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lunes, 21 de junio de 2021

Responder a Dios con amor por encima de todo

 No puedes sacar al otro la mota de su ojo con una viga en el tuyo - ReL

En las Sagradas Escrituras nos encontramos la historia de la salvación, lugar en el que Dios, como primer actor, aparece por supuesto como el primer protagonista. Es quien tiene la iniciativa de la creación, de alguna manera renunciando a su intimidad totalmente satisfactoria, no en un sentido narcisista, sino en una especie de necesidad a abrirse a un amor de donación para enriquecer a otros seres con ese gran tesoro oculto y misterioso que ocultaba. Podríamos afirmar que Dios, en un momento de ese infinito que le pertenece, decidió que fuera compartido por aquellos que existirían fuera de Él, de modo que en esa experiencia hubiera un compartir único y también satisfactorio para aquellos sobre los cuales derramaba su amor. Evidentemente, Dios no perdía nada de lo que poseía, sino que alimentaba su ser con las ansias de donación a la criatura. En esta historia de salvación, por esa voluntad libérrima y solo movida por el amor, aparece en segunda instancia, el otro protagonista de toda la historia, el hombre. También de alguna manera esencial, pues era la razón última de esa salida de Dios fuera de sí mismo. Ambos protagonistas tienen sus roles bien definidos. Dios, creador, providente, dispuesto a ayudar al hombre con la concesión de todos los beneficios necesarios, por un lado. Y por el otro, el hombre, consciente de ser solo receptor de beneficios, pues es incapaz de cederse a sí mismo lo que Dios le da. Nunca debe tener la pretensión de ser causa de sus propios beneficios, pues la fuente de todos ellos es Dios y su amor por Él. Evidentemente, en esa línea de donación el hombre no puede permanecer inerte y pasivo, pues el mismo hecho de ser receptor lo debe transformar inmediatamente en ser agradecido y en asumir una responsabilidad que viene concomitante con el don, respecto a los otros iguales que son colocados en sus manos por Dios como regalos para su ser. En general, la única  manera de que esta sociedad funcione es que cada uno asuma su rol. De parte de Dios nunca habrá problema, pues Él es inmutable y eternamente fiel en su amor. La dificultad se presenta cuando es el hombre el que tiene su turno. A este se le presentarán siempre las dos opciones: la de ser fiel o la de buscar su autonomía dejando que el egoísmo lo exacerbe. Es parte de la esencia de la historia de la salvación. Y esta es la razón última del progresivo involucramiento de Dios, que busca que esa serenidad de la historia sea recuperada siempre.

Así nos encontramos con sorprendentes personajes que, en el extremo de la búsqueda de la fidelidad a Dios y a su amor, ponen toda su vida, su voluntad, su entendimiento, en las manos de quien han descubierto que solo quiere su bien, por lo cual asumen que desplazarse hacia otro lugar es un absurdo. El caso más claro de esto es Abraham, quien era un trashumante que había tenido en alguna ocasión había tenido experiencias con un Dios que prácticamente era desconocido, pero de quien percibía era bondad y amor. La invitación que le hace Dios es inusitada. Elegido para ser padre de naciones, con las grandes promesas de bendiciones extraordinarias, pues le promete conducirlo a tierras benditas que pondrá en sus manos y enriquecerlo con grandes bienes: "En aquellos días, el Señor dijo a Abrán: 'Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo'. Abrán marchó, como le había dicho el Señor, y con él marchó Lot. Abrán tenía setenta y cinco años cuando salió de Harán. Abrán llevó consigo a Saray, su mujer, a Lot, su sobrino, todo lo que había adquirido y todos los esclavos que había ganado en Harán. Salieron en dirección de Canaán y llegaron a la tierra de Canaán. Abrán atravesó el país hasta la región de Siquén, hasta la encina de Moré. En aquel tiempo habitaban allí los cananeos. El Señor se apareció a Abrán y le dijo: 'A tu descendencia le daré esta tierra'. Él construyó allí un altar en honor del Señor, que se le había aparecido. Desde allí continuó hacia las montañas al este de Betel, y plantó allí su tienda, con Betel a poniente y Ay a levante; construyó allí un altar al Señor e invocó el nombre del Señor. Abrán se trasladó por etapas al Negueb". Ha sido un abandono extraordinario, pues colocaba todo su bienestar, su futuro, sus bienes, en las manos de prácticamente un desconocido. Su respuesta fue fantástica, pues la prenda de esa promesa era simplemente una voz que le hablaba desde el cielo.

Es necesario buscar una razón lógica a esta respuesta. Nuestra acuciosidad y nuestra curiosidad de seres limitados, necesita sustentar esta respuesta en una razón que le dé lógica, para poder tenerla como emblema para nuestra propia conducta ante las peticiones que nos pueda hacer Dios, que seguramente irán siempre en la misma línea. Dios nunca suele pedirnos cosas distintas, pues sabe perfectamente hasta dónde podemos llegar. Su delicadeza es extrema. Y por eso también al comprendernos, nunca pondrá a alguien una exigencia mayor de la natural. Serán siempre demostraciones de su amor por nosotros. A la par que pone la exigencia, nos abre la perspectiva de la solución, pues al sabernos limitados está muy consciente que con frecuencia nos sentiremos desventajados para lograrlo, y por ello se ofrecerá siempre como el primer apoyo. De este modo, entendemos que en su deseo de nuestro mejoramiento, nos pondrá a la vista su exigencia de avanzar en la asunción de los compromisos. No lo debemos entender como una imposición tiránica en la que Él quiera demostrar su dominio o su poder sobre nosotros. Al contrario, movido por su amor, es una nueva manifestación de él, pues sabe muy bien que avanzando en ese camino de exigencia y de abandono en su voluntad está nuestra felicidad, tal como lo comprendió Abraham, y por ello llegó con alegría a disfrutar de todos los beneficios que se le habían prometido: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'No juzguen y no los juzgarán; porque los van a juzgar como juzguen ustedes, y la medida que usen, la usarán con ustedes. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: 'Déjame que te saque la mota del ojo', teniendo una viga en el tuyo? Hipócrita; sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano". La meta es la perfección. Y es la perfección convivida con los hermanos, a los cuales siempre debemos considerar superiores a nosotros. Es la clave de la serenidad personal, y la de poder adelantar cada vez más hacia nuestra meta final. Así como Abraham, y otros grandes personajes de esta sagrada historia de la salvación, fueron capaces de entenderlo, así mismo lo somos cada uno de nosotros. Ellos entendieron que esa era el camino hacia la meta. Y ese es nuestro mismo camino.

lunes, 17 de agosto de 2020

Está mal lo que, estando bien, puede estar mejor

 Anda, vende todo lo que tienes y luego sígueme | Vivir en el ...

