Mostrando las entradas con la etiqueta cosecha. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta cosecha. Mostrar todas las entradas

domingo, 23 de febrero de 2020

Pertenezco a Cristo, por lo que soy santo y debo vivir como un santo

Resultado de imagen de amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen

El cristiano no es un hombre cualquiera. Dentro de la normalidad de la vida, igual que cualquier otra persona del entorno, vive una realidad distinta en la que los valores, las virtudes, los principios que lo motivan, son muy superiores, pues apuntan a una espiritualidad profunda, a una huida de la superficialidad, a una mirada más elevada. No se queda simplemente en la persecución de metas pasajeras o temporales, sino que apunta a una meta trascendente que apunta a la eternidad. Tiene que ver con su vida cotidiana, pues es en ella en la que sembrará la semilla que cosechará abundantemente cuando haya terminado su periplo terrenal. El hecho de que tenga su mirada en la eternidad no lo desconecta de su realidad cotidiana. Al contrario, lo hace pisar más firmemente en ella, pues todo lo que vive aquí y ahora debe reflejar esos valores que lo motivan profundamente. Si no es así, su cosecha no será fructífera. Por eso, es en esta realidad en la que debe mostrar que no es uno más del montón, sino que se diferencia precisamente porque tiene una meta muy superior que es la que lo motiva. El cristiano es ese que vive lo ordinario con un tinte extraordinario. Es ese que por tener valores superiores impregna todo su existir, su cotidianidad, con la profundidad de aquello que es lo más importante para cualquiera, que es la búsqueda del sentido de una vida que no se acaba en la realidad que está a la vista, sino que no tiene fin. Es ese que comprende que esta vida es una etapa de una vida que nunca se acaba, y que tiene una realidad futura que le da su peso y su sentido. Por ello, aun cuando vive lo absoluto del amor que salva, de la unión con el Dios que da la vida y que es providente y misericordioso, de la fraternidad que marca la vida en unión con todos los miembros de la comunidad, sabe que debe revestir esa cotidianidad con las ropas de la relatividad, pues todo pasará y se acabará para dar paso a la vida eterna que será la que persistirá y quedará establecida permanentemente. Los logros que haya alcanzado en esta vida, las metas que haya superado, son las que servirán como billete de entrada a esa vida eterna, por lo cual tienen pleno sentido conectados con la conciencia de que son las semillas que ha sembrado en esta vida, de la cual sacará la cosecha plenamente satisfactoria de una vida eterna feliz en el seno de Dios Padre.

Por ello, la doctrina cristiana que sustenta la experiencia vital, insiste en la fijación de la santidad como meta existencial. El mismo Dios lo pone como exigencia: "Sean santos, porque yo, el Señor, su Dios, soy santo". La razón última que explica esa necesidad es la propia santidad de Dios, que es hacia quien tendemos. Hemos salido de Él y nuestra vida está dirigida a volver a Él. Por ello, en el periplo de la vida terrena, nuestra condición de santidad no será sino la confirmación de nuestra pertenencia al Dios que nos da la vida. Jesús mismo coloca esta meta de nuevo como condición de vida para el cristiano: "Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto". Santidad y perfección, en este contexto, son sinónimos. Son la misma exigencia. Los cristianos debemos actuar por encima de la normalidad. No podemos contentarnos con los mínimos que nos exige vivir el día a día, sino que debemos apuntar siempre a los máximos. Y nunca contentarnos con lo que logramos, pues la meta está cada vez más alta. La perfección no tiene límites. La santidad tampoco. Son cualidades divinas, por lo que son infinitas. Dar pasos adelante significa que siempre habrá un paso más que deberemos dar. Mucho menos podemos contentarnos con la mediocridad de quien no tiene una meta de superación. Quienes viven sin ideales superiores pasan por esta vida solo vegetando, sin la ilusión de ser mejores cada día. No se trata de ser héroes, sino de dejar que la motivación a la santidad sea el motor de la vida propia. Por eso se ve como natural la exigencia que pone Jesús. El que quiere ser realmente santo y apunta cada vez más alto, no puede contentarse con lo que haría "cualquiera". Las metas que pone Jesús no son absurdas, pues serían las propias de los santos: "Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas ... Amen a sus enemigos y recen por los que los persiguen, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si aman a los que los aman, ¿qué premio tendrán? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludan solo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles?" Se trata, por lo tanto, de no hacer, lo "normal", sino lo que haría un santo. Es a eso que estamos llamados. Y esa sería la "normalidad" de la vida en santidad.

Lo que nos motiva es, por lo tanto, esa meta que debe asumirse como regla de vida. Llegar a la santidad solo será una realidad si ya se camina en ella. No debe ser solo la meta, sino que debe ser también el camino. Como decía Santa Teresa de Calcuta: "La santidad no es el privilegio de unos pocos, sino la obligación de todos". Sentirse atraídos de tal manera hacia ella, que mueva cada fibra de nuestro ser, haciendo que ella sea la razón de la existencia. Para un cristiano no debería existir un estilo distinto a este. Cualquiera otra manera de vida desdiría de lo esencial del cristiano. El camino estaría marcado por la pertenencia a Jesús. Sentirnos de tal manera propiedad de Cristo que no permitamos que pueda ser añadido a nuestro ser algo que sea distinto de lo que sería de Él. Nuestra carta de identidad no es otra que la de ser hijos del Padre y hermanos de Jesús. Esa es nuestra gala y nuestro orgullo. Todo lo demás es pasajero y relativo. Nuestra identidad pasa por nuestra pertenencia a Jesús: "Que nadie se gloríe en los hombres, pues todo es de ustedes: Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es de ustedes, ustedes de Cristo y Cristo de Dios". He ahí la razón última por la que debemos ser santos, por la que debemos avanzar continuamente hacia la perfección. Nuestra pertenencia a Cristo no es, no debe ser, solo una idea romántica. Debe ser una realidad. La realidad que le da sentido a nuestra vida, la realidad que subsistirá después que hayamos terminado nuestro ciclo terrenal. Todo volverá al Padre, llevado como escabel a los pies de Cristo. Con lo cual se confirmará quién es el Rey y el propietario de todo lo que existe. Vale la pena, por lo tanto, que eso lo hagamos ya una realidad hoy y aquí, de modo que al pasar de este mundo al Padre, lo que haga nuestro Dios con nosotros sea simplemente una confirmación de lo que ya hayamos vivido aquí y ahora.

sábado, 7 de diciembre de 2019

Llegará el Reino definitivo y yo pongo mi parte en él

Resultado de imagen de id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos

La espera del establecimiento definitivo del Reino de los Cielos, que se dará al final de los tiempos, no exime a la humanidad de seguir construyendo un mundo mejor para que sea un lugar ideal para la llegada de aquel imperio de paz, alegría, justicia, amor y armonía inmutables. Podríamos caer en el error de dejar todo en las manos de Dios, pues ya esa tarea ha sido iniciada por Él, y basta con que Él siga en su esfuerzo para que finalmente todo llegue a ese final ideal. No faltarán nunca quienes se dejen llevar por el entusiasmo de ver iniciada la empresa y se echen a esperar que ya no sea un simple espejismo avizorado en el futuro, sino que el mismo Dios fuera el único obrero de todo el entramado. Por eso San Pablo, descubriendo esa actitud en algunos, les llamó la atención y los invitó a reaccionar: "El que no trabaja, que tampoco coma". Todos debían seguir haciendo su parte para que el mundo fuera un sitio mejor para la llegada del Reino definitivo de Jesús. Aquel mundo futuro no quiere vagos entre ellos. Quiere trabajadores denodados que atraigan el bien con la semilla que siembren. Más aún, quienes hayan sembrado serán los únicos que tendrá derecho a disfrutar de la cosecha de amor eterno que se promete para ese tiempo final. El que no ha hecho su esfuerzo, no podrá disfrutar del fruto que otros con el suyo hayan alcanzado. La Ciudad de Dios será construida con aquellos que han entendido que la Ciudad del Hombre tiene tarea principalísima que cumplir. Aquella Ciudad de Dios eterna no será otra cosa que la Ciudad del Hombre que ha trabajado esforzadamente por transformarse en la primera.

Por eso Jesús, que viene a establecer un Reino definitivo echando las bases con su presencia -"Si yo hago estas cosas es porque el Reino de Dios ya está entre ustedes"-, no deja de establecer responsabilidades entre los que Él considera obreros principales en la construcción: "Vayan a las ovejas descarriadas de Israel. Vayan y proclamen que ha llegado el reino de los cielos. Curen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos, arrojen demonios. Gratis han recibido, den gratis". Los signos de ese Reino son signos de fiesta, de felicidad, de gozo espiritual, de ausencia del mal, de victoria del bien. No puede ser de otra manera, pues es el Reino del Dios liberador que alcanzará al final el establecimiento de su amor y de su gracia. En el ínterin Jesús da la responsabilidad de echar las bases para su victoria final, a los discípulos. Son todos los redimidos los que tienen esta responsabilidad. Son todos los que han recibido el favor del amor infinito de Dios los que habrán de dar testimonio de ese amor en sus vidas. "Gratis han recibido, den gratis". No se puede pretender acaparar el tesoro que Dios nos ha regalado, pues ese amor derramado necesita ser traspasado a todos. Es imposible contener la difusión natural del amor. Quien recibe amor lo multiplica para sí mismo cuando lo comparte. Y es la manera como la Ciudad de Dios va embargando a la Ciudad del Hombre. El amor va haciendo ósmosis en el mundo y va construyendo el sitio ideal para que aquel Reino futuro vaya siendo una realidad. La vida comunitaria va haciéndose un reflejo de lo que será definitivamente en el futuro. El Reino no será un reino individual, sino que será un Reino comunitario en el que Jesús será el Rey y todos seremos sus súbditos amados.

Dios puede hacerlo todo por sí mismo. De eso no hay ninguna duda. Pero en el diseño de su plan los hombres redimidos jugamos un papel de primera línea. Y ese papel es el de ir echando las bases de un mundo más justo y más humano, más cristiano y más impregnado del amor divino, más justo y más solidario, en el que reine la fraternidad real, en el que no haya divisiones ni enfrentamientos entre hermanos. Es la tarea que nos corresponde a todos, de la cual no podemos abdicar. Si habrá justicia en ese mundo futuro es porque ya la hemos empezado a sembrar aquí y ahora. Si habrá paz, es porque la hemos intentado vivir aquí y ahora. Si lograremos vivir en el amor definitivo, es porque lo hemos sembrado en nuestro días. "La luz de la luna será como la luz del sol, y la luz del sol será siete veces mayor, como la luz de siete días, cuando el Señor vende la herida de su pueblo y cure las llagas de sus golpes". Será la experiencia de aquella utopía final que no se quedará solo en un sueño, pues la haremos realidad desde ahora y se mostrará con toda evidencia en la vivencia final de la armonía absoluta que logrará Dios para todos, en la cual habremos tenido parte importante pues habremos puesto las bases para la construcción con nuestro esfuerzo denodado. Somos adelantados del Reino y el Señor nos quiere activos para establecerlo como su regalo de amor infinito para cada uno de nosotros.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Llegar a Ti a cualquier costo

Resultado de imagen de ni un cabello de vuestra cabeza perecerá con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas

Cuando nos proponemos metas superiores y fijamos nuestra mirada en ellas, multiplicamos nuestras fuerzas. La añoranza por alcanzarlas nos hace asumir el camino como un requisito lógico. Y cuando experimentamos en ese camino dificultades mayores que pueden llegar incluso a hacernos pensar en desistir de seguir adelante, basta con pensar en la satisfacción y el disfrute de la meta a alcanzar, para hacer huir esas tentaciones de abandono. Esto es ley de vida. El progreso de toda vida humana está basado en la fijación de metas superiores y en la colocación de todas las fuerzas y todas las herramientas necesarias para alcanzarlas. Quien quiera ser más hombre, mejor esposo, mejor profesional, no llegará a serlo con el simple deseo o con el simple pensamiento. Debe colocar todo su ser en el empeño por lograrlo. Todo tiene su costo. Y todo costo debe ser asumido teniendo la esperanza de llegar a la meta para alcanzar la cima de la felicidad que ella puede procurar. Si la meta vale la pena, asumir el costo es el paso imprescindible. Y ante la magnitud de la satisfacción a alcanzar, el costo pasa a ser asumido como un requisito necesario, aunque secundario, pues en el primer lugar está la meta. A una meta mayor, corresponderá un costo mayor. Y tendrá como consecuencia un gozo mayor. Las metas mayores para cada hombre les exigirán costos superiores. Por ejemplo, fijarse como meta una vida futura en familia, con una pareja que complemente en lo afectivo, con hijos a los que educar responsablemente, procurando la manutención con el desarrollo honesto de una profesión, asumiendo el compromiso social que corresponde a cada familia como célula fundamental de todo el entramado comunitario, no puede asumirse de manera irresponsable. Será una cosecha que habrá requerido unos costos elevados. Pero que habrán sido asumidos con la dicha y la esperanza de llegar a la meta añorada. No está el acento en el sacrifico y el esfuerzo denodado que haya que aplicar, sino en la meta atractiva de una vida que ha alcanzado su plenitud humana.

Si esto es una realidad para la vida humana cotidiana, lo es más sólidamente aun para la vida que se asume como paso previo para la eternidad. Asumir que nuestra vida actual tiene un desarrollo necesario que no terminará en ella, sino que será transformada para llegar a su destino final, y que, por lo tanto, no es un fin en sí misma, sino que tiene categoría de requisito previo para llegar a la meta final, que es la vida en Dios para toda la eternidad, nos hace vislumbrar la meta más importante de todas. No es de ninguna manera desdeñable colocar ese panorama a la vista, pues se trata de aquello a lo que estamos llamados todos. Ninguno de nosotros está fuera de este destino, por lo cual, además de saber que está en nuestra perspectiva, debemos asumirla como propia. No se trata simplemente de estar conscientes de ella, sino de llegar a desearla por encima de todo, añorando que nuestra vida llegue a tener el reposo final en la felicidad plena que solo alcanzará en los brazos de Dios. Y así, asumir todos los costos que exija para llegar a ella. Si en la planificación de nuestras metas humanas hacemos una especie de inventario de fuerzas y herramientas con las que contamos para llegar, en lo divino y trascendente ese inventario nos lo presenta Jesús: "Les echarán mano, los perseguirán, entregándolos a las sinagogas y a la cárcel, y los harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendrán ocasión de dar testimonio. Hagan propósito de no preparar su defensa, porque yo les daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario de ustedes. Y hasta sus padres, y parientes, y hermanos, y amigos los traicionarán, y matarán a algunos de ustedes, y todos los odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de su cabeza perecerá; con su perseverancia salvarán sus almas". En lo humano, todo lo planificamos nosotros sobre supuestos positivos asumidos. En lo divino, ya nos lo da hecho Jesús. Sabemos bien cuál será el itinerario, cuál será el requisito, cuál será el costo. Es la meta mayor a la que podemos aspirar. Y los costos serán también los mayores que podremos pagar. Pero la meta hace que valgan la pena.

Será una cosecha que haremos delante de Dios al final de nuestro periplo terreno. Nuestra transformación final será hecha a la luz de lo que hayamos hecho como requisito previo para alcanzar la meta. Debemos demostrar que hemos valorado de tal manera la meta que no nos hemos parado ante los costos que haya supuesto avanzar hacia ella. Será una especie de examen final que deberemos presentar ante un jurado en el que estará Dios. Delante de Él se verá mi vida completa, la importancia que yo le haya dado a la meta de eternidad feliz junto a Dios, los costos que yo haya asumido. "Lo que está escrito es: 'Contado, Pesado, Dividido.' La interpretación es ésta: 'Contado': Dios ha contado los días de tu reinado y les ha señalado el límite; 'Pesado': te ha pesado en la balanza y te falta peso; 'Dividido': tu reino se ha dividido y se lo entregan a medos y persas." No habrá manera de evitar este examen, pues toda nuestra vida está siempre en la presencia de Dios. La importancia que yo le haya dado al Dios de mi futuro de eternidad determinará la calidad de mi vida eterna en Él. Seré contado, pesado y dividido en su presencia. Mi vida de amor a Él y a mis hermanos, la importancia que yo le haya dado a mi propia trascendencia, el peso de mi historia en la historia humana, serán determinantes para el goce de ese futuro junto a Dios. Entonces, no importarán los costos que haya tenido que pagar en mi vida, sino la alegría y la esperanza con las que los haya asumido para llegar a la felicidad que no tiene fin.

domingo, 10 de noviembre de 2019

Vivo ahora y para toda la eternidad en la presencia de Dios

Resultado de imagen para los 7 hermanos macabeos

Nuestra fe nos confirma que los cristianos seguiremos el mismo itinerario que ha seguido Jesús. Él nos ha abierto el camino por el cual transitaremos todos. Él asumió la muerte al asumir la condición humana. Por supuesto que su muerte cruenta, asumida como sacrificio redentor, en la cual estaba involucrada la humanidad entera culpable y pecadora, cargó sobre sus espaldas unas culpas que no eran suyas. Si había alguien inocente era precisamente Jesús. Era el único inocente de todos. Su muerte, por ser asumida voluntariamente tras el envío del Padre y por ser realizada como satisfacción por el delito que Él no había cometido, alcanzó el perdón de los pecados de toda la humanidad. La muerte del hombre que era Dios satisfizo infinitamente la afrenta que también había sido infinita. En cierto modo, nuestro gozo es natural por haber recibido ese don de la muerte redentora del Salvador para rescatarnos a todos de la muerte eterna. Por eso, tiene sentido la frase aparentemente sin sentido de San Agustín: "Feliz culpa la que mereció tal Redentor". Aún así, habiendo sido una muerte que tenía un efecto de rescate inmediato para quienes estaban perdidos, si así no hubiera sido, era en todo caso, una muerte que debía darse, aunque hubiera sido de forma natural. Todos los hombres estamos destinados a terminar nuestros días del periplo terrenal. También Cristo debía morir por haber asumido nuestra naturaleza. Alguien dijo que si no hubiera muerto en la Cruz rescatándonos a todos de la muerte, lo hubiera hecho de viejo.

