"Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a una mujer, y serán los dos una sola carne". Es lo que Dios dijo cuando creó a la mujer de la costilla del hombre y la unió a él para formar la pareja natural que Él quería, para poblar la tierra y fecundarla... Esta frase es retomada por Jesús, según el Evangelio de Mateo, con el añadido: "Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre". Por eso, esta unión entre el hombre y la mujer es "hasta que la muerte los separe". Luego, San Pablo en la Carta a los Efesios la retoma, en el paralelismo que hace entre el matrimonio y al unión de Cristo con la Iglesia. Pablo no puede contener su sorpresa ante la realidad que representa el matrimonio, y lo llama "misterio grande"...
El matrimonio es una realidad natural, querida por Dios desde la creación del hombre y la mujer. En su designio eterno, decretó que el hombre y la mujer se sirvieran de apoyo mutuo, como "ayuda adecuada". El hombre, así lo quiso Dios, tuvo la compañía de alguien que estuviera a su misma altura, porque "no es bueno que el hombre esté solo". Es lo que ha sostenido la presencia del hombre sobre la tierra, lo que ha hecho posible el desarrollo de los pueblos, la existencia de hombres y mujeres que investigaran, que fueran creativos, que con su ingenio hicieran la vida mejor para todos. El haber asociado Dios a los hombres a su obra sobre el mundo, hizo posible las grandes realidades que ha desarrollado el hombre a su favor y a favor de todos...
"En la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley". Jesucristo vino a dar plenitud a la obra creadora del Padre, realizando una nueva creación y dándole un sustento más sólido que el que tenía en el pasado. La obra redentora que lleva a cabo Jesús eleva de categoría todo lo existente, sondeándola con el mejor de los dones: el del amor divino. Este amor permea, desde la Muerte y Resurrección de Cristo, toda realidad humana. También el matrimonio. Desde la redención de Jesús, el matrimonio fue elevado a una categoría de sacramento, con lo cual pasó de ser una simple realidad natural que une al hombre y a la mujer, a una que, por designio amoroso de Dios, da la capacidad de santificación. Todo sacramento confiere una gracia, que es la presencia de Dios, que sirve para santificar, para llevar adelante una realidad que puede tener dificultades, para avanzar con ilusión por el camino de la santidad, sorteando obstáculos, intensificando los logros y las alegrías, dando la ilusión que fortalece para avanzar siempre, aun en medio de las dificultades, y a veces, gracias a ellas... La presencia de Jesús en cada sacramento es una realidad insoslayable. Es Jesús mismo el que actúa en ellos.
En el matrimonio se hace presente Jesús amando desde el cónyuge al otro, santificando en cada acción matrimonial que se realice, alimentando el amor que los une, bendiciendo a la pareja con la descendencia. En el matrimonio son los esposos los que realizan su propio sacramento, son ellos sus mismos ministros. Por eso, el sacramento no "se celebró" en algún momento pasado, sino que de algún modo "se actualiza" en cada acto matrimonial que se realiza... La fecha del matrimonio es la fecha en que "empezaron a casarse", pues lo siguen haciendo cada día y a cada momento.
En cada matrimonio Dios nos sigue diciendo a cada uno que sigue en el mundo amando, pues cuando un cónyuge ama al otro, es Jesús mismo el que está amando. No hay certeza superior a ésta. Por eso, cada pareja matrimonial nos dice a todos que Dios no se ha olvidado ni se ha alejado del mundo...
Por muchas razones, entonces, vale la pena seguir luchando por salvar todo matrimonio: Porque son testimonio del amor. El que haya dificultades, desencuentros, conflictos..., no elimina esta realidad. El amor no vive sólo en la felicidad. Allí se vive con más facilidad, pero no con más intensidad. El amor exige esfuerzo, exige trasnochos, exige lucha a veces hasta contra sí mismo. El amor exige hacerlo todo para la felicidad del amado, incluso hasta la negación de sí mismo, como lo hizo Jesús. Cuando se ama no se escatiman esfuerzos para hacer feliz al cónyuge...
Vale la pena porque está Jesús en medio de los esposos. En cada uno de ellos y en medio de ellos. Al ser realidad sacramental es imposible eliminar esta verdad. Por eso, basados en ello, es imposible la disolución del vínculo. Desde que ambos empezaron a vivir el sacramento, se hizo presente Jesús. Y Jesús no desaparece. Él se mantiene siempre entre ambos y en cada uno para el otro, aunque físicamente estén lejos. Él los hace "una sola cosa", "carne de mi carne, hueso de mis huesos". No es posible que, porque en algún momento dejó de gustarme mi brazo, yo me lo ampute para ser feliz. Aunque no me guste, debo saber convivir con él. Lo mejor es, por el bien propio y de la pareja, basándose en el amor mutuo, aprender a hacerlo y superar el rechazo...
Vale la pena porque es hermoso ser testimonio del amor. Es hermoso que los esposos nos digan a todos que Dios nos sigue amando. Y que, a pesar de las dificultades que se puedan vivir, que casi nunca superan las alegrías y las ilusiones que se puedan experimentar, es hermoso luchar por el amor, para darlo a conocer al mundo entero. Con ese testimonio todos aprendemos que el amor vale la pena, que es una realidad por la que es bueno luchar, que nos impulsa casi hasta el heroísmo porque es muy valioso. Dios quiere seguir diciendo al mundo, a cada hombre y a cada mujer de la historia, "así somo fulanito y fulanita se aman y luchan por su amor, así mismo, y más aún, te amo yo a ti..."
Ramón Viloria. Operario Diocesano. Ocupado en el anuncio del Amor de Dios y en la Promoción de la Verdad y la Justicia
viernes, 28 de febrero de 2014
jueves, 27 de febrero de 2014
Dios defiende al pobre
Dios se pone del lado de los pobres. No es nada nuevo. La doctrina bíblica, desde muy temprano, nos enseña que Dios siempre salió en defensa de los más débiles, particularmente de los más pobres, y más específicamente de aquellos que son oprimidos, humillados, despreciados y explotados por los ricos. Ponerse del lado de los pobres implica automáticamente la ira de Dios contra los que los oprimen, contra los ricos, pues son ellos, con sus ansias insaciables de riquezas, los que no se detienen en formas para obtenerlas, ni siquiera si esto implica la humillación de los más débiles... La Iglesia, siguiendo a su Señor, siempre ha manifestado en su Doctrina Social su condena a las injusticias sociales, en las que se debe afirmar rotundamente que la miseria es y lo será siempre antievangélica. La defensa que hace Dios de la pobreza no significa simultáneamente la declaración de "bondad" de esa condición, por lo cual ella invita a poner un fuerte empeño en procurar su desaparición...
