A Jesús le encanta la inocencia. Cada vez que puede pide a sus discípulos y a todo el que lo sigue y lo oye, que sean puros y que no pierdan esa inocencia original. Y coloca como prototipo a los niños, a los que ama con un corazón henchido de ternura. En contraposición, rechaza fuertemente a quienes no son inocentes, a quienes se creen más sabios, a quienes son soberbios y han perdido la humildad y la sencillez. Un ejemplo de eso lo tenemos en sus confrontaciones continuas contra los fariseos, a los que considera los menos inocentes de entre sus oyentes. A ellos les echa en cara su torpeza espiritual, por cuanto siendo conocedores de las preferencias de Dios y de su cercanía afectiva a los humildes y sencillos, a los inocentes de corazón, prefieren mantenerse en la soberbia de su posición que se aprovecha de la humildad de los más débiles, e incluso los manipulan con exigencias espirituales desde su posición de poder, por lo cual se hacen aún más deleznables. Llegan al extremo de utilizar a Dios como arma arrojadiza para sustentar su poder y mantener su posición de privilegio en la sociedad judía. Es el colmo de la malignidad, por cuanto utilizan lo más santo, a Dios mismo, para sacar provecho personal humillando así a los más sencillos de la sociedad. Lo santo es manipulado por ellos para alcanzar sus metas egoístas y personalistas. Ante esa posición soberbia y totalmente vacía de humildad, Jesús contrapone la figura de los niños: "Tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: 'El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado'". La figura de la infancia es una figura incontaminada, por lo tanto, aún inocente, sin prejuicios ni pretensiones malsanas. No luchan por ostentaciones vacías sino que viven el momento, gozando cada uno de los segundos vividos. Lamentablemente, al avanzar en edad vamos perdiendo esa inocencia original. Vamos anteponiendo nuestras suspicacias, nuestras envidias, nuestros celos. Vamos viendo a los otros no como hermanos con los cuales puedo pasar un tiempo bueno y enriquecedor, sino como competencia, como seres ante los cuales tengo que estar en continua actitud de defensa. La desconfianza va borrando la inocencia y la ingenuidad puras.
Esta realidad que vivimos hoy es fruto del pecado que hemos incrustado nosotros mismos en nuestra vida. Los niños, por su inocencia, no se han dejado arrastrar aún por esa consecuencia trágica del pecado que nos ha alejado de Dios y de los hermanos. Por eso, una de las tareas que entendieron los apóstoles que debían llevar adelante, siguiendo las huellas del Maestro, fue la de procurar que los hombres rescataran al menos algo de esa experiencia inocente de la vida infantil. Santiago le dice a su comunidad: "Piensan ustedes que la Escritura dice en vano: 'El espíritu que habita en nosotros inclina a la envidia'? Pero la gracia que concede es todavía mayor; por eso dice: 'Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes'. Por tanto, sean humildes ante Dios, pero resistan al diablo y huirá de ustedes. Acérquense a Dios y él se acercará a ustedes". La oscuridad que hemos añadido los hombres a nuestra experiencia de vida debe ser contrarrestada con la luz que puede darnos Dios cuando nos abrimos a Él. Por nosotros mismos solo lograremos seguir hundiéndonos en el cieno del individualismo, del egoísmo, de la procura de la satisfacción personal en las pasiones, de un espíritu insano de competencia con los hermanos. Es necesario que con la ayuda de esa gracia divina y con su iluminación, demos luz a esa actitud oscura para eliminarla y rescatar esa experiencia primigenia, que tuvo su origen en el gozo que sintió Adán al ver a Eva: "Ahora sí. Esta sí es carne de mi carne y hueso de mis huesos". Una como yo. El otro no es un ser extraño a mí. Es, como dijo el Papa Benedicto XVI, "un regalo de Dios para mí". Mientras no alcancemos esa visión elevada en la consideración del hermano y en la correcta valoración de lo que es, jamás podremos tomar el camino de la recuperación de la inocencia que nos propone Jesús. Dios, al crear al hombre, sentenció: "No es bueno que el hombre esté solo". El hombre, al pecar alejándose de Dios y perdiendo la inocencia original, destruyó la bondad de esa fraternidad, haciéndola más bien un campo de batalla. No es justo que nosotros mismos hayamos destruido aquella bondad original de lo creado. Debemos retomar la ruta de la verdadera fraternidad, haciéndonos hermanos auténticos unos de otros, viviendo una fraternidad solidaria que se base en la inocencia y en la transparencia de pensamientos y de conductas y no en la consideración del otro como un extraño o incluso como un enemigo.
Para alcanzar esa verdadera inocencia deseable en todos los cristianos debemos asumir responsablemente nuestro compromiso de ser como el Maestro. Se trata de imponernos para seguir sus huellas y asimilar su ser en nosotros. Él entendió su vida como servicio, y no se guardó nada para sí mismo. Lo entregó todo y lo dejó todo en nuestras manos por amor. Ese fue su mejor servicio: "Yo estoy entre ustedes como el que sirve". Nunca se jactó de ser el Maestro para exigir absolutamente nada: "Yo no he venido a ser servido sino a servir". Anunció a los apóstoles lo que le vendría en el futuro: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará". Ese era el fruto de su mayor servicio, la muerte, sirviendo al hombre así para que recuperara la gracia perdida y el camino de rescate de la inocencia original. Nuestra vida de inocencia debe estar caracterizada también por el ser servidores unos de otros, como lo hizo Jesús. En la mayor demostración de humildad, se hizo pecado Él mismo para realizar la obra de rescate de aquellos que eran los únicos culpables. Él fue el único inocente de todos los hombres, y su inocencia la puso en nuestras manos para que, desde nuestra condición de culpables, pudiéramos hacerla de nuevo constitutiva de nuestro ser. Hace su entrega final, demostrándonos que ese era el único camino para el rescate de nuestra inocencia. Por eso insiste: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos". Así como Él prestó el mejor servicio entregándose a la muerte, nos pone la misma perspectiva a nosotros. Solo en la entrega sincera a nuestros hermanos, con la mayor inocencia en nuestro corazón, como lo vivió el mismo Jesús, podremos ser como ese niño que pone Jesús en medio de todos como el modelo a seguir. La entrega a los otros será la medida de nuestra recuperación. Empezando por la entrega al gran Otro, al mismísimo Jesús, que deberá desembocar en la entrega a los hermanos a los que Él ha venido a rescatar desde su amor todopoderoso y misericordioso.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario