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domingo, 16 de mayo de 2021

La Ascensión de Jesús nos abre el cielo y nos compromete con el mundo

 Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre

La Ascensión del Señor a los cielos cierra el ciclo terrenal de Jesús. Él ya ha cumplido con la encomienda de rescate de la humanidad que le ha dado el Padre. Lo ha hecho de manera perfecta y grandiosa, logrando el triunfo de su divinidad encarnada sobre el poder de la muerte, del pecado, de la oscuridad. Los hombres han sido restaurados en su filiación divina y han recuperado su condición de imagen y semejanza del Dios de amor. Para ello, necesitó "despojarse de su condición, pasando por uno de tantos", pues solo un hombre podía satisfacer por la traición que el mismo hombre había hecho. Y ese hombre tenía que tener el poder de dar la vuelta a todo lo que había sido destruido con el pecado, por lo que era necesario que tuviera el mismo poder divino, es decir, que tenía que ser el mismo Dios quien asumiera la humanidad para lograr llevar adelante la gesta de la redención. Ese periplo terrenal del Verbo eterno de Dios fue necesario para lograr la restauración de todas las cosas. Pero tenía que llegar a su final. Jesús, habiendo dejado entre paréntesis la gloria natural que le correspondía, tenía que recuperarla, volviendo al Padre, de donde había surgido. Ya la había empezado a recuperar con su resurrección de entre los muertos. Y después de ella, permaneció unos días más entre los discípulos para dar los últimos toques de su obra, antes de retomar definitivamente su gloria eterna en la Ascensión, para volver a colocarse a la derecha del Padre. Es el gesto por el cual la Iglesia naciente festeja ese triunfo. La Ascensión del Señor es la confirmación de que toda la obra de Jesús ha sido cumplida con todo éxito. El Señor vuelve al Padre, pues ya ha realizado la encomienda. Y con ella, ha favorecido a toda la humanidad, por lo cual los hombres vivimos en la alegría de la salvación. Jesús que asciende repite con su gesto las palabras de la Cruz: "Todo está consumado". La Ascensión de Jesús es un resumen perfecto de los favores con los que nos enriquece Dios y de los compromisos que asume la humanidad redimida.

La entrada al cielo del Jesús triunfante, Dios hecho hombre que se ha entregado para salvar a la humanidad, se da con su condición encarnada. Con Él entra toda la humanidad al cielo. La naturaleza humana que nos corresponde a todos, entra con el Jesús triunfante, en el cielo junto al Padre. El hombre irrumpe en el cielo con Jesús. De esa manera, se abre el cielo para todos. La entrada de Jesús en la gloria del Padre, es la entrada de todo hombre, pues en el Señor estamos todos. Ese será el fin del periplo de todo hombre y de toda mujer, ya que Jesús abre el camino y despeja la ruta que seguiremos cada uno de nosotros: "Me voy a prepararles sitio. Cuando vaya y les prepare sitio, volveré y los llevaré a todos conmigo", es la promesa final de Jesús, que disfrutaremos todos los hombres, en la que alcanzaremos la plenitud añorada desde el principio. Y nadie nos la arrebatará, pues Jesús la ha ganado para todos. Esta era la convicción de los discípulos que anunciaban a Jesús a todos, haciéndolos apuntar hacia la realidad trascendente y eterna de la plenitud final: "El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de su corazón para que comprendan cuál es la esperanza a la que los llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro. Y 'todo lo puso bajo sus pies', y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que llena todo en todos". Es la plenitud final que anuncia la Ascensión del Señor para todos los hombres. Nuestra realidad no se acaba en lo que vivimos hoy, sino que apunta a una eternidad de felicidad plena, la que nunca se acabará en la presencia del Padre.

