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martes, 23 de febrero de 2021

El Padrenuestro nos empapa del agua de Gracia y de amor que trae Jesús

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El mundo y el hombre están en sequía desde que entró el pecado en el mundo. Lo que era un vergel hermoso y deseable, se convirtió, por el mal que fue inyectado por el demonio en el hombre, en un desierto hostil, del cual el hombre, habiendo recibido de Dios todos los dones grandiosos con los cuales fue bendecido en su origen, debía extraer los frutos para su subsistencia, "con el sudor de su frente". La vida empezó, así, a ser una lucha continua por la subsistencia, con sus altos y sus bajos, en los cuales el hombre seguía recibiendo esos dones amorosos de parte de Dios, pero que debía ganarlos con esfuerzo y responsabilidad. En esa vida de desierto el hombre debía luchar contra el mal para seguir avanzando hacia Dios, o en el peor de los casos, asociarse al mal con la pretensión de elevarse en su condición humana, por encima de lo que había recibido de Dios. Esto tuvo sus implicaciones en la vida de fraternidad que Dios había decretado para la humanidad, pues el hombre debía pasar por encima de muchos para lograr y mantener su status. El desierto se hacía así más seco y agresivo. Y el hombre se hundía más en su soledad y en su tragedia. El diseño del plan de rescate de Dios no se hizo esperar. Desde el mismo inicio, avizorando la tragedia que el hombre viviría en ese futuro oscuro, Dios, que de ninguna manera quería esta suerte para la humanidad, diseñó un plan de rescate: "Un descendiente de la mujer te pisará la cabeza". Era la promesa con la cual Dios mismo asumía como propia la tarea de rescate del hombre, sin ser Él el culpable. Y llegaba ese momento ansiado por la misma humanidad de ser rescatada. Incluso sin tener plena conciencia de su desgracia, en lo más íntimo añoraba una situación diferente, en la que se viviera algo distinto de la sequedad de ese desierto en el cual se encontraba.

Los profetas en diversas oportunidades anuncian ese tiempo en el cual Dios hará la obra magnífica de recuperación de la humanidad. Esa figura del Mesías que venía al rescate del hombre perdido era esperada con ansiedad. Es anunciado como Aquel que va a instaurar el nuevo tiempo en el que se alcanzará otra vez la armonía perdida, en la que será vencido el mal, en la que se recuperará la fraternidad, y la humanidad volverá a ser una sola, como era el designio original de Dios al crearla. Las imágenes que se utilizan son todas iluminadoras de esa situación de idilio que Dios hará recuperar con su tarea. El Hijo de Dios, que acepta la encomienda del Padre -"Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad"-, se hará presente en el mundo, cumplirá la tarea de rescate, y volverá al seno del Padre del cual salió para reinar sobre todo en ese nuevo mundo que surgirá por su entrega: "Esto dice el Señor: 'Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo". Evidentemente esa lluvia y esa nieve son el mismísimo Hijo de Dios que baja del cielo para hacer su obra. Esa misión que cumple el Hijo será la de quien quiere atraer hacia Dios a todos los hombres que se han alejado de Él. Y la realizará de la manera más suave posible. Será como el agua que vivifica, que llena de vida, que fecunda y que hace germinar. La obra del Redentor no será hecha con aspavientos estruendosos, sino, como lo fue efectivamente, con la suavidad de quien quiere ser convincente y no autoritario ni déspota. Al pecador lo acogerá con amor, invitándolo al arrepentimiento y a la conversión. A los humildes los buscará elevar en su condición humana. A los explotadores buscará convencerlos de su mala conducta. A las autoridades los invitará a ejercer su tarea con la suavidad de un padre de familia. A todos los invitará a vivir en el amor fraterno y en la unidad de espíritu para avanzar todos juntos hacia la plenitud. El rescate apunta a la unidad. Una unidad que se debe expresar en la unión con el Dios del amor, reconociéndolo como el Creador, el sustentador, el providente, el Padre que todos quieren, y en la unión solidaria entre los hermanos, reconciéndose todos como hijos del mismo Padre, habiendo surgido de las mismas manos amorosas, y llamados a avanzar en la solidez de sus lazos de unión, pues es así como podrán entrar en esa plenitud definitiva y eterna que el Padre promete para todos. El agua que baja del cielo, que es Jesús, busca empapar la tierra del amor de Dios, y sube satisfecho de nuevo al Padre, pues cumple perfectamente su misión. Todo hombre que acepte el amor del Padre se encamina hacia la meta final del amor eterno.

Por eso, los discípulos deseosos de tener esa vida de armonía original que fue rota por el pecado, piden a Jesús que les enseñe a vivir esa unidad lo más sólidamente posible. Y en el reconocimiento de que es a través del contacto frecuente y familiar con el Padre que podrán lograrlo, le piden que les enseñe a entrar en ese contacto de intimidad con Dios: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'Cuando ustedes recen, no usen muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No sean como ellos, pues su Padre sabe lo que les hace falta antes de que lo pidan. Ustedes oren así: 'Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal'. Porque si perdonan a los hombres sus ofensas, también los perdonará su Padre celestial, pero si no perdonan a los hombres, tampoco su Padre perdonará sus ofensas". El Padrenuestro se convierte, así, en la manera de estar en ese contacto de intimidad con quien se quiere recuperar la amistad. Es la oración del hijo que reconoce su lejanía y se arrepiente, con el deseo de recuperar esa cercanía amorosa que compensa todo lo demás. Es la oración de quien sabe que esa es la fuente de la vida y del amor, y que solo en esa presencia se logrará la verdadera felicidad. Es la oración de quien quiere ser empapado con esa agua que trae Jesús para humedecer el desierto y hacer que la tierra, que somos nosotros mismos, pueda ser fecunda y germinar. Lejos del Padre todo seguirá siendo oscuridad, temor, muerte. Entrar en la intimidad con ese Padre amoroso nos hará salir del desierto, empaparnos del agua de la Gracia y del amor, y convertirnos de nuevo en ese vergel que desea Dios que seamos.