La muerte es, en efecto, parte de nuestro itinerario. Nacemos, vivimos y morimos. Pero, como hemos apuntado, tenemos un itinerario que seguir, que es el que ha inaugurado Jesús para todos. La muerte no es el final. Jesús resucitó y ascendió al cielo. Habiendo venido del Padre y rendido su vida a Él para lograr nuestro rescate, no quedó oculto y solitario en el sepulcro frío y oscuro. Él resurgió triunfante de la muerte. Y con ello nos ha dicho a todos que también resucitaremos. Que no hemos sido hechos por amor para terminar en el vacío de un sepulcro, como tampoco lo hizo Él. Nuestra realidad es que hemos venido también del amor del Padre y que el terminar nuestro camino terrenal volveremos triunfantes a Él. Dios no nos ha creado para la muerte, pues es un Dios de vivos. Así lo ha afirmado Jesús: "Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: 'Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob'. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos". Nuestro Dios no nos hace caminar inexorablemente hacia el vacío de la muerte, sino que nos conduce a la plenitud de la vida, que es Él mismo. Es la fe que nos hace confiar ciegamente en el amor del que nos ha creado y nos ha destinado a vivir eternamente en su presencia. Y es la esperanza que hace que vivamos con la vista en alto, añorando ese futuro eterno en el amor que nunca se acaba. Así lo vivieron los hermanos macabeos que entregaban su vida en la confesión de la fe: "Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna ... Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará".

Esa es la promesa que tenemos para nuestro futuro. Es la perspectiva que nos ha abierto Jesús, cuando ha inaugurado con su muerte y su resurrección el camino que todos seguiremos. Evidentemente esta certeza nos acompaña. Nuestra cosecha será de eternidad, si hemos sembrado semillas de eternidad. Todo lo futuro depende de lo que vivamos en el presente. Si no nos decidimos a sembrar buena semilla, podemos acabar muy mal. Así lo dice San Pablo a los tesalonicenses, acerca de quienes hacen el mal: "Que nos veamos libres de la gente perversa y malvada, porque la fe no es de todos". Pero si seguimos fielmente el camino que nos indica nuestra fe y al que nos llama nuestra esperanza, tenemos la certeza de esa eternidad para la vida en Dios. Es la cosecha de lo que hayamos sembrado. "Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y nos ha regalado un consuelo eterno y una esperanza dichosa, consuele los corazones de ustedes y les dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas ... El Señor, que es fiel, les dará fuerzas y los librará del Maligno ... Que el Señor dirija sus corazones hacia el amor de Dios y la paciencia en Cristo". Es la ruta que debemos seguir para la cosecha de eternidad. También lo hizo Jesús, que "pasó haciendo el bien". En todo podemos seguir su itinerario. Si queremos ganar y disfrutar de esa eternidad feliz junto a Él, debemos transitar la ruta de las buenas obras, de la fraternidad, del testimonio vivo y vivificante de nuestra fe delante de todos. Y llegaremos todos juntos con Jesús al final del itinerario. A la felicidad que no tiene fin. A la vivencia inmutable del amor eterno.

viernes, 14 de marzo de 2014

La eternidad ya empezó

Los hombres, la verdad, aunque pensamos en nuestra eternidad frecuentemente, damos por sentado que está muy lejana. La tenemos en la mente, pero no profundizamos en ella con la seriedad que amerita. Sabemos cuáles son las condiciones que se nos exigen para entrar en la felicidad eterna, pero no nos desvivimos por cumplirlas. "Ya llegará el tiempo en que me tenga que ocupar de eso..." Lo cierto es que el tiempo que vivimos es parte de esa eternidad. La eternidad no es futura, sino que ya es el presente, ya la estamos viviendo, ya estamos sembrando lo que será la cosecha de aquello que viviremos inmutablemente a partir del momento en que muramos...

La eternidad, en efecto, no es sueño, no es añoranza, no es fatalidad futura... Es realidad. En primer lugar, porque Dios nos los ha dicho. Hemos sido creados para la eternidad, no para "desaparecer" con la realidad tangible. La Palabra de Dios nos asegura la existencia de un cielo en el Él que habita naturalmente, al que estamos destinados todos. Sí. Todos. Porque es lo que Dios quiere y así ha diseñado la realidad para que se dé según su voluntad. Pero en ese plan suyo está el componente de la libertad humana que condiciona absolutamente el cumplimiento perfecto del plan de Dios. Y es que Dios, porque ama, deja libre. Deja en las manos del hombre hacerse acreedor de ese beneficio mayor, que es la salvación... Dios nos ama tanto que no nos "obliga" a salvarnos... "Dios quiere que todos los hombres se salven..." No dice Pablo: "Dios quiere salvar a todos los hombres..." Lo deja al libre arbitrio del hombre, aun cuando Él es el que hace la oferta y sabe qué es lo mejor para el hombre... Dios no quiere robots en su equipo. Quiere hombres libres que hagan lo posible por hacerse dignos de la salvación. Porque así actúa el amor. El amor no es destructor de la libertad, sino su máximo promotor, aun cuando corra el riesgo de perder al amado...

Por eso, en este inicio de la eternidad que vivimos es tan importante no sólo tener presente ese futuro, sino saber que ya estamos construyéndolo. Saber que cada una de las acciones, pensamientos, intenciones, actitudes, conductas, que vivamos hoy, son una semilla que cosecharemos. Es una acción de la que nos arrepentiremos o de la que nos sentiremos orgullosos y felices."Si el malvado se convierte de los pecados cometidos y guarda mis preceptos, practica el derecho y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá. No se le tendrán en cuenta los delitos que cometió, por la justicia que hizo, vivirá". Vivirá... Esa vida que se tendrá por ser justo se refiere a esa eternidad de la que hablamos. No se trata de la actual solamente, aunque las injusticias cometidas también repercutan en el hoy y probablemente tengan su escarmiento en la ley civil... Oponerse al plan de Dios tiene consecuencias fatales en lo actual y en lo futuro. Pero ponerse en su línea las tiene también, pero felices y compensadoras...