Sin embargo, la esperanza en esa eternidad feliz no nos desvincula de lo que vivimos y que debemos seguir viviendo hoy. Cuando Jesús asciende a los cielos, aquellos testigos que se quedaban mirando al cielo extasiados, reciben una suave reprimenda de los ángeles: "Cuando miraban fijos al cielo, mientras Él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: 'Galileos, ¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre ustedes y llevado al cielo, volverá como lo han visto marcharse al cielo'". La Ascensión de Jesús no es punto de llegada. Es más bien el punto de inicio para el compromiso de los creyentes. Jesús asciende, pero deja el mundo en manos de los hombres: "'Vayan al mundo entero y proclamen el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos'. Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban". El mundo es tarea de los discípulos del Ascendido. La realidad actual no es extraña a ellos. Aun cuando tengamos la mirada puesta en los cielos a los que ha ascendido Jesús, seguimos teniendo los pies bien firmes en nuestra realidad. Más aún, la llegada a esa realidad trascendente de la eternidad feliz junto al Padre, será posible solo en la ocasión de que asumamos nuestro mundo como tarea irrenunciable. Sólo ascenderemos si tenemos plena conciencia de que estamos abajo. El cielo es añorado solo por los que están en la tierra, sólidamente fundados en ella, comprometidos con hacerla ascender también a ella. La Ascensión de Jesús será también nuestra ascensión si nos hacemos acompañar por toda nuestra realidad. Nuestra cotidianidad será nuestro trampolín. No será un lastre. Al contrario será el impulso que necesitaremos para poder irrumpir gloriosamente también nosotros en las praderas del cielo.

miércoles, 26 de febrero de 2020

Emprendo el camino de mi conversión con alegría y esperanza

Resultado de imagen de tu padre que ve en lo secreto te recompensará

La Cuaresma es un tiempo de intimidad. Es la propuesta que hace la Iglesia a los cristianos para que inicien un camino de purificación, como lo vivió Israel al salir de Egipto, que le sirvió para entrar triunfante y con un corazón confiado radical y únicamente en Dios. Las dos fórmulas que se pueden utilizar al colocar las cenizas en la frente de los penitentes denotan esta invitación: "Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás" o "Conviértete y cree en el Evangelio". El recuerdo de nuestro origen humilde, el barro del cual se sirvió Dios como alfarero para modelarnos, debe mantenernos en contacto con lo más bajo de nuestra condición, que ha sido elevada solo por la acción de Dios sobre nuestra materia, por lo cual no tenemos ninguna razón para envanecernos o creernos superiores. Todo nos ha venido de Dios, somos receptores de todos sus beneficios. Nuestro fin será exactamente igual que nuestro origen. Nos iremos sin nada de lo que podamos ir sumando artificialmente a nuestra vida. Al final de los tiempos, cuando termine nuestro tránsito terreno, delante de Dios solo estará nuestro barro, del cual hemos sido hechos, y los logros espirituales que hayamos alcanzado. Nada más. Por eso se nos invita también a convertirnos. La conversión es una actitud imprescindible en el camino de los cristianos. Debe ser continua, por cuanto el proceso de conversión finalizará solo cuando estemos ya definitivamente cara a cara delante de Dios. Se inicia cuando nos decidimos a emprender el camino que nos conducirá a la presencia de Dios y a tratar de hacerlo más expedito, eliminando todo obstáculo o todo estorbo que pueda entorpecer el avance. Es un continuo deslastrarse de lo que pese en exceso, de lo que estorbe, de lo que obnubile la visión... Tener en este tiempo en la mente el recuerdo continuo de nuestro origen humilde y la actitud de conversión que nos servirá para tener menos carga que pese en exceso y nos impida el avance en el camino hacia Dios, es lo que quiere la Iglesia que vivamos en la Cuaresma. Tenemos la posibilidad de aceptar esta invitación con esperanza, pues de lo que se trata es de que vivamos con mayor agilidad el camino de la santificación personal. Nos hacemos terreno bueno, preparándonos durante la Cuaresma, para recibir la siembra que hará el Señor al vivir su Pascua en la próxima Semana Santa.

Hemos dicho que es un tiempo de intimidad por cuanto la experiencia espiritual que se nos invita a tener no debe ser ocasión para jactarse, para lucirse, para hacerse propaganda. El avance que podamos ir logrando en el proceso de conversión estará marcado por la humildad con la cual estemos viviendo las prácticas espirituales. La limosna, la oración, el ayuno, que son acciones que nos indica Jesús como esenciales para el tiempo de la conversión, no deben ser vividos como espectáculos teatrales en los cuales nosotros somos los protagonistas. Si perseguimos ese fin perderán todo su valor. El mismo Jesús, cuando habla de esas prácticas y de la necesidad de hacerlas en la intimidad, insiste en que es solo Dios ante quien se deben colocar, pues es solo a Él a quien le interesa que avancemos en la conversión para poder regalarnos la gracia. Solo Él es el poseedor de la gracia y por ello es solo a Él a quien le interesa nuestro avance, lo que dejará expedito el camino de su gracia hacia nosotros: "Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará". El fin de este camino es el de la salvación, el de la obtención del perdón de Dios y el derramamiento de su misericordia. En la intimidad del corazón, cuando emprendemos el camino de la conversión, apuntamos a encontrarnos con ese corazón de Dios que no quiere nuestra condenación sino, muy al contrario, quiere perdonarnos para regalarnos la salvación. "Ahora —oráculo del Señor—, conviértanse a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos; rasguen sus corazones, no sus vestidos, y conviértanse al Señor su Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del castigo". Las acciones de perdón, de misericordia, de amor y de gracia que se dan entre Dios y los hombres, no se dan jamás con aspavientos ni espectáculos llamativos. Se dan en lo escondido del corazón. No tienen expresiones estrambóticas, sino que son muy humildes y silenciosos. No hay que demostrarlas a más nadie sino a Dios y a sí mismo.