lunes, 9 de noviembre de 2020

El Templo es el lugar de Dios y el lugar de mi encuentro con Él

 Lectio Divina 2014-11-09: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.  | Crismhom

Hablar del Templo de Dios es hablar del sitio por antonomasia para el encuentro con el Señor. Desde el principio el mismo Yahvé quiso tener un sitio para encontrarse con su pueblo. Recordemos la petición que hace Moisés al faraón para que dejara salir al pueblo al desierto para orar a Dios, a lo cual aquél empecinadamente se negó y le acarreó a Egipto todas las desgracias que vinieron sobre la nación. Ciertamente Dios puede encontrarse siempre con sus amados en el lugar en que le plazca, pero sin duda, disfruta con ese encuentro de intimidad que se puede dar en el lugar que Él designa como particularmente propicio para hacerlo. Toda la historia narrada en el Antiguo Testamento supone el empeño de los elegidos de Yahvé por lograr para Dios un sitio digno en el que habitar junto a su pueblo. La lucha de cada uno de esos enviados insistió siempre en dar a Dios ese lugar central, el más importante de los caminos que seguía Israel, en el cual ubicar a Dios, poder tener la seguridad de su presencia. Los reyes de Israel, entre las tareas de dirección que les correspondían, tuvieron como primera de ellas edificar para Yahvé el sitio donde viviera, donde se ubicaba la Palabra que dirigía al pueblo, donde el mismo pueblo tuviera la posibilidad de encontrarse con Él para recibir su amor y poder compartir sus alegrías, sus anhelos y sus preocupaciones. La realidad del Templo es, sin duda, parte de la historia de amor de Dios con su pueblo. Y de eso somos todos deudores, pues la llegada de Jesús y el nacimiento y crecimiento posterior de la Iglesia heredó de Israel la consideración de centralidad que tenía la experiencia del Templo y la aplicó también a la nueva cristiandad. No es lícito, por lo tanto, como en muchas ocasiones de parte de algunos supuestos hombres de fe, el que se haga una especie de desprecio al Templo como lugar de encuentro con Dios, pues toda la historia religiosa, tanto del judaísmo como del cristianismo, dejan claramente establecido este expreso deseo de Dios de tener un sitio propio en el cual encontrarse con su pueblo, a menos que se tenga un interés espurio que persiga malintencionadamente desacreditar a la institución religiosa que propicia la existencia del Templo como sitio central y esencial de la vida de fe. Dios quiere tener su sitio central en la vida del pueblo, donde poder encontrarse con cada uno, donde dirigir su Palabra y manifestar su voluntad, donde derramar su amor, donde recibir una respuesta de alegría y de amor de cada uno de los suyos, donde escuchar su diálogo, su peticiones, sus deseos, sus anhelos, sus dolores y sus alegrías.

Las imágenes del Antiguo Testamento nos ponen en la línea de una correcta comprensión del sentido de ese encuentro con Dios en el Templo, que es vivificante, santificador, gratificante, entusiasmante: "De debajo del umbral del templo corría agua hacia el este —el templo miraba al este—. El agua bajaba por el lado derecho del templo, al sur del altar. Me hizo salir por el pórtico septentrional y me llevó por fuera hasta el pórtico exterior que mira al este. El agua corría por el lado derecho. Me dijo: 'Estas aguas fluyen hacia la zona oriental, descienden hacia la estepa y desembocan en el mar de la Sal. Cuando hayan entrado en él, sus aguas serán saneadas. Todo ser viviente que se agita, allí donde desemboque la corriente, tendrá vida; y habrá peces en abundancia. Porque apenas estas aguas hayan llegado hasta allí, habrán saneado el mar y habrá vida allí donde llegue el torrente". El agua que Dios derrama hace que todo lo que surja del Templo se llene de vida, por cuanto es un agua que sana y hace surgir nuevos peces y frutos. Todo es hecho de nuevo por el agua vivificante de Dios. Es el signo de la novedad que produce la presencia de Dios, que luego será elevada a la consideración de la novedad de vida no solo material, sino espiritual que se dará en la vida de cada hombre que reciba de esa agua a la que hay que acercarse para disfrutar. Es claro que esa presencia de Dios y esa riqueza que quiere transmitir no se refiere solo a una cuestión de estructuras físicas edificadas materialmente, sino que apunta a la elevación de una vida personal que sea transformada y enriquecida por esa agua vivificante de Dios. Para Dios es muy importante el Templo material y por ello pide y desea que se establezca como sitio suyo, pero Él quiere ir más allá, y hacer de cada hombre, de cada corazón suyo, de cada vida vida vivida, su sitio personal, su Templo particular, en el cual vivir y en el cual establecer su lugar perfecto para el intercambio de amor mutuo. La insistencia de San Pablo al acentuar la importancia de cada uno como Templo, así lo afirma: "Mire cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. ¿No saben ustedes que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: y ese templo son ustedes". Cada uno de nosotros ha recibido la vida que nos ha dado Jesús. Esa vida es el agua que ha derramado Dios sobre nosotros, que somos su Templo, con lo cual hemos sido saneados, vivificados, llenos de amor y hemos sido salvados. Destruir lo que es el Templo de Jesús, que somos nosotros, equivaldría a destruir conscientemente la obra del mismo Jesús.