En la mente de todo hombre llega un momento del encuentro consigo mismo, en el que éste se pone ante sí a la luz de lo que está llamado a ser, se da la asunción de lo que ha ido construyendo en su vida con sus actitudes y conductas, se percata de lo que realmente es y lo contrasta con lo que desearía ser en realidad. Es una especie de balance personal de vida. Este momento puede llegar naturalmente, sin pretenderlo ni buscarlo. En ocasiones se da pacíficamente y se asume con serenidad. En otras oportunidades es un choque frontal entre la realidad y lo ideal. Si lo que se descubre es, en cierto modo, un haberse conducido por las rutas indicadas desde el principio, basta con corregir algún pequeño desvío y tomar con madurez las decisiones que hacen corregir los entuertos que existan. Pero si lo que se encuentra es algo totalmente distinto de lo que debió ser y de lo que se debió construir, la reacción puede ser realmente trágica. Cuando el hombre se percata de que ha ido avanzando por rutas totalmente equivocadas y que ha ido haciendo de su vida una realidad frontalmente distinta de la que ha debido ser, puede llegar a tener una sensación de haber perdido el tiempo y de haber estado viviendo una vida desechable. Ante esto, se presenta una encrucijada: o se decide a seguir llevando esa dirección, desviando su vista de la realidad desastrosa en la que se ha convertido para seguir adelante como si no le importara nada, o habiéndose dado cuenta de su terrible realidad, emprender un camino de conversión que lo rescate de la oscuridad y lo conduzca a la luz de la vida que debe asumir. Este momento puede venir, como decíamos, por un choque frontal que nos cuestiona profundamente. El encuentro con los valores perdidos, con las conductas de bien nunca asumidas, con los pensamientos constructivos que fueron desechados, se puede dar de manera brutal, cuando nos encontramos con algún personaje que pone delante de nosotros esa cruda realidad. El resultado puede ser esperanzador, pues se convierte en una invitación a la conversión, y por lo tanto a la asunción de nuevas rutas que llegan a ser entusiasmantes en cuanto se vive la satisfacción de estar haciendo lo que se debe hacer, aunque naturalmente exija un esfuerzo a veces muy grande pues se tratará de eliminar gustos y tendencias que pueden estar muy arraigados, o puede ser destructivo en cuanto el sujeto se percata de que su construcción no tiene asidero de donde agarrarse y puede irse toda por la borda.

Se acerca a lo que vivió el joven rico del Evangelio, que seguramente se encontró con este personaje que lo puso en evidencia y lo hizo desviar su mirada hacia sí mismo y encontrarse ante la construcción que había hecho de sí mismo: "Se acercó uno a Jesús y le preguntó: 'Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?'" Seguramente este joven iba muy tranquilo por su vida, sin preocuparse al extremo por echar la vista sobre lo que ella debía ser y sobre la bondad o no de la ruta que iba avanzando. No es que se hubiera encontrado ante alguien que sintiera que lo hiciera echar su vida entera por la borda, pero sí se había encontrado ante alguien que lo hizo realizar un alto en su camino y revisarse. No fue de una manera traumática, porque al fin y al cabo, ante la primera propuesta de Jesús no se reconoce tan malo: "'Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos'. Él le preguntó: '¿Cuáles?' Jesús le contestó: 'No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo'. El joven le dijo: 'Todo eso lo he cumplido'". Este joven reconoce delante del Maestro que ha cumplido los mandamientos sin problemas. Que alguien sea capaz de decir esto delante de Jesús es realmente extraordinario. No es tan sencillo, haciendo una retrospectiva de lo que ha sido la propia vida, reconocer con transparencia que en general se ha cumplido casi perfectamente con los mandamientos. No muchos, ciertamente, lo pueden hacer. Pero este joven sí lo pudo hacer. Podríamos afirmar casi con toda seguridad que era un joven que podemos llamar "bueno". Pero Jesús, experto en hacer abandonar los mínimos para poner la vista en los máximos, no se contentó con que este joven fuera "bueno", sino que lo quería "mejor". No bastaba que el joven se contentara con lo que ya había hecho de su vida, sino que en él debía nacer la inquietud de ser cada vez mejor. La vida no puede terminar en unos pasos sin más. La vida consta de un caminar sin parar, en el que se dé un avance continuo y no exista la sensación de que ya se llegó a la meta. La meta es la de la perfección, la de apuntar siempre más alto, la de sentirse entusiasmado en avanzar cada vez más, para poder adelantar en ese camino hacia la perfección. La meta es la perfección, en la que no puede haber el satisfacerse con medias tintas o mediocridades. Ni siquiera con la bondad, cuando esa bondad puede ir siempre a más. Si se es malo, se debe procurar ser bueno. Y si se es bueno, se debe procurar ser mejor