La Iglesia, de esta manera, propone un tiempo de gracia y de conversión para todos los cristianos. Es un  tiempo que debemos aprovechar para iniciar y adelantar un camino de enriquecimiento espiritual, dejando a un lado lo que nos pueda estar robando el tesoro de nuestro corazón o pueda estar ocupando el lugar que le corresponde a Dios en él. Es abrirse a la posibilidad real que se nos ofrece para colocar el acento donde debe estar realmente, que es en la meta a la que somos llamados, a la preparación para experimentar la felicidad eterna junto a Dios nuestro Padre, tomándonos de la mano de Jesús y haciendo que su obra de reconciliación sea una realidad en nosotros. San Pablo, valorando en su justa medida la obra de amor que Jesús hizo para reconciliarnos con Dios, nos quiere hacer reaccionar por nuestra evidente indolencia e indiferencia ante el sacrificio redentor: "En nombre de Cristo les pedimos que se reconcilien con Dios. Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él. Y como cooperadores suyos, los exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios". Sería absurdo y en verdad muy triste que los cristianos dejáramos que la sangre derramada por Cristo y que su cuerpo inerme en la cruz no representara para nosotros la riqueza absoluta del Dios que ha querido ofrecerse como satisfacción por nuestros pecados, realizando un sacrificio totalmente inédito, pues era el sacrificio del que menos tenía que ver con la culpa del pecado que habíamos cometido los hombres. Dios responde a la solicitud del hombre que implora el perdón y la salvación. Establece un tiempo de salvación, en el cual hará sentir ese amor redentor que se derrama sobre la humanidad. San Pablo insiste en esta voluntad salvífica de Dios: "Pues dice: 'En el tiempo favorable te escuché, en el día de la salvación te ayudé'. Pues miren: ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación". La Cuaresma es tiempo favorable para la conversión, para el abandono en el corazón misericordioso de Dios, para el reconocimiento de nuestras culpas y de nuestra indigencia. No despreciemos el gesto que realiza nuestro Dios de amor. Nunca más podremos encontrar mayor misericordia y mayor amor. Que en la intimidad de nuestro corazón nos encontremos con ese Dios que solo demuestra amor por nosotros y no quiere nuestra condenación o nuestra muerte, sino solo nuestra vida y nuestra salvación.

domingo, 1 de junio de 2014

Vamos al cielo con Jesús

¿Quién es ese misterioso personaje "Teófilo" al que Lucas dirige tanto su Evangelio como su segundo libro, los Hechos de los Apóstoles? ¿Será acaso un cristiano convertido del helenismo y que requería información para conocer mejor a Jesús a través de los que Lucas fuera investigando, según su acucioso carácter científico -Lucas era médico-? Según los entendidos, Teófilo no es un personaje concreto, una persona particular, sino un nombre genérico que da Lucas a todo el que vaya a leer sus escritos. Teófilo es un nombre griego que significa "El que ama a Dios", con lo cual se estaría identificando a todo hombre o mujer griegos, convertidos del paganismo, y que quisieran informarse bien de la figura de Jesús, el Redentor. Por eso, podemos ser cualquiera de nosotros, que queremos conocer de Dios, de su amor, de su salvación. A todos nosotros que amamos a Dios y que queremos amarlo aún más, al conocerlo mejor. "No se puede amar lo que no se conoce...", por lo tanto, a mayor conocimiento, mayor amor... Por eso Lucas tiene como preocupación principal atraer al amor de Dios a todos los hombres que fuera posible, y presenta una figura de ese Dios amor, misericordia infinita, perdón y redención...

