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domingo, 7 de marzo de 2021

Dios no nos "debe" nada. Nos ha regalado todo su ser y todo su amor

 Formación Pastoral para Laicos: Jesús expulsa a los mercaderes del Templo

En nosotros los hombres existe siempre una tentación muy fuerte en referencia a la relación con Dios. Creemos que podemos llegar a "dominar" a Dios, al punto que pretendemos manipularlo logrando su favor por algunas acciones buenas que cumplimos, con lo cual llenaríamos la "cuota" que lo satisface, por lo que Él ya no tendría otra opción que concedernos el beneficio de lo que le pedimos. Es una práctica antiquísima, pero no por eso en desuso, pues hoy nos encontramos con miles de cristianos que aún mantienen esta mentalidad de pretensión de dominio sobre la voluntad divina. Las famosas cadenas de oración o de acciones que prometen lograr una meta específica, "arrancándole" a Dios su favor, son una muestra de esto. Son signo de una fe totalmente inmadura, que no ha comprendido la forma de acción de Dios ni de su amor, ni la necesidad de una fidelidad radical a su voluntad, lo que hará que podamos recibir los beneficios, no como "premios" que nos concede Dios por buena conducta, sino como consecuencia natural de la misma fidelidad que mostramos a Dios y a su amor. Por eso Dios ha considerado necesario "regular" nuestra relación con Él y con los hermanos, precisamente para evitar estos equívocos tan frecuentes y tan arraigados en la humanidad. Los Mandamientos que Dios da al pueblo son la demostración del amor del Señor que quiere que el hombre tenga claro cómo debe ser su relación con Él y entre ellos. No son prohibiciones impuestas, sino luces que el Señor pone en el camino de los hombres para iluminar el camino, de manera que la ruta se haga expedita hacia su amor. Son señales que nos van indicando cuál es el itinerario a seguir para ir avanzando hacia la plenitud. No podemos pensar que sean fruto de un Dios caprichoso que quiere confirmar su supremacía sobre todo, en particular sobre el hombre. Son fruto de un Dios que ama y que indica el camino correcto para poder vivir en plenitud los beneficios de ese amor. Después de exigir colocarlo a Él en el primer lugar de todo, indica cómo debe ser la relación entre los hermanos: "Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días en la tierra, que el Señor, tu Dios, te va a dar. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás falso testimonio contra tu prójimo. No codiciarás los bienes de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo". El amor, de esta manera no puede ser expresado solo hacia Dios, sino que deberá ser manifestado también claramente en la relación con los hermanos. No hay confusión posible, entonces, para justificar el equívoco de pretender manipular a Dios.

El ejemplo en este sentido nos lo ha dado el mismo Jesús. La pretensión de dominio sobre Dios parte de la idea de que Dios es manipulable, de que la búsqueda de beneficios personales sin importar el beneficio que se le debe a los demás, no tiene nada que ver con la relación que se pueda tener con Dios. Una cosa no quitaría la otra. Se podría pretender mantener una buena relación con Dios sin importar la relación con los hermanos. Jesús, con su acción, nos dice que esto es totalmente imposible. Siendo Dios, mantuvo una relación de intimidad profunda con el Padre y llevó al culmen esa relación con su entrega en favor de los hombres, por encima de las convenciones que afirmaban que no tenía sentido lo que hacía. La mayor expresión de su fidelidad a la voluntad divina la realizó en la entrega en favor de los hombres, sus hermanos, para rescatarlos del pecado y de la muerte. No permitió que su condición de Dios lo sustrajera de la manifestación del mayor amor por el hombre que venía a rescatar: "Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres". La mayor ignominia sufrida por Jesús, su muerte en cruz, no fue un acto que estuviera fuera de lo que Dios exigía para el rescate de la humanidad. Esa redención hubiera podido haber sido hecha de cualquier otra manera, pero Jesús la asumió de la forma más clara de demostración de amor, negando lo que había en la mentalidad de los "manipuladores" de Dios, que exigían demostraciones de poder o de sabiduría infinitos. La que decidió hacer Jesús fue la de la mayor humildad por amor a la humanidad.