Por eso, Jesús le hace una propuesta de perfección al joven: "Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo— y luego ven y sígueme". No te conformes, entonces -le dice-, con simplemente ser bueno. Procura ser mejor y llegar a la perfección. Así mismo nos pide Jesús a cada uno de nosotros. Si hacemos la revisión de nuestra vida en el encuentro con Él, cuando nos confronta con lo que somos y lo comparamos con lo que debemos ser, nunca busca que nos sintamos satisfechos con lo que nos encontramos. Si es malo, quiere que lo convirtamos en bueno. Y si es bueno, quiere que apuntemos a ser mejores. Jesús no quiere brazos cruzados delante de Él. Su llamado es un continuo acicate al avance, que al fin y al cabo es nuestra felicidad, pues se trata de nuestro avance hacia la plenitud. De ninguna manera el hombre puede estar satisfecho con simplemente hacer lo mínimo aunque sea bueno. Si sabemos que tenemos la capacidad de ser mejores, nuestra felicidad no está en conformarnos con lo mínimo. Nos sentimos felices solo cuando estamos conscientes de que hemos puesto lo mejor de nosotros, nunca cuando lo estamos de haber hecho lo mínimo. "Está mal lo que, estando bien, puede estar mejor". Debe ser nuestra máxima. Si sabemos que podemos hacer algo mejor, no podemos contentarnos con haberlo hecho "bien". Es lo que ha exigido Dios desde el origen de nuestra existencia. Por ello, en nuestra naturaleza está inscrita la llamada a la perfección. Lo vivió Israel y lo vive hoy cada hombre, como invitación al orgullo de ser hijos de Dios, convocados a responder por amor al que nos ha llamado, no simplemente por un orgullo malsano que exacerbe nuestra vanidad, sino por saber que estamos respondiendo a un Dios que nos quiere buenos y mejores para Él: "Voy a profanar mi santuario, el baluarte del que estáis orgullosos, encanto de vuestros ojos, esperanza de vuestra vida". Lo que nos debe motivar es que estaremos respondiendo al Dios del amor, queriendo acercarnos más a su perfección, porque lo amamos a Él y amamos a nuestros hermanos. Porque queremos ser mejores nosotros para lograr que con nuestro esfuerzo se construya un mundo mejor que beneficie a todos. Avanzar en la perfección no es una invitación a creernos mejores, sino a servir mejor. A entregarnos con más ilusión a Dios. A servir con más alegría a nuestros hermanos. Esa es la verdadera perfección.

jueves, 13 de agosto de 2020

Dios perdona exageradamente porque ama exageradamente

 Setenta veces siete | El Informador :: Noticias de Jalisco, México ...


Jesús no se cansa de ponernos cuesta arriba el camino hacia la perfección. Su enseñanza es continuamente cuestionadora, retadora, transgresora del orden normal. De alguna manera es por ello que lo llamamos "el Maestro", pues se ha ganado el título a fuerza de la novedad que es parte de lo que enseña, que no es lo tradicional de lo que se ha escuchado siempre de las voces de otros que se llaman maestros, pero que no calan tan profundo como las palabras que Jesús pronuncia: "Las multitudes se admiraban de su enseñanza; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas". El nivel en el que coloca su exigencia es muy superior al de aquellos, que no producen ningún aspaviento, pues sus exigencias son las "normales", las del día a día, las que no exigen un mayor compromiso, ni un cambio, sino un simple ir adelante sin mayores esfuerzos, solo el de cumplir con los mínimos. Para Jesús los mínimos no deben existir en sus discípulos: "Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa recibirán? ¿Acaso no hacen eso hasta los recaudadores de impuestos? Y, si saludan a sus hermanos solamente, ¿qué de más hacen ustedes? ¿Acaso no hacen esto hasta los gentiles? Por tanto, sean perfectos, así como su Padre celestial es perfecto". Lo propio del discípulo de Jesús es el camino de la perfección, en procura de la perfección del mismísimo Dios, no la "normalidad" en la que vive el rebaño que no piensa ni se exige más allá de lo que vive cotidianamente. Por ello, Jesús, el Maestro, en su enseñanza no puede traicionar su objetivo. Su llamada a la perfección pone nuestro camino cuesta arriba porque no puede ser de otra manera. El discípulo de Jesús es el que nada contra corriente, el que camina en sentido contrario al que va el rebaño, el que es trasgresor no porque incumple las leyes sino porque lleva el cumplimiento de ellas al grado superlativo, el que se caracteriza no por hacer las cosas con la mayor de las normalidades sino porque las hace con toda la normalidad aderezándolas con el condimento del amor y de la fidelidad a Dios y a los hermanos en la búsqueda siempre del bien mayor para todos. Los mínimos no le son satisfactorios pues ellos solo apuntan a la mediocridad, y ésta, a la larga, es desaparición de la buena calidad. Y eso no se lo puede permitir el buen discípulo de Jesús. Su meta es la perfección. El camino se hace cuesta arriba porque no estamos acostumbrados a ver la meta de la perfección, sino que nos quedamos solo viendo las huellas que vamos dejando en nuestro caminar cansino y rutinario. Jesús es Maestro porque nos atrae hacia lo más alto. Si no fuera así, no sería Maestro. Porque es Maestro nos exige, nos pone la ruta más exigente, nos llama a la plenitud, nos anima a la felicidad plena y no a la simple rutina.

Cuando Pedro le pregunta a Jesús sobre las veces que hay que perdonar, le está planteando una inquietud muy lícita. Ya Jesús en sus enseñanzas ha presentado la necesidad de perdonar al hermano. Incluso podríamos decir que Pedro está siendo realmente generoso en la propuesta de perdón que hace. Pero Jesús sobrepasa la buena oferta de Pedro y rompe el barómetro de la medición del perdón: "Acercándose Pedro a Jesús le preguntó: 'Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?' Jesús le contesta: 'No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete'". La oferta de Pedro, decimos, es realmente generosa. Habría que preguntarse quién de nosotros está dispuesto a perdonar hasta siete veces a quien nos ha ofendido. Una y otra vez. Una vez tras otra. Es realmente heroico. Pedro no se está quedando en lo mínimo, sino que apunta a un máximo bastante alto. Pero Jesús no se contenta ni siquiera con eso. El Maestro enseña a no tener medida en el perdón. No hay que llevar contabilidad en ello, pues el corazón que ama y perdona no tiene medidas. La medida es la de la perfección del Padre. Y debemos agradecer realmente de corazón que el Padre no tenga la medida del perdón. Ni siquiera la heroica que propone Pedro. De ser así, ¿desde cuándo se hubieran agotado los perdones que Dios debía darnos? Setenta veces siete entra dentro de lo que llamamos hiperbólico en el lenguaje bíblico. Lo hiperbólico es lo exagerado, lo absurdo. Y el perdón, según Jesús, debe ser exagerado, llegando incluso a lo absurdo en la medida de lo que es razonable humanamente hablando, pues al usar esa expresión, Jesús simplemente está diciendo "siempre". ¿Cuantas veces debemos perdonar? Siempre... Esa es la respuesta de Jesús. Y es su respuesta porque es lo que hace el Padre Dios, que no se cansa jamás de perdonarnos. Porque nos ama con amor eterno e infinito, nunca nos negará su perdón cuando nos acercamos humildes y arrepentidos a solicitárselo. Y porque así lo hace el Padre, quien es discípulo de Jesús y acepta su invitación de seguimiento, acepta también su invitación a la perfección como la del Padre: "Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto".