El celo de Jesús es claro por lo suyo y por los suyos. Así como quiere que su obra salvadora llegue a todos, y por eso se entrega completamente a su misión, hasta la muerte, así mismo quiere que el Templo, como casa de Dios, sea un lugar de verdadero encuentro con Dios. Se equivocan quienes quieren entender este enfrentamiento de Jesús en el Templo con los mercaderes como un desprecio al Templo. La preocupación de Jesús es precisamente la de conservar al Templo en su pureza como lugar de encuentro don Dios, y por ello enfrenta a quienes quieren darle una connotación rastrera de usufructo malsano. El Templo es lugar de Dios, no de aprovechamiento. Al Templo se va a ese encuentro de intimidad con el Señor, a recibir la dulzura de su amor, a dejarse llenar de esa agua de vida que limpia y purifica, a recibir los frutos y los peces que nos alimentan y nos enriquecen. Y por supuesto, al Templo se va a vivir personalmente la riqueza que el Señor quiere, no solo como un lugar externo del que se sale ya para otras cosas distintas que no tengan nada que ver con la vida que se ha recibido al encontrarse con Dios. No son sitios desconectados, sino íntimamente unidos. En el Templo se recibe la riqueza que se manifestará como vida para todo lo cotidiano. Lo recibido en el Templo es para toda la vida, para todo lo que me corresponda hacer en el día a día: "Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: 'Quiten esto de aquí: no conviertan en un mercado la casa de mi Padre'. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: 'El celo de tu casa me devora'". Jesús es celoso de lo suyo y de los suyos. La casa de Dios es sagrada. Es para el hombre, no para el mercadeo. Y así lo es la vida de cada hombre. En el corazón y en la vida de cada uno, el Templo se convierte en el lugar por preferencia de Dios. El ataque de Jesús no es un ataque al Templo, sino a lo que se pretendía hacer contra el Templo. Es la defensa más clara que hace Jesús del lugar en el que quiere Dios habitar en medio de su pueblo. Es el sitio que quiere tener para encontrarse con su pueblo y con cada hombre. Y es el lugar desde el cual quiere seguir dándose para que cada uno lo siga recibiendo y haciendo presente en su día a día. No se equivocan quienes afirman que a Dios lo podemos encontrar en todas partes y que nos podemos poner en contacto con Él en cualquier lugar. Ciertamente Dios no está preso en el Templo y está en todas partes. Pero sí se equivocan quienes pretenden colocar al Templo como sitio sin importancia, cuando está muy claro que el mismo Dios, desde el principio y luego Jesús en su propia Iglesia ha establecido al Templo como el sitio de preferencia para procurarse su lugar de encuentro íntimo, su lugar de donación ideal por su agua de vida y de alimento, su lugar de diálogo sabroso y amoroso, su lugar de alegrías, de anhelos y de dolores compartidos, por su lugar de vida convivida, fraterna y amorosa con todos los hermanos con los cuales compartimos ese encuentro de amor y de gozo que es signo del encuentro que viviremos todos en ese Templo final que jamás se acabará y del que es signo nuestro Templo hoy.

lunes, 13 de julio de 2020

Que en nuestros regalos a Dios vayamos siempre nosotros mismos

Evangelio lunes 15ª semana de Tiempo Ordinario

Nuestra fe tiene una doble componente que se encuadra perfectamente con lo que es nuestra vida. Una es la que corresponde al ámbito de la intimidad, la de la mente y el corazón, en las cuales se dan las experiencias personales del trato con Dios en lo secreto. Son las que tienen que ver con la vivencia del amor divino, con las convicciones profundas, con el conocimiento y la vivencia de la verdad de Dios, con el trato dialogante y enriquecedor en la intimidad del corazón con ese Dios con el cual se puede entrar en una relación totalmente satisfactoria y dichosa. Al ser un ámbito en el que no se consiguen limitaciones, pues tiene que ver con lo espiritual cuya dimensión es el infinito, los hombres podemos regodearnos en él todo lo que nos plazca. Y siempre recibiremos en él las mayores riquezas para nuestro fortalecimiento espiritual. Es imposible vivir en este intercambio de amor con Dios y no obtener las mejores ganancias para nosotros mismos. Y es imposible también no sentirse compensados con ese ciento por uno proverbial que ofrece Jesús para quien lo deja todo para estar con Él. Es de tal manera compensador colocarse en este estado delante de Dios, y llena de tal plenitud la experiencia, que cuando se prueba con apertura de corazón total, sin mayores pretensiones que la de simplemente estar con Él y llenarse de Él, se llegará a un punto en el que será un estado de normalidad total en la relación con Dios y se añorará nunca dejar de tenerlo. Quien ha avanzado en este camino ya nunca más dejará de desear estar en él. La felicidad que se siente en esta relación de intimidad con Dios es de tal magnitud que ya nunca se dejará de desear y se procurará por todos los medios no perderla jamás. Es lo que han vivido los grandes santos, maestros de la mística, que llegaron a esta relación absolutamente natural con Dios en sus vidas y que después de haber alcanzado este nivel de intimidad con Él no concebían sus vidas sin su presencia en ellas. En este ámbito no existen ni estorbos ni obstáculos. Si se tuvieran algunos serían los que los mismos hombres coloquemos en él, con nuestras explicaciones intelectualoides: "Es que no tengo tiempo", "tengo muchas cosas que hacer", "no puedo perder el tiempo en estas cosas", "no sé que hacer en ese tiempo", "creo que hay cosas más importantes", "me aburro sin hacer más nada", "no puedo gastar mi tiempo en estas cosas sin sentido"... La realidad es que bastaría con al menos probar para percatarse que ese tiempo es el mejor invertido, pues nos sobrará el tiempo para otras cosas y ellas se colorearán de un sentido infinitamente superior.