En esa búsqueda de impedir esa mentalidad del hombre que pretende el dominio sobre Dios, manipularlo y manejarlo a su antojo, nos encontramos con el episodio de Jesús enfrentándose con los mercaderes en el templo. Habían convertido a Dios en una mercadería más, de la que podían sacar provecho. El templo era un mercado de compra-venta, en el que se tenía más ventaja si se ofrecía más. Para Dios bastaría una buena oferta para cumplir la voluntad del oferente. En este sentido, se puede entender que Dios fuera un servidor de la moneda, casi un ídolo más al que había que ofrecer el propio sacrificio monetario para lograr su favor. No se diferencia mucho de lo que hoy pretenden tantos "cristianos", que ofrecen a Dios sus "sacrificios" para hacerse de sus favores. Jesús, evidentemente, reacciona ante esta mentalidad. Él no ha venido a rescatar al hombre a cambio de sus dádivas. En todo caso, la única dádiva que exige es la del corazón rendido a su amor. Y por eso se molesta cuando los hombres no terminan de entender esto y se empeñan en seguir un camino que buscaría ventajas o "pagos" generosos de parte de Dios. El amor de Dios es gratuito, máxime cuando lo que pide es que se haga lo que ha sido establecido como su voluntad de donar la plenitud a quien se mantenga a su lado: "'Quiten esto de aquí: no conviertan en un mercado la casa de mi Padre'. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: 'El celo de tu casa me devora'. Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: '¿Qué signos nos muestras para obrar así?' Jesús contestó: 'Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré'. Los judíos replicaron: 'Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?' Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús. Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre". Nuestra vida como discípulos no puede estar basada en la pretensión de que Dios nos deba algo y podamos manipularlo para lograr que nos lo conceda. Debe estar basada en el reconocimiento de un amor que no tiene parangón, que nos pide que nos mantengamos junto a Él, y que demostremos el amor que le tenemos, amando a los hermanos que Él mismo ha puesto en nuestras manos para conformar la gran familia de los que aman a Dios.

viernes, 5 de marzo de 2021

Dios siempre sacará frutos buenos para nosotros de nuestro dolor

 Resultado de imaxes para josé vendido por sus hermanos | Biblia, Biblia  ilustrada, Imágenes religiosas

Dios es el Señor de la historia. En sus manos está todo lo que sucede y lo que sucederá a los hombres, fruto de las acciones, buenas o malas, que libremente asumen y realizan. Desde esa libertad que Dios les ha donado los hombres pueden decidir hacer y seguir el bien o hacer y seguir el mal. Y Dios siempre respetará esa decisión, pues Él no puede suspender la vigencia de su regalo de amor que es la libertad, aun sabiendo que el camino elegido puede ser el peor y el más letal para el mismo hombre. Su amor, su misericordia y su paciencia son infinitamente mayores que el deseo que pueda tener de impedir que el hombre tome malas decisiones. Son decisiones que el hombre toma desde el uso de esa libertad que es su mayor regalo, en lo cual Dios mismo ha asumido el riesgo de que se tomen caminos malos. Pero siendo esto así, también es cierto que Dios ama al hombre por encima de todo y el diseño de su plan tiene como meta la plenitud de la felicidad y del amor en la vivencia de su criatura, por lo cual, siendo Dios también infinitamente sabio, no ha dejado que las cosas simplemente se desarrollen para el mal. Siendo malas las acciones de la humanidad, Dios busca la manera de que no produzcan todo el daño que pueden. Él, anteponiendo su amor y su providencia, busca mutar lo solo malo en algo que pueda luego tener buenas consecuencias para la misma humanidad que procura el mal. Parafraseando a San Agustín, podemos afirmar que Dios es experto en sacar consecuencias buenas de las malas acciones de los hombres. El mal es realizado libremente por el hombre, pero Dios es también libre al procurar que ese mal dañe lo menos posible, sobretodo a aquellos que son menos culpables y están más desprotegidos.

El caso de José, hijo de Israel, y sus hermanos, es un caso emblemático de cuanto llevamos dicho. La envidia y el odio de los hermanos por la preferencia de su padre sobre José, los lleva a urdir contra él los planes más terribles. Primero piensan en matarlo, pero luego, a instancias de Rubén y Judá, respetan su vida y deciden venderlo a una caravana de mercaderes del desierto que se dirigían a Egipto: "Vieron una caravana de ismaelitas que transportaban en camellos goma, bálsamo y resina de Galaad a Egipto. Judá propuso a sus hermanos: '¿Qué sacaremos con matar a nuestro hermano y con tapar su sangre? Vamos a venderlo a los ismaelitas y no pongamos nuestras manos en él, que al fin es hermano nuestro y carne nuestra'. Los hermanos aceptaron. Al pasar unos mercaderes madianitas, tiraron de su hermano; y, sacando a José del pozo, lo vendieron a unos ismaelitas por veinte monedas de plata. Estos se llevaron a José a Egipto". Los hermanos, sintiendo odio y envidia por José, se lo quitan de encima vendiéndolo a unos mercaderes del desierto. Es impresionante pensar hasta dónde puede llegar la envidia del hombre, cuando ve que sus intereses están amenazados. Es la conducta de la humanidad que se ha dejado conquistar y arrebatar el corazón por sí mismo, en un egoísmo que lanza al extremo de alzar la mano contra la propia sangre. La historia se repite una y otra vez. Vimos lo mismo con Caín que levanta su mano contra su hermano Abel y lo asesina, también por envidia. Y unas tras otras, las generaciones van repitiendo las mismas conductas. Hoy no somos distintos. El egoísmo, la envidia malsana, la búsqueda de beneficios individuales, el empeño de dominio sobre los más débiles, nos hacen repetir la historia una y otra vez. Pero, ya lo hemos dicho, Dios se encargará de extraer beneficios para el hombre de sus mismas acciones malas. Ya veremos cómo José será el encargado de rescatar a Jacob, a sus otros hijos y a su pueblo, de morir de hambre en el desierto. El gesto funesto de los hermanos fue convertido por Dios en razón de salvación para el pueblo.

