La Cuaresma es un tiempo de intimidad. Es la propuesta que hace la Iglesia a los cristianos para que inicien un camino de purificación, como lo vivió Israel al salir de Egipto, que le sirvió para entrar triunfante y con un corazón confiado radical y únicamente en Dios. Las dos fórmulas que se pueden utilizar al colocar las cenizas en la frente de los penitentes denotan esta invitación: "Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás" o "Conviértete y cree en el Evangelio". El recuerdo de nuestro origen humilde, el barro del cual se sirvió Dios como alfarero para modelarnos, debe mantenernos en contacto con lo más bajo de nuestra condición, que ha sido elevada solo por la acción de Dios sobre nuestra materia, por lo cual no tenemos ninguna razón para envanecernos o creernos superiores. Todo nos ha venido de Dios, somos receptores de todos sus beneficios. Nuestro fin será exactamente igual que nuestro origen. Nos iremos sin nada de lo que podamos ir sumando artificialmente a nuestra vida. Al final de los tiempos, cuando termine nuestro tránsito terreno, delante de Dios solo estará nuestro barro, del cual hemos sido hechos, y los logros espirituales que hayamos alcanzado. Nada más. Por eso se nos invita también a convertirnos. La conversión es una actitud imprescindible en el camino de los cristianos. Debe ser continua, por cuanto el proceso de conversión finalizará solo cuando estemos ya definitivamente cara a cara delante de Dios. Se inicia cuando nos decidimos a emprender el camino que nos conducirá a la presencia de Dios y a tratar de hacerlo más expedito, eliminando todo obstáculo o todo estorbo que pueda entorpecer el avance. Es un continuo deslastrarse de lo que pese en exceso, de lo que estorbe, de lo que obnubile la visión... Tener en este tiempo en la mente el recuerdo continuo de nuestro origen humilde y la actitud de conversión que nos servirá para tener menos carga que pese en exceso y nos impida el avance en el camino hacia Dios, es lo que quiere la Iglesia que vivamos en la Cuaresma. Tenemos la posibilidad de aceptar esta invitación con esperanza, pues de lo que se trata es de que vivamos con mayor agilidad el camino de la santificación personal. Nos hacemos terreno bueno, preparándonos durante la Cuaresma, para recibir la siembra que hará el Señor al vivir su Pascua en la próxima Semana Santa.
Hemos dicho que es un tiempo de intimidad por cuanto la experiencia espiritual que se nos invita a tener no debe ser ocasión para jactarse, para lucirse, para hacerse propaganda. El avance que podamos ir logrando en el proceso de conversión estará marcado por la humildad con la cual estemos viviendo las prácticas espirituales. La limosna, la oración, el ayuno, que son acciones que nos indica Jesús como esenciales para el tiempo de la conversión, no deben ser vividos como espectáculos teatrales en los cuales nosotros somos los protagonistas. Si perseguimos ese fin perderán todo su valor. El mismo Jesús, cuando habla de esas prácticas y de la necesidad de hacerlas en la intimidad, insiste en que es solo Dios ante quien se deben colocar, pues es solo a Él a quien le interesa que avancemos en la conversión para poder regalarnos la gracia. Solo Él es el poseedor de la gracia y por ello es solo a Él a quien le interesa nuestro avance, lo que dejará expedito el camino de su gracia hacia nosotros: "Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará". El fin de este camino es el de la salvación, el de la obtención del perdón de Dios y el derramamiento de su misericordia. En la intimidad del corazón, cuando emprendemos el camino de la conversión, apuntamos a encontrarnos con ese corazón de Dios que no quiere nuestra condenación sino, muy al contrario, quiere perdonarnos para regalarnos la salvación. "Ahora —oráculo del Señor—, conviértanse a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos; rasguen sus corazones, no sus vestidos, y conviértanse al Señor su Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del castigo". Las acciones de perdón, de misericordia, de amor y de gracia que se dan entre Dios y los hombres, no se dan jamás con aspavientos ni espectáculos llamativos. Se dan en lo escondido del corazón. No tienen expresiones estrambóticas, sino que son muy humildes y silenciosos. No hay que demostrarlas a más nadie sino a Dios y a sí mismo.
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