Para dejarlo aún más claro, Jesús pronuncia la parábola del criado injusto: "Se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus criados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: 'Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo'. Se compadeció el señor de aquel criado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero al salir, el criado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba diciendo: 'Págame lo que me debes'. El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: 'Ten paciencia conmigo y te lo pagaré'. Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía". La hipérbole esta vez es usada por Jesús para dar a entender el absurdo en el que somos capaces de caer los hombres. Exigimos para nosotros lo mejor, y procuramos para los otros lo peor. Queremos que la misericordia y el perdón de Dios esté siempre a nuestro lado, pero no estamos nosotros dispuestos a ser misericordiosos con nuestros hermanos. Utilizamos una doble rasante para las mediciones. Usamos la ley del embudo y colocamos lo ancho para nosotros y lo estrecho para los demás. Jesús, sabiamente, nos enseña a no ser injustos. Incluso llega a comprometernos de tal modo en el perdón debido a los hermanos, que cuando nos enseña el Padrenuestro como oración propia de los hijos de Dios, condiciona el perdón que Dios pueda darnos al perdón que nosotros otorguemos anticipadamente a los hermanos: "Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden". Si nosotros no perdonamos, Dios no nos perdonará. El perdón surge de un corazón que ama. Y quien se habitúa a vivir en el amor de Dios y en el amor a los hermanos, podrá vivir el perdón como condición natural de vida. Y llegar al extremo de Jesús quien, desde la cruz, llegó a perdonar incluso a quienes lo estaban asesinando, y pidió a Dios que los perdonara: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". Porque Jesús amó, perdonó. Quien no perdona, no ama. Quien ama está siempre dispuesto a dar nuevas oportunidades. Por eso, el perdón es siempre un nuevo inicio. Puede ser que la exigencia nos ponga el camino cuesta arriba, pero lo cierto es que nos lo hace también tremendamente atractivo, pues es iniciar una y otra vez el camino de perfección al que nos llama Jesús, que es el camino de la plenitud y de la felicidad sin fin, al llegar a la perfección del Padre que nos espera en el cielo

viernes, 12 de junio de 2020

Jesús no me deja solo. Me exige y me da la fuerza para lograrlo

La plenitud del amor

Para los cristianos está claro que Jesús no quiere medias tintas ni mediocridades. Cuando Jesús llama, lo hace desde el amor que plenifica y fortalece. Es un amor que comprende al hombre perfectamente porque lo conoce perfectamente. En Jesús hay un doble movimiento: exigencia y comprensión. Al haber surgido, desde nuestro primer momento de existencia, de sus manos creadoras, todopoderosas y amorosas, tenemos la seguridad de que no hay absolutamente nada de nosotros que le pueda permanecer oculto. Nos conoce mejor que lo que nosotros mismos nos conocemos. Sabe de lo que somos capaces, cuáles son nuestras fuerzas para avanzar, cuáles con las cosas que nos ilusionan y que nos atraen más. Pero también conoce muy bien cuáles son nuestras limitaciones, cuál es el límite de nuestras fuerzas, ante qué obstáculos sucumbiremos. Aunque nosotros nos empeñemos en querer ocultarle algo, tenemos que estar conscientes de que jamás lo lograremos, pues toda nuestra vida está siempre en su presencia. Quizá podremos llegar a ocultarlo ante otras personas. Incluso quizá podremos convencerlos de que poseemos virtudes o capacidades que realmente no tenemos. Pero, en ese caso, al único que no podremos jamás engañar es a Jesús, pues ante Él nuestra vida es prístina y transparente. Por estar consciente de nuestras capacidades es que nos exige. Sabe muy bien hasta dónde podremos llegar. Pero a esto se añade que está siempre a nuestro lado, haciendo posible que lleguemos incluso más allá de lo que nuestras fuerzas nos permitan. Su exigencia es, en cierto modo, una exigencia a sí mismo, pues sería de esta manera una respuesta suya a la convicción humana de la propia imposibilidad y de la necesidad de que haya una fuerza superior que lo soporte y lo impulse, lo que hace necesaria siempre su buena disposición. Es necesario que Jesús, al colocar la exigencia, coloque también su disponibilidad a apoyar, a dar sustento, a fortalecer. "Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos". Es, en cierta manera, la afirmación de esa disponibilidad continua que hay en Él, para que el hombre sepa que no está solo en el camino de respuesta a las exigencias mayores de Jesús. Conociendo perfectamente al hombre, sabe hasta dónde es capaz de llegar y cuándo debe ofrecer su brazo robusto de Dios poderoso y misericordioso para fortalecer al hombre en su avance hacia la perfección.

No es absurdo, por lo tanto, conocer las exigencias de Jesús: "Han oído ustedes que se dijo: 'No cometerás adulterio'. Pero yo les digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón. Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en la 'gehenna'. Si tu mano derecha te induce a pecar, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero a la 'gehenna'". La invitación es a la pureza de corazón, en la que se invita, realmente, a la mirada limpia que logra tener quien abre su corazón a Dios y lo hace habitar en él. Esta plenitud, lo sabe Jesús, es el producto de un camino de perfeccionamiento en el que se avanza esforzadamente y que solo se logra cuando el hombre ha llegado a la convicción de no poder contar solo con sus propias fuerzas, pues estas lo traicionarán cuando menos lo piense. Si se decide a caminar solo por estas rutas, únicamente obtendrá derrotas y frustraciones. Será entonces que tomará la convicción total de necesitar un apoyo superior. "Sin mí no pueden hacer nada", dice Jesús. Y esta es la clave para comprender y descubrir cuál es la manera ideal con la que se podrá avanzar sin escollos. Si Jesús afirma que sin Él no podremos hacer nada, nos está haciendo entender que con Él lo podremos hacer todo. No son nuestras solas fuerzas las que lograrán que avancemos en el camino de la perfección, sino que junto a ellas podemos contar con la fuerza todopoderosa de Jesús que nunca nos falla. Él está siempre disponible. Será por lo tanto, nuestra convicción absoluta de que cuando Jesús pide algo no lo deja solo a nuestro arbitrio, sino que se está comprometiendo con nosotros a hacerlo posible, pues Él se embarca con nosotros en esa aventura de perfeccionamiento. Él pide y exige, pero deja implícito que comprendamos que también está disponible para apoyar. Con la ayuda de Jesús, la perfección será posible. Sin la ayuda de Jesús, será imposible. Abrir el corazón para que venga Jesús a habitar en Él es, entonces, imprescindible para avanzar en ese camino. Cuando desde nuestra lejanía de Jesús, si es lo que vivimos, conocemos de sus exigencias, siempre nos parecerá imposible e incluso inhumano el que se nos exijan tales cosas. Una persona que no tiene experiencia religiosa de encuentro con Jesús, al percatarse de las exigencias que pone, lejos de sentirse animada a seguirlo, tendrá la tentación de huir de Él y alejarse más. Por ello, lo primero, antes de colocar las exigencias como avales para el seguimiento de Cristo, debemos colocar su oferta de amor y de compañía, y la confianza que podemos tener en su amor que nunca nos faltará.