Es cierto que Jesús mismo dijo que "habrá siempre pobres entres ustedes". Es un reconocimiento tácito a la condición de pobreza como algo que convivirá siempre en la sociedad. Pero esto no implica que sea algo contra lo cual no haya que luchar. Cuando en Puebla de los Ángeles, México, los Obispos latinoamericanos declararon la "Opción fundamental por los Pobres", no estaban sino poniéndose en línea con lo que la tradición ha vivido siempre, colocando a la Iglesia en defensa de los más humildes y sencillos. Esa opción significa que la Iglesia no puede nunca traicionar lo que ha sido su práctica común, y por el contrario, asistiendo al empobrecimiento progresivo de la población, particularmente en algunos países y sociedad, ha querido que los miembros de la Iglesia reaccionen y se pongan en un trabajo social, en respuesta al amor vivencial cristiano que no puede aceptar de ninguna manera la existencia de esta manera de opresión inhumana.
Sin embargo, la condición de pobreza por sí misma, no justifica al hombre, no le da la salvación. Tampoco la condición de rico lo condena automáticamente. No basta la condición "sociológica" en la que se nos define como pobres o ricos, para afirmar dogmáticamente una condición de eternidad feliz o infeliz. En el Evangelio, a la Bienaventuranza de los pobres de Mateo, le fue añadida por Lucas la de "pobres en el espíritu". Está más en línea con la enseñanza de Jesús. Y con su misma experiencia. La pobreza no es automáticamente condición de salvación, aunque sin duda el que no tiene bienes terrenales tiene mejor posición espiritual para ganar su eternidad feliz, por cuanto más difícilmente tiene apegos por los cuales lamentarse y que le roben el corazón. De la misma manera, la riqueza no es tampoco condición de condenación automática, pues aun cuando el riesgo de centrarse en la posesión de cosas es aún mayor, quien pone sus bienes al servicio del amor, hace de ellos el mejor uso. Podemos poner como ejemplo dos casos. Por un lado, el del joven rico, y por el otro, el de Zaqueo o José de Arimatea. El joven rico se apegó a sus bienes, por lo cual, según se concluye de las palabras de Jesús, se condenó. Por el contrario, tanto Zaqueo como José de Arimatea, siendo ricos, se hicieron amigos de Jesús, y siguiéndole, pusieron sus bienes al servicio de los demás. Nadie, en su sano juicio, puede afirmar que alguno de ellos se hubiera condenado...
En todo caso, Dios se pone del lado del más débil, del indefenso, del humilde y del oprimido. La historia nos enseña que en esta condición es más fácil que estén los pobres, pues a ellos es a los que se explota. El imperio del dinero los tiene como carne de cañón, como simplemente objetos de producción y números que sumar... Por eso, las palabras de Santiago son tan apocalípticas en su favor y en contra de quienes los explotan: "Ahora, ustedes, los ricos, lloren y laméntense por las desgracias que les han tocado. La riqueza de ustedes está corrompida y sus vestidos están apolillados. Su oro y su plata están herrumbrados, y esa herrumbre será un testimonio contra ustedes y devorará su carne como el fuego... El jornal defraudado a los obreros que han cosechado sus campos está clamando contra ustedes; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos". La explotación de los pobres no queda sin escarmiento. Podrán acumular riquezas sin fin, pero delante de Dios están condenados y serán severamente castigados...
El camino correcto es el de la justicia social, no simplemente como solución sociológica. Los cristianos no nos movemos solamente por altruismo, que sería una especia de "amor laico". Los cristianos vamos más allá. Nos mueve la Caridad, el amor real, el que nos impulsa a procurar que todos vivan el bien y disfruten de la mayor cantidad de bienes posible y nos hace luchar para que así sea. Nos movemos en esas alturas en las que sabemos descubrir la presencia de Jesús en cada hermano, por lo cual hacemos propias las palabras de Cristo: "Cada vez que lo hicieron con uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron..." Lo reafirma Jesús al decirnos: "El que les dé a beber a ustedes un vaso de agua, porque siguen al Mesías, les aseguro que no se quedará sin recompensa".
La pobreza y la riqueza apuntan a condiciones que debemos asumir espiritualmente. Sería un reduccionismo ilegítimo referirlas sólo a lo sociológico, aunque es la base de la apreciación. Jesús nos invita a contemplarlas desde la condición espiritual, aquella que nos produce salvación o condenación, felicidad o tristeza eterna. Se trata de que nos pongamos delante de Jesús, lo escuchemos, nos opongamos a toda clase de explotación del hermano más débil, más aún a la humillación de los más pobres, y no tengamos apegos indeseables, rastreros y dañinos a los bienes terrenales...
Es cierto que Jesús mismo dijo que "habrá siempre pobres entres ustedes". Es un reconocimiento tácito a la condición de pobreza como algo que convivirá siempre en la sociedad. Pero esto no implica que sea algo contra lo cual no haya que luchar. Cuando en Puebla de los Ángeles, México, los Obispos latinoamericanos declararon la "Opción fundamental por los Pobres", no estaban sino poniéndose en línea con lo que la tradición ha vivido siempre, colocando a la Iglesia en defensa de los más humildes y sencillos. Esa opción significa que la Iglesia no puede nunca traicionar lo que ha sido su práctica común, y por el contrario, asistiendo al empobrecimiento progresivo de la población, particularmente en algunos países y sociedad, ha querido que los miembros de la Iglesia reaccionen y se pongan en un trabajo social, en respuesta al amor vivencial cristiano que no puede aceptar de ninguna manera la existencia de esta manera de opresión inhumana.
Sin embargo, la condición de pobreza por sí misma, no justifica al hombre, no le da la salvación. Tampoco la condición de rico lo condena automáticamente. No basta la condición "sociológica" en la que se nos define como pobres o ricos, para afirmar dogmáticamente una condición de eternidad feliz o infeliz. En el Evangelio, a la Bienaventuranza de los pobres de Mateo, le fue añadida por Lucas la de "pobres en el espíritu". Está más en línea con la enseñanza de Jesús. Y con su misma experiencia. La pobreza no es automáticamente condición de salvación, aunque sin duda el que no tiene bienes terrenales tiene mejor posición espiritual para ganar su eternidad feliz, por cuanto más difícilmente tiene apegos por los cuales lamentarse y que le roben el corazón. De la misma manera, la riqueza no es tampoco condición de condenación automática, pues aun cuando el riesgo de centrarse en la posesión de cosas es aún mayor, quien pone sus bienes al servicio del amor, hace de ellos el mejor uso. Podemos poner como ejemplo dos casos. Por un lado, el del joven rico, y por el otro, el de Zaqueo o José de Arimatea. El joven rico se apegó a sus bienes, por lo cual, según se concluye de las palabras de Jesús, se condenó. Por el contrario, tanto Zaqueo como José de Arimatea, siendo ricos, se hicieron amigos de Jesús, y siguiéndole, pusieron sus bienes al servicio de los demás. Nadie, en su sano juicio, puede afirmar que alguno de ellos se hubiera condenado...
