iglesia, aquella comunidad de salvados que fue la encargada de buscar la integración de todos los hombres a esa salvación que cada uno de los que se iban agregando, recibían, vivían y procuraban para todos los hermanos. Su tarea es la de completar la obra de extensión del rescate que había logrado Jesús con su gesta maravillosa de entrega a la muerte y de resurrección, venciendo así a la misma muerte y al pecado, que acechaban a la humanidad. La fuerza y el poder de un solo hombre, en el que habitaba Dios, Jesús de Nazaret, fue suficiente para alcanzar la victoria más estruendosa sobre el mal en el mundo. Y, en atención a toda la humanidad, que se extendía por todo el mundo y por todo el tiempo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad es encomendada de la obra de consolidación de la salvación alcanzada por Jesús en cada hombre, haciendo además que aun aquellos que físicamente no habían estado en contacto con Él, sí lo estuvieran en el amor y en la esperanza. La obra redentora no era exclusiva para los coterráneos o contemporáneos del Salvador, sino que, por la acción del Espíritu que tomaba el mando de esta nueva etapa de la historia de la salvación, se iba a extender por todo el universo conocido. Los avatares por los que transcurre la vida de aquella primitiva comunidad de salvados, confirman que los caminos los va marcando ese Espíritu, que no podía ser limitado y que hacía gala de su absoluta libertad. Él inspiraba lo que había que hacer, susurraba al oído lo que había que decir, indicaba las rutas que había que recorrer, fortalecía a los discípulos en la debilidad, daba valentía a los que sufrían la tentación de abandonar, movía los corazones de los oyentes. Quienes se ponían en sus manos, sabiendo que era el Enviado del Padre y del Hijo, y confiaban radicalmente en la promesa de que sería el Paráclito, es decir, el inspirador y defensor principal de la Iglesia, jamás quedaron defraudados. Aquellos primeros gloriosos días de la Iglesia fueron de acción clara y evidente del Espíritu de Dios, don de amor al mundo y a la Iglesia. Porque cada enviado se confiaba radicalmente en su amor y en su acción, la Iglesia pudo llegar a donde llegó. "Somos de ayer y lo llenamos todo", decían entusiasmados los primeros cristianos, apenas unos años después del inicio de la gesta evangelizadora. Hoy nos falta esta convicción y esta confianza radical de aquellos cristianos. Estamos demasiado pagados de nosotros mismos y nos dejamos dominar fácilmente por la desesperanza. Necesitamos cristianos convencidos y abandonados en Dios, para lograr seguir conquistando el mundo para Jesús.

Un testimonio fehaciente de esto es San Pablo. Desde que fue elegido por el Señor para ser su apóstol entre los gentiles, y desde que libremente decidió ponerse radicalmente al servicio de la gesta salvadora de la humanidad, asumió con todas las consecuencias su tarea. Dejó de vivir para sí mismo y empezó a vivir solo para Jesús: "Y aún más, yo estimo como pérdida todas las cosas en vista del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor, por quien lo he perdido todo, y lo considero como basura a fin de ganar a Cristo". Su decisión vital fue vivir solo para Jesús, valorando al máximo el tesoro de su amor y de su salvación. Por ello, se puso dócilmente en las manos del Espíritu, y se dejó conducir libremente por Él: "Cuando llegamos a Roma, le permitieron a Pablo vivir por su cuenta en una casa, con el soldado que lo vigilaba. Tres días después, convocó a los judíos principales y, cuando se reunieron, les dijo: 'Yo, hermanos, sin haber hecho nada contra el pueblo ni las tradiciones de nuestros padres, fui entregado en Jerusalén como prisionero en manos de los romanos. Me interrogaron y querían ponerme en libertad, porque no encontraban nada que mereciera la muerte; pero, como los judíos se oponían, me vi obligado a apelar al César; aunque no es que tenga intención de acusar a mi pueblo. Por este motivo, pues, los he llamado para verlos y hablar con ustedes; pues por causa de la esperanza de Israel llevo encima estas cadenas'. Permaneció allí un bienio completo en una casa alquilada, recibiendo a todos los que acudían a verlo, predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos". Pablo era libre, aun en la cárcel. Su libertad no era la de la ausencia de cadenas, sino la del amor infundido por el Espíritu que guiaba su vida.

Lo importante para el discípulo de Cristo es el abandono en su amor, decidido libremente. La libertad que da ese amor está por encima de toda otra consideración. Y es consolidada por la obra del Espíritu que es el compañero de camino y el inspirador de la entrega confiada a Dios. Así lo dio a entender Jesús a Pedro en la conversación final que sostuvieron ambos antes de la Ascensión. La entrega a la obra de salvación del mundo debe ser asumida con plena libertad, la libertad de los hijos de Dios, la que es hecha sólida en la libertad del Espíritu, que Él hace patrimonio de todos los seguidores del Señor. Por ello, Jesús sentencia esa libertad del discípulo como una prerrogativa característica de quien quiera serlo de verdad. La invitación final que hace a Pedro es la misma invitación que nos hace a cada cristiano que lo quiera ser de verdad: "En aquel tiempo, Pedro, volviéndose, vio que los seguía el discípulo a quien Jesús amaba, el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: 'Señor, ¿quién es el que te va a entregar?' Al verlo, Pedro dice a Jesús: 'Señor, y éste, ¿qué?' Jesús le contesta: 'Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme.' Entonces se empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: 'Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?' Este es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero". Lo esencial es el seguimiento de Jesús, dejarse arrebatar por su amor, el deseo de ser salvado y conducido a la meta de la plenitud de la felicidad eterna, dejarse llenar de su Espíritu para embarcarse en la aventura totalizante del amor, que buscará no solo vivirlo más conscientemente sino hacerlo vivencia común a todos. En el "Tú, sígueme", de Jesús a Pedro está la confirmación de la confesión de amor más grande de Cristo, realizada desde la Cruz. Ha muerto y ha resucitado, en la demostración más clara de su amor, para que al final nosotros nos decidamos a seguirlo, hasta llegar a vivir eternamente en su amor infinito.