Un cristiano que realmente se deje arrebatar el corazón por estas cosas, lejos de sentir angustia por la exigencia de avance en la perfección que pone Jesús ante la vista, al convencerse de que no será solo con su esfuerzo que lo logrará, sino que lo hará con esa ayuda segura de Jesús que nunca le faltará, pues su disponibilidad es total y absoluta, siente una gran paz. En cierto modo, vive con la convicción de que su responsabilidad así no es solo suya, sino además de quien le está poniendo la exigencia y pondrá también en él las fuerzas que lo harán capaces de responder adecuadamente a ella. Es la paz que se siente cuando sabes que tienes que hacer tu parte, pero estás convencido de que el esfuerzo siempre llegará a buen puerto pues en su momento contarás con una fuerza superior invencible de la que al final depende todo y con la que con toda seguridad se terminará venciendo. Esa misma paz es la que vivió el profeta Elías, cuando pasó Dios frente a la cueva en la que se refugiaba. Lo descubrió en la brisa suave y pacífica, no en la debacle: "Entonces pasó el Señor y hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebraba las rocas ante el Señor, aunque en el huracán no estaba el Señor. Después del huracán, un terremoto, pero en el terremoto no estaba el Señor. Después del terremoto fuego, pero en el fuego tampoco estaba el Señor. Después del fuego el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se mantuvo en pie a la entrada de la cueva". Dios no estaba en lo que creaba angustia y destrucción. Es signo del hombre que tiene la inquietud en su corazón por las exigencias que pone el Señor en su vida. Dios estaba en la brisa suave, que es signo de la paz que vive quien se sabe en las manos de Dios y que en todo lo que Él pida siempre tendrá su ayuda y su amor todopoderoso que lo anima y lo capacita. Es lo que siente el cristiano. Un verdadero cristiano no se desespera por lo que le pide Dios, sino que siente la paz en su corazón, pues está convencido de que su respuesta no dependerá solo de él que, por supuesto, tiene que poner sus fuerzas en acción, pero que sabe que podrá hacer solo lo que sus mismas fuerzas le permitan y que tendrá que dejar paso en su momento a la fuerza del amor de Dios que completará el trayecto. Cumplir esa meta es su búsqueda final, porque tiene a Dios tan arraigado en él que no quiere fallarle. Dice lo mismo que dijo Elías: "Ardo en celo por el Señor, Dios del universo". Su alegría es ser fiel, avanzar en el camino de perfección, confiar radicalmente en el Señor que lo ama, lo elige y le exige. Es el amor el que hace posible todo este movimiento. Dios elige por amor, exige por amor, comprende por amor y capacita por amor.

jueves, 11 de junio de 2020

Con Jesús se puede llegar a ser perfecto como el Padre celestial

Antes de presentar tu ofrenda vete a reconciliarte con tu hermano ...

Una de las llamadas más exigentes que hace Jesús a sus discípulos es la del seguimiento de las huellas del Padre Dios: "Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto". Ante ella, surgen inmediatamente diversas reacciones en el pensamiento de cada uno. Por un lado, se piensa en la imposibilidad de llegar a esa perfección, pues somos débiles y estamos llenos de fallas. Continuamente estamos cayendo en pecados, en imperfecciones. Por más que nos esforcemos, siempre surgirán piedras en el camino que nos harán tropezar y caer. De allí que nazca también una especie de desilusión ante la que sucumbimos fatalmente y llegamos a sacar la conclusión de que entonces esa llamada no es para nosotros, pues ese nivel de perfección es imposible. Por otro lado, podemos pensar que solo unos espíritus privilegiados pueden llegar a tal grado de perfección, como es el caso de los grandes santos de la historia, a los cuales consideramos espíritus elevadísimos, a quienes es imposible seguir y ni siquiera imitar, pues nuestra característica principal es la de la debilidad y la inconsecuencia, por lo que si emprendemos un camino que nos llame al esfuerzo caeremos en él y lo dejaremos pues lo consideramos demasiado exigente. Nuestra conclusión es que si no lo vamos a lograr nunca, no vale la pena esforzarse. De esta manera, la idea que nos hacemos entonces es la del absurdo de la invitación de Jesús, pues está poniendo una exigencia excesivamente elevada para nosotros, unos seres que jamás podrán llegar a cumplirla. En efecto, llegamos a pensar que Jesús le está pidiendo peras al olmo, pues nosotros nunca podremos llegar al grado de perfección del Padre. Sería en Jesús una inconsciencia, por cuanto conociéndonos como nos conoce, pues hemos surgido de sus manos creadoras, coloca una exigencia en la que Él sabría muy bien que jamás podríamos dar una respuesta satisfactoria. Incluso pudiéramos llegar a pensar que está cometiendo una injusticia, pues habiéndonos creado y conociéndonos mejor de lo que nosotros mismos nos conocemos, sabe cuáles son nuestras limitaciones y conoce perfectamente hasta dónde podemos llegar. Es algo que no cuadraría con su ser de amor, pues sabiendo lo que somos y nuestras limitaciones, estaría poniendo una exigencia absurda. Esto estaría muy cercano a una actuación malintencionada, que hablaría de una subyacente maldad. Jesús sería "un dios malo", pues no estaría actuando de acuerdo a lo que actuaría el amor.