En todo caso, Dios se pone del lado del más débil, del indefenso, del humilde y del oprimido. La historia nos enseña que en esta condición es más fácil que estén los pobres, pues a ellos es a los que se explota. El imperio del dinero los tiene como carne de cañón, como simplemente objetos de producción y números que sumar... Por eso, las palabras de Santiago son tan apocalípticas en su favor y en contra de quienes los explotan: "Ahora, ustedes, los ricos, lloren y laméntense por las desgracias que les han tocado. La riqueza de ustedes está corrompida y sus vestidos están apolillados. Su oro y su plata están herrumbrados, y esa herrumbre será un testimonio contra ustedes y devorará su carne como el fuego... El jornal defraudado a los obreros que han cosechado sus campos está clamando contra ustedes; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos". La explotación de los pobres no queda sin escarmiento. Podrán acumular riquezas sin fin, pero delante de Dios están condenados y serán severamente castigados...
El camino correcto es el de la justicia social, no simplemente como solución sociológica. Los cristianos no nos movemos solamente por altruismo, que sería una especia de "amor laico". Los cristianos vamos más allá. Nos mueve la Caridad, el amor real, el que nos impulsa a procurar que todos vivan el bien y disfruten de la mayor cantidad de bienes posible y nos hace luchar para que así sea. Nos movemos en esas alturas en las que sabemos descubrir la presencia de Jesús en cada hermano, por lo cual hacemos propias las palabras de Cristo: "Cada vez que lo hicieron con uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron..." Lo reafirma Jesús al decirnos: "El que les dé a beber a ustedes un vaso de agua, porque siguen al Mesías, les aseguro que no se quedará sin recompensa".
La pobreza y la riqueza apuntan a condiciones que debemos asumir espiritualmente. Sería un reduccionismo ilegítimo referirlas sólo a lo sociológico, aunque es la base de la apreciación. Jesús nos invita a contemplarlas desde la condición espiritual, aquella que nos produce salvación o condenación, felicidad o tristeza eterna. Se trata de que nos pongamos delante de Jesús, lo escuchemos, nos opongamos a toda clase de explotación del hermano más débil, más aún a la humillación de los más pobres, y no tengamos apegos indeseables, rastreros y dañinos a los bienes terrenales...
miércoles, 26 de febrero de 2014
Haz el bien, no sólo evites el mal
Lamentablemente muchas personas tienen la impresión de que la moral cristiana es simplemente una "colección de prohibiciones". No niego que la misma Iglesia tenga su responsabilidad en ello, pues es cierto que a veces, sobre todo en épocas muy concretas, el anuncio de la fe era prácticamente poner el acento en "la ira de Dios", en "el fuego del infierno", en el "castigo debido y atroz por los pecados". Y se insistía muchísimo en lo que no se debía hacer para evitar caer en las garras de esa realidad tan terrible... Los cristianos, los que querían huir del castigo eterno, simplemente debían hacer caso a las prohibiciones y todo estaba logrado... Fue la respuesta de una espiritualidad de "fuga", en la que "casarse" con el mundo era simultáneamente ganarse la condena eterna... Por supuesto, esto es una caricaturización de lo que realmente pasaba... Los que atacan a la Iglesia hacen fiesta cuando se reconoce esto. Pero sería una injusticia afirmar que esto era absoluto. Esa misma vida de la Iglesia de esos tiempos concretos presentó obras inmensas en favor de los más sencillos y oprimidos y testimonios extraordinarios de grandes santos y otros personajes que entendieron que debían basar su vida no en el temor a los castigos, sino en el amor que debían a Dios y a los hermanos. La realidad, en general, nunca es en blanco y negro únicamente. En ella siempre hay matices que enriquecen y embellecen esa misma vida...
En todo caso, en la comprensión de la belleza del mensaje cristiano que, más que en las prohibiciones se basa en las invitaciones al amor, la moral ha dado un vuelco nuevo, que ha presentado unas exigencias mucho más atractivas para el hombre de nuestros tiempos. No es nada nuevo, pues está contenido en el mensaje de Cristo y de la Iglesia desde los primeros tiempos. Así nos lo hace ver Santiago cuando nos dice: "Al fin y al cabo, quien conoce el bien que debe hacer y no lo hace es culpable". No se coloca el acento en la prohibición de lo malo, sino en la necesidad de hacer el bien para salvarse, para no ser considerado culpable, para no pecar...
El acento es colocado en lo que sabe hacer el amor, no en lo que se debe evitar hacer desde "la maldad intrínseca del hombre". Es impresionante como muchos estamos marcados por esto último. Todos nos confesamos de lo malo que hemos hecho, de los "pecados de comisión". Pero son contadísimos, casi inexistentes, los que se confiesan del bien que han dejado de hacer, que no han hecho o que no han hecho todo lo bien que han debido, de los "pecados de omisión". Y esto, por una razón muy sencilla: No estamos en la linea de hacer el bien a los demás como hermanos, por amor, sino en evitar lo malo que me condenará si lo hago... Es una razón, finalmente, egoísta...
Los hombres hemos sido creados intrínsecamente buenos, tendientes al bien. El mal es un "añadido", aunque se ha hecho también consustancial a nosotros. Decía el Papa Pablo VI: "Por el corazón del hombre pasa la línea que divide el bien del mal", con lo cual confirmaba esta doble tendencia natural, una original, la del bien, y la otra añadida por el mismo hombre, la del mal. De lo que se trata es que nos pongamos en la línea de lo que es realmente natural y original, no en la de lo que es también natural pero añadido. Es razonable que en nosotros haya una fortaleza mayor para lograr lo bueno que para lograr lo malo. Al fin y al cabo, colocarse en la línea de lo original debe ser más sencillo que colocarse en la línea de lo que hemos añadido, aunque se haya hecho natural...
Es lo que nos lanza a ponernos como "socios" de Jesús en hacer el bien a todos. Se trata, aunque sea anónimamente, de colocarnos entre los que se unen a Jesús haciendo el milagro del amor que procura el bien para todos, pues "el que no está contra nosotros está a favor nuestro", como lo afirma Él mismo. Quien se coloca en la línea de hacer el bien por amor y no sólo de evitar lo malo por temor, se pone junto a Jesús siempre. Se une a Él en la búsqueda de la paz, de la armonía, de la justicia, de la verdad. Se une a Él en la procura de que sea una vivencia para todos, tratando de multiplicar el bien y de hacerlo llegar a la mayor cantidad de personas posible. Es un constructor de un mundo nuevo en el que el imperio sea el de la originalidad, el de la bondad, y no el del añadido, el de la maldad, que no es otra cosa que el asesinato del amor, por envidia, por egoísmo, por soberbia...