Por eso es que no podemos "ir tan campantes" por nuestra realidad actual. Tenemos que saber que el Señor reserva para nosotros lo mejor, pero que tenemos que demostrar con nuestras acciones que lo queremos para nosotros. No se trata de ser sólo buenos, sino de apuntar a ser perfectos. No se trata de cumplir los mínimos necesarios, sino de querer ser los primeros en el camino que nos indica Dios... Se trata de ser delicados con nosotros mismos, de modo que procuremos ser los primeros en el amor a Dios, a su voluntad, a sus mandamientos, y los primeros en el amor al prójimo en la procura de los mejores bienes para ellos, en la compasión por los más necesitados y humildes, en la defensa de sus derechos. Esto nos lo pide Jesús, pues quiere que vayamos adelante en la perfección... "Ustedes han oído que se dijo a los antiguos: "No matarás", y el que mate será procesado. Pero yo les digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano "imbécil", tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama "renegado", merece la condena del fuego..." La delicadeza de espíritu es necesaria para la salvación. Si al caso vamos, Jesús nos pide no sólo que evitemos el mal, sino que apuntemos a hacer el bien a todos. El mandamiento de Dios no es sólo prohibitivo, sino también asertivo. Nos invita a lo mejor, no a evitar lo peor solamente...

Por eso Jesús nos dice: "Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda". Es la búsqueda de lo que hace buenas relaciones lo que hay que hacer. Delante de Dios no seremos dignos de estar, si antes no hemos sido dignos de estar delante de los hermanos. No podemos pretender alcanzar a Dios si hemos excluido a los hermanos de nuestro corazón. El mejor lazo para "amarrar" a Dios es el de los hermanos...Mientras no nos convenzamos de esto, estaremos dando palos de ciego en el camino de la eternidad...

Nuestro camino es camino de eternidad, iniciado aquí y ahora. Esa eternidad está ya presente, ya la estamos recorriendo. Por eso, tomémosla en serio. No la dejemos a un lado, como queriendo ignorarla con la escondida intención de alejarla de nosotros y que no nos cuestione... Es la realidad más cierta que podemos tener a la vista. Nuestra conducta la gana o la pierde, la hace feliz o trágica... "Cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá". Pero si no lo hacemos, sucede lo contrario... "Si el justo se aparta de su justicia y comete maldad, imitando las abominaciones del malvado, ¿vivirá acaso?; no se tendrá en cuenta la justicia que hizo: por la iniquidad que perpetró y por el pecado que cometió, morirá"... Son las dos caras de la moneda de la eternidad... A eso nos exponemos cuando no tomamos en serio que ya estamos viviendo la eternidad. No lo arriesguemos...

jueves, 26 de diciembre de 2013

En la fiesta de la Vida, ¿celebrar la muerte?

La Navidad es la Fiesta de la Vida por excelencia. El que es la Vida irrumpe en la historia de la humanidad para dejarse "derramar" sobre ella. Su presencia entre nosotros es la seguridad total de que Dios no quiere para el hombre la muerte, sino la vida, y ésta, en plenitud. No se trata de una vida biológica, con todo lo que puede desear que ésta sea también plena y buena para todos, pues Dios no quiere de ninguna manera una "mala calidad de vida" para nadie. Por eso fue capaz también de demostrar que es Dios de la Vida al procurar los alimentos que necesitaba Israel en su camino por el desierto, por eso Jesús multiplicó los panes para sus seguidores, por eso curó a los enfermos aquejados de diversos males, por eso volvió a la vida a varios. Dios no se ocupa sólo de la vida espiritual, sino que apunta a una buena calidad de vida material para todos. Y sigue empeñado en eso...

Es, en efecto, un Dios que apunta a la plenitud, a la integralidad. Y esa plenitud e integrallidad no se daría si se ocupara sólo de una única dimensión vital del hombre. El hombre es cuerpo y es espíritu. Es espíritu encarnado. Es cuerpo espiritual. De modo que si se quiere tener en cuenta su integralidad, hay que asumirlo en todas sus dimensiones... Con todo, en ese caminar en plenitud que Dios quiere para el hombre, apunta a la plenitud absoluta, a la que se dará en la eternidad junto a Él, que será consecuencia de lo que se siembre en esta vida, tal como la conocemos. Será una realidad totalmente nueva, pues ninguno de nosotros la ha vivido. Sólo sabemos las noticias de la felicidad plena que se vivirá en ella, pero los detalles los iremos descubriendo a medida que los vayamos viviendo... Teniendo la experiencia de la felicidad podemos hacernos una idea de lo que será, pero sólo atisbando aquella realidad avasallante por las gotas que hemos saboreado en nuestros días... Se trata, entonces,m de abandonarse en la confianza en la Palabra de Aquél que nos ama más que nosotros mismos, de confiar plenamente que lo que nos dice hoy se cumplirá totalmente en el futuro, y que será nuestra experiencia más gratificante...

Por eso nuestra vida se basa en la confianza, que da un excelente sustento a la esperanza cristiana en la vida plena que viviremos en el futuro que Dios nos promete.. La muerte, de este modo, jamás será una experiencia lúgubre, sino que se convertirá en la más luminosa de todas, pues será la apertura de las puertas a esa realidad maravillosa que nos promete el Dios de Amor... Cuando morimos no estamos sino cumpliendo un requisito para entrar en la Luz absoluta, la más brillante y refulgente, la que no permitirá ya, y para toda la eternidad, la existencia de ninguna sombra. No es posible imaginar experiencia más hermosa... Quien ha vivido en esta añoranza, será el momento de llegar a la meta ansiada, habiendo sembrado lo necesario para que la cosecha sea buena... Una siembra de amor que se debe haber manifestado en todos los `rodenes de la vida. Un amor a Dios que lo haya hecho sentir amigo verdadero, cercano, misericordioso... Que haya hecho que se desee nunca estar lejos de Él, y por lo tanto, evitar todo lo que hubiera tenido sabor de no ser fiel. Una experiencia de vida que haya sido un continuo colocarse en el corazón amoroso de Dios para estar siempre resguardado de todo lo que hubiera pretendido dejarlo a un lado... Y una experiencia de amor a los demás, en los que se considerara a todos verdaderos hermanos, sin derecho a no amarlos como los ama Dios, queriendo y procurando con las propias acciones el bien para ellos, pues es lo que Dios quiere que disfruten. Acercándose sobre todo a los más necesitados y procurando que ellos puedan acceder a los bienes que Dios les depara, luchando contra las injusticias que se los niegan, llevándoles a los que menos posibilidades tienen los regalos del amor de Dios...