Debe surgir en nosotros, en consecuencia, la pregunta lógica: ¿De verdad Jesús nos está pidiendo algo imposible? ¿Es injusto Jesús, al grado de pedirnos algo que Él sabe muy bien que jamás podremos cumplir? La respuesta que surge de inmediato es, por supuesto, que no. Jesús jamás nos pide imposibles y, evidentemente, nunca puede ser injusto, pues Él es Dios y en Dios jamás puede haber cualidades alejadas del bien y del amor. Por lo que, como consecuencia lógica, debemos concluir que sí es posible avanzar hacia la perfección del Padre y que cuando Jesús nos lo pide no está pidiéndonos esfuerzos sobrehumanos, dejando solo a nuestro arbitrio el poder alcanzarla. Él estaría apuntando a una etapa superior en nuestra vida humana, en la que ya no será solo con nuestro esfuerzo humano que avanzaremos en ese camino, sino que estaríamos contando con un esfuerzo que ya no será solo el nuestro, sino también el de Él, que estaría dispuesto a llenarnos de su gracia, de su amor y de su fuerza, para avanzar sólidamente en ese camino. "Sin mí no pueden hacer nada", nos ha dicho claramente. Si le damos la vuelta a la frase y la convertimos en la afirmación más contundente de la necesidad de la ayuda de Jesús, la frase diría: "Conmigo lo pueden hacer todo". Lo dijo San Pablo, ya convencido de la necesidad de esa presencia de Jesús en el caminar de fe del cristiano: "Todo lo puedo en aquel que me da la fuerza". San Pablo, como todos los cristianos, fue invitado a alcanzar esa perfección del Padre. Y en su lucha interior, clarísimamente descrita por él mismo, tuvo que llegar a esa convicción. Es imposible avanzar hacia esa perfección a la que nos llama Jesús por los propios esfuerzos o con medios personales. Solo se podrá lograr añadiendo en nuestra lucha al mejor aliado, que es Jesús mismo. Por ello, en la descripción de su itinerario espiritual, muy sabiamente San Pablo nos dejó la clave: "Muy a gusto presumo de mis debilidades, pues entonces residirá en mí la fuerza de Cristo. Cuando soy débil soy fuerte". Es la paradoja que debe reinar en el corazón de cada cristiano. En primer lugar reconocer su propia incapacidad. Pero en segundo lugar, y como paso insoslayable, reconocer que solo con Cristo se podrá avanzar. Lo resumen perfectamente los cursillistas de cristiandad cuando se hacen eco de la frase de Manolo Llanos en su martirio: "¡Cristo y yo, mayoría aplastante!"

Se entiende entonces que Jesús coloque exigencias tan altas a los cristianos. No deben contentarse con medidas mínimas: "Si la justicia de ustedes no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos". Hay que apuntar más alto. Jesús eleva la exigencia porque está dispuesto a estar presente en la vida de los cristianos. Cambia el "Ustedes han oído" de la antigüedad, por el "Pero ahora yo les digo" suyo, en el cual da un paso adelante, sube un escalón. En cierto modo es la asunción de su parte de un compromiso más profundo de presencia. Al saber que el hombre solo no puede llegar a cumplir en ese nivel de exigencia, asume que Él deberá estar más presente en esas vidas, apoyando, animando, llenando de ilusión y fortaleciendo. Él debe hacer sentir a cada cristiano su presencia para que no llegue a sentir la frustración por la imposibilidad de avanzar solo. Así lo vivió San Pablo: "Vivo yo, pero ya no soy yo. Es Cristo quien vive en mí". Por eso fue capaz de lanzarse a la aventura de buscar vivir la perfección del Padre. Y así lo vivió todo el que fue elegido por Jesús para anunciar su amor y su salvación al mundo: "'Apártenme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado'. Entonces, después de ayunar y orar, les impusieron las manos y los enviaron". El gesto de la imposición de manos era la confirmación de que iban con una presencia superior en sus vidas. Iban con Aquel que los elegía y los enviaba. Jesús no fue nunca irresponsable abandonando a quienes elegía y enviaba. Cuando los enviaba, se embarcaba con ellos en esa misma aventura. Era su fuerza, su palabra, su ilusión y su alegría la que llenaba a cada discípulo que se lanzaba al camino. Por eso fueron capaces de convertir el mundo entero conocido. Es imposible que la sola fuerza humana pudiera hacer llegar tan lejos ese mensaje de Jesús. Se logró gracias a que el Señor estaba allí con cada uno. Debemos siempre pensar entonces que Jesús ni es injusto, ni es malo, ni es irresponsable. Cuando nos pide algo ya antes ha pensado bien cómo hacer para facilitarnos el camino. La llamada a la perfección no es una llamada a algo imposible. Es la meta a la que somos convocados. Es la vivencia perfecta del amor, que es la esencia profunda de Dios. Y eso sí que podemos alcanzarlo cada uno, confiando en Jesús y en su inhabitación en nuestros corazones. Emprender el camino hacia esa meta de la perfección del Padre es ya responder afirmativamente a la llamada de Jesús. Aunque no alcancemos esa meta en esta vida y sucumbamos una y otra vez por nuestras debilidades, nuestras fallas y nuestro pecado, el hecho de seguir confiando en Jesús y seguir haciéndolo nuestro aliado, colocando nuestra mirada siempre en la meta a alcanzar, hace que nuestro caminar valga la pena. Es la fuerza del amor, que nos impulsa a ser siempre mejores, a pesar de nosotros mismos.