La segunda componente es el ámbito de lo público, la que tiene que ver con nuestra vida comunitaria, en la que se vivirá en consecuencia con las riquezas que hayamos podido obtener de la primera, la del ámbito de la intimidad del corazón. Es todo lo que tiene que ver con lo que sale de nuestro corazón. "De la abundancia del corazón habla la boca", reza el dicho. Y es totalmente cierto. Decía el filósofo Karol Wojtyla, representante en su momento de la Filosofía Personalista Cristiana, luego el gran Papa San Juan Pablo II: "La persona se conoce en la acción". Es decir, lo que hace la persona descubre lo que es y lo que tiene en su intimidad. Por un lado, la fe no puede reducirse solo al ámbito de lo íntimo. El hombre es un ser social, reflejo de la sociedad trinitaria divina, de la cual es imagen y semejanza. Ha sido creado en estrecha relación con el mundo que lo rodea, principalmente con aquellos que conforman la naturaleza humana a la que pertenece. "No es bueno que el hombre esté solo", sentenció Dios al crearlo y colocarlo en medio del mundo para que lo dominara. Por el otro, la experiencia de fe, para ser real debe trascender, pues se sustenta en salir hacia el otro. Cuando este paso hacia fuera no se da pueden estar sucediendo dos cosas: O se ha desnaturalizado la fe y se ha reducido solo al ámbito privado, lo cual la hace totalmente falsa, o se ha tenido ausencia total de esa experiencia primera de encuentro con Dios en la intimidad del corazón. Pero puede darse también un opción más trágica aún. Existe una expresión externa de la fe, pero solo como pretendidamente silenciadora y disfrazadora de la realidad totalmente oscura que se vive en el interior. Es una pretensión malsana y absurda de acallar la propia conciencia llegando incluso a la intención de engañar a Dios con actos externos aparentemente buenos, pero que no están respaldados por una experiencia ni una convicción personal. No hay cosa que más disguste a Dios y que no rechace más profundamente: "No soporto iniquidad y solemne asamblea. Sus novilunios y solemnidades los detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más. Cuando extienden las manos me cubro los ojos; aunque multipliquen las plegarias, no los escucharé. Sus manos están llenas de sangre. Lávense, purifíquense, aparten de mi vista sus malas acciones. Dejen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien. Busquen la justicia, socorran al oprimido, protejan el derecho del huérfano, defiendan a la viuda". La fe pura debe producir actos puros.

¡Cuántos hombres no actúan de esa manera, pretendiendo con ello justificarse delante de Dios, haciendo como el gato que esconde su inmundicia! Creen que con hacerse la cruz de vez en cuando, con rezar un padrenuestro y un avemaría, con haber ido mucho a misa cuando eran niños, con ir a una misa de difuntos alguna vez, con dar en alguna rara ocasión una limosna, con hacer alarde de haber estudiado en un colegio de monjas o de curas, ya es suficiente para estar justificados y tener luz verde de parte de Dios para hacer lo que les venga en gana en sus vidas, como si aquello fuera un billete de intercambio para Dios. Creen que Él se puede contentar con esas limosnas que le dan en su vida. Y que así lo mantendrán contentos. Jesús quiere entrega radical feliz. No esclavitud ni engaño. Nos quiere dichosos junto a Él valorando lo que es ser de Él: "El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará". Es toda la vida la que quiere Jesús. No dádivas ocasionales, supuestamente "generosas" en las que de ninguna manera estamos implicados. No vamos nosotros mismos en las dádivas. Una ofrenda que no nos contenga, que no nos comprometa, en la que no estemos nosotros mismos incluidos, no tiene sentido para Él. No son terceras realidades que nada tienen que ver con nosotros las que lograrán llenar la respuesta de amor que Jesús quiere que le demos. Las concesiones que demos a Jesús deben contener lo más importante: a nosotros mismos. Poco le importan a Jesús nuestras riquezas, nuestras posesiones, nuestras palabras, nuestros gustos, nuestras inclinaciones. Le importan, y mucho, nuestros corazones. Es lo que quiere. Él quiere una fe vivida en plenitud en las dos componentes, en el ámbito de lo íntimo, en el que se dé ese encuentro cotidiano y sabroso de nuestro corazón con el suyo y en el que se saboree una relación filial y de amistad cercana y vivificante, y en el ámbito exterior, en el que nos sintamos radicalmente en relación con los hermanos y en el que podamos expresar con limpidez la riqueza que tenemos en lo íntimo, procurando siempre el bien de los demás. La riqueza que obtenemos en la relación con Dios, de esa manera, será riqueza para todos, pues no se quedará solo en el regodeo intimista que la puede hacer desaparecer y por el contrario, se consolidará en la experiencia del amor fraterno que le da un sentido sólido y pleno. Así lo dijo también San Juan Pablo II: "La fe se fortalece dándola".

viernes, 17 de abril de 2020

Te encuentro en la intimidad, Señor, y en todo lo que hago

Jesús resucitado y pesca milagrosa | Imágenes religiosas, Pintura ...

Por tercera vez se les aparece Jesús a los apóstoles después de la Resurrección. Ellos, ya habiendo vivido la maravilla de la buena noticia de la victoria de Jesús sobre la muerte, deben retomar la vida cotidiana. Aun cuando su perspectiva de futuro ha sido totalmente transformada por la novedad de vida que implicaba todo lo que habían vivido a raíz de la Pascua de Jesús, debían hacerlo llevando su vida cotidiana como antes. Es muy llamativo que aquellos que pertenecían al grupo de íntimos de Jesús, el Resucitado, no se consideraron a sí mismos exentos de ello. Nunca tuvieron la pretensión de sentirse pertenecientes a un grupo de privilegiados que ahora estarían exentos de las obligaciones naturales de cualquiera. El hecho de ser miembros del grupo de amigos de Jesús, el que había vencido a la muerte, no los colocaba por encima de nadie. Al contrario, los ponía al servicio de todos, desde la humildad de lo que cada uno ya hacía previamente. Eran pescadores. Y seguían procurándose la vida a través de la pesca. Y es allí donde los encuentra Jesús. La tercera vez que Jesús los encuentra es en su campo de trabajo. En las dos primeras las ocasiones se presentan con los discípulos reunidos a la espera de lo que el mismo Jesús les había dicho. Era una especie de encuentro "litúrgico", en el sitio donde los discípulos estaban reunidos, ciertamente por miedo a los judíos, pero era un sitio reservado. El objetivo de Jesús era convencerlos de que todo lo que estaban viviendo era una realidad total. Él había vencido y estaba vivo. Incluso busca convencer al más reticente de todos, a Tomás, que cae rendido a sus pies. Este tercer encuentro ya se da en un ámbito distinto. En el campo de trabajo de cada uno. No es un sitio reservado, sino a campo abierto. Y es donde realizan sus labores diarias. Y allí llegan a reconocerlo los discípulos: "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor". Ya sabían bien quién era Jesús, ya habían tenido las experiencias de los encuentros anteriores. Ahora cambiaba solo el lugar, pero el encuentro era el mismo. Era el Resucitado, que seguía apareciéndose para seguir convocándolos. Pero ya no es un encuentro en la intimidad, sino en lo abierto, en la vida normal, en lo cotidiano. El periplo didáctico que sigue Jesús continúa. Nos enseña a todos que el encuentro con Él, además de darse en la intimidad, en lo reservado, debe darse también en lo que vivimos diariamente. No basta tener el encuentro con Jesús en el corazón. Hay que tenerlo también en lo abierto, en las labores cotidianas, en los avatares variadísimos que podemos tener día a día con los demás.