De esa manera, la muerte no será realidad oscura, sino luminosa. La fidelidad asegura que sea así... Por eso Esteban fue capaz de decir: "Veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios". Las puertas del cielo para quien moría por fidelidad a Dios y a su amor, habiendo cumplido perfectamente con lo que Dios quería, no podían estar sino abiertas... Esteban moría, pero entraba en la Vida. Más aún, aseguraba con su muerte de esa manera, la Vida en plenitud, la que nadie nunca le podría arrebatar. Ya no habrían más dolores, más sombras, más persecuciones, más sufrimientos... Sólo habrán, desd ese momento y para toda la eternbiad, sólo compensaciones...

¿Cómo no afirmar que no está viviendo la vida quien es capaz de decirle a Dios en el momento de su muerte: "Señor Jesús, recibe mi espíritu"? ¿Es que acaso alguien puede afirmar que quien le entrega su vida, en su último suspiro, al Dios del Amor, está muerto? No existiría mayor contradicción. La vida en las manos de Dios es Vida plena... Y no habrá mayor vida que esa, la que Dios procura cuando la ponemos en sus manos plenamente, confiando absolutamente que la multiplicará, la bendecirá, y la hará llegar a puerto seguro...

¿Cómo no afirmar que tiene la Vida plena quien es capaz de interceder por sus asesinos, cuando en el momento de morir le ora al Padre: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado"? Sólo quien vive la plenitud del amor, incluso por sus enemigos y asesinos, quien no guarda en su corazón odios y rencores, quien pide a Dios por ellos, como lo hizo el mismísimo Jesús en la Cruz, puede decir que está verdaderamente vivo. Lo contrario al amor sólo trae muerte. Y Esteban demuestra que está muy lejos de morir realmente. Sólo está poniendo su vida en las manos de Dios para que la haga más grande, eterna, plenamente feliz...

En el clima de Vida feliz que vivimos al nacer el Niño Dios, celebramos la Vida plena de Esteban. No es celebración de la muerte, sino de la llegada a la plenitud de la Vida. Es fiesta de alegría. Es fiesta que nos llama a todos a asumir las mismas actitudes para vivir la misma ple
nitud...

viernes, 22 de noviembre de 2013

El viejo Viloria

Hoy, hace exactamente 80 años, nació el viejo Viloria, mi papá. Ramón José Viloria nació en una familia extraordinariamente humilde, de ocho hermanos. Sólo una hembra, mi tía Ana, entre 8 varones. Juan, Hermógenes, Rafael, Ramón, Jesús (Chui), José (Longo) y Nelson. Siempre nos contaba historia hermosas de su abuelito, que lo trataba con mucho cariño y le enseñaba muchas cosas para la vida. Mi abuelita Angélica vivió muchos años con nosotros. Es un personaje esencial en mis recuerdos de infancia. Graciosa como buena maracucha, en sus buenos tiempos, pues tenía ciclos de enajenación (supongo que una especie de demencia senil), que la hacía ser otra persona, aunque no representaba ningún peligro, pues estaba muy bien medicada para eso... En esos tiempos raros se ponía más graciosa de lo que era normalmente. Recuerdo a mi papá y a mi mamá siempre pendientes de ella. De niños, mi abuelita iba a la escuela a buscarnos para traernos a casa. Toda un fiesta...

Pues bien, mi papá nació y creció en medio de la humildad más extrema. Para una mujer que estaba prácticamente sola, sin medios económicos para poder echar cómodamente una familia numerosa adelante, me imagino a mi abuelita haciendo malabares para echar adelante a ocho niños... Gracias a Dios, pudo hacerlo, con la ayuda de mi bisabuelo... El viejo Viloria trató desde niño de ser responsable. Estudió, con la conciencia clara de que era la manera como iba a salir de la pobreza. Y lo hizo de verdad muy bien...

Recuerdo que nos contaba que mi tío Juan, el mayor, que tuvo que empezar a trabajar desde muy temprano en la petrolera, fue su principal apoyo para que pudiera seguir sus estudios. En aquel tiempo, uno de los trabajos más apetecibles por representar ingresos inmediatos, era el de chofer. Al terminar su educación básica, mi tío Juan le puso a mi papá una elección: "O te pago el título de manejar, y podéis ser chofer, o te pago los estudios en la Normal de Rubio, para que seáis maestro... Vos decidís..." Mi papá pensó en el futuro. La propuesta del título era realmente muy atractiva, pero don Ramón se decidió por seguir sus estudios... Decisión providencial...

Y así, se fue a estudiar a la Normal de Rubio. Y allí conoció al amor de su vida -y de nuestra vida-, a doña Ligia Esperanza Pinzón Chacón, estudiante como él en la Normal. Dos jovencitos que estaban forjando su futuro docente. Se enamoraron y decidieron casarse. Mi mamá influyó extraordinariamente en la espiritualidad de mi papá. Él ya era un hombre religioso, por la formación cristiana que había recibido en su casa. Pero mi mamá fue la que pulió esa piedra bruta y la convirtió en piedra preciosa... La formación cristiana de mi mamá era muy buena. Su espiritualidad muy profunda. Era, sin lugar a dudas, una mujer santa. En algunos momentos de su vida de niña y de joven, pensó seriamente si su vocación no sería la de religiosa. Particularmente pienso que hubiera servido para eso, pues su vida de intimidad con Dios era de verdad sorprendente. Mi mamá se levantaba a medianoche sólo para rezar al menos una hora. Y lo hacía como sacrificio que agradaba a Dios... El estar en contacto con esa mujer santa, lo hizo también a él santo...