jueves, 11 de marzo de 2021

Está planteada la guerra del mal contra el bien. Vencerá siempre el bien

 El dedo de Dios - Libro " Conociendo a mi amigo el Espíritu Santo

Desde que Luzbel se rebeló a Dios y se enfrentó a Él en aquella épica batalla angelical contra el ejército de Dios, liderado por Miguel, habiendo sido vencido y expulsado de su presencia, se plantea en la historia la guerra del mal contra el bien. Apenas tuvo la oportunidad, después de la creación del universo, y en él, del hombre, apareció para obnubilar al hombre y a la mujer y ponerlos también a ellos contra el Creador, haciendo que le dieran la espalda y prefirieran servirse a sí mismos, en el colmo del egoísmo, de la soberbia y de la vanidad, actitudes típicamente demoníacas, pretendiendo ser ellos mismos dioses que no dependieran ni sirvieran a uno mayor. En esa oportunidad el mal conquistó el corazón del hombre y con ello empezó la mayor tragedia para toda la humanidad, pues expulsó a Dios de su vida y atrajo para sí la desgracia de la ausencia del amor y de la esperanza de eternidad feliz. Sin embargo, el Dios todopoderoso y amoroso diseñó el plan de rescate de su criatura amada, lo puso en marcha inmediatamente y lo concretó tendiendo la mano al hombre a través de acciones y prodigios realizados por enviados que cumplían la misión de procurar un nuevo acercamiento al Dios del amor. Algunos hombres se percataron de su error y aceptaron esa mano tendida de Dios y se acogieron a ella. A pesar de las desgracias que sufría el pueblo, entendían que ellas eran fruto precisamente de esa lejanía que experimentaban por el servicio al mal que habían decidido. Y se convirtieron en ese resto fiel que servía de reclamo amoroso del Dios que los quería de nuevo a todos junto a Él. Y por eso, a pesar del rechazo de otros, Él seguía insistiendo una y otra vez, pues el amor es perseverante y no se cansa. La infidelidad del pueblo persistía y por ello seguían ganándose ellos mismos las desgracias que les venían.

La maldad provocada por el alejamiento del hombre hiere al amor y hace que se profundice la desgracia que se yergue sobre la humanidad. Dios quiere que el mismo hombre se haga consciente de ello y por eso sigue tendiendo la mano y envía sus emisarios que anuncian la superioridad de la vida cuando se está con Él, la experiencia inefable del amor y de la fraternidad, la compensación infinita que se tiene cuando la vida se desarrolla junto a Dios y en armonía con los hermanos: "Esto dice el Señor: 'Esta fue la orden que di a mi pueblo: 'Escuchen mi voz, Yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo. Sigan el camino que les señalo, y todo les irá bien'. Pero no escucharon ni hicieron caso. Al contrario, caminaron según sus ideas, según la maldad de su obstinado corazón. Me dieron la espalda y no la cara. Desde que salieron sus padres de Egipto hasta hoy, les envié a mis siervos, los profetas, un día tras otro; pero no me escucharon ni me hicieron caso. Al contrario, endurecieron la cerviz y fueron peores que sus padres. Ya puedes repetirles este discurso, seguro que no te escucharán; ya puedes gritarles, seguro que no te responderán. Aun así les dirás: 'Esta es la gente que no escuchó la voz del Señor, su Dios, y no quiso escarmentar. Ha desaparecido la sinceridad, se la han arrancado de la boca'". La obstinación de los malos es extrema y los mantiene en su decisión de servir al mal, en contra de las evidencias de su propia frustración al saberse lejos de Dios y de su amor. La vida, así, se convierte en la zozobra de la lucha por mantener la hegemonía, por procurarse los placeres mayores, por luchar por obtener bienes bajo cualquier método, por alcanzar una fama que los coloque por encima de todos. La experiencia de la alegría huye de la propia vida. Mucho más la del amor, pues el hombre se convierte en amante de sí mismo, sin tener de ninguna manera alguna compensación. Esta frenética carrera por satisfacerse a sí mismo no deja más que cansancio. Es urgente que llegue el momento en que el mismo hombre caiga en la cuenta de su absurdo y se decida por emprender una ruta diversa en la que sí encuentre las compensaciones espirituales que son esenciales para su felicidad.