José es prefiguración clara de Jesús. La acción de los hermanos de José es la acción de la humanidad que se erige en fuerte con la pretensión de quitar de en medio a quien pone en riesgo sus prerrogativas individuales o grupales. Sobre todo aquellos que serán más afectados con sus denuncias son los que han decidido eliminar cualquier estorbo o cualquier obstáculo que se interponga en su camino hacia la hegemonía. Jesús no ahorra ninguna denuncia contra ellos. Y el enfrentamiento, así, está declarado: "Y Jesús les dice: '¿No han leído nunca ustedes en la Escritura: 'La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente'? Por eso les digo que se les quitará a ustedes el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos'. Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba de ellos. Y, aunque intentaban echarle mano, temieron a la gente, que lo tenía por profeta". Las autoridades religiosas de Israel veían que sus privilegios sobre el pueblo sencillo y humilde estaban en peligro. Para poder conservarlos era necesario eliminar a quien les echaba en cara su hipocresía. Pero percibían que ese pueblo que esperaba la liberación no solo del pecado y de la opresión del imperio dominante, sino de aquellos que los tenían subyugados bajo normas draconianas, fruto de una ley utilizada para beneficio de la casta, se sentían entusiasmados, pues percibían al fin que había alguien que aparentemente podía llevar adelante esa obra de liberación. Por eso, los sumos sacerdotes y los ancianos deciden quitarlo de en medio. Exactamente lo mismo que hicieron los hermanos de José, lo entregan a la muerte, vendiéndolo como esclavo. Y el resultado es el mismo: El gesto asesino es transformado por Dios en gracia para los hombres. La entrega y la muerte de Jesús llega a ser la salvación de todos, incluso haciendo posible la salvación de aquellos mismos que han levantado su mano contra Él. Dios no se deja ganar en generosidad, máxime cuando el mal pretende erigirse en vencedor. Hoy podemos vivir la misma experiencia, pues Dios no cambia. Él nunca permitirá que suceda nada que al final no tenga buenas consecuencias para nosotros. Nuestras experiencias de dolor y de sufrimiento serán transformadas en ocasiones de gracia y de bien para nosotros. Así es como actúa Dios. Nunca dejará de compensar con su inmenso amor, con su infinita misericordia, con su poder inabarcable, nuestras experiencias de dolor y de sufrimiento.

domingo, 28 de febrero de 2021

Dios hará siempre lo que sea necesario para rescatarnos y tenernos con Él

 La Transfiguración del Señor | Amormeus

Jesús fue arrebatado por el Espíritu y llevado al desierto para ser tentado por el demonio durante cuarenta días. Después de su sufrimiento en la pasión y de su muerte en la Cruz, fue la demostración más clara de haber asumido plenamente nuestra misma humanidad. Los hombres vivimos nuestra vida en medio de tentaciones, del mal que nos acecha y que nos traiciona, que nos quiere alejar de Dios y de su amor. Y al cumplir nuestro periplo terrenal, debemos rendir nuestro tributo a la muerte, que para los hombres de fe es dar por terminada una etapa e iniciar una nueva de plenitud junto a Dios nuestro Padre. El Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo Eterno del Padre, habiendo asumido nuestra humanidad para redimirla, lo hizo con todas las consecuencias. Lo único que dejó a un lado fue la experiencia propia del pecado, aun cuando fue el pecado la causa última de su encarnación, pues eso era lo que venía a vencer. Tomó sobre sus hombros todos los pecados de la humanidad y los borró con su muerte en la Cruz y con su resurrección gloriosa y victoriosa. En el desierto Jesús nos demostró fehacientemente que era un hombre más como cualquiera de nosotros. Por ello, Él consideró necesario mostrar también su primera naturaleza, la divina, a los apóstoles. Llevando consigo a los tres apóstoles privilegiados, sube al monte Tabor. Subir al monte se contrapone a la bajada al desierto. Significa también que de esa manera se inicia el "ascenso" hacia el monte del Gólgota, donde hará ya su gesto de entrega definitiva en la Cruz. Los apóstoles necesitaban un signo que les aclarara que Jesús no era un simple charlatán que decía cosas muy hermosas y que incluso hacía prodigios maravillosos. Por eso Jesús delante de ellos muestra su verdadera divinidad. La Transfiguración es la demostración, en carne humana, de que Él es Dios. Que Dios está en plenitud en ese hombre con el que han convivido ya un cierto tiempo. Y es tan cierto que en Él se resume toda la revelación desde el origen, que se personifica en las figuras de Moisés y Elías. Ellos representan todo el Antiguo Testamento (la Ley y los Profetas), y Jesús mismo es el Nuevo Testamento. Es una nueva etapa la que se está viviendo, la de la instauración del Reino de Dios, en el cual serán hechas nuevas todas las cosas. Jesús da ese paso primero para todo ese itinerario.