Mi papá, unos tres años después de casados, en el mes de octubre del año 1959, hizo el Cursillo de Cristiandad -el 2do. de Venezuela-, y encontró su tesoro escondido, su perla preciosa... La vida apostólica lo conquistó absolutamente.Conjugó perfectamente su carrera de docente con sus ocupaciones apostólicas. Su turno como Supervisor del Ministerio de Educación era el nocturno, lo cual le dejaba las mañanas "libres". Y se decidió a trabajar "ad honorem" en el MCC, como Secretario. Y era realmente la mano derecha del P. Cesáreo Gil, otro santo del cual bebió más aún para forjar su propia santidad... El viejo Viloria fue uno de los dirigentes más destacados del MCC de Venezuela. Confieso que, como muchos, admiré su entrega, su disponibilidad, su espiritualidad, su conocimiento de la fe y del magisterio de la Iglesia... Era de maravillarse como citaba frases de documentos del magisterio textualmente, apuntando incluso los números, sólo de memoria... Su facilidad de palabra y sus conocimientos de la doctrina eran tremendos, lo cual lo hacía un charlista excepcional...

Todo eso lo conjugó perfectamente con su vida familiar.. El buen profesional y el gran apóstol, era un esposo dedicado y un padre ejemplar... A pesar de su carácter fuerte, del cual hacía gala no pocas veces, su afabilidad y sus detalles con la vieja era realmente tiernos. Recuerdo sus lágrimas cuando le diagnosticaron a mi mamá el cáncer de seno que le fue extirpado... Se le vino el mundo abajo. Y luego, en todas las penurias de salud que tuvo mi mamá, parecía "un pollito mojado". Ya al final, cuando ambos estaban malitos, su gran preocupación era sobre quién se iba a ser cargo de cuidar a mi mamá, cuando él ya no pudiera. Estaba pendiente de cada pastilla que tenía que tomar ella, de los horarios, de la dieta... Lo que menos le preocupaba era su condición, pues estaba más pendiente de la de ella... Con nosotros, los tres hijos, era sumamente exigente. No se contentaba con que fuéramos unos más del montón. Nos exigía ser los primeros. Y no se paraba en formas para exigirlo. Tenía que ser así, y punto... La verdad es que no le dio mal resultado. No es que seamos excepcionales, pero sí nos inculcó la necesidad de hacer buenos esfuerzos en todo. Nos lo dejó como marca de fábrica...

Mi papá en la familia era excelente... Con mi mamá decidieron que cada dos años iríamos a un país distinto a conocer... Así conocimos Colombia, México, Estados Unidos, Guatemala... En esos viajes los viejos eran únicamente nuestros y los aprovechábamos exprimiendo el gozo de cada segundo con ellos... Recuerdo siempre en Bogotá, jugando un billarín -billar enano- que compró para regalárnoslo, con los dientes morados por unas remolachas que se había comido -con unos palitos encima, que lo hacían simpatiquísimo-... Cuando estaba de buenas, gracias a Dios, la mayoría de las veces, era sabroso sentarse con él a hablar, estando pendientes de que lo que dijera tuviera sentido, porque nos gastaba bromas a cada rato y nos hacía quedar como tontos... En las fiestas de la familia, aunque no era un experto bailarín, las sobrinas se peleaban por bailar con él, pues no sólo bailaba, sino que hacía una fiesta particular con la que bailara...

Y nuestra formación y vivencia religiosa fue por las mismas rutas... Desde niños, nos integró a la vida de la Iglesia. Pertenecimos a grupos juveniles de la parroquia, cantábamos en las misas, hacíamos las lecturas... Hicimos el Cursillo de Cristiandad... Todo, por el testimonio que nos daban los viejos continuamente.. Somos, mientras ellos estuvieron y ahora, una familia de fe. Es el tesoro que nos dejaron. Tengo en mi mente una imagen imborrable: Antes de dormir, los dos viejos -mi mamá acostada y mi papá sentado en el borde de la cama-, rezando el rosario -invariablemente, todos los días-, después de la inmensa lista de intenciones que leía mi mamá, pues las tenía escritas en uno de sus innumerables cuadernitos de oraciones... Quizás en ocasiones, yo no he respondido a lo que ellos sembraron en nosotros, pero en todo caso, las veces que he fallado ha sido por elección personal, yendo en contra de lo que ellos nos enseñaron, nunca por responsabilidad de ellos... Ese testimonio se mantiene fresco, vivo, comprometedor, exigente, cuestionador... Es altísima la meta que nos dejaron los dos. Y particularmente él...

Una semana antes de cumplir los 75, hace ya cinco años, el viejo Viloria murió... Cuando subí las escaleras para darle la noticia a mi mamá, le dije: "Mamá, el viejo acaba de triunfar". En un primer momento, mi mamá no entendía... Y le repetí: "Mi papá ya triunfó"... Y estoy convencido de que es así. La muerte para el viejo Ramón fue su triunfo... Todo lo que sembró, había llegado la hora de cosecharlo... Y estoy convencido que ha sido una cosecha abundantísima... En su familia, en su trabajo, en su apostolado, regó infinidad de semillas... Y hace casi tres años, se completó con la vieja llegando al cielo... Se les acabó su ciclo terreno. Y empezaron el ciclo más bello, el más esperado, por el cual ambos suspiraban, y al que anhelamos llegar sus hijos: al cielo de la eternidad, para ver la belleza sin velos del Dios del amor, el que les dio el sentido pleno a toda la existencia de ambos...

miércoles, 16 de octubre de 2013

No sembremos castigos... sembremos gloria...

El momento más glorioso del sembrador no es el de la siembra, sino el de la cosecha. La satisfacción de recoger los frutos no tiene parangón. Más aún cuando ese fruto recogido es el que se espera o mejor que el que se espera. Evidentemente, ese momento será trágico si el fruto recogido es de mala calidad por razones extrañas al esfuerzo que se ha hecho para la siembra: clima, plagas, lluvias copiosas, granizadas... Pero será igualmente trágico si en la siembra se ha sido irresponsable, si no se ha preparado bien el terreno, si no se escogió bien la semilla, si no se hizo en el tiempo oportuno... O si en el tiempo de consolidación de lo sembrado no se fue cuidadoso, no se limpió la hierba indeseada, no se regó bien, no se defendió de agentes destructores...