Los servidores del mal pretenden aplicar los mismos criterios de acción a todos. Aquella guerra del inicio sigue planteada en los mismos términos. Así como fueron conquistados Adán y Eva, el demonio quiere seguir conquistando hombres y mujeres para él. Pero providencialmente también están los que no se dejan embaucar por sus cantos de sirena y saben que el camino de la verdadera felicidad nunca podrá ser el que aleje de Dios y de su amor. La guerra sigue vigente. Por eso el mal se atreve incluso a retar a Jesús: "En aquel tiempo, estaba Jesús echando un demonio que era mudo. Sucedió que, apenas salió el demonio, empezó a hablar el mudo. La multitud se quedó admirada, pero algunos de ellos dijeron: 'Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios'. Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo". Él, con el mejor de los tinos, refuta estos pensamientos y pone las cosas en el orden que deben estar: "Todo reino dividido contra sí mismo va a la ruina y cae casa sobre casa. Si, pues, también Satanás se ha dividido contra sí mismo, ¿cómo se mantendrá su reino? Pues ustedes dicen que yo echo los demonios con el poder de Belzebú. Pero, si yo echo los demonios con el poder de Belzebú, los hijos de ustedes, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán sus jueces. Pero, si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes". Satanás es vencido por Jesús en esa ocasión, y lo será siempre. Jesús ha venido a establecer la novedad del Reino de Dios en el mundo. Sus obras van anunciado la victoria del bien y la derrota definitiva del mal. Quien se alinee con el mal, será vencido y perderá la posibilidad de la felicidad eterna y de la experiencia inacabable del amor. Quien en esta guerra del mal contra el bien, se coloque del lado del bien, tendrá la mejor ganancia, pues obtendrá la plenitud de la vida y del amor y será feliz en su vida actual y para toda la eternidad.

viernes, 5 de febrero de 2021

Tenemos dos opciones para decidirnos: el bien o el mal

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El camino de la vida del hombre presentará siempre dos opciones. Llegará a una encrucijada en la que deberá tomar una decisión para encaminarse por una de las opciones y darle así una coloración que marcará desde entonces cada paso que dé. Ante el hombre se presentan las opciones del bien y del mal, y deberá tomar una decisión. La opción del bien es la natural, pues es para la que ha sido creado. Dios ha creado al hombre para el bien y no para el mal. Desde el mismo inicio de la existencia del hombre su marca fue la del amor. Habiendo surgido de un corazón que ama infinitamente, y habiendo sido "construido" bajo la normativa del amor, pues siendo Dios el Amor por naturaleza, creó al hombre a su "imagen y semejanza", por lo tanto, con la misma capacidad de amar, y con la capacidad natural para el bien, su naturaleza lo lanza a eso. Lamentablemente, no será la única opción que tendrá a la vista, pues el demonio, rebelde desde el principio, estableció una lucha frontal con Dios queriendo disputarle su lugar primigenio, con la absurda pretensión de desplazarlo, creyéndose que podría llegar a tener más poder que su propio Creador. Esto entra dentro del misterio de la libertad, que es consecuencia del amor de Dios por su creación. En esa lucha planteada por el demonio contra Dios entra el hombre como personaje principal, por cuanto es quien se dejará engañar y, atendiendo a la seducción demoníaca de hacerse como un dios, dará el paso para dar la espalda a Dios y elegir el camino del mal. Las dos opciones están desde el principio, y aún hoy, habiendo sido vencido y desplazado el demonio, busca adeptos que se dejen embaucar y lo sigan. Hombres y mujeres que actualmente se ponen al servicio del mal con la ilusión inalcanzable de desplazar a Dios. Quien elige el camino del bien vivirá siempre en la felicidad de saberse en el amor y encaminado a la plenitud del gozo. Quien elige el del mal será siempre una persona frustrada, y hasta que encuentre un camino de plenitud se empeñará torpemente en avanzar hacia su propio abismo.

Elegir el camino del bien es elegir el camino de la plenitud. Jesús ha venido a proponer ese camino a cada hombre y a cada mujer de la historia, no como algo nuevo, pues es el camino que existe desde el principio, sino como el camino de la plenitud. Todo hombre que se decide por el bien y vive no solo una vida de acuerdo a la voluntad de amor de Dios, buscando siempre ser mejor, hacer mejor las cosas, asumiendo para sí los valores del Reino, en una unión cada vez más sólida con el mismo Dios de amor, sino que apunta también a una vida de fraternidad y de solidaridad con los hermanos, procurando no solo el bien para sí mismo sino para todos, procurando incluso hacer un mundo mejor para cada uno, es un hombre que ha encontrado el verdadero sentido de su vida. Se aleja mucho del que vive solo en el egoísmo de la búsqueda de beneficios personales, alejado totalmente de la solidaridad, ocupado solo en la búsqueda de prebendas sin importar si tiene que pasar por encima de los demás. La caridad, la fraternidad, la solidaridad, la hospitalidad, son realidades extrañas en su vida. La marca del hombre bueno es la bondad: "Conserven el amor fraterno y no olviden la hospitalidad: por ella algunos, sin saberlo, “hospedaron” a ángeles. Acuérdense de los presos como si ustedes estuvieran presos con ellos; de los que son maltratados como si estuvieran en su carne. Que todos respeten el matrimonio; el lecho nupcial, que nadie lo mancille, porque a los impuros y adúlteros Dios los juzgará. Vivan sin ansia de dinero, contentándose con lo que tengan, pues Él mismo dijo: 'Nunca te dejaré ni te abandonaré'; así tendremos valor para decir: 'El Señor es mi auxilio: nada temo; ¿qué podrá hacerme el hombre?' Acuérdense de sus guías, que les anunciaron la palabra de Dios; fíjense en el desenlace de su vida e imiten su fe. Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre". La razón última es el mismo Jesús que vino a establecer un tiempo nuevo que durará para siempre.