Esta "normalidad" la vivió intensamente San Pablo, conquistado por Jesús posteriormente para ser su apóstol entre los gentiles: "Recuerden si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie, proclamamos entre ustedes el Evangelio de Dios". En sus correrías apostólicas siempre siguió ejerciendo su profesión de tejedor de tiendas: "Pablo salió de Atenas y fue a Corinto. Y se encontró con un judío que se llamaba Aquila, natural del Ponto, quien acababa de llegar de Italia con Priscila su mujer, pues Claudio había ordenado a todos los judíos que salieran de Roma. Fue a ellos, y como él era del mismo oficio, se quedó con ellos y trabajaban juntos, pues el oficio de ellos era hacer tiendas". En general, aquellos primeros cristianos y apóstoles, no se consideraban de ninguna manera privilegiados, por lo cual debían dejar su vida normal en el mundo, sino vivir como cualquiera. Así lo vivió y así lo enseñó Pablo a sus discípulos, al punto de que sale a confrontar a quienes pretendían algo distinto: "Les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio pan ... Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma". En el desarrollo de las propias capacidades y en el procurarse para sí mismo y para los suyos el sustento necesario para la vida, está también la vida de los discípulos de Jesús. Al punto de que en el desarrollo de ello se dará también el encuentro gratificante, enriquecedor y vivificante con el Señor resucitado. La mirada del discípulo de Jesús debe estar de tal manera limpia, que debe hacer capaz de descubrirlo no solo en el encuentro íntimo y gozoso de corazón, sino también en el encuentro abierto, igualmente gratificante, en todo lo que se lleva adelante y se realiza como actividad cotidiana. Jesús se lo quiere dejar claro a los apóstoles. Y por eso se encuentra con ellos a las orillas del lago, realizando de nuevo el gran milagro de la pesca milagrosa: "Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: 'Muchachos, ¿tienen pescado?'. Ellos contestaron: 'No'. Él les dice: 'Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis'. La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: 'Es el Señor'". Es fundamental saber descubrirlo en todo, no solo en la intimidad. Jesús actúa en toda la vida, en lo íntimo y en lo abierto, en la soledad y en la comunidad. Su obra de resucitado la quiere desarrollar en toda la realidad que abarca la vida humana.

Esa acción de Jesús no puede estar sometida al arbitrio humano. Aun cuando dependa de quienes quieran hacerlo presente en cada una de sus acciones, no está sometida a la obediencia a las leyes humanas, cuando éstas pretendan coartarla o condicionarla. Esa acción de Jesús es totalmente libre y solo está condicionada por la libertad de acción asumida por los apóstoles y su propio deseo de seguir demostrando su amor todopoderoso a todos los hombres, en toda ocasión y en toda circunstancia. Lo entendieron muy bien los discípulos enviados a todo el mundo a hacerse eco de la acción salvadora de Cristo: "Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogan hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; quede bien claro a todos ustedes y a todo Israel que ha sido el Nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien ustedes crucificaron y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por este Nombre, se presenta este sano ante ustedes". Jesús y su acción renovadora del mundo no están sometidos. Cada cristiano es instrumento de esa acción y de ese amor transformador. Quienes quieran acallarlo se encontrarán de frente con el muro de su acción inexorable que desea hacer nuevas todas las cosas y que no se detendrá ante la pretensión de nadie. Si no puede entrar por una vía buscará otra, y otra, y otra... hasta que lo logre. Y los apóstoles serán esos instrumentos privilegiados, por cuanto Jesús "es 'la piedra que desecharon ustedes, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular'; no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos". La Resurrección de Jesús ha dejado bien claro que la ley humana no puede de ninguna manera contener su obra de renovación y de salvación. Sería una pretensión tonta. A quien ha demostrado no necesitar ni detenerse ante las leyes humanas, no se le puede pretender acallarlo o teledirigirlo. Su libertad es absoluta. Y su amor es todopoderoso. Está por encima de todo. No queda limitado al encuentro con el hombre en lo íntimo del corazón, sino que abre la perspectiva a toda la realidad. Es en ese ámbito abierto y cotidiano en el que se quiere hacer también presente, de la mano de sus discípulos, que darán testimonio de Él y de su amor transformador, y cada uno de ellos se convertirá en instrumento dócil de su obra para que su amor le pueda llegar a todos. Y esos somos nosotros, cada hombre y cada mujer que ha sido transformado por Él, y que hace presencia suya en todo lo que realiza cotidianamente. 