La experiencia de los apóstoles es inédita. Nunca antes habían vivido algo tan maravilloso. Por eso su sorpresa es mayúscula y no saben cómo reaccionar. Pedro asume la voz cantante y propone el absurdo: no bajar del cerro y quedarse para siempre allí. No terminaban de comprender lo grandioso de lo que estaba sucediendo y que se les estaba revelando: "En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: 'Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías'. No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: 'Este es mi Hijo, el amado; escúchenlo'". Jesús ponía en las manos de los apóstoles el regalo del descubrimiento de quién es en su más profunda identidad. Al final, los apóstoles entenderán y vivirán perfectamente esta gran verdad de la fe. Y serán los anunciadores de esa verdad para todos. Dios se ha hecho hombre para salvarnos de la mayor desgracia y darnos la vida eterna que habíamos perdido. Y lo ha hecho con el mayor gesto de amor imaginable, entregando a su propio Hijo, al que ama más que a nadie, para rescatar a todos los hijos que se habían alejado engañados por el demonio. Ya Abrahán había adelantado con su gesto lo que también será Dios capaz de hacer por sus hijos: "Dios dijo: 'Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré'. Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña. Entonces Abrahán alargó la mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: '¡Abrahán, Abrahán!' Él contestó: 'Aquí estoy'. El ángel le ordenó: 'No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo'". El amor de Abraham por su hijo Isaac es el amor de Dios por Jesús. Y aún así, porque sirve para el rescate de la humanidad, lo entrega al sacrificio.

Nosotros no somos capaces de comprender en su totalidad y en su profundidad la calidad inalcanzable de ese amor. El que nos creó por amor, que sufre nuestro alejamiento y nuestra traición, que es testigo de nuestra propia destrucción al encaminarnos hacia el abismo y hacia la oscuridad de estar lejos de Él, que sabe que la ruta que llevamos es la de nuestra muerte y nuestra desaparición, nos contempla con los ojos del Padre que ama y se duele de la suerte hacia la que se encaminan aquellos a los que ama tanto, a los que ha hecho existir solo por un gesto amoroso, para tener alguien a quien amar fuera de sí. Por ello, no puede quedarse de brazos cruzados y dejarnos a nuestra suerte. Al extremo de desprenderse de su propio Hijo, su amado, en quien tiene todas sus complacencias, para entregarlo a la muerte que servirá para el rescate de todos los que estaban perdidos. No lo duda. Como tampoco el mismo Hijo de Dios duda en aceptar ese envío, compartiendo el mismo amor del Padre por el hombre: "Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?". Es el regalo más grandioso de amor que hemos podido recibir. Y que es ya definitivamente nuestro. Y que tenemos para disfrutar para toda la eternidad.

jueves, 21 de enero de 2021

El mejor sacrificio que ofrece Jesús es a sí mismo

 Cuando lo veían, hasta los espíritus inmundos se postraban ante él» –  Reporte Católico Laico