Por esa fidelidad a la bondad, a la verdad, al amor, a la justicia, obtendremos el premio de la plenitud. El dolor y el sufrimiento no dejarán de estar entre las posibilidades. Es la historia de los mártires, de los que han sido siempre fieles por encima de las persecuciones, de los dolores, de las burlas, de las exclusiones. No se trata solo de la posibilidad de derramar la sangre por Jesús, que ha sido cumplida por miles de discípulos de Cristo. Es también la posibilidad de seguir dando testimonio aún en medio de las situaciones pacíficas y ordinarias. En la familia, en el trabajo, ante las amistades y compañeros de trabajo. El martirio es testimonio. Unas veces será cruento, con entrega y derramamiento de la propia sangre. Otras veces será cotidiano, con el simple testimonio de ser hombres y mujeres de bien. A todos nos corresponderá en nuestro momento. Como le tocó al Bautista en medio del fragor hedonista de una borrachera: "Enseguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro." Él dio su testimonio final. Ya lo había dado con su vida de fidelidad y la denuncia de la verdad y la justicia. La sangre solo confirmó que él había decidido seguir el camino del bien.

martes, 10 de marzo de 2020

Lo que me ofreces es mucho mejor que lo que tengo. Por eso me decido a seguirte

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El itinerario de la conversión que se nos propone a todos y que abarca la vida entera de los cristianos, tiene unas características propias muy evidentes, sin las cuales no se podría llamar propiamente conversión. En primer lugar, requiere de quien emprende este proceso, dar ese primer paso con convicción y con la disposición de mantenerse esforzadamente en él. La conversión no se da en un momento de la vida. Es todo un camino que se transita y en el cual se debe avanzar sin descanso ni desfallecimiento. Nadie puede invocar para sí el haber logrado ya estar convertido. Es un absurdo. En todo caso, quien emprende este camino, lo máximo que puede afirmar es que ha iniciado este proceso y está avanzando en él. Ese avance se verificará por los signos externos de aceptación de Dios en la propia vida, de abandono y entrega a su voluntad, de vivencia más intensa de la fraternidad en el amor, de cambios radicales en la conducta y en el pensamiento que darían un giro para asimilarse cada vez más a los de Dios. La conversión, dirían los griegos, es la "metanoia", es decir, ir más allá de las fronteras del propio pensamiento y de las propias opiniones para asumir las que son mejores que las mías, como serían las de Dios. La conversión, de esta manera, requiere del discernimiento comparativo entre el tamaño de la bondad de mis cosas y el tamaño de la bondad de las cosas de Dios. Es evidente que cuando se hace este discernimiento con seriedad y responsabilidad, la única conclusión posible es que lo que ofrece Dios es, con mucho, mejor que lo que yo vivo, por lo cual yo estaría prácticamente constreñido a aceptar lo de Dios para mí, en vez de mantenerme obstinadamente en lo mío. Sin embargo, no significa esto que iniciar la conversión sea el inicio de un camino en el que se pierda la libertad. Al contrario, la libertad se confirmaría y se solidificaría, pues desde ella se estaría decidiendo uno por el bien mayor, lo cual es precisamente el concepto exacto de libertad. El paso de decisión lo estaría dando yo mismo, aceptando, después de discernir, que ese sería el mejor camino. La libertad es la capacidad de decidirme entre bienes, eligiendo el mayor.

En segundo lugar, la conversión tiene un actor principalísimo y protagonista que jamás puede quedar fuera. Además del sujeto que inicia su proceso de conversión, actúa esencialmente Dios. Él está en ese camino presentando su bien, que es el bien mayor, animando a tomar la decisión a su favor, llenando de ilusión al emprender el camino, poniendo a la mano las herramientas necesarias para avanzar en el proceso. Y además, dejando bien claro cuál será el resultado final para quien toma el itinerario de su conversión: "Lávense, purifíquense, aparten de mi vista sus malas acciones. Dejen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien. Busquen la justicia, socorran al oprimido, protejan el derecho del huérfano, defiendan a la viuda. Vengan entonces, y discutiremos —dice el Señor—. Aunque los pecados de ustedes sean como escarlata, quedarán blancos como nieve; aunque sean rojos como la púrpura, quedarán como lana. Si saben obedecer, comerán de los frutos de la tierra". El resultado de la conversión es la amistad íntima y profunda con Dios, es la cercanía absoluta a su amor que se convierte en perdón y en misericordia, es sentarse a la mesa del banquete a comer de los mejores frutos de la tierra que pondrá Dios al alcance de quien llegue a la meta. Es evidente que Dios espera de quien emprende el itinerario de su conversión la autenticidad y la transparencia, lo cual queda siempre al descubierto en su presencia. Es absurdo pretender engañar a Dios, que todo lo sabe, aparentando una conversión inexistente. Así lo deja claro Jesús: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: hagan y cumplan todo lo que les digan; pero no hagan lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen". Para Jesús es repulsiva la actuación de escribas y fariseos, quienes pretendían ser la medida de la perfección, pero que interiormente no guardaban en ningún modo la proporción con su propia realidad. Por ello, Dios deja bien claro cuál será el final de sus vidas: "Si rehúsan y se rebelan, los devorará la espada -ha hablado la boca del Señor-". 