martes, 3 de marzo de 2020

La oración me pone en contacto contigo y consolida mi amor por ti

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La oración es la forma necesaria de mantener un contacto frecuente con Dios. Así como el cuerpo necesita de la respiración para mantenerse con vida, así mismo el cristiano necesita de la oración para mantenerse vivo, alimentando su vida de gracia, es decir, la presencia de Dios en sí. Si ese contacto, además, está sondeado por el sentimiento más puro que podemos guardar, como lo es el amor, ya no solo es una necesidad sino que es la forma más hermosa de vivir ese sentimiento. Los enamorados buscan el contacto frecuente, no por un capricho superficial, sino porque sienten que de esa manera viven con mayor intensidad la felicidad que les proporciona su amor. Dios vive también con intensidad este contacto que los hombres tenemos con Él. Ciertamente, nuestro amor por Dios se consolida en el contacto íntimo con Él en la oración. No sucede esto con Dios, pues su amor por nosotros será siempre sólido e inmutable, como ya lo ha demostrado suficientemente. Pero como nuestro Padre, siente infinita satisfacción cuando buscamos tener contacto con Él, y aprovecha esos momentos para derramar con mayor abundancia ese amor en nuestros corazones. Es la consolación que sentimos cuando nos ponemos ante Él y mantenemos un diálogo de amor mutuo. Santa Teresa de Jesús, maestra de oración, afirmaba que la oración tenemos que verla como el encuentro de dos corazones que se aman, el mío y el de Dios. Está claro que el amor busca la cercanía. Los enamorados quieren verse, hablar, tocarse. Y no es solo una cercanía física, pues el amor trasciende lo material. La cercanía es afectiva, y por lo tanto, espiritual. Si fuera solo física estaríamos dejando al amor solo en el ámbito del hedonismo y de lo pasional, cuando ciertamente va mucho más allá. El amor se consolida en un contacto espiritual y quiere la cercanía, pero no vive solo del contacto físico. Si no fuera así no se explicaría la capacidad que tenemos de amar a un ser querido en su ausencia. Los ojos del amor no son los de nuestro rostro. Se ubican en el corazón y no necesitan de la carne para poder mirar. Ni el tiempo ni el espacio lo condicionan, pues el amor no tiene confines. En la oración vivimos esta realidad en toda su profundidad y en toda su verdad. Dios y yo vivimos y expresamos nuestro amor en esa intimidad de corazones.

Por supuesto, la oración nos exige actividad. No es pasiva. Nuestro espíritu se mueve hacia Dios. Y en la medida en que más lo hace, mejor lo hace. Es una práctica que se va haciendo mejor cuando la ejercemos. Vivir la oración nos exige esforzarnos. El diálogo de amor va siendo más vivencial y convincentemente amoroso en la misma medida en que lo experimento. No puede ser ejercitado solo en los momentos de conveniencia, pues entonces deja de ser amoroso. Acercarse a Dios solo cuando lo necesito no es justo. Evidentemente en esos momentos debo hacerlo con mayor razón, pues la necesidad lo exige. Pero debemos cuidar de que no se reduzca a una relación de conveniencia. Aunque sea así, aunque obtengamos los mayores beneficios de Dios en el contacto con Él, el mayor beneficio siempre será el de sentir su amor en nuestro corazón. Y eso se consigue solo en una relación espontánea, motivada solo por el querer sentir la compensación afectiva, que es infinita en una oración íntima y sabrosa. Dios siempre actuará en mí cuando me encuentro con Él. Jamás dejará de proporcionarnos un beneficio. Cuando el hombre ora, algo pasa en su interior. Misteriosa y portentosamente, Dios deja siempre algún efecto positivo en el corazón de quien se abandona en la oración. Así lo afirma el mismo Dios: "Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo". Ese encuentro con Dios será de alguna manera fructífero para quien se acerca a Dios. El primer beneficio será seguramente el de consolidar el amor que sentimos por Él y el de sentirnos cada vez más resguardados en su corazón amoroso y paternal. No existe compensación mayor que el de sabernos amados por Dios. Con esa convicción podemos siempre afrontar cualquier situación que se nos presente en nuestra vida cotidiana, pues "nada nos puede separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro". Esto nos hace sólidos e invencibles, pues el amor de Dios es todopoderoso. Resguardados en Él podemos afrontarlo todo. "Todo lo puedo en Aquel que me conforta". Solo podremos ser vencidos si nos ubicamos lejos de su amor y de su corazón.

Jesús, Señor y Maestro, respondió a la inquietud de sus discípulos. Necesitaban ese contacto con Dios para mantener y solidificar su experiencia de amor. Y les regaló, y nos regaló a todos, la mejor oración que podemos hacer. Si es buena la oración que hacemos nosotros, podemos imaginarnos lo buena que es si es el mismo Jesús su compositor. Con seguridad, de esa manera se dirigió Él mismo a su Padre Dios. Sabemos bien que Jesús fue un hombre de oración. Se retiraba con frecuencia y pasaba noches enteras en ese contacto de intimidad con Dios. Tan bueno fue su testimonio que los mismos apóstoles le rogaron que les enseñara a orar. Y surgió de ese corazón que se mantenía en constante contacto con Dios esta oración: "Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal". Es la oración de los hijos de Dios, en la que se asume la común filiación, la fraternidad global, la alabanza y glorificación de Dios, el abandono en su voluntad, la solicitud de su providencia y la necesidad de su perdón y de su apoyo para vencer en toda ocasión. Cuando en nuestra oración asumimos el Padrenuestro obtenemos la mayor de las riquezas, la mejor manera de comunicarnos con Dios. Y abrimos las puertas de nuestro corazón para que Él se comunique con nosotros. Al hacer nuestra esta oración, y dejarla surgir desde un corazón conquistado por el amor divino, Dios abre el suyo para dejar manar desde él su amor eterno e infinito y derramarlo en nuestros corazones. El Padrenuestro nos vacía de nosotros mismos y coloca a Dios en el lugar que le corresponde. Nos enriquece en nuestra experiencia espiritual, produce los mejores frutos en nosotros, y nos compromete a vivir para Él, para su amor y para el amor a nuestros hermanos.