Sembrar es exigente. Pero no es el fin. La siembra tiene una meta concreta: la cosecha. En sí misma, la siembra compromete, pues el resultado final es a largo plazo, no es inmediato. Pero tiene una motivación importante que consiste en la esperanza de que el resultado sea bueno. Y en eso se va la vida del sembrador. El esfuerzo que se hace durante la siembra y su cuidado tiene sentido únicamente por la esperanza que se tiene en los frutos futuros... Si se quedara solo en el trabajo pesado de la siembra, sería una verdadera desgracia, pues la compensación es muy baja. Quedaría solo en haber hecho un trabajo completo, quizá bueno, pero del cual no se verán nunca los resultados...

Además, la siembra tiene una lógica propia. Se siembra lo que se quiere recoger. Es absurdo pensar en querer recoger manzanas si se ha sembrado semillas de naranjas... El que quiere recoger buenas manzanas, tiene que escoger bien la semilla, buscar el terreno propicio para una cosecha de manzanas, sembrar en el momento más oportuno para ellas, dar el tiempo que se necesita para consolidar el fruto, utilizar en la recogida los instrumentos a propósito para recoger manzanas... La siembra es lógica, y hay que respetar su lógica si se quieren tener buenos resultados...

Así es la vida de los hombres. Desde que tenemos conciencia de nosotros mismos, nuestra labor es sembrar para apuntar a frutos buenos. Y aquello que sembremos y cuidemos es lo mismo que cosecharemos. Es proverbial el dicho: "Quien siembra vientos, cosecha tempestades"... Eso quiere decir que no se puede esperar un fruto distinto de lo que se ha sembrado, o que, si se ha sembrado lo malo, jamás se puede pretender recoger una cosecha de bien... Pero, igualmente, en el sentido positivo de esta misma lógica, imposible obtener frutos malos si se ha sembrado el bien, si se ha cuidado, si se ha hecho un buen esfuerzo para sostenerlo, si se mira con esperanza ese futuro bueno de recogida de los frutos de bien que dé la semilla que se sembró...

Es necesario pensar mucho en esto. Lamentablemente, no asumimos con seriedad esto a lo que nos llama nuestra responsabilidad de siembra de nuestra vida. En lo humano, nadie puede pretender obtener cercanía, dulzura, solidaridad, si no es lo que se ha sembrado... Ayer mismo yo hablaba con una señora encargada de un grupo de atención de personas de la tercera edad, y me comentaba sobre una señora de unos 80 años que insistía en su deseo de morir porque estaba muy sola. Su esposo había muerto hace algunos años, y sus hijos y nietos ni siquiera la visitaban. Nos lamentábamos de esa sensación de soledad que debía estar viviendo. Y nos confirmábamos en la intención de ofrecerle todo el apoyo que necesitara, Pero también comentábamos que probablemente esa actitud de los suyos no era gratuita. Me comentó que esa señora nunca fue cercana, que siempre fue muy dura con los suyos, que aún ahora, estando en la situación en que se encuentra, lo único que destila es amargura... El signo de su actitud actual es evidente: se encontraba sola en la mesa de juegos mientras los otros ancianos estaban reunidos en una mesa jugando todos juntos... Ellos le huían... No justifico la actitud de sus hijos y sus nietos, pero sí la comprendo. Normalmente una abuela es para querer, para dejarse alcahuetear por ella, para malcriar... Algo raro había sucedido con ella, que no producía ese efecto en sus nietos... No había sembrado buena semilla...

Cuando se siembra el bien, la solidaridad, el amor, la simpatía, la cercanía, el fruto es seguro. Los demás van a reaccionar de la misma manera. Cuando no sucede esto, sin duda es efecto de una desadaptación de los otros. Y al menos queda la satisfacción de haber sembrado una semilla que de ninguna manera va a producir amargura en sí mismo... Pero si, por el contrario, sembramos semillas de discordia, de suspicacias, de rencores, de egoísmo, de falta de solidaridad, no esperemos de los demás una respuesta distinta. Recogeremos aquello que hemos sembrado. Y seremos unos desgraciados, pues seremos aislados totalmente. A nadie le agrada tener a su lado a una persona que es toda amargura...

Elevemos esta consideración a lo trascendente. Apuntemos al futuro de eternidad al que estamos llamados. Además de construir y sembrar para nuestro mundo, debemos hacerlo para el mundo futuro. Y esa siembra, aunque sea apuntando a la eternidad, se hace en el tiempo, en esta vida, en nuestro aquí y ahora... Debemos asumir con responsabilidad esta tarea. No es poco lo que nos jugamos. Hay que pensar más en esto. Lamentablemente, pensamos que nuestros actos no tienen consecuencias de eternidad. Y resulta que es en esa eternidad donde los actos que realicemos, es decir, las semillas, que sembremos hoy, tendrán su fruto... Un siembra de solidaridad con los necesitados, producirá para nosotros la solidaridad de nuestro Dios. Una siembra de amor con el hermano que tenemos al lado, producirá el fruto del amor eterno de nuestro Dios. Una siembra de simpatía al sonreír, saludar cariñosamente, apoyar a quien la está pasando mal, producirá frutos de simpatía eterna de Dios hacia nosotros... Es una siembra exigente, porque no es fácil tener una buena disposición continua. Son muchos los factores que querrán desestabilizarnos y desencajarnos. Pero, así como el sembrador se sobrepone a cualquier mala condición, pensando en los frutos futuros, alimentando la esperanza hermosa de que sean los mejores, así mismo debemos nosotros no quedarnos en la contemplación de los desaguisados actuales, sino fijar nuestra mirada en la esperanza de tener el mejor fruto posible: El de la vida en Dios por toda la eternidad, en la cual estaremos gozando del abrazo de amor interminable y dándonos el gustazo de disfrutar del mejor fruto posible, que es el de vivir en Dios para siempre...