Una de las máximas que nos llena de más alegría y esperanza es aquella de San Pablo en la que nos asegura: "Los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables". Es una verdad absoluta pues, en todo lo que depende de Dios, su inmutabilidad no solo se refiere a su ser sino también a sus acciones. Desde el mismo inicio de nuestra existencia, cuando nos creó a su imagen y semejanza y sopló en nuestras narices insuflándonos su propia vida, dejándonos así sus primeros dones, ellos jamás dejarán de ser nuestros, a menos que nosotros mismos los rechacemos y los echemos de nuestro ser. De parte de Dios, en todo lo que depende de su voluntad amorosa, tendremos siempre esa imagen y semejanza impresas esencialmente en nuestro ser y conservaremos siempre su vida, que es la gracia, por la cual seremos también participantes de su naturaleza. La mayor desgracia que hemos podido atraer nosotros mismos a nuestro ser es haber rechazado ambos dones. El pecado, por iniciativa de nosotros mismos, en el cual por supuesto no hubo nunca participación de Dios sino de quien se opuso radicalmente a Él desde la eternidad y atrajo a su reino de oscuridad y muerte al hombre, el demonio, destruyó en nosotros todo lo que de noble existía en nosotros. Canceló la imagen y semejanza de Dios que poseíamos y echó fuera de nosotros la vida divina que Dios había introducido en nuestro ser, dejándonos así totalmente desfigurados, muertos a la vida de Dios y habitando en la mayor oscuridad por haber caído en el precipicio que representan los dominios del diablo. Ciertamente los dones de Dios son irrevocables, pero solo en lo que depende de Él, pues su respeto a nuestra libertad es infinito. Pero esa voluntad suya de que poseamos siempre los regalos que nos ha dado, es lo que ha dado pie al diseño del plan de rescate que el mismo Dios diseñó para que pudiéramos recuperar esos dones que Él, obstinadamente, quiere que sean nuestros. El, plan de redención cumplido en Jesús es, en cierto sentido, el plan que hará que el hombre recupere los regalos del origen.
En este sentido podríamos afirmar que en relación con Dios todas sus exigencias irán siempre de acuerdo con la irrefutabilidad de sus dones. Siempre irá en progreso su deseo de donarse y siempre sus exigencias irán de acuerdo con esa propia donación suya. Nunca el Señor nos pedirá algo que sobrepase lo que Él mismo nos da. Lo entendió muy bien San Agustín cuando compuso aquella preciosa oración: "Señor, dame lo que me pides, y pídeme lo que quieras". Es decir, Dios nunca nos pedirá nada que antes no nos haya hecho capaces de cumplir. La ley divina siempre será progresiva, como siempre será progresiva su donación a nosotros. Por eso Jesús es capaz de decirle a sus oyentes: "No crean que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. En verdad les digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley". Se trata de que entendamos que Dios siempre dará un paso más adelante en su propia donación, la que se inició desde nuestra creación, por lo cual también dará un paso más adelante en su exigencia. En Jesús llega a su máxima donación, pues se entrega incluso hasta la muerte: "De tal manera amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, mas tenga vida eterna". Por eso, al ser extremo su amor que llega hasta la muerte, nos pide a nosotros también la entrega de la vida: "En esto conocemos el amor: en que El dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestras vidas por los hermanos". De esta manera, entendemos también que el Señor no quiere que nos perdamos en la mediocridad por falta de vigilancia, sino que mantengamos siempre nuestro avance por las rutas de la perfección, pues es a ella a la que se nos llama: "Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto". Él es el Dios perfecto que habita en nosotros, por lo cual, nuestra meta debe ser siempre esa perfección divina. No debemos perdernos en las ramas, sino que debemos apuntar a la raíz. Siempre mantendremos nuestra condición de criaturas, por lo cual la imperfección será siempre nuestra compañera, pero en atención a esa llamada de Jesús, desde esa imperfección natural que poseemos debemos dar pasos adelante hacia la meta de la perfección. De este modo entenderemos que Dios no se contentará jamás con el simple cumplimiento de la ley, mucho menos si se hace solo como formalismo, sino que pedirá de parte nuestra la radicalidad que exige el amor y la perfección hacia la que debemos tender.
Nuestra meta, en efecto, es la perfección. La progresividad en la donación de Dios a nosotros lo hace posible. Él no nos pidió esa perfección desde el inicio, pues la posibilidad no estaba aún a nuestro alcance. Solo nos acercábamos a Dios, antes de la donación en Jesús, de una manera oculta y misteriosa, que fue develada en parte por la encarnación del Verbo, lo que hizo que esa posibilidad estuviera más a la mano. San Pablo trata de explicarlo así: "Hablamos de sabiduría entre los perfectos; pero una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo, condenados a perecer, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria". En Jesús entramos en la posibilidad de conocer esa profundidad divina parcialmente, pues el misterio de Dios permanecerá siempre oculto, hasta la eternidad. En Jesús, que nos regala su Espíritu, hemos entrado en esa zona reservada: "Como está escrito: 'Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu; pues el Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios´". Las exigencias de Dios, por lo tanto son mayores, pues mayor ha sido su donación. De nuestra parte está el esforzarnos en responder a ellas, o el despreciar a ese llamado que se nos hace. Así como fuimos libres para hacer desaparecer los dones de Dios con el pecado de origen, lo seguimos siendo para responder ahora, en la etapa de rescate y de recuperación del plan salvífico que Dios ha diseñado para nosotros: "Ante los hombres está la vida y la muerte, y a cada uno se le dará lo que prefiera", nos dice el mismo Dios. Somos nosotros los que escogeremos. Ese Dios es infinito en todo. Y es infinito en su amor y en la concesión de sus dones de amor. Pero es también infinito en el respeto al don de la libertad que nos ha hecho: "Grande es la sabiduría del Señor, fuerte es su poder y lo ve todo. Sus ojos miran a los que le temen, y conoce todas las obras del hombre. A nadie obligó a ser impío, y a nadie dio permiso para pecar". Él nunca nos dejará de amar y por eso nunca nos dejará de exigir. Desde nuestra libertad y con la fuerza que Él mismo nos da, podemos responder a su llamada a la perfección.
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