miércoles, 26 de febrero de 2020

Emprendo el camino de mi conversión con alegría y esperanza

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La Cuaresma es un tiempo de intimidad. Es la propuesta que hace la Iglesia a los cristianos para que inicien un camino de purificación, como lo vivió Israel al salir de Egipto, que le sirvió para entrar triunfante y con un corazón confiado radical y únicamente en Dios. Las dos fórmulas que se pueden utilizar al colocar las cenizas en la frente de los penitentes denotan esta invitación: "Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás" o "Conviértete y cree en el Evangelio". El recuerdo de nuestro origen humilde, el barro del cual se sirvió Dios como alfarero para modelarnos, debe mantenernos en contacto con lo más bajo de nuestra condición, que ha sido elevada solo por la acción de Dios sobre nuestra materia, por lo cual no tenemos ninguna razón para envanecernos o creernos superiores. Todo nos ha venido de Dios, somos receptores de todos sus beneficios. Nuestro fin será exactamente igual que nuestro origen. Nos iremos sin nada de lo que podamos ir sumando artificialmente a nuestra vida. Al final de los tiempos, cuando termine nuestro tránsito terreno, delante de Dios solo estará nuestro barro, del cual hemos sido hechos, y los logros espirituales que hayamos alcanzado. Nada más. Por eso se nos invita también a convertirnos. La conversión es una actitud imprescindible en el camino de los cristianos. Debe ser continua, por cuanto el proceso de conversión finalizará solo cuando estemos ya definitivamente cara a cara delante de Dios. Se inicia cuando nos decidimos a emprender el camino que nos conducirá a la presencia de Dios y a tratar de hacerlo más expedito, eliminando todo obstáculo o todo estorbo que pueda entorpecer el avance. Es un continuo deslastrarse de lo que pese en exceso, de lo que estorbe, de lo que obnubile la visión... Tener en este tiempo en la mente el recuerdo continuo de nuestro origen humilde y la actitud de conversión que nos servirá para tener menos carga que pese en exceso y nos impida el avance en el camino hacia Dios, es lo que quiere la Iglesia que vivamos en la Cuaresma. Tenemos la posibilidad de aceptar esta invitación con esperanza, pues de lo que se trata es de que vivamos con mayor agilidad el camino de la santificación personal. Nos hacemos terreno bueno, preparándonos durante la Cuaresma, para recibir la siembra que hará el Señor al vivir su Pascua en la próxima Semana Santa.

Hemos dicho que es un tiempo de intimidad por cuanto la experiencia espiritual que se nos invita a tener no debe ser ocasión para jactarse, para lucirse, para hacerse propaganda. El avance que podamos ir logrando en el proceso de conversión estará marcado por la humildad con la cual estemos viviendo las prácticas espirituales. La limosna, la oración, el ayuno, que son acciones que nos indica Jesús como esenciales para el tiempo de la conversión, no deben ser vividos como espectáculos teatrales en los cuales nosotros somos los protagonistas. Si perseguimos ese fin perderán todo su valor. El mismo Jesús, cuando habla de esas prácticas y de la necesidad de hacerlas en la intimidad, insiste en que es solo Dios ante quien se deben colocar, pues es solo a Él a quien le interesa que avancemos en la conversión para poder regalarnos la gracia. Solo Él es el poseedor de la gracia y por ello es solo a Él a quien le interesa nuestro avance, lo que dejará expedito el camino de su gracia hacia nosotros: "Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará". El fin de este camino es el de la salvación, el de la obtención del perdón de Dios y el derramamiento de su misericordia. En la intimidad del corazón, cuando emprendemos el camino de la conversión, apuntamos a encontrarnos con ese corazón de Dios que no quiere nuestra condenación sino, muy al contrario, quiere perdonarnos para regalarnos la salvación. "Ahora —oráculo del Señor—, conviértanse a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos; rasguen sus corazones, no sus vestidos, y conviértanse al Señor su Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del castigo". Las acciones de perdón, de misericordia, de amor y de gracia que se dan entre Dios y los hombres, no se dan jamás con aspavientos ni espectáculos llamativos. Se dan en lo escondido del corazón. No tienen expresiones estrambóticas, sino que son muy humildes y silenciosos. No hay que demostrarlas a más nadie sino a Dios y a sí mismo.

La Iglesia, de esta manera, propone un tiempo de gracia y de conversión para todos los cristianos. Es un  tiempo que debemos aprovechar para iniciar y adelantar un camino de enriquecimiento espiritual, dejando a un lado lo que nos pueda estar robando el tesoro de nuestro corazón o pueda estar ocupando el lugar que le corresponde a Dios en él. Es abrirse a la posibilidad real que se nos ofrece para colocar el acento donde debe estar realmente, que es en la meta a la que somos llamados, a la preparación para experimentar la felicidad eterna junto a Dios nuestro Padre, tomándonos de la mano de Jesús y haciendo que su obra de reconciliación sea una realidad en nosotros. San Pablo, valorando en su justa medida la obra de amor que Jesús hizo para reconciliarnos con Dios, nos quiere hacer reaccionar por nuestra evidente indolencia e indiferencia ante el sacrificio redentor: "En nombre de Cristo les pedimos que se reconcilien con Dios. Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él. Y como cooperadores suyos, los exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios". Sería absurdo y en verdad muy triste que los cristianos dejáramos que la sangre derramada por Cristo y que su cuerpo inerme en la cruz no representara para nosotros la riqueza absoluta del Dios que ha querido ofrecerse como satisfacción por nuestros pecados, realizando un sacrificio totalmente inédito, pues era el sacrificio del que menos tenía que ver con la culpa del pecado que habíamos cometido los hombres. Dios responde a la solicitud del hombre que implora el perdón y la salvación. Establece un tiempo de salvación, en el cual hará sentir ese amor redentor que se derrama sobre la humanidad. San Pablo insiste en esta voluntad salvífica de Dios: "Pues dice: 'En el tiempo favorable te escuché, en el día de la salvación te ayudé'. Pues miren: ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación". La Cuaresma es tiempo favorable para la conversión, para el abandono en el corazón misericordioso de Dios, para el reconocimiento de nuestras culpas y de nuestra indigencia. No despreciemos el gesto que realiza nuestro Dios de amor. Nunca más podremos encontrar mayor misericordia y mayor amor. Que en la intimidad de nuestro corazón nos encontremos con ese Dios que solo demuestra amor por nosotros y no quiere nuestra condenación o nuestra muerte, sino solo nuestra vida y nuestra salvación.