En tercer lugar, debe darse en el proceso de la conversión una significación clara y evidente del progreso que se vaya logrando. Los signos deben ser inequívocos y tienen que ver con la vida fraterna, con la vida de comunidad. La conversión no es un acto individualista, que quede en el entorno de la intimidad del sujeto. Partiendo de esa intimidad en la que se da el encuentro con el Dios de amor, debe tener una consistencia tal que colorea incluso la vida social y el entorno humano de quien está en el proceso de la conversión. Si el sujeto se ha decidido por seguir a Dios pues la bondad que ofrece ese camino es superior a la bondad que percibía él en su vida, debe haber entendido que el mismo Dios vive esa bondad en la entrega amorosa a los hombres. Cada hombre del mundo existe por un gesto de amor de Dios, por lo cual se debe entender que para Dios el hombre está siempre en el primer lugar de sus preferencias. Más aún, si ese Dios no solo es la causa final de la existencia de cada hombre, sino también de su salvación, cada sujeto que está en el proceso de la conversión debe entender que la salvación de sus semejantes debe ser también su prioridad, al punto de que debe llegar a apreciar esa salvación tanto como la apreció Dios que fue capaz de entregar a su propio Hijo a la muerte para alcanzarla. La entrega por el hermano debe ser una característica que haga propia el que avanza en la conversión. La referencia no es él mismo. La referencia es Dios y, más concretamente, Jesús: "En esto conocemos el amor: en que Jesús dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestras vidas por los hermanos". Y eso debe destacarse en cada momento de la vida personal. No se trata únicamente de la muerte física, sino de la muerte a sí mismo. Es dejar que en el primer lugar de las opciones siempre estén Dios y los hermanos: "El primero entre ustedes será su servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido". El que inicia su conversión y quiere avanzar en ella con pie firme debe apreciar el bien de Dios como el bien mayor, añorar el premio que Él ofrece a quien avanza hasta llegar a la meta, y dar los signos verdaderos y auténticos de esa conversión viviendo una fraternidad cada vez más profunda y marcada por la caridad y el amor de Dios.

viernes, 6 de marzo de 2020

Yo soy quien decide si mi camino es de salvación o de condenación

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La conversión es la opción que nos pone Dios al frente para avanzar por el camino de nuestra salvación. Como nos ha dicho a través de Moisés, coloca delante de nosotros la vida y la muerte, y somos nosotros mismos los que libremente optamos. La alternativa es clara. Es plenitud o tragedia, elevación o debacle, iluminación u oscuridad. No es un camino ya determinado o definido, por el que debamos transitar inexorablemente, sino uno en el que somos nosotros mismos los que vamos colocando los ladrillos que iremos pisando y que harán que vayamos adelantando por la opción que hayamos asumido. Cuando optamos por una conversión hacia el amor, la perspectiva es la de la iluminación total, que nos irá conduciendo felizmente a nuestra salvación. Nuestra eternidad, de esta manera, será de absoluta armonía pues estaremos eternamente ante quien es la armonía en esencia. Es la armonía que da el amor de Dios, presente en su gloria eterna, en la que habitaremos quienes optamos por seguir esta ruta de entrega y de amor. Cuando nos convertimos y dejamos atrás toda la maldad que hayamos podido vivir en nuestra vida pasada, se abre para nosotros el panorama de una vida totalmente nueva, marcada por la novedad del amor. El hombre convertido es el hombre nuevo, el que ha dejado atrás el signo de Adán, que es el signo del alejamiento de Dios y la maldad, y ha asumido como propio el signo de Jesús, que es el signo de la bondad, de la redención y de la salvación que Él nos otorga con su entrega y su muerte en Cruz por amor: "Si el malvado se convierte de todos los pecados cometidos y observa todos mis preceptos, practica el derecho y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá. No se tendrán en cuenta los delitos cometidos; por la justicia que ha practicado, vivirá. ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado —oráculo del Señor Dios—, y no que se convierta de su conducta y viva?" El deseo de Dios quedaría totalmente cumplido, pues se lograría de ese modo la salvación del que se ha convertido de su maldad. Lo dice Jesús de otra manera: "No necesitan de médico los sanos sino los enfermos".