El compromiso del amor cristiano es altamente exigente, por cuanto no busca que los hombres simplemente eviten hacer el mal, sino que sean activos en la vivencia del bien y en la procura del mismo para todos. Es la búsqueda de la vivencia del cielo en la tierra. Es adelantar la armonía absoluta, el amor, la paz, la justicia y la verdad en este mundo, sin esperar a que se dé plenamente en la eternidad junto a Dios. Es querer sembrar de cielo nuestro mundo. En cierto sentido es "fácil" evitar el infierno dejándose llevar simplemente por las prohibiciones. Lo realmente loable es responder afirmativamente a la invitación de salir de sí mismo y proyectarse en el amor hacia los demás, procurándoles el bien, sobre todo el bien mayor, que es la vivencia de cielo en la tierra para que adelanten la felicidad plena que experimentarán en la eternidad.
Un mundo como el nuestro, hoy y al parecer más que nunca, grita a los cristianos la necesidad de esta respuesta. Las convulsiones que sufre lo están destruyendo. Necesita ser reconstruido. Ya es demasiado el "fruto" que se ha derramado por los odios, por los rencores, por los deseos de venganza, por dejarnos llevar por la irracionalidad de la violencia. La herida es tan amplia que no basta pedir que dejen de hacer el mal. Es necesario que la respuesta sea más comprometedora. Se trata de que todos dejemos a un lado los egoísmos, la soberbia, las iras, los rencores, los odios, la venganza, y nos decidamos a ponernos del lado de la luz, de la bondad, del amor, de la paz, de la justicia... Que nos constituyamos en constructores en positivo. Que nos unamos a Jesús para hacer lo que Él hizo. Y nadie, pues es la obra del Señor, podrá oponerse a que lo hagamos...
En todo caso, en la comprensión de la belleza del mensaje cristiano que, más que en las prohibiciones se basa en las invitaciones al amor, la moral ha dado un vuelco nuevo, que ha presentado unas exigencias mucho más atractivas para el hombre de nuestros tiempos. No es nada nuevo, pues está contenido en el mensaje de Cristo y de la Iglesia desde los primeros tiempos. Así nos lo hace ver Santiago cuando nos dice: "Al fin y al cabo, quien conoce el bien que debe hacer y no lo hace es culpable". No se coloca el acento en la prohibición de lo malo, sino en la necesidad de hacer el bien para salvarse, para no ser considerado culpable, para no pecar...
El acento es colocado en lo que sabe hacer el amor, no en lo que se debe evitar hacer desde "la maldad intrínseca del hombre". Es impresionante como muchos estamos marcados por esto último. Todos nos confesamos de lo malo que hemos hecho, de los "pecados de comisión". Pero son contadísimos, casi inexistentes, los que se confiesan del bien que han dejado de hacer, que no han hecho o que no han hecho todo lo bien que han debido, de los "pecados de omisión". Y esto, por una razón muy sencilla: No estamos en la linea de hacer el bien a los demás como hermanos, por amor, sino en evitar lo malo que me condenará si lo hago... Es una razón, finalmente, egoísta...
Los hombres hemos sido creados intrínsecamente buenos, tendientes al bien. El mal es un "añadido", aunque se ha hecho también consustancial a nosotros. Decía el Papa Pablo VI: "Por el corazón del hombre pasa la línea que divide el bien del mal", con lo cual confirmaba esta doble tendencia natural, una original, la del bien, y la otra añadida por el mismo hombre, la del mal. De lo que se trata es que nos pongamos en la línea de lo que es realmente natural y original, no en la de lo que es también natural pero añadido. Es razonable que en nosotros haya una fortaleza mayor para lograr lo bueno que para lograr lo malo. Al fin y al cabo, colocarse en la línea de lo original debe ser más sencillo que colocarse en la línea de lo que hemos añadido, aunque se haya hecho natural...
Es lo que nos lanza a ponernos como "socios" de Jesús en hacer el bien a todos. Se trata, aunque sea anónimamente, de colocarnos entre los que se unen a Jesús haciendo el milagro del amor que procura el bien para todos, pues "el que no está contra nosotros está a favor nuestro", como lo afirma Él mismo. Quien se coloca en la línea de hacer el bien por amor y no sólo de evitar lo malo por temor, se pone junto a Jesús siempre. Se une a Él en la búsqueda de la paz, de la armonía, de la justicia, de la verdad. Se une a Él en la procura de que sea una vivencia para todos, tratando de multiplicar el bien y de hacerlo llegar a la mayor cantidad de personas posible. Es un constructor de un mundo nuevo en el que el imperio sea el de la originalidad, el de la bondad, y no el del añadido, el de la maldad, que no es otra cosa que el asesinato del amor, por envidia, por egoísmo, por soberbia...
El compromiso del amor cristiano es altamente exigente, por cuanto no busca que los hombres simplemente eviten hacer el mal, sino que sean activos en la vivencia del bien y en la procura del mismo para todos. Es la búsqueda de la vivencia del cielo en la tierra. Es adelantar la armonía absoluta, el amor, la paz, la justicia y la verdad en este mundo, sin esperar a que se dé plenamente en la eternidad junto a Dios. Es querer sembrar de cielo nuestro mundo. En cierto sentido es "fácil" evitar el infierno dejándose llevar simplemente por las prohibiciones. Lo realmente loable es responder afirmativamente a la invitación de salir de sí mismo y proyectarse en el amor hacia los demás, procurándoles el bien, sobre todo el bien mayor, que es la vivencia de cielo en la tierra para que adelanten la felicidad plena que experimentarán en la eternidad.
Un mundo como el nuestro, hoy y al parecer más que nunca, grita a los cristianos la necesidad de esta respuesta. Las convulsiones que sufre lo están destruyendo. Necesita ser reconstruido. Ya es demasiado el "fruto" que se ha derramado por los odios, por los rencores, por los deseos de venganza, por dejarnos llevar por la irracionalidad de la violencia. La herida es tan amplia que no basta pedir que dejen de hacer el mal. Es necesario que la respuesta sea más comprometedora. Se trata de que todos dejemos a un lado los egoísmos, la soberbia, las iras, los rencores, los odios, la venganza, y nos decidamos a ponernos del lado de la luz, de la bondad, del amor, de la paz, de la justicia... Que nos constituyamos en constructores en positivo. Que nos unamos a Jesús para hacer lo que Él hizo. Y nadie, pues es la obra del Señor, podrá oponerse a que lo hagamos...
martes, 25 de febrero de 2014
Te perdono, pero espero que seas mejor
El adulterio no es sólo el que cometen los cónyuges al ser infieles, con una pareja distinta, en su compromiso matrimonial. Según Santiago, es también el que se comete contra Dios. La relación de amor de Dios con su pueblo es tan estrecha, que la mejor imagen que el mismo Dios encontró para describirla fue la de las bodas. Dios "se casa" con su esposa, el pueblo. El Pueblo es la esposa que Dios escoge para sí, y es con ella con quien tiene su felicidad. Ellos, Dios y el pueblo, son los "amantes" de los que habla el libro del Cantar de los Cantares, en un poema hermosísimo de amor y de deseo que describe perfectamente una relación entre un joven y una joven enamorados que no hacen sino decirse las cosas más preciosas y manifestarse los deseos inmensos de estar juntos comunicándose su amor...