Jesús ejerce el Sacerdocio perfecto. Es un sacerdocio que en realidad como institución no representa ninguna novedad en la relación del hombre con Dios, por cuanto desde el mismo origen de esa relación hubo siempre un puente que comunicaba al hombre con su Creador. Para el hombre no existía sorpresa en que Dios se pudiera comunicar con él por cuanto siempre surgió de en medio del pueblo algún personaje, sea juez, rey o profeta, que se convertía en la representación de Dios y el que le hacía llegar al pueblo la voluntad divina y los deseos de que se cumpliera su camino para avanzar en esa ruta hacia la plenitud a la que Dios mismo quería que se encaminara el hombre. Desde el mismo principio Dios dispuso que el camino del hombre fuera dirigido hacia la plenitud, pues para eso fue creado el hombre. Dios no quiere otra cosa para la humanidad, sino la plenitud de la felicidad, en la que transcurrirá en el futuro la eternidad que nunca se acabará. El rescate que ha venido a realizar el Dios que se ha hecho hombre no se trata solo por lo tanto de un perdón y de una misericordia infinitos, sino de atraer al hombre, incluso a aquel que voluntariamente se aleja de Aquel que solo quiere sus beneficios y lo colma de los dones de su amor. Incluso a aquellos que se dejan llevar por su egoísmo y su soberbia, pretendiendo con eso hacerse más que el mismísimo Creador por amor. La presencia del Mediador perfecto en la historia es, en cierto modo, continuidad de esa presencia perenne de Dios en la historia de Israel, elevada a la categoría superior, pues este nuevo Sacerdote, Jesús, ya no es solo un hombre que sirve de puente, sino que es el mismo Dios y hombre que es puente en sí mismo.

Jesús, como Sacerdote, ofrece su sacrificio para agradar a Dios. Ya no lo hace como los sacerdotes del Antiguo Testamento, que tenían que ofrecer sacrificios por sus propios pecados. Él es Dios que se ha hecho hombre, por lo que no tiene pecados. Pero sí ha asumido los pecados de toda la humanidad, y en su único sacrificio, sin ser culpable, se ofrece a sí mismo de una vez y para siempre, por lo que ya no es necesario ofrecer una vez más otro sacrificio. Lo ha hecho Jesús una vez y para siempre: "Hermanos: Jesús puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de Él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos. Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo. Él no necesita ofrecer sacrificios cada día como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. En efecto, la ley hace sumos sacerdotes a hombres llenos de debilidades. En cambio, la palabra del juramento, posterior a la ley, consagra al Hijo, perfecto para siempre. Esto es lo principal de todo el discurso: Tenemos un sumo sacerdote que está sentado a la derecha del trono de la Majestad en los cielos, y es ministro del Santuario y de la Tienda verdadera, construida por el Señor y no por un hombre. En efecto, todo sumo sacerdote está puesto para ofrecer dones y sacrificios; de ahí la necesidad de que también Jesús tenga algo que ofrecer. Ahora bien, si estuviera en la tierra, ni siquiera sería sacerdote, habiendo otros que ofrecen los dones según la ley. Estos sacerdotes están al servicio de una figura y sombra de lo celeste, según el oráculo que recibió Moisés cuando iba a construir la Tienda: 'Mira', le dijo Dios, 'te ajustarás al modelo que te fue mostrado en la montaña'. Mas ahora a Cristo le ha correspondido un ministerio tanto más excelente cuanto mejor es la alianza de la que es mediador: una alianza basada en promesas mejores". Con Jesús queda superado cualquier sacerdocio, por cuanto Él mismo es la presencia de Dios y del hombre en uno solo.

Y esa acción sacerdotal de Jesús se va haciendo cada vez más clara a medida que avanza en la realización del anuncio de la llegada del Reino. Dios ha tomado la humanidad ya definitivamente para si y todas sus acciones van encaminadas a convencer a cada hombre de que esa presencia es ya definitiva y que ya nunca más faltará. Él está físicamente en el mundo desde entonces y para siempre, y todas sus acciones irán encaminadas a convencer a todos de que Él representa al Padre que ama infinitamente al hombre y al mundo y que todo lo hará en función de que, por encima de todo, lo único que quiere para el hombre es colmarlo de sus beneficios: "En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón. Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una barca, no lo fuera a estrujar el gentío. Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo. Los espíritus inmundos, cuando lo veían, se postraban ante él y gritaban: 'Tú eres el Hijo de Dios'. Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer". Era la apoteosis de la acción divina. Era la presencia de Dios en Jesús, que venía a convencer de que lo único que quiere es el beneficio total del hombre. Era la manera en la que Dios confirmaba su amor infinito por cada hombre y cada mujer de la historia.

lunes, 4 de mayo de 2020

Derramaste tu sangre y entregaste tu cuerpo por todos sin dejar a nadie por fuera

Mundo Niggle: Catequesis Petrinas 2015, 08. “Lo que Dios ha ...