sábado, 23 de noviembre de 2019

En el amor vivo y te conozco mejor, Señor

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La vida del hombre es una continuidad que nunca acaba. Hemos sido creados por el Dios que no pasa, que es eterno, que tiene entre sus cualidades esenciales la de la eternidad. Él es el origen de todo, y hacia Él tiende todo. No tiene principio ni fin. Existe en sí mismo y por sí mismo, y todo lo que existe tiene en Él su razón de ser. En su voluntad todopoderosa estableció y decretó la existencia de todo lo que no es Él, siendo por lo tanto el único origen de todo el universo. Siendo Él la causa de sí mismo, sin tener principio ni fin, es además, la causa de todo y quien establece el orden en todo. Su pensamiento creador determinó que en algún momento de la historia no fuera Él el único existente, sino que siendo el único subsistente, surgiera toda la creación desde su mano todopoderosa. Filosóficamente ha sido considerado el motor inmóvil, la causa última, el único ser necesario, la suma de todas las perfecciones, el fin último de todo lo que existe. La meta final es Él mismo. Y es además el punto de arranque. Para una mente racional, estas consideraciones son la base para un conocimiento de Dios que podría llegar a no necesitar de la fe. Quien entra en estas profundidades a nivel solo de razonamiento, puede llegar a concluir que existe un Ser superior. Que necesariamente debe existir, por cuanto a nivel de inteligencia es poco menos que imposible encontrar con argumentos la realidad que sustente el orden en medio del caos, el movimiento continuo sin una causa final, la dirección hacia una meta superior que está en el destino de todos. Por ello, básicamente es absurda la posibilidad de un ateísmo radical.

Para nosotros, abiertos a la trascendencia, enriquecidos no solo por un pensamiento racional acucioso que busca respuestas, sino receptores de una revelación condescendiente del Dios creador, existe una riqueza añadida. Dios no solo nos ha dado con nuestra inteligencia la capacidad de entrar, aunque sea tímidamente, en lo profundo de su misterio objetivo, sino que ha venido a nosotros dándose a conocer a sí mismo. Es la componente afectiva de la fe. Ella es altamente racional, pero es a la vez, y más aún, altamente afectiva. Por ella se da la capacidad de una relación personal enriquecedora en la que somos definitivamente favorecidos. Toda la ganancia es para nosotros, por cuanto es a nosotros a quienes nos hace falta saber quién es Dios y cómo podemos relacionarnos con Él. No se trata de una realidad puramente objetiva, racional o externa, sino que es, porque quiere serlo así realmente, una realidad personal con la cual podemos intercambiar afectos, conductas, actitudes. En esa relación personal con Dios, basada en el encuentro íntimo y afectivo con Él, recibimos todos los tesoros imaginables. Conociendo a Dios en la medida posible de la objetividad, entramos en un conocimiento mayor por la experiencia de su amor y de su deseo de salvación para mí. Es el amor el que le da forma definitiva a la fe. Una fe sin amor, sin afectos, sin relación personal, está congelada. Podríamos decir que es un componente más de conocimiento que no implica ni afecta personalmente al hombre.

Por ello, en esa condescendencia amorosa del Dios creador, Él mismo se transforma en el Dios personal que quiere estar conmigo y que quiere que yo esté con Él. No quiere ser un "objeto" más de estudio, sino que quiere ser el invitado principal de mi corazón. Dios no quiere que lo reconozca simplemente como el Todopoderoso, el Infinito, el Omnisciente, el Omnipresente, el Juez final. Siendo todo eso, añora que lo reconozca como mi Padre, mi Salvador, mi Providente, la razón última de todos mis amores. Quiere que yo lo tome como mi referencia personal, que mi voluntad coincida con la suya, que encamine mis pasos hacia el encuentro personal con su amor y con su misericordia. Poco le importa a Él ser Todopoderoso, si su amor no es poderoso en mi corazón. De nada le vale ser Omnipresente, si no ocupa el espacio que le corresponde en mi ser. Quiere ser mi vida. Y lo quiere ser para siempre. Para toda la eternidad. Para eso me creó, pues como para todo lo creado, mi meta es Él. "No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él todos están vivos." Y quiere que yo esté eternamente vivo en su presencia. Esa vida del hombre, que nunca acaba, estará eternamente en la presencia amorosa de ese Dios personal con el que vivo un encuentro continuo. De lo contrario, habrá una frustración terrible, que es la que se experimenta cuando elegimos el vacío total: "Me viene a la memoria el daño que hice en Jerusalén, robando el ajuar de plata y oro que había allí, y enviando gente que exterminase a los habitantes de Judá, sin motivo. Reconozco que por eso me han venido estas desgracias. Ya ven, muero de tristeza en tierra extranjera". En nuestro itinerario, Dios mismo pone a nuestro alcance la plenitud, que es Él mismo. Él se pone a sí mismo como realidad asequible. Y podemos disfrutarlo ya, empezando ahora para nunca jamás dejar de disfrutarlo. Es la vivencia de su amor eterno por mí.