Por eso, lo que Dios hace con su pueblo Israel es una "Alianza", repetida y renovada miles de veces, pues es como si Dios quisiera estar siempre como el joven enamorado del Cantar de los Cantares, revelándole a su prometida una y otra vez su inmenso amor por ella. La Alianza es el pacto matrimonial, en el cual los dos cónyuges se prometen fidelidad para siempre. Lamentablemente, la fidelidad del Dios del Amor no fue siempre correspondida por el pueblo, que debía ser la esposa fiel... El amor de Dios, herido al haber sufrido la infidelidad, se demostró extremo, infinito. La renovación de la Alianza de Dios con el pueblo en sucesivas ocasiones no es más que la muestra de que la fidelidad de Dios es inquebrantable. "Si somos infieles, Dios se mantendrá fiel para siempre, pues no puede negarse a sí mismo", dice San Pablo. Es la naturaleza de Dios: La del perdón, la de la misericordia, la de la fidelidad a toda prueba.... Dios no tendrá jamás la tentación de ser infiel a su criatura, pues la creó para sí. No la creó para abandonarla, sino para tenerla para siempre junto a Él...
Ese pueblo de Dios hoy es la Iglesia. Ella es la esposa que Dios ha escogido para sí y quiere que le sea eternamente fiel, como lo será Él para siempre. Esa Iglesia, joven, doncella, bella, es amada por Dios al extremo. Por Ella hace lo que sea necesario para mantenerla limpia y hermosa. Inclusive, cuando Ella "se ensucia" por la infidelidad, Él sale a su encuentro para limpiarle de nuevo el rostro y hacer que resplandezca de nuevo. Es el amor extremo que no se detiene en diatribas o disquisiciones que lo distraigan de su objetivo de amor. Perdona, limpia, olvida...
El adulterio del que acusa Santiago a los hombres es el de dar "al mundo" el amor que corresponde sólo a Dios. Para los cristianos, los que han recibido la redención y la salvación de Jesús por la obra del inmenso amor fiel del Dios misericordioso, dejarse atraer de nuevo por aquello de lo que han sido liberados por el amor redentor, es no sólo infidelidad, sino torpeza extrema. Representa el colocarse de nuevo las cadenas que lo oprimían, sumirse de nuevo en la oscuridad que lo atormentaba, caer de nuevo en el abismo en el que se había perdido... Por eso, el Dios eternamente fiel, sabedor de la imposibilidad total del mismo hombre de deslastrarse de nuevo de esas cargas oprobiosas, mantiene su fidelidad y ofrece cada vez su mano que rescata... Es la eterna historia del eterno amor. Una y otra vez Dios repite su gesto de fidelidad...
Pero no hay que equivocarse. No se puede pensar que podemos "jugar" con esa característica esencial de Dios. Él espera una respuesta de amor a su perdón, a su misericordia, a la oportunidad cada vez nueva en la que renueva su amor... Él espera la conversión. Aun cuando la Escritura asegura que "la misericordia vence sobre el juicio", es también cierto que el perdón nunca podrá ser injusto. Cuando se ama, se perdona. Pero también, cuando se ama, se espera que el otro sea mejor en cada ocasión. Se perdona en la espera de la conversión del ofensor. No es un perdón ciego, sino que busca el beneficio del ofendido, pues se espera que sea mejor...
Por eso Jesús sale al paso de los apóstoles y los invita a esa conversión, buscando que se hagan servidores de todos, llamándonos a todos los integrantes de la Iglesia a lo mismo...: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos". Es un llamado a la fidelidad del amor a Dios, demostrándola en la fidelidad del amor a los hermanos... Nunca será real la fidelidad a Dios si no es, a la vez, fidelidad a los demás... Es la llamada a la inocencia, que asegura el ser siempre fieles. No existe mayor fidelidad a sus padres que el de los hijos pequeños. Jamás un niño tendrá la tentación de dejar a su padre o a su madre por otros distintos. Jamás querrá alejarse de sus padres para irse con unos desconocidos. Jamás preferirá otra familia por encima de la suya... "El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado". Por eso Jesús insiste: "Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos..."
Por eso, lo que Dios hace con su pueblo Israel es una "Alianza", repetida y renovada miles de veces, pues es como si Dios quisiera estar siempre como el joven enamorado del Cantar de los Cantares, revelándole a su prometida una y otra vez su inmenso amor por ella. La Alianza es el pacto matrimonial, en el cual los dos cónyuges se prometen fidelidad para siempre. Lamentablemente, la fidelidad del Dios del Amor no fue siempre correspondida por el pueblo, que debía ser la esposa fiel... El amor de Dios, herido al haber sufrido la infidelidad, se demostró extremo, infinito. La renovación de la Alianza de Dios con el pueblo en sucesivas ocasiones no es más que la muestra de que la fidelidad de Dios es inquebrantable. "Si somos infieles, Dios se mantendrá fiel para siempre, pues no puede negarse a sí mismo", dice San Pablo. Es la naturaleza de Dios: La del perdón, la de la misericordia, la de la fidelidad a toda prueba.... Dios no tendrá jamás la tentación de ser infiel a su criatura, pues la creó para sí. No la creó para abandonarla, sino para tenerla para siempre junto a Él...
Ese pueblo de Dios hoy es la Iglesia. Ella es la esposa que Dios ha escogido para sí y quiere que le sea eternamente fiel, como lo será Él para siempre. Esa Iglesia, joven, doncella, bella, es amada por Dios al extremo. Por Ella hace lo que sea necesario para mantenerla limpia y hermosa. Inclusive, cuando Ella "se ensucia" por la infidelidad, Él sale a su encuentro para limpiarle de nuevo el rostro y hacer que resplandezca de nuevo. Es el amor extremo que no se detiene en diatribas o disquisiciones que lo distraigan de su objetivo de amor. Perdona, limpia, olvida...
El adulterio del que acusa Santiago a los hombres es el de dar "al mundo" el amor que corresponde sólo a Dios. Para los cristianos, los que han recibido la redención y la salvación de Jesús por la obra del inmenso amor fiel del Dios misericordioso, dejarse atraer de nuevo por aquello de lo que han sido liberados por el amor redentor, es no sólo infidelidad, sino torpeza extrema. Representa el colocarse de nuevo las cadenas que lo oprimían, sumirse de nuevo en la oscuridad que lo atormentaba, caer de nuevo en el abismo en el que se había perdido... Por eso, el Dios eternamente fiel, sabedor de la imposibilidad total del mismo hombre de deslastrarse de nuevo de esas cargas oprobiosas, mantiene su fidelidad y ofrece cada vez su mano que rescata... Es la eterna historia del eterno amor. Una y otra vez Dios repite su gesto de fidelidad...