Aún así, quien ya se ha convertido no puede tampoco de ninguna manera cantar victoria. El hombre, que vive lamentablemente en la oscuridad del "hambre de pecado", debe reforzar con mucha determinación su espíritu, de modo que sienta cada vez menos la atracción por las cosas que lo puedan alejar de Dios. Ninguno de nosotros tiene una "armadura antipecados". Nadie posee el "seguro contra pecados". Por ello, en el camino de la conversión jamás podremos bajar la guardia ni despegarnos de Aquel que ha impulsado en nosotros el cambio que se haya producido. Quien camina por la ruta de la conversión no tiene ya alcanzada la meta. Está avanzando hacia ella. Y no lo está haciendo con un impulso personal, absolutamente individual, por el cual podría presumir de un voluntarismo que alcanzaría su salvación. Lo hace reconociendo con humildad que solo jamás podrá llegar a la meta, por lo cual necesita absolutamente de la fuerza que Jesús le imprime, de la ilusión de saberse salvado por Aquel que pende muerto en la Cruz por amor a él. "Todo lo puedo en Aquel que me conforta". No es su fuerza o su determinación la que alcanzará la meta, aunque sea también necesario poner de su parte. Junto a la fuerza o a la ilusión personal es imprescindible colocar la fuerza superior de Jesús que nos invita a avanzar y nos tiende la mano para que agarrados a Él podamos adelantar realmente. Si no lo hacemos así es muy probable una derrota trágica: "Si el inocente se aparta de su inocencia y comete maldades, como las acciones detestables del malvado, ¿acaso podrá vivir? No se tendrán en cuenta sus obras justas. Por el mal que hizo y por el pecado cometido, morirá". Nadie debe bajar la guardia, pues el camino de la conversión es un camino de retos continuos, pero también de compensaciones continuas. Y tendrá una compensación definitiva en la eternidad feliz junto al Padre. Ante nosotros están los dos caminos. Libremente optamos: "Cuando el inocente se aparta de su inocencia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él salva su propia vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá".

Para Jesús el signo del avance en el camino de la conversión es el no contentarse con los mínimos de exigencia personal o con los formalismos del cumplimiento de la ley. Hacerlo así y contentarse con ello es signo de que no se quiere comprometer en el avance hacia la perfección. Quien se contenta con eso es quien simplemente se considera bueno porque no hace nada malo. Habría que preguntarse hasta dónde está involucrado en el camino del bien quien solo evita el mal, pero no se lanza en la procura del bien propio y del hermano. No basta no hacer lo malo. Hay que apuntar siempre a hacer lo bueno. Y eso requiere valentía y determinación, pues la maldad no se quedará de brazos cruzados. La maldad actúa siempre y con mucha fuerza, por lo cual quien se decide por el bien, siendo activo en oponer la fuerza de la bondad a la fuerza de la maldad, debe asumir que su camino estará muy lejos de ser un camino pacífico y de poca exigencia. Jesús sentencia: "Si la justicia de ustedes no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos". Jesús aborrece los mínimos y nos pide cada vez mayor profundidad en nuestro compromiso. Y a medida que vamos avanzando, nos coloca retos mayores. La santidad es un camino de valientes, de aquellos que están dispuestos a responder siempre afirmativamente a lo que Jesús pone delante como opciones de vida: "Ustedes han oído que se dijo a los antiguos: 'No matarás', y el que mate será reo de juicio. Pero yo les digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano 'imbécil' tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama 'necio', merece la condena de la 'gehena' del fuego". La medida de esa exigencia personal es la delicadeza de espíritu hacia el hermano. No es una opción individualista, sino que debe tener repercusión en la vida comunitaria. Es la vivencia de una verdadera fraternidad la que dará resonancia a la opción personal de conversión. No se trata de ser bueno "hacia dentro". Se trata de demostrar ese ser bueno y de sembrar el bien "hacia fuera". Es el hermano el primer beneficiario de la conversión personal. Es la opción que nos pone Jesús a la vista. Nuestra libertad es la que decide. Ese es el camino que tiene como meta la salvación. Es el único camino que podemos recorrer para salvarnos. No hay otro. Y somos nosotros los que nos decidimos a recorrerlo o no.

jueves, 27 de febrero de 2020

Ante mí está la Vida en ti o la muerte sin ti, y debo decidir

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Todas las acciones de los hombres tienen consecuencias. Lo que hacemos puede favorecernos o favorecer a alguien más, o perjudicarnos o perjudicar a otros. Nuestra realidad, en general, nunca será neutral, como tampoco lo que hagamos en ella. Incluso, podemos influir tanto, que podemos cambiar el rumbo de la historia personal o el de la historia de otro o hasta de una comunidad. En la historia ha habido personajes que por una decisión personal han cambiado el rumbo de la misma. Somos tan responsables de ello que puede darse el extremo de que alguien quiera huir del compromiso de tomar una decisión, pero que esa misma supuesta neutralidad sirva para que el rumbo quede determinado fatalmente. Recordemos el caso de Pilato que en su pretendida neutralidad, que llegó incluso a querer demostrarla al lavarse las manos, influyó totalmente para que se decidiera la muerte de Jesús. No oponerse al mal alegando neutralidad es, finalmente, complicidad con el mal y con quienes lo realizan. En efecto, nuestra acción o nuestra omisión influye en la marcha de la historia, y tiene consecuencias. Por ello debemos hacernos responsables de ella, sea la que sea. Al contar cada uno de nosotros con los tesoros de la inteligencia y la voluntad, lo que nos hace seres que viven en libertad, tenemos la capacidad de discernir y poder distinguir entre el bien y el mal. En todo momento la vida nos podrá presentar las dos rutas que nos conducen hacia uno u otro. Cada segundo, cada instante, está marcado por la presencia de esas opciones, lo que nos impulsará a un continuo discernimiento para la toma de decisiones. En medio de esas alternativas y de la experiencia que iremos adquiriendo en ella, se dará nuestro proceso de maduración y nos estaremos haciendo lo que se llama hombres de bien u hombres de mal. En ese proceso no estamos solos. A nuestro alrededor habrá siempre personas con las cuales podremos contar para no sentirnos abrumados ante las decisiones que debamos tomar. Incluso los personajes más influyentes cuentan siempre con consejeros y asesores. La posibilidad de discernir entre varias cabezas de alguna manera ayuda a tener confianza y solidez en las decisiones. Y para nosotros los cristianos, cuando se nos presenta el momento de la decisión, también están a la mano nuestros consejeros espirituales a los que podremos recurrir. Y, en la intervención providente de Dios, tenemos además su auxilio, que nos ilumina y nos inspira en cada momento. 