sábado, 21 de marzo de 2020

Porque me conozco cada vez más, me acerco más a tu amor misericordioso

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San Agustín nos enseña, quizás con algo de exageración pero también sin duda con tino didáctico, la manera de reconocernos delante de Dios: "Que te conozca, Señor, para que te ame; que me conozca, para que me desprecie". San Agustín es hijo del pesimismo espiritual platónico, que consideraba todo el mundo material sumido en la sombra de lo malo. Toda la realidad no es sino una sombra amarga del mundo ideal en el que todo es perfecto y del cual lo cotidiano es deudor absoluto. Sin embargo, tratando de quitar la maleza pesimista con la cual puede estar contaminada la espiritualidad agustiniana, no podemos sino aceptar que la maldad tiene su raíz en la soberbia humana, animada por el demonio, que llega a considerar al hombre superior incluso a Dios. Todo lo de Dios es perfecto y está embargado de bondad. Y todo el mal que hay en el mundo surge de la voluntad humana que se cree mejor y que se considera por encima de la voluntad divina. No quiere decir que en el hombre haya solo maldad, sino que todo lo malo surge del hombre. No es falso que en esta consideración podemos inscribirnos todos, por cuanto la marca de la traición a la perfección con la cual el Señor nos creó, la tenemos todos inscrita en nuestro corazón desde que entró el pecado en el mundo. Por ello, podemos afirmar que no estaba mal encaminado Agustín cuando nos invita a profundizar en la perfección de Dios, contemplándolo a Él en su ser íntimo y descubriendo el amor que es su esencia, y a nadar en la maldad, poniendo ante nuestra vista la conducta humana que atrajo el mal a la creación con su traición. Un espíritu ansioso es el que quiere buscar el sosiego y el refugio en la bondad natural, en la perfección, en la paz que da el amor esencial de Dios. El que ha perdido ese tesoro, habiéndolo probado previamente, añora poder recuperarlo. Quien se queda contemplando solo su interior, regodeándose de sí mismo, sin poner el punto de comparación en la suprema bondad, en la perfección plena, en el amor infinito de Dios, jamás podrá salir de su burbuja y siempre tendrá los límites que se impone su propia visión, reducida a lo mínimo de su propio ser, incapaz de percibir el panorama infinito que puede ofrecer una mirada objetiva al Dios del amor. En este caso se inscriben quienes se consideran la suma de las perfecciones, haciéndose a sí mismos medida para el universo.

El fariseo de la parábola es ese que delante de Dios hace gala de su propia perfección. Casi podríamos afirmar que después de su "oración", éste espera el aplauso y el reconocimiento de Dios y de toda la corte celestial. Dios debería agradecerle su bondad y su empeño en evitar la contaminación de los malos: "¡Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo". Añora la perfección, de la cual se erige como modelo ejemplar, pero desprecia a los imperfectos, que serían todos los demás hombres. No es su gala la fraternidad, sino la soberbia al creerse superior. En ningún momento considera la posibilidad de hacerse solidario con los demás, sino que, al contrario, busca alejarse cada vez más de ellos para no "contaminarse". Quien quiera ser bueno, debe acercarse a él y comportarse igual, pues él es la suma de las bondades. ¡Cuántos hombres y mujeres de hoy somos iguales! Nos creemos la medida de todo, todo debería ser hecho como lo hacemos nosotros, todos deberían siempre reaccionar como reaccionamos nosotros, si todos hubieran actuado como lo hubiéramos hecho nosotros las cosas estarían mucho mejor... No nos preocupa que haya quienes tengan necesidad, sino que se fijen en nosotros y en nuestras perfecciones. Por ello, nadie, ni siquiera Dios, puede censurarnos ni sugerirnos formas distintas de actuar, pues nosotros tenemos la receta del perfecto comportamiento. No hacemos el mal y cumplimos siempre "fielmente" con Dios, pero no movemos un dedo para hacer el bien a nadie. Somos infructuosos y estériles en buenas obras, por lo cual el mundo se muere en su desgracia. No somos capaces de mirarnos con objetividad, por lo cual está muy lejos la posibilidad de reconocer alguna falta o alguna debilidad en nosotros. Al no mirarnos así, jamás podremos reconocer que haya cosas en nosotros que debamos despreciar.

Contrasta esta actitud del fariseo con la del publicano. Jesús mete el dedo en la llaga de sus oyentes, por cuanto los publicanos son para los judíos el prototipo de los traidores y de los pecadores públicos, despreciados por sus mismos conciudadanos, y aun así, se atreve a ponerlos como ejemplo, dándoles de esta manera una bofetada a su orgullo malsano. Destaca la humildad con la que el publicano se reconoce a sí mismo en lo que es: "Quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: '¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador'". El desprecio que podía sentir él de sí mismo, lo dejaba en las manos del Dios de Justicia. Su confianza estaba radicada sólidamente en el amor y la misericordia divinas. Él mismo no podía hacer nada con sus propias fuerzas para remediar su mal, sino que lo ponía todo en las manos del Dios poderoso y clemente, que es quien tiene en sus manos el perdón y la salvación. La oración de Oseas se hace realidad práctica en su vida: "Vamos, volvamos al Señor. Porque él ha desgarrado, y él nos curará; él nos ha golpeado, y él nos vendará. En dos días nos volverá a la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia y comprenderemos". Solo Dios tiene el poder para hacer resurgir de las cenizas del pecado. Eso lo sabía muy bien el publicano, quien se conocía perfectamente y reconocía su condición pecadora, por lo cual solo quedaba el desprecio a sí mismo. Pero también demostraba que conocía perfectamente al Dios de amor y misericordia y por ello se abandonaba fielmente en ese amor que es capaz de limpiar lo más íntimo de nuestras entrañas contaminadas. El publicano es el ejemplo perfecto de lo que debe ser nuestro itinerario espiritual. Éste debe avanzar en el abandono confiado, filial y esperanzado en el amor del único que puede remediar los males de nuestro espíritu. Debe invitarnos a mirarnos hacia dentro, descubriendo la raíz del mal que nos invade, haciéndonos asumir nuestra responsabilidad al dejarnos llevar por la soberbia espiritual que nos hace creernos perfectos y por encima de toda norma superior. Debe lograr en nosotros una conciencia de necesidad absoluta y continua de perdón, pero también de abandono confiado en el amor del Dios creador, que nos quiere perfectos y que sabe que esa perfección la lograremos solo en la unión humilde con Él y por ello está siempre ofreciéndose para que lo hagamos nuestro. Ahora y eternamente.