En la Iglesia naciente se van dando cosas absolutamente novedosas que van sorprendiendo incluso a los mismos apóstoles. La novedad radical de vida, que ha alcanzado su punto culminante en la entrega de Jesús a la muerte y en su resurrección, va trastocando actitudes, pensamientos y conductas profundamente arraigadas en las prácticas religiosas, deudoras del judaísmo más rancio. Ese cristianismo naciente va echando luces distintas a las que se habían ido añadiendo al judaísmo, muchas de ellas no por revelación divina, sino por intereses de grupos de dominio y de poder, nacionalistas, llegando incluso al chauvinismo y a la xenofobia, excluyentes, y con pretensiones de exclusividad y de superioridad. Es una tentación que se presenta a lo largo de toda la historia en los diversos grupos humanos. Quienes pertenecen a alguno, llegan a considerarse superiores y mejores que los otros. Tomar partido por algún grupo humano llega a comprometer a tal punto que invita al rechazo y al desprecio de los demás. En ocasiones este rechazo muta en pena, en compasión o en lamentación de los otros pues se estarían perdiendo la riqueza que representa pertenecer al grupo propio. Así, la humanidad añade un argumento más para su propia división, haciendo más difícil que se llegue a cumplir la añoranza de Jesús, la que expresa al Padre en su oración sacerdotal, el deseo de "que todos sean uno, como tú y yo, Padre, somos uno". La unidad de los hombres es la meta que persigue Jesús. Somos los hombres quienes encontramos siempre argumentos para que esa unidad no sea fácilmente asequible, y colocamos obstáculos para que no se alcance. Pesan más los intereses grupales o personales, los deseos de dominio de unos sobre otros, las capacidades de aprovechamiento de otros grupos humanos en favor de pretensiones interesadas. No obstante, Jesús, en esa Iglesia naciente, apoyado por supuesto, por su enviado para sustentar su obra, el Espíritu Santo, sigue insistiendo en crear de los hombres un sola gran comunidad que persiga los mismos intereses y se esfuerce con un solo corazón por alcanzarlos. Respetando la diversidad natural que es deseada por Él mismo, pues Dios nos ha creado diversos a todos, sí insiste en que la unidad en la fe, en la confesión de un solo origen y de una sola meta, en el disfrute de una misma redención que ha realizado para todos, debe ser la realidad que nos aglutine y nos consolide a todos como el único pueblo por Él elegido y redimido.

Tomando al primero de los apóstoles, a Pedro, para hacer clara su intención de salvación universal, que considera a todos los hombres como una única y misma comunidad por la cual se ha entregado, quiere dejar claro que todos los hombres son igualmente amados en su corazón. La visión que tiene Pedro en su oración es determinante: "Estaba yo orando en la ciudad de Jafa, cuando tuve en éxtasis una visión: una especie de recipiente que bajaba, semejante a un gran lienzo que era descolgado del cielo sostenido por los cuatro extremos, hasta donde yo estaba. Miré dentro y vi cuadrúpedos de la tierra, fieras, reptiles y pájaros del cielo. Luego oí una voz que me decía: 'Levántate, Pedro, mata y come'. Yo respondí: 'De ningún modo, Señor, pues nunca entró en mi boca cosa profana o impura'. Pero la voz del cielo habló de nuevo: 'Lo que Dios ha purificado, tú no lo consideres profano'". La obra de Jesús había hecho a todos puros. Ya nadie puede ser considerado excluido de su amor, como había sido ya práctica común en el judaísmo, del cual era deudora esta Iglesia naciente. Pedro había recibido el reproche de sus correligionarios, defensores de la circuncisión: "Cuando Pedro subió a Jerusalén, los de la circuncisión le dijeron en son de reproche: 'Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos'", en un intento de mantener la actitud excluyente anterior. El nuevo orden era distinto y lo había dejado bien claro Dios: Ya nadie puede ser excluido por ninguna razón de la salvación que había alcanzado Jesús para la humanidad. La salvación de Jesús es para todo el que quiera abrir su corazón a su amor, sea de Israel o de cualquier otro pueblo sobre la tierra. Evidentemente, quien dicta las pautas en esta salvación es el mismo Dios. No pueden los hombres ser los que establezcan criterios, mucho menos si esos criterios fueran en contra de lo que es el deseo expreso divino. La argumentación de Pedro, basada en la experiencia que tuvo en el éxtasis de su oración, abre la perspectiva a la salvación universal. Esto fue comprendido por todos, quienes finalmente debieron deponer su actitud de exclusión y se pusieron en la misma línea divina, entendiendo perfectamente lo que Pedro les decía: "Si Dios les ha dado a ellos el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para oponerme a Dios?' Oyendo esto, se calmaron y alabaron a Dios diciendo: 'Así pues, también a los gentiles les ha otorgado Dios la conversión que lleva a la vida'".