Por ello, aun cuando debemos ser responsables al tomar decisiones, debemos también serlo al asumir sus consecuencias. Esa responsabilidad asumida con seriedad, nos lleva a tener el cuidado necesario en el discernimiento. Mi decisión puede ser determinante en mi vida o en la vida de los demás. Y Dios, en esa perspectiva, me lanza una cuerda para que me tome de ella y me sujete sólidamente. Es su gracia, que me pertenece desde que Él me ha creado. Al dotarme de mis tesoros personales, se ha comprometido conmigo a no dejarme solo en ese tipo de responsabilidades. Por eso siempre podremos contar con su iluminación. Es de tal magnitud el compromiso de Jesús con nosotros, que nos ha prometido el envío del Espíritu Santo para que nos ilumine y nos inspire el mejor camino. De esa manera, al tener que tomar una decisión, puedo ver claro cuál es la más conveniente, la más enriquecedora, la que influya más positivamente en la vida mía y la de los demás. Dios nos pone delante toda la realidad. Y con ella frente a nosotros, debemos optar: "Pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Pues yo te mando hoy amar al Señor, tu Dios, seguir sus caminos, observar sus preceptos, mandatos y decretos, y así vivirás y crecerás y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde vas a entrar para poseerla. Pero, si tu corazón se aparta y no escuchas, si te dejas arrastrar y te postras ante otros dioses y les sirves, yo les declaro hoy que morirán sin remedio". Al poner la opción ante nosotros, nos pone también las consecuencias, con lo cual podremos discernir correctamente. La alternativa es vida o muerte, bien o mal. Y la decisión influirá en la vida de todo un pueblo. Es necesario que hagamos el discernimiento correcto y que tomemos la decisión que más favorece a todos. El final será de bendición o de maldición. Somos nosotros los que lo asumimos.

Esa decisión debemos tomarla también ante la alternativa definitiva de nuestra salvación, de nuestra eternidad. Jesús ha realizado una obra salvadora que ha dependido exclusivamente de su entrega y de su determinación de rescatar con su muerte y su resurrección al hombre pecador. Esa obra de redención fue llevada a cabo perfectamente, a plenitud. No ha quedado nada por hacer, pues ha sido derrotado el demonio y vencida la muerte, con lo cual hemos sido favorecidos todos, pues la victoria de Jesús se nos ha anotado a cada uno de nosotros, aunque no hemos tenido ningún concurso en ella. Nuestro concurso, sin embargo, sí es determinante para el disfrute pleno de esa redención de nuestra parte. Jesús ha culminado totalmente la obra de redención, pero corresponde ahora al hombre abrir su corazón y enrolarse para vivir como redimido, con lo cual esa redención lo hará efectivamente un hombre nuevo. Mientras no se dé ese paso en el mismo hombre, la obra de redención quedará solo como una intención muy buena de parte de Jesús. Completada, pero no hecha efectiva aún, hasta que el hombre la acepte, con sus consecuencias definitivas para él, para su vida, y para la vida de quienes lo rodean. "Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?" Es la alternativa que ofrece Jesús para el hombre que quiera disfrutar de los efectos de su redención. Perder la vida por Jesús para ganarla. O conservarla a todo trance, con lo cual la perderá. Es la decisión más importante a la que nos enfrentaremos jamás, pues tiene que ver con nuestra eternidad, lo que viviremos plenamente en toda nuestra vida futura y que nunca se acabará. La decisión que tomemos marcará absolutamente todo nuestro futuro. Por ella, estaremos felices eternamente ante el Padre Dios, o viviremos eternamente frustrados en la lejanía de su amor. Es una decisión que tiene las consecuencias más determinantes para nuestra vida y la de nuestros hermanos que pueden ser conducidos a la salvación por nuestro testimonio. Es nuestra vida o nuestra muerte. Y está en nuestras manos. Ya Jesús hizo su parte. Nos corresponde a nosotros hacer la nuestra. No dejemos frustrada su entrega por amor.

