El día de Pentecostés descendió sobre el Colegio de los Apóstoles y sobre la Virgen María el Don mayor de Dios para los hombres, el Espíritu Santo. Es la tercera persona de la Santísima Trinidad, es decir, Dios mismo. Comenzaba así la tercera etapa de la historia de la salvación. La primera fue la Creación, en la que atribuimos toda acción a Dios Padre. La segunda fue la Redención, cuyo actor principal fue Jesús, Dios Hijo. Y la tercera es la que estamos viviendo actualmente, la etapa de la Santificación en la Iglesia, en la que destaca el Espíritu Santo. Se cumple así otra de las promesas de Jesús, quien nos había dicho que no nos dejaría solos y que enviaría su Espíritu para darnos fortaleza y valentía, para iluminarnos y poner en nuestros labios las palabras que necesitaríamos. Es Dios mismo, por lo tanto, infinito, omnipotente, omnisciente, poseedor de todas las cualidades divinas. Cuando los apóstoles lo recibieron, se convirtieron verdaderamente en ese grupo sólido que anunciaría el Evangelio a todo el mundo, como lo había ordenado Jesús. Es el momento del nacimiento de la Iglesia, por cuanto aquel instrumento de salvación que Jesús fue instituyendo paso a paso durante su actuación pública, comenzó a tener su alma. El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, y por ello es el protagonista de la evangelización. Jesús completó su obra con su Pascua y su Ascensión a los cielos, volviendo al seno del Padre. Y dejó a su Espíritu para que esa obra fuera llevada a su plenitud por intermedio de todos aquellos que lo recibieran y se dejaran guiar por Él. El Espíritu Santo no es un "añadido" a la obra salvadora. Es un verdadero actor, pues es la persona del Amor de Dios que se ha quedado en el mundo acompañándonos a todos para que seamos buenos apóstoles. A quienes lo recibimos nos llena con sus dones. Los dones del Espíritu Santo son las capacidades que pone el Señor en nuestro ser para que podamos ser los mejores instrumentos posibles en el anuncio del Evangelio a cada hombre de la historia. El primero de esos dones es el don de Sabiduría. Los restantes completan todo el "equipo" necesario para todos aquellos que se enrolan en el grupo de los que procuran que se instaure el Reino de los cielos en el mundo: Entendimiento, Ciencia, Consejo, Piedad, Fortaleza, Temor de Dios.
La Sabiduría es el primer don con el que nos enriquece el Espíritu Santo a quienes le abrimos nuestro corazón para que habite en nosotros. Esa Sabiduría no apunta solo a un conocimiento intelectual. Tiene que ver con él, pero no se agota en él. Con la recepción del Espíritu, en efecto, la Sabiduría se convierte en algo inusitado, pues se nos insufla un deseo de profundizar en el conocimiento de Dios, absolutamente necesario para quien quiere evangelizar. El Espíritu mueve nuestra fibras para que no nos quedemos amodorrados en aquellos conocimientos mínimos que hemos adquirido en las catequesis que hayamos podido recibir. Esos conocimientos de ninguna manera son suficientes para ser evangelizadores. A veces, ni siquiera esos conocimientos los poseemos. Quien quiera ser evangelizador debe tener profundidad de criterios para enfrentar argumentos contrarios, ataques sutiles en los razonamientos. No se puede ir por el mundo, siendo evangelizador, aún con el trajecito de la primera comunión. No se trata tampoco de ser un consumado teólogo. Con los conocimientos que se vaya adquiriendo seguirá llegando también la iluminación de Dios. Es sorprendente lo que hace Dios con sus instrumentos cuando estos se colocan humildemente en sus manos. Vienen a los labios palabras en las cuales jamás se ha pensado y se sostienen ideas de las cuales antes no se tenía conocimiento. El Espíritu Santo actúa, sin ninguna duda. Pero, como decíamos, el don de Sabiduría va más allá del solo conocimiento. Saber viene de Sabor. Y es de esto que también nos llena el Espíritu. Si somos de Dios y queremos impregnar de su amor al mundo entero, debemos tener la capacidad de poseer el Sabor de Dios y de llevarlo a todos los hermanos. Que así como nosotros saboreamos a Dios por el don de Sabiduría, y añoramos seguir saboreándolo cada vez más, así mismo tengamos ese Sabor de Dios para que llegue admirablemente a todos y todos puedan tenerlo y añorarlo también ellos cada vez más. Es apuntar no solo a conocer mucho de Dios, sino a vivirlo con la máxima intensidad. San Agustín decía, refiriéndose a quienes apuntaban solo al conocimiento racional: "El mucho saber hincha, y lo que está hinchado no está sano". Es hacer en la vida propia lo que pide Santiago a los suyos: "Si alguno de ustedes carece de sabiduría, pídasela a Dios, que da a todos generosamente y sin reproche alguno, y él se la concederá. Pero que pida con fe, sin titubear nada, pues el que titubea se parece a una ola del mar agitada y sacudida por el viento".
Santiago exhorta a la comunidad a que pida la Sabiduría, luego de colocarlos en el clima del testimonio: "Consideren, hermanos míos, un gran gozo cuando se vean rodeados de toda clase de pruebas, sabiendo que la autenticidad de su fe produce paciencia. Pero que la paciencia lleve consigo una obra perfecta, para que sean perfectos e íntegros, sin ninguna deficiencia". Se trata, en efecto, de que en toda ocasión, en toda actuación, durante el periodo de la evangelización que lleven adelante, tengan ese Sabor de Dios que los hará sólidos y pacientes, y los llevará a la vivencia de la plenitud y de la perfección. Es tener ese Sabor para impregnarlo en todos los beneficiarios de la predicación que se lleve adelante. El Espíritu Santo también actuará en aquellos que recibirán el testimonio de los apóstoles, haciéndoles reaccionar, suavizando sus corazones, abriéndolos a cuestionamientos, abandonando supuestas seguridades. Tener el Sabor de Dios es también convencerse de que ante un conflicto entre lo nuestro y lo de Dios, lo de Dios siempre será mejor y por ello debemos decidirnos por Él. No es el endurecimiento del corazón ni la obcecación en nuestras posiciones las mejores opciones que tenemos. Es la humildad para reconocer el Sabor que viene de Dios y que cancelará lo insípido que puede haber en nuestra vida. En esa ausencia de sabor se quisieron mantener y se mantuvieron los fariseos que se acercaban a Jesús para ponerlo a prueba: "Se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo". Con soberbia y sin ninguna humildad no buscaban el Sabor de Dios, sino afincarse más en su conducta y en sus criterios. Ante eso, Jesús actúa de la única manera posible ante quien se niega a tener ese Sabor divino: "'¿Por qué esta generación reclama un signo? En verdad les digo que no se le dará un signo a esta generación'. Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla". Quien no es capaz de reconocer el verdadero Sabor de Dios, a través del don de Sabiduría, sino que se niega a abrir su corazón para ser enriquecido con él, jamás podrá llenarse de Dios. No porque Dios no quiera llenarlo, sino sencillamente porque se cierran a Él. Seamos humildes y abramos nuestro corazón al Espíritu Santo para que nos enriquezca con sus dones y nos llene del conocimiento y del Sabor de Dios.
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