La salvación se basa en el criterio del amor que no excluye a nadie. Nadie tiene poder de abrir o cerrar la posibilidad para otros, pues es Dios mismo el que ha manifestado el deseo de que sean todos los hombres los beneficiarios de su amor de entrega. Es Dios el que ha abierto la puerta de los cielos a todo hombre y mujer que se abra a su amor y se deje llenar el corazón con el amor misericordioso y redentor de Jesús. Él es la puerta por la que se puede entrar a disfrutar de los mejores pastos, en las praderas del cielo: "En verdad, en verdad les digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estragos; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante". Jesús no ha venido para negar la vida a nadie. Por el contrario, su obra es vivificadora para todos. El mismo periplo que ha cumplido Él en su entrega, de muerte y resurrección, es el que debe vivir cada hombre que quiera recibir esa salvación, que quiera entrar por esa puerta que es Él mismo y que lleva a la salvación eterna. Quien quiera recibir esa salvación debe vivir la novedad radical de vida que Jesús ha procurado para todos, de manera que como Jesús, muera a su antigua vida de pecado para resucitar a la vida nueva, en la que todo redimido vivirá la alegría de ser nueva criatura en el amor. Y en esa absoluta novedad que gana Jesús para él, todo redimido debe tener en su conciencia el ser miembro de un gran pueblo único, que es toda la humanidad, que ha sido toda ella redimida por el mismo sacrificio que él disfruta, por lo cual no tiene cabida la exclusión. Sentirse superior o con derecho a excluir a alguien desdice totalmente de la intención salvífica universal de Jesús. Nadie es superior o mejor que otro. Todos ocupamos el mismo espacio en el corazón amoroso de nuestro Dios. Y el mismo Dios deja claro que Jesús ha derramado su sangre y ha entregado su cuerpo por todos y cada uno de los hombres de toda la historia, sin dejar a nadie fuera. Cada gota de sangre y cada milímetro de carne de Jesús vale como sacrificio por todos. No tiene sentido pensar que pueda haber alguien que no sea beneficiario de ese augusto sacrificio. Por eso debemos vernos todos como hermanos, digno cada uno de la sangre que Jesús derramó. Por ese hermano que tengo a mi lado, por el que me cruzo en el camino a diario o que nunca veo, por el que me cae mal o muy bien, por el que me hizo daño o me tendió la mano en mi problema, por el que no me saluda o me sonríe cada vez que me lo encuentro... por todos y por cada uno murió Jesús en la cruz. Somos todos parte de la humanidad, el único pueblo de Dios.

viernes, 10 de abril de 2020

He aquí el Hombre. El que te ama y se entrega a la muerte por ti

He aquí el hombre! - Díaz Pabón Ministries

En el relato de la Pasión, nos encontramos con esta expresión de Pilato, presentándole a Jesús al pueblo, ya sometido a escarnios terribles: "Llevando la corona de espinas y el manto color púrpura, Pilato les dijo: 'He aquí al hombre'". Era Jesús, que ya había iniciado su etapa final, su camino de cruz, los últimos pasos de su obra de entrega para la liberación de los hombres. Ecce Homo, He aquí al Hombre, Éste es el hombre. Así ha querido Dios que sucedieran las cosas. Este Hombre en el que está habitando completamente la divinidad, es quien está llevando a cabo la obra magistral. En sus manos está la libertad de la humanidad entera. Aun cuando aparece como una piltrafa humana, burlado y escarnecido, un ser solo lleno de despojos -"Muchos se espantaron de él porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano"-, es quien está dominando la situación. Todo se está dando según lo pautado. Su sufrimiento, libremente aceptado y asumido -"Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad"-, con todo y la barbarie que significa, con toda la carga de dolor que tiene, había de darse para que se cumpliera lo anunciado desde el origen. La serpiente está mordiendo el talón del descendiente de la Mujer, de María. Y aparentemente está teniendo una victoria descomunal ante el Hijo de Dios. La verdad, sin embargo, es otra. Ciertamente el Hijo del Hombre está siendo herido y escarnecido, mordido en el talón, pero todo se trastocará portentosamente y lo que es aparente derrota devendrá en la mayor de las victorias. Este que sufre ahora realmente está pisando la cabeza de la serpiente, a la cual vencerá definitivamente resurgiendo triunfante y glorioso de la muerte que probará. Este es el Hombre que es Dios. Este es el Dios que asumió la humanidad para hacerse uno con ella, asumiendo además su culpa, su pecado, su muerte. Para satisfacer plenamente en sacrificio, debía asumir todo lo que correspondía al hombre. El inocente es aquel cordero sin mancha, perfecto, que se representaba en el Antiguo Testamento, sobre el cual se colocaban todos los pecados y era lanzado al desierto a morir por todos los pecadores. "Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron". El cordero inocente moría en vez de todos los culpables. "Este el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo", anunció Juan Bautista al verlo acercarse al Bautismo. Y esa es la misión que le corresponde cumplir.