Pero no hay que equivocarse. No se puede pensar que podemos "jugar" con esa característica esencial de Dios. Él espera una respuesta de amor a su perdón, a su misericordia, a la oportunidad cada vez nueva en la que renueva su amor... Él espera la conversión. Aun cuando la Escritura asegura que "la misericordia vence sobre el juicio", es también cierto que el perdón nunca podrá ser injusto. Cuando se ama, se perdona. Pero también, cuando se ama, se espera que el otro sea mejor en cada ocasión. Se perdona en la espera de la conversión del ofensor. No es un perdón ciego, sino que busca el beneficio del ofendido, pues se espera que sea mejor...
Por eso Jesús sale al paso de los apóstoles y los invita a esa conversión, buscando que se hagan servidores de todos, llamándonos a todos los integrantes de la Iglesia a lo mismo...: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos". Es un llamado a la fidelidad del amor a Dios, demostrándola en la fidelidad del amor a los hermanos... Nunca será real la fidelidad a Dios si no es, a la vez, fidelidad a los demás... Es la llamada a la inocencia, que asegura el ser siempre fieles. No existe mayor fidelidad a sus padres que el de los hijos pequeños. Jamás un niño tendrá la tentación de dejar a su padre o a su madre por otros distintos. Jamás querrá alejarse de sus padres para irse con unos desconocidos. Jamás preferirá otra familia por encima de la suya... "El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado". Por eso Jesús insiste: "Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos..."
lunes, 24 de febrero de 2014
Tienes derecho a dudar...
Muchas personas se me acercan con frecuencia y me dicen que sienten que pecan cuando ponen en duda alguna verdad de fe, pues no terminan de comprenderla del todo. En general, podemos decir que nuestra fe es, en conjunto, "sencilla". Se basa en el amor de Dios, en el amor que Dios nos pide que vivamos nosotros, en la relación que podemos tener con Él en la intimidad del corazón y en la que experimentamos al tener relación con los hermanos, en la fraternidad que nos pide vivir en estrecho vínculo de amor con los demás procurando el bien para todos incluyéndonos a nosotros mismos... La convicción principal que debemos vivir, entonces, es la del amor. Una fe cristiana que no se basa en el amor, no es nada. Y éste debe traslucirse en todas las acciones "hacia fuera", manando de un corazón que está colmado de ese amor. El amor es, así, convicción y vivencia, conocimiento y experiencia, que debe permear cada segundo de la vida personal.
Entrar en los fundamentos de ese amor, en sus argumentaciones existenciales, en sus "justificaciones racionales", apunta ya a otro nivel. Se trata de saber quién es Dios, para conocer la fuente de la que surge todo amor y toda exigencia en el amor. Ese mismo Dios se da a conocer desde su condescendencia amorosa hacia el hombre. Habiéndolo hecho capaz de conocerlo y de experimentarlo, cuando lo dotó de inteligencia y voluntad, permite que el hombre "se acerque" al umbral de su ser para "agarrar" algo de su esencia. Y va más allá. No sólo permite que el hombre se acerque a Él, sino que Él mismo emprende el camino del encuentro. Desde el Antiguo Testamento fueron muy variadas las veces en las que Dios "se dejó ver", se presentó actuando a la vista del hombre, aunque se guardó siempre para sí mismo lo profundamente misterioso de su máxima intimidad. Cuando Moisés le preguntó su nombre, Yahvé le respondió: "Yo soy el que soy". Dar el nombre hubiera implicado, de alguna manera, dar su ser. Para los judíos saber el nombre de alguien es, de cierta manera, "poseer" algo de esa persona. Y como Dios no puede ser "poseído" por nadie, no da realmente su nombre. Podríamos decir que aún estamos a la espera de conocer el nombre verdadero de Dios...
En el colmo de su condescendencia hacia nosotros, se hace hombre y se acerca de tal modo, que se hace íntimo del hombre, entrando a formar parte activa y protagónica de su historia. Desde la encarnación del Verbo, el misterio de Dios, de su ser, de su amor, de su poder, quedan al descubierto. Pero, al ser tan grande, es decir, infinito, por más que se haya revelado, quedará siempre un resquicio de misterio que, por ser de Dios, aunque para Él sea muy pequeño, para el hombre será siempre inmenso... El misterio de Dios será una constante continua para el hombre. E igualmente será constante su anhelo de conocerlo. La pregunta de Moisés se repetirá siempre: "¿Cuál es tu nombre?", o sea, ¿quién eres?, ¿cómo eres?, ¿cómo te puedo conocer mejor? Y es un derecho que tiene, que Dios mismo le ha concedido, pues lo hizo racional para que profundizara en todo, incluyéndose a Él mismo...
Ese "derecho de racionalidad" que posee el hombre incluye poner en duda lo que queda en la oscuridad. Y en lo que se refiere a Dios serán siempre muchas cosas. No hay, por tanto, ningún delito en que el hombre "dude" de algunas verdades que se refieran a Dios. El delito estaría, en todo caso, en que esas dudas lo lleven a perder la fe, lo lleven a buscar la verdad por otros caminos diversos y hasta vedados y condenados por el mismo Dios. Incluso, estaría en no empeñarse en aclararlas, quedándose con lo que llamamos "la fe del carbonero" que, siendo en última instancia algo delicado y hasta hermoso, sería una especie de confesión de parte de querer dejar inútil la capacidad que Dios mismo ha regalado al hombre para precisamente conocerlo mejor...
La Iglesia, ante esto, invita a dar "el asentimiento de corazón", cuando ya se han agotado los recursos de razonamiento que se tengan a la mano para aclarar el misterio, y no poder lograrlo. Es exactamente la actitud que descubrimos en el padre del Evangelio, que ruega a Jesús la curación de su hijo: "Si algo puedes, ten lástima de nosotros y ayúdanos". Y ante la respuesta de Jesús: "¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe", el padre, con la máxima humildad, pero también con el máximo realismo, le dice a Jesús: "Tengo fe, pero dudo; ayuda a mi poca fe". Es este el "asentimiento cordial" que pide la Iglesia a los cristianos. De ninguna manera impide o condena la existencia de las dudas de fe. Al contrario, las reconoce, como lo hace el padre, pero los invita a tener el recurso al mismo Dios para que eche luz donde hay oscuridad... "Ayuda a mi poca fe"...