viernes, 13 de diciembre de 2019

No quiero vivir frustrado. Me decido a seguirte, Jesús

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Los hombres muchas veces demostramos ser expertos en dejar las cosas para después. No aprovechamos el momento ideal para la toma de decisiones, sino que lo vamos dejando pasar una y otra vez, hasta que llega el momento en que cualquier decisión o toma de posición es imposible o absurda. La perplejidad ante algunas cosas que llegan a ser incluso esenciales o al menos muy importantes, llega a afectarnos de tal manera, que marcan nuestra vida y le dan un color sombrío a nuestra existencia. Podríamos afirmar que en aquella falta de decisión que hayamos tenido puede llegar la aparición de una frustración fatal que llega incluso a anular la ilusión de seguir adelante con la construcción de la propia vida. No podemos negar que hay decisiones que no se pueden tomar a la ligera, pues necesitan de un debate interno, de un discernimiento serio, incluso que pueden requerir consultas con quienes puedan ayudar a iluminar el camino a tomar. Ello, no obstante, no implica estaticismo o perplejidad. En todo caso sería signo de querer tomar en la justa medida la responsabilidad del futuro por cuanto finalmente se llegaría a tomar una decisión. Sean buenos o malos los resultados, queda la satisfacción de haber tomado partido, de haber decidido, de haber asido con firmeza el timón de la propia vida. Por el contrario, no moverse a tomar un camino por el cual optar va creando en el hombre una sensación de frustración que va ensombreciendo el panorama de la propia vida. Echar la vista atrás y percatarse de la perplejidad en la cual se ha vivido, hace aparecer la frustración por no haber dicho algo a tiempo, por no haber disfrutado cuando se pudo, por no haber aprovechado una ventaja que se tenía, por no haber logrado más fácilmente alguna meta que estaba a la mano. Se trata de "aprovechar el momento" y no dejar pasar la ocasión. Es decidirse en ese "instante fugaz" en el que se debía tomar una decisión, pues tomarla más tarde sería absurdo.

Si esto es una realidad acuciante en la vida cotidiana, en medio de las obligaciones rutinarias de la vida humana, lo es aún más seriamente en lo que se refiere a nuestra vida espiritual. San Agustín lo describía perfectamente con esa frase que invita a estar vigilante al paso de Jesús en nuestra vida: "Temo que Jesús pase y que no vuelva". El paso de Jesucristo, con toda su carga de amor, de salvación, de novedad, es una realidad que viviremos todos, tarde o temprano. Ante Él, ante su paso por nuestra vida, tendremos que tomar una decisión. O lo seguimos o no. O nos dejamos renovar o no. O lo hacemos nuestro Salvador o lo dejamos fuera de nuestra vida. Es necesario tomar una decisión cuando Él pase. Y no vale dejarlo para después, pues no sabremos si tendremos otra oportunidad. Hay que aprovechar ese "instante fugaz". En este sentido, nuestra perplejidad puede ser un arma mortal en nuestra contra, por cuanto puede llegar a frustrar todo un futuro de eternidad feliz en la presencia de nuestro Dios. Al contrario, tomar una decisión a tiempo puede ser para nosotros el momento glorioso en que optamos por llegar a vivir la felicidad absoluta, tan grande que no tenemos ni siquiera idea de su magnitud y de la compensación que viviremos en ella. Y, por supuesto, hacerlo en su momento colorea la vida desde el ahora y el aquí que estemos viviendo. Todo se torna suave y dulce, por cuanto se tiene un norte marcado. No hay sensación de mayor plenitud que cuando se está haciendo lo que se debe hacer y se ponen todos los esfuerzos en función de avanzar en ese camino. Se crean así lazos más sólidos de fraternidad, vida comunitaria con mayor sentido y responsabilidad, compromisos firmes por lograr un mundo mejor alrededor de sí, solicitud por las necesidades y las carencias de los hermanos. La sensación de plenitud que se experimenta nos lanza a desear y procurar que todos tengan la misma experiencia.

Por ello, Jesús pone esta parábola tan simpática y tan significativa a sus oyentes. Para no experimentar la frustración en la propia vida, pone sobre aviso acerca de la necesidad de tomar decisiones, de optar: "¿A quién compararé esta generación? Se asemeja a unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo: 'Hemos tocado la flauta, y no han bailado; hemos entonado lamentaciones, y no han llorado'". Jesús nos invita a no ser simples espectadores de la vida, sino a que seamos actores, que tomemos partido, que nos mojemos asumiendo decisiones y consecuencias. Más aún, cuando las decisiones serán siempre a favor de nosotros mismos pues implican nuestra salvación y nuestra felicidad. Colocar en una balanza los beneficios y los perjuicios, y en atención a ellos, decidir. Que esa toma de decisiones no se quede en una perplejidad destructiva que llegue a producir una frustración fatal: "Yo, el Señor, tu Dios, te instruyo por tu bien, te marco el camino a seguir. Si hubieras atendido a mis mandatos, tu bienestar sería como un río, tu justicia como las olas del mar, tu descendencia como la arena, como sus granos, el fruto de tus entrañas; tu nombre no habría sido aniquilado, ni eliminado de mi presencia". No es este el camino marcado por Dios para nosotros. El que ha sido puesto a nuestra disposición es el camino de la plenitud, es el camino de la felicidad y del bienestar plenos, el de nuestra realización. Para nosotros Jesús no quiere nada a medias. Tomar la decisión de seguirlo implica para nosotros una novedad absoluta de vida que nos llevará a la plena luminosidad en su presencia. Decidirse a seguirlo, cuando pase delante de nosotros, es lo mejor que podremos hacer.