sábado, 7 de marzo de 2020

No me quieres frustrado, sino campeón contigo, con tu amor y tu poder

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Cuando uno está tejiendo sus sueños de juventud sobre lo que hará en el futuro, se coloca normalmente en los mejores escenarios. Se va construyendo en la mente un futuro idílico de triunfos, de fama, de prestigio. Apunta siempre a metas alcanzadas victoriosamente, avizorando así una vida futura de reconocimientos y de buena posición. En lo profesional, se ubica en la cresta de la ola, destacando siempre por sus logros, por su renombre, por su carrera triunfal. En lo familiar, la ensoñación es el lograr tener una pareja ideal, con la cual construir una familia modelo. En el ámbito de las amistades se proyecta en medio de un grupo de amigos leales, con lazos indestructibles, a los cuales se puede recurrir para tener excelentes momentos de distracción o apoyos sólidos en los momentos duros. En general, el ideal siempre es algo superior a lo que se vive, algo que va más allá de lo simplemente bueno. No se nos ocurriría nunca pensar, y en consecuencia planificarlo así, en una vida llena de obstáculos, de sufrimientos, de torturas o de dolores. El ideal es siempre algo bueno, y en función de lograrlo, colocamos todas nuestras fuerzas. Sería una locura pensar que alguien pueda luchar denodadamente por construirse un futuro devastador en el cual solo se obtenga dolor y sufrimiento. Y como ese ideal apunta siempre a algo superior y mejor, aunque de momento solo tenga que ver con los sueños de futuro, de alguna manera se va haciendo también inventario de los elementos que podremos tener a la mano para avanzar en el camino de su consecución. A medida que avanza el tiempo, se va concretando el camino de ese ideal y se va tomando en serio aquello que en su momento fue solo un sueño juvenil. La vida misma va reclamando que se vaya tomando en serio aquello que se ha ido forjando en la mente y en el corazón. Llega así el momento de tomar decisiones y afrontar con madurez creciente ese futuro posible. El sentido de madurez y de responsabilidad con el cual se emprende la concreción de ese futuro no solo apunta a afrontarlo para alcanzarlo, sino que exige en cierta manera el hacerlo con la mejor calidad posible. Eso significa destacar en lo que se hace. Buscar ser el mejor profesional, el mejor esposo, el mejor padre, el mejor amigo. La madurez y la responsabilidad llaman a no contentarse con la mediocridad, sino a tratar de ser los mejores en todo. Y para ello, se asume como natural el esfuerzo que haya que realizar para lograrlo. Si hay que esforzarse, hay que hacerlo. Y punto. No hay otra consideración posible.

Si esto se da en lo material, en las actividades cotidianas del día a día, se debe dar también en la realidad espiritual de nuestras vidas. Los hombres somos espíritu y cuerpo. Tenemos la doble componente de lo espiritual y lo material. En cierto modo el compromiso de crecimiento se debe asumir en la integralidad de nuestro ser. Sería un monstruo el que hubiera crecido exteriormente muchísimo, pero se queda enano en lo interior. O al contrario. Basta con imaginarse los fenómenos humanos en los cuales no hay proporción física entre alguno de los miembros del cuerpo con lo demás. Un brazo doblemente largo, una pierna recrecida desproporcionadamente, una mano con más dedos de lo normal... Así como produce en nosotros repulsión una vista de algo así, así mismo podemos pensar en la repulsión que podría producir en nosotros el verificar una vida materialmente perfecta y cuidada ante una vida espiritual totalmente descuidada y abandonada que se diera en la misma persona. En efecto, para esa vida espiritual el Señor nos coloca la meta, que se debe convertir en nuestro ideal, ante el cual tendremos que responder para poder crecer también hacia adentro de nosotros mismos: "Hoy el Señor, tu Dios, te manda que cumplas estos mandatos y decretos. Acátalos y cúmplelos con todo tu corazón y con toda tu alma. Hoy has elegido al Señor para que él sea tu Dios y tú vayas por sus caminos, observes sus mandatos, preceptos y decretos, y escuches su voz. Y el Señor te ha elegido para que seas su propio pueblo, como te prometió, y observes todos sus preceptos. Él te elevará en gloria, nombre y esplendor, por encima de todas las naciones que ha hecho, y serás el pueblo santo del Señor, tu Dios, como prometió". El crecimiento debe ser, entonces, proporcionado. Si crezco en lo material, debo crecer también en lo espiritual, asumiendo la integralidad de mi propia vida, para no parecer un fenómeno repulsivo.

También Jesús va en esa misma línea de exigencia. Así como se asumen las metas superiores en lo humano y se hacen los mejores esfuerzos para alcanzarlas, queriendo ser el mejor profesional, el mejor esposo, el mejor padre, el mejor amigo, así mismo y con la misma ilusión se debe emprender el camino de la fe. Quien asume el deseo de ser mejor cristiano siguiendo las huellas de Jesús nunca podrá contentarse con los mínimos. La mediocridad nunca podrá ser su medida. Así lo coloca Jesús: "Ustedes han oído que se dijo: 'Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo'. Pero yo les digo: amen a sus enemigos y recen por los que los persiguen, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos". La perfección es la meta de los cristianos, hacia la cual deben tender siempre. No es la medida común, sino la extraordinaria la que quiere Jesús que nos pongamos por delante. Y nos invita a hacerlo con una lógica muy sólida: "Porque, si aman a los que los aman, ¿qué premio tendrán? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludan solo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto". Si quiero ir a la perfección, debo abandonar lo que haría simplemente cualquiera y apuntar a lo que me exigiría el avanzar en la perfección. Jesús sabe que esto exige un esfuerzo superior. Nosotros solos no podremos hacerlo, pues es superior a nuestra fuerzas. Jesús lo sabe bien: "Sin mí no pueden hacer nada". En el inventario de los elementos que tenemos a la mano para echar adelante, nos encontramos con las fuerzas de Cristo. Esa frase puesta en sentido contrario es: "Conmigo lo pueden hacer todo". Y así es... Lo entendió muy bien San Pablo: "Todo lo puede en aquel que me conforta". Ese es Jesús que coloca sus fuerzas en nosotros cuando somos dóciles y humildes ante Él. Solos no podremos jamás alcanzar esa meta. Con Él y poniendo nuestro mejor empeño, es seguro el avance hacia ella. Mi camino es de perfección y no voy nunca solo para poder llegar a la meta. Voy con Jesús, con su amor y su poder. No quiere que yo sea un frustrado que no alcanzará nunca la meta, sino un campeón que llega a la meta junto a Él, a su amor y a su poder.