Este es el Hombre. Este es el Dios que ha querido probar el ser hombre, teniendo todas las experiencias humanas, menos la del pecado. No podía pecar pues era Dios, y en Dios no puede haber jamás mancha alguna. Este es el Hombre que ha asumido la carne del vientre de María, que sufre también su pasión personal, tal como se le había anunciado: "Una espada de dolor atravesará tu corazón". Esa carne que está siendo desgarrada y molida a palos es la carne que Ella le donó en su vientre, que Ella tuvo en sus brazos recién nacido, totalmente indefenso y completamente necesitado de sus cuidados. Es la carne del joven que se le había escapado y se le había perdido a sus padres en la visita a Jerusalén. Es carne de hombre, pero es carne del hombre que es Dios. Es carne santa, la más santa de todas las que han pasado por la tierra, pura, inmaculada. Es la carne que se ofrece en sacrificio, que ofrece el Padre con desgarro de amor, la carne que su Hijo Unigénito había querido tomar para poder ofrecerse en oblación agradable: "Tú no has querido sacrificio ni oblación; en cambio, me has dado un cuerpo". Es la entrega que hace el Padre, con lo cual también demuestra el amor infinito con el cual ama a los hombres y al mundo: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna". El misterio que está en la base de todo es misterio de entrega: El Padre entrega a su Hijo para la salvación del mundo; la Madre, María, entrega a su Hijo desgarrándose su propio corazón;  Jesús se entrega a sí mismo cumpliendo las pautas establecidas por el designio eterno del Padre y por el mismo amor que Él profesa a la humanidad: "Nadie tiene amor más grande que Aquel que entrega su vida por sus amigos". Este es el Hombre que muere en la cruz y con ello hace que de la fuente de amor que es el corazón de Dios surja alegre la vida eterna que Él quiere donar a los hombres. Todo se reviste del mayor amor porque es expresión real del mayor amor. Es el momento sublime en el que Dios grita al mundo con su propia voz y con la voz del Hijo que muere en la cruz que en Él no hay otro sentimiento sino solo amor. Que cuando Él sabe del pecado del hombre, en vez de quedarse mirando al pecado, se mira a sí mismo, se mira a su corazón, y lo único que descubre es el amor por el cual lo creó, el amor por el cual lo sostiene en la existencia, el amor por el cual es obstinado en la misericordia perdonando una y otra vez y todas las veces que sean necesarias. Este es el Hombre. El que nos ama y nos regala el amor de Dios. El que nos hace decir convencidos: "Me amó a mí, y se entregó a la muerte a sí mismo por mí".

Este es el Hombre que es Dios, por lo tanto, es todopoderoso. Puede trocar totalmente la suerte de lo que está sucediendo, pues lo puede todo: "Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores". El sacrificio que ofrece este Hombre es de valor infinito, porque es el sacrificio del hombre que es Dios. Ya no serán necesarios más sacrificios de corderos ni más derramamiento de sangre. Este sacrificio es suficiente para siempre. Y no se repetirá ya más. "Todo sacerdote (del Antiguo Testamento) está en pie, día tras día, oficiando y ofreciendo reiteradamente los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar pecados. Él (Jesús), por el contrario, habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre". Este es el Hombre que ha hecho que tengamos de nuevo la dignidad de hijos de Dios para siempre y que solo perderemos si nos empeñamos en mantenernos en la vida de pecado. Él nos ha liberado del yugo de la esclavitud, y por Él gozamos de la libertad absoluta de los hijos de Dios y de la posibilidad de entrar de nuevo en las moradas celestiales; pero no obstante, nosotros mismos somos los que decidimos nuestra suerte. Está en nuestras manos disfrutar de esa miel o de quedarnos con la hiel. La gracia es una realidad que tenemos a la mano, pero nosotros la acogemos o la rechazamos. "Comparezcamos confiados ante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia para un auxilio oportuno", es la invitación que recibimos para gozar de ese amor salvífico. Ese sacrificio le costó mucho a todos. La entrega que hicieron es muy valiosa. El Hijo vivió momentos desgarradores: "Cristo, en efecto, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna". No es poco lo que ha debido poner de su parte, al contrario ha sido infinito. Este es el Hombre que lo ha dejado todo en las manos del dolor y de la muerte. Y eso ha tenido valor infinito. El cuerpo entregado y la sangre derramada son las de ese hombre que es Dios. Tienen valor infinito. Y salvan infinitamente. Su poder nunca se acaba. Y es cuerpo entregado y sangre derramada que lo han sido por amor. A ti y a mí. Este es el Hombre que te ama a ti y que me ama a mí infinitamente.