En el corazón de cada cristiano debe haber dos convicciones profundas y sólidas, de las cuales nunca se debe dudar. La primera es la de que el amor de Dios es para todos los hombres. Sería muy pretencioso pensar que ese amor de Dios es solo para algunos, y más pretencioso aún, que es solo para mí o para los que presumamos de estar cerca de Él, despreciando con ello a todos los demás, a los que consideraríamos indignos de ser amados por Dios. La segunda, es que cada uno de nosotros debe acercarse a Dios para recibir ese amor. Aun cuando Dios derrama ese amor sobre todos, tenemos la obligación, para recibirlo, de ser humildes y reconocerlo como nuestro Dios y Señor, como nuestro Dueño, como Aquel que nos cubre con su providencia, que nos ha creado, que no nos ha echado a un lado a pesar de nuestro pecado, y que está siempre dispuesto al perdón y a la misericordia. Ese perdón es la expresión máxima del amor, pues es en el cual Dios derrama toda su clemencia y su ternura sobre sus hijos necesitados, débiles y llenos de fallas. Dios demuestra su amor en todas nuestras circunstancias, procurando siempre para nosotros nuestro bienestar mayor, siendo infinita y continuamente providente hacia nosotros, estando siempre a nuestro favor. Pero su amor de misericordia es el que descubre más claramente su corazón clemente y paciente con nosotros, pues "nadie tiene amor más grande que Aquel que da la vida por sus amigos". Es lo que ha hecho Jesús, siendo quien descubre con más claridad ese amor infinito y eterno de Dios que se traduce en el perdón. Jesús es el enviado del Padre que acepta la misión que éste le encomienda, siempre motivado por un amor del todo incomprensible, pues es hacia quienes lo han traicionado y ofendido. "Apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros". Al hacerse hombre, Jesús asumió la tarea de que tuviéramos esas convicciones muy claras. El amor infinito de Dios es para todos, y nunca negará su amor a quien se acerca confiado y humilde a pedirlo, para ser aliviado, auxiliado y rescatado.
Por eso sorprende mucho el episodio que nos relata el encuentro de Jesús con la mujer sirofenicia que se acerca confiada a Jesús para pedir por la liberación de su hijita. "Una mujer que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró en seguida, fue a buscarlo y se le echó a los pies. La mujer era pagana, una fenicia de Siria, y le rogaba que echase el demonio de su hija". Esta mujer demuestra una confianza profunda en el poder de Jesús. Quizá ya había escuchado de las muchas maravillas que Él iba realizando por donde pasaba, y por eso se acerca a pedir el favor de Jesús. Lo hace, además, en una actitud de humildad extrema. "Se le echó a los pies", nos dice el Evangelio. No se atreve a pedir el favor sino casi oculta, en la posición de sierva. No está exigiendo, sino implorando con la mayor humildad. Jesús es sorprendentemente duro en su respuesta: "Deja que se sacien primero los hijos. No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos". Ella es pagana, es decir, no judía. Jesús da a entender que los judíos son los primeros que deben recibir el favor de Dios, y los paganos quedan excluidos de esas primicias. Son desplazados a un lugar secundario. Con esto Jesús se hace eco de una convicción que había en muchos judíos, que afirmaba que solo ellos eran los beneficiarios de la salvación que traía Dios a los hombres a través del Mesías. No obstante, si es sorprendente lo que dice Jesús, lo es más la respuesta que le da la mujer: "Señor, pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños". Ella, lo hemos dicho antes, no ha venido a Jesús a exigirle, sino a implorarle con la mayor humildad. Acepta el "maltrato" de Jesús y demuestra con esa humildad su confianza en que Dios no puede desatenderla y que es un Dios de poder y de amor para todos, incluso para aquellos que no pertenecen al pueblo judío. Ella sabe muy bien que ese amor de Dios no puede ser exclusivo para nadie. Esa firmeza y confianza de la mujer desmonta totalmente la "dureza" de Jesús y lo hace sacar el lado tierno y piadoso del amor divino: "Anda, vete, que, por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija". En otra versión del Evangelio, Jesús no puede sino reconocer la fe de la mujer: "Oh mujer, grande es tu fe; sea hecho contigo como quieres". Hay quien afirma que Jesús actuó así de manera didáctica, para que quedara claro para todos que el amor de Dios trascendía las fronteras de Israel.
Recibir el amor de Dios, como hemos dicho, requiere que nos acerquemos humildes ante Él, como lo hizo la sirofenicia. Ciertamente el amor de Dios es para todos, pero Él quiere que nos hagamos buenos receptores de ese amor. Tiene las manos tendidas hacia nosotros continuamente. Mientras estemos unidos a Él sentiremos siempre su compañía, su alivio, su consuelo. No es que nos prometa que no tendremos problemas o dificultades, tristezas o dolores. Lo que nos promete es que, tomados de su mano, jamás sucumbiremos, pues seremos aliviados, fortalecidos y confortados por su amor. Pero, al contrario, también será cierto que si nos despegamos de sus manos y nos alejamos de Él, atraeremos a nuestra vida desgracias. La peor de todas, la ausencia de su amor y de su auxilio. No porque Él los retire, sino porque nosotros los rechazamos. Con ello, nos hacemos infinitamente débiles, pues nos faltará la fuerza de su gracia. Nos faltará el alivio y la fortaleza que Él nos promete. Si estando con Él tenemos resuelta nuestra debilidad -"Cuando soy débil, soy fuerte", nos dice San Pablo-, alejándonos de Él seremos los más débiles, como nos lo dice Él mismo: "Sin mí, no pueden hacer nada". Alejarnos de Jesús es nuestra mayor desgracia. Así lo experimentó el Rey Salomón, que había recibido de Dios las mayores bendiciones, cuando decidió alejarse de Él: "Por haberte portado así conmigo, siendo infiel al pacto y a los mandatos que te di, te voy a arrancar el reino de las manos para dárselo a un siervo tuyo. No lo haré mientras vivas, en consideración a tu padre David; se lo arrancaré de la mano a tu hijo. Y ni siquiera le arrancaré todo el reino; dejaré a tu hijo una tribu, en consideración a mi siervo David y a Jerusalén, mi ciudad elegida". El que había gozado de las mayores bendiciones, las perdió casi totalmente por haberse alejado de Dios. No permitamos que nos suceda lo mismo a nosotros. Seamos como la sirofenicia, no como Salomón. Vivamos convencidos en lo más íntimo de que Dios nos ama y estemos siempre unidos a Él para recibir todas las bendiciones que quiere derramar en nuestras vidas.
Amen!
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