Su segundo libro lo inicia presentando el acontecimiento glorioso que se verifica cuarenta días después de la Resurrección de Cristo: El de la Ascensión a los cielos, a la derecha del Padre, con la cual recupera la gloria que había dejado entre paréntesis durante los años que estuvo entre nosotros. La Ascensión, como retorno al Padre, es el cumplimiento de la justicia de la que habla Jesús en el Evangelio de Juan -"Vuelvo al Padre"-, con lo cual está en el sitio que le corresponde por siempre y del cual ya no saldrá nunca más... El retorno de Jesús a la gloria del Padre se da sólo luego de que ha cumplido perfectamente la obra que le ha encomendado: "Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven a él sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé", dice Isaías... Jesús había descendido del cielo y había cumplido fielmente su obra de rescate de la humanidad. Por eso puede volver al Padre con toda propiedad. Es la confirmación de que todo el designio de Dios se había cumplido a la perfección: "Tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo único...", "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad"...

En Jesús, al ascender a los cielos, se descubre completamente la fidelidad del siervo que ha sido enviado a cumplir la tarea. Él puede decir lo que dicen los siervos al regresar a su señor: "Siervos inútiles somos. No hemos hecho más que lo que teníamos que hacer"... Él es el siervo perfecto, el que no opone absolutamente nada a la voluntad del Señor. Por eso, el Padre le dice: "Eres un siervo bueno y fiel. Entra a gozar de la dicha de tu Señor". Es la recuperación total de la dignidad y la gloria que gozaba Jesús antes de la Encarnación. No es ganancia, sino restitución por la obra cumplida. Con una diferencia: Ahora el Verbo ha entrado a esa gloria con un cuerpo glorioso, lo cual es infinita ganancia para nuestra naturaleza. La recuperación de la gloria de Jesús es la vivencia de la gloria que no tenía antes la naturaleza humana. Por eso, Jesús se convierte en precursor de la humanidad también en esto. Al entrar nuestra naturaleza en la gloria de nuestro Padre Dios y estar ahora y para toda la eternidad a la derecha del Padre, todos los hombres tenemos asegurada nuestra presencia en ese sitio celestial y privilegiado. Jesús nos abre las puertas ya no sólo con su perdón y su redención, sino con su camino recorrido. Ese mismo itinerario lo recorreremos nosotros cuando nos toque gozar de la dicha del Padre. La Iglesia entera, cada uno de nosotros, estaremos en la situación de dicha y de gloria en la que ahora está Jesús con su cuerpo glorioso.

Es el fin del recorrido. Jesús nos dice con su Ascensión cuál será nuestro final. Lo contemplamos extasiados pues esa eternidad feliz nos atrae inmensamente. No estamos destinados a finalizar en una realidad pasajera que termina, sino en una realidad de gloria y de dicha sin igual que jamás acabará. Pero contemplar ese misterio no nos debe sacar de nuestra realidad cotidiana... Así como los ángeles les dijeron a los apóstoles cuando veían ascender a Jesús: "Galileos, ¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo?", lo mismo nos lo dicen a nosotros cuando nos ven embelesados contemplando el misterio. Hay que recordar que tenemos una tarea que nos ha encomendado el mismo Jesús antes de su Ascensión: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo"... hay que dar testimonio ante el mundo de todo lo que hemos vivido, de lo que vivimos y de lo que viviremos. Tenemos que ser anunciadores de la gloria que está reservada para todos, pero también de todo lo que hay que hacer en el mundo para merecerla...

Tenemos que ser testigos del amor de Dios en nuestras vidas. Sólo entraremos en la gloria celestial si, como Jesús, que la ha recuperado sólo después de haber cumplido a la perfección con su encomienda, cumplimos nosotros con la tarea que nos ha encomendado el mismo Cristo. Nuestra ascensión se dará si hacemos ascender con nosotros toda nuestra realidad, si hacemos vivir en el mundo el amor al Padre y a su Hijo Jesús, si hacemos que nuestros hermanos vivan la fraternidad como gesto sublime de la realidad que se vivirá en la eternidad, cuando el mundo todo sea un paraíso de amor, de paz y de justicia, de verdad y de vida, de santidad y de gracia... Sólo así tendremos derecho a contemplar el misterio del Jesús que asciende a los cielos. Mirar hacia ese misterio con gozo y alegría, añorándolo, pero con los pies bien puestos sobre la tierra, sobre nuestra realidad, tranformándola en el mundo que Dios quiere...