Las dudas de fe son un derecho. Pero junto al derecho, como es siempre en el orden de la razón, está el deber de aclararlas o de declararse imposibilitado de lograrlo, cediendo así ante Dios y abandonándose en Él para que sea su luz divina la que lo haga asumirlo, aun en medio de lo incomprensible, de lo oscuro, de lo misterioso... No podemos dejar a un lado nuestra capacidad de razonamiento. Pero tampoco podemos despreciar el don de la fe con el cual Dios mismo nos ha enriquecido para que, aun cuando no comprendamos del todo las verdades de fe, las aceptemos con corazón humilde y sencillo, y de esa manera, ubicándolo todo en el ámbito del amor de Dios por nosotros y en el del amor de nosotros por Dios, vivamos cada misterio como riqueza espiritual y de ninguna manera como un "bache" que nos impida avanzar en el camino de nuestra salvación...
Entrar en los fundamentos de ese amor, en sus argumentaciones existenciales, en sus "justificaciones racionales", apunta ya a otro nivel. Se trata de saber quién es Dios, para conocer la fuente de la que surge todo amor y toda exigencia en el amor. Ese mismo Dios se da a conocer desde su condescendencia amorosa hacia el hombre. Habiéndolo hecho capaz de conocerlo y de experimentarlo, cuando lo dotó de inteligencia y voluntad, permite que el hombre "se acerque" al umbral de su ser para "agarrar" algo de su esencia. Y va más allá. No sólo permite que el hombre se acerque a Él, sino que Él mismo emprende el camino del encuentro. Desde el Antiguo Testamento fueron muy variadas las veces en las que Dios "se dejó ver", se presentó actuando a la vista del hombre, aunque se guardó siempre para sí mismo lo profundamente misterioso de su máxima intimidad. Cuando Moisés le preguntó su nombre, Yahvé le respondió: "Yo soy el que soy". Dar el nombre hubiera implicado, de alguna manera, dar su ser. Para los judíos saber el nombre de alguien es, de cierta manera, "poseer" algo de esa persona. Y como Dios no puede ser "poseído" por nadie, no da realmente su nombre. Podríamos decir que aún estamos a la espera de conocer el nombre verdadero de Dios...
En el colmo de su condescendencia hacia nosotros, se hace hombre y se acerca de tal modo, que se hace íntimo del hombre, entrando a formar parte activa y protagónica de su historia. Desde la encarnación del Verbo, el misterio de Dios, de su ser, de su amor, de su poder, quedan al descubierto. Pero, al ser tan grande, es decir, infinito, por más que se haya revelado, quedará siempre un resquicio de misterio que, por ser de Dios, aunque para Él sea muy pequeño, para el hombre será siempre inmenso... El misterio de Dios será una constante continua para el hombre. E igualmente será constante su anhelo de conocerlo. La pregunta de Moisés se repetirá siempre: "¿Cuál es tu nombre?", o sea, ¿quién eres?, ¿cómo eres?, ¿cómo te puedo conocer mejor? Y es un derecho que tiene, que Dios mismo le ha concedido, pues lo hizo racional para que profundizara en todo, incluyéndose a Él mismo...
Ese "derecho de racionalidad" que posee el hombre incluye poner en duda lo que queda en la oscuridad. Y en lo que se refiere a Dios serán siempre muchas cosas. No hay, por tanto, ningún delito en que el hombre "dude" de algunas verdades que se refieran a Dios. El delito estaría, en todo caso, en que esas dudas lo lleven a perder la fe, lo lleven a buscar la verdad por otros caminos diversos y hasta vedados y condenados por el mismo Dios. Incluso, estaría en no empeñarse en aclararlas, quedándose con lo que llamamos "la fe del carbonero" que, siendo en última instancia algo delicado y hasta hermoso, sería una especie de confesión de parte de querer dejar inútil la capacidad que Dios mismo ha regalado al hombre para precisamente conocerlo mejor...
La Iglesia, ante esto, invita a dar "el asentimiento de corazón", cuando ya se han agotado los recursos de razonamiento que se tengan a la mano para aclarar el misterio, y no poder lograrlo. Es exactamente la actitud que descubrimos en el padre del Evangelio, que ruega a Jesús la curación de su hijo: "Si algo puedes, ten lástima de nosotros y ayúdanos". Y ante la respuesta de Jesús: "¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe", el padre, con la máxima humildad, pero también con el máximo realismo, le dice a Jesús: "Tengo fe, pero dudo; ayuda a mi poca fe". Es este el "asentimiento cordial" que pide la Iglesia a los cristianos. De ninguna manera impide o condena la existencia de las dudas de fe. Al contrario, las reconoce, como lo hace el padre, pero los invita a tener el recurso al mismo Dios para que eche luz donde hay oscuridad... "Ayuda a mi poca fe"...
Las dudas de fe son un derecho. Pero junto al derecho, como es siempre en el orden de la razón, está el deber de aclararlas o de declararse imposibilitado de lograrlo, cediendo así ante Dios y abandonándose en Él para que sea su luz divina la que lo haga asumirlo, aun en medio de lo incomprensible, de lo oscuro, de lo misterioso... No podemos dejar a un lado nuestra capacidad de razonamiento. Pero tampoco podemos despreciar el don de la fe con el cual Dios mismo nos ha enriquecido para que, aun cuando no comprendamos del todo las verdades de fe, las aceptemos con corazón humilde y sencillo, y de esa manera, ubicándolo todo en el ámbito del amor de Dios por nosotros y en el del amor de nosotros por Dios, vivamos cada misterio como riqueza espiritual y de ninguna manera como un "bache" que nos impida avanzar en el camino de nuestra salvación...
domingo, 23 de febrero de 2014
Amar así, para mí solo, es imposible...
Cuando se ama, se quiere y se procura lo mejor para el amado. Al mismo tiempo, cuando se ama -sin llegar a ser un condicionante para amar-, se espera del amado también lo mejor. El padre y la madre dan todo a su hijo, y dan lo mejor. -Recuerdo que mi mamá y mi papá me decían que si tenían que quitarse el pan de la boca para dármelo a mí, lo harían sin titubear...-. Pero igualmente, esperan del hijo una respuesta comprometida al amor, apuntando a ser más responsable, mejor alumno, mejor hermano, que ayude más en la casa... El esposo o la esposa dan todo su amor al otro, y a la vez esperan siempre que su cónyuge sea cada día mejor cónyuge, que demuestre más amor, que tenga más detalles, que la relación entre ambos vaya siendo de más calidad... No es que condicionen el amor. No llegan a decir "¡Si no lo haces así, no te amaré más!" El amor verdadero y perfecto es benevolente, no concupiscente. Es decir, lo da todo, y no espera nada a cambio. Aunque si se le da algo a cambio, se siente más hermoso...
Así es el amor de Dios, y aun mejor, pues es la fuente de todo amor. Y la fuente es la perfección del amor. No hay amor mayor ni mejor que el de Dios. Por eso, Dios "se atreve" a poner la exigencia al hombre. Desde prácticamente el inicio de la historia de la humanidad, Dios puso al hombre la norma clave de la convivencia: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". A través de Moisés, nos hace llegar la regla más básica, pero también la más importante, para vivir como verdaderos hijos de Dios.
Jesús es el Dios que se hace hombre y que nos trae el amor encarnado del Dios que nos ama. Y pone la exigencia del amor en un escalón aun más alto: "No he venido a abolir la ley, sino a darle plenitud". Desde su amor, Dios nos pide que seamos mejores, que no nos contentemos con medias tintas, que apuntemos a la excelencia. Jesús apunta a la perfección: "Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto". En el amor, la única medida razonable es la de la perfección. Ya lo decía San Agustín: "La medida del amor es el amor sin medida". Lo comprendió perfectamente. El amor no puede ser medido, como no puede ser medida la presencia de Dios. No se puede estar "medio lleno" de Dios. Si se tiene a Dios, se le tiene completo o no se le tiene. Como la mujer que no puede decir que está "medio embarazada". O lo está o no lo está...
Por eso, Jesús da la segunda medida del amor. La primera era "como a ti mismo". La segunda es "como yo los he amado". Es el amor del Dios que se hace hombre. Y al encarnarse, encarna también el amor de Dios, un amor que jamás estará restringido, medido, dosificado. Para nosotros, amar como hombres es ya difícil. Amar como Dios es, por decir lo menos, imposible... Somos hombres y nunca seremos dioses. A primera vista, parecería que Jesús estaría siendo injusto con nosotros, pidiéndonos algo que sabe muy bien que jamás podremos lograr...
Leer el Evangelio y percatarse bien de lo que Jesús nos exige es convencerse del absurdo que nos pide: "Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica; dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehuyas... Amen a sus enemigos, y recen por los que los persiguen..." Ante esto, sólo resta decir: "Para mí es imposible... Yo solo no puedo..." Y es allí donde está la clave para poder lograrlo: Convencerse de que nosotros jamás podremos lograrlo con nuestras solas fuerzas... El secreto para lograrlo nos lo da Pablo: "¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?" La clave está en dejar actuar a ese Dios del que somos morada. La perfección a la que estamos llamados es a la humana, no a la divina, pues para nosotros la segunda es imposible. -La traducción de lo que nos dice Jesús sería: "Así como Dios es perfecto en su divinidad, sean ustedes perfectos en su humanidad"-. Pero, se puede alcanzar si lo dejamos en las manos de Dios: "Señor, yo no puedo por mis propias fuerzas. Pero si me lo pides es porque Tú lo harás posible en mí. Ven a mí y lógralo Tú". Dejarse invadir por Jesús, por su pensamiento y su actitud, por su fuerza y su gracia, es lo que hará posible alcanzarlo. "Todo lo puedo en Aquél que me conforta". El ser perfectos como el Padre, tal como nos lo pide Jesús, significa el vaciarse totalmente de uno mismo y dejar que Él habite en nosotros. "Negarse a sí mismo". Es la verdadera perfección. La perfección humana es humana. Y desde ella somos impulsados a dejar el espacio a Dios, para llegar a la perfección divina que se nos pide. Sólo seremos perfectos como el Padre celestial cuando lo dejemos habitar y actuar plenamente en nosotros...
Hay que reconocerse inútiles en este intento. "Que nadie se engañe. Si alguno de ustedes se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios". Así lo entendió San Agustín, cuando en su oración, cayó vencido delante de Dios. Lo había intentado por sí mismo y nunca lo logró. Ante el Señor, se reconoció como tal, y no tuvo más opción que decirle: "Señor, dame lo que me pides, y pídeme lo que quieras..."
Así es el amor de Dios, y aun mejor, pues es la fuente de todo amor. Y la fuente es la perfección del amor. No hay amor mayor ni mejor que el de Dios. Por eso, Dios "se atreve" a poner la exigencia al hombre. Desde prácticamente el inicio de la historia de la humanidad, Dios puso al hombre la norma clave de la convivencia: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". A través de Moisés, nos hace llegar la regla más básica, pero también la más importante, para vivir como verdaderos hijos de Dios.
Jesús es el Dios que se hace hombre y que nos trae el amor encarnado del Dios que nos ama. Y pone la exigencia del amor en un escalón aun más alto: "No he venido a abolir la ley, sino a darle plenitud". Desde su amor, Dios nos pide que seamos mejores, que no nos contentemos con medias tintas, que apuntemos a la excelencia. Jesús apunta a la perfección: "Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto". En el amor, la única medida razonable es la de la perfección. Ya lo decía San Agustín: "La medida del amor es el amor sin medida". Lo comprendió perfectamente. El amor no puede ser medido, como no puede ser medida la presencia de Dios. No se puede estar "medio lleno" de Dios. Si se tiene a Dios, se le tiene completo o no se le tiene. Como la mujer que no puede decir que está "medio embarazada". O lo está o no lo está...
Por eso, Jesús da la segunda medida del amor. La primera era "como a ti mismo". La segunda es "como yo los he amado". Es el amor del Dios que se hace hombre. Y al encarnarse, encarna también el amor de Dios, un amor que jamás estará restringido, medido, dosificado. Para nosotros, amar como hombres es ya difícil. Amar como Dios es, por decir lo menos, imposible... Somos hombres y nunca seremos dioses. A primera vista, parecería que Jesús estaría siendo injusto con nosotros, pidiéndonos algo que sabe muy bien que jamás podremos lograr...
Leer el Evangelio y percatarse bien de lo que Jesús nos exige es convencerse del absurdo que nos pide: "Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica; dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehuyas... Amen a sus enemigos, y recen por los que los persiguen..." Ante esto, sólo resta decir: "Para mí es imposible... Yo solo no puedo..." Y es allí donde está la clave para poder lograrlo: Convencerse de que nosotros jamás podremos lograrlo con nuestras solas fuerzas... El secreto para lograrlo nos lo da Pablo: "¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?" La clave está en dejar actuar a ese Dios del que somos morada. La perfección a la que estamos llamados es a la humana, no a la divina, pues para nosotros la segunda es imposible. -La traducción de lo que nos dice Jesús sería: "Así como Dios es perfecto en su divinidad, sean ustedes perfectos en su humanidad"-. Pero, se puede alcanzar si lo dejamos en las manos de Dios: "Señor, yo no puedo por mis propias fuerzas. Pero si me lo pides es porque Tú lo harás posible en mí. Ven a mí y lógralo Tú". Dejarse invadir por Jesús, por su pensamiento y su actitud, por su fuerza y su gracia, es lo que hará posible alcanzarlo. "Todo lo puedo en Aquél que me conforta". El ser perfectos como el Padre, tal como nos lo pide Jesús, significa el vaciarse totalmente de uno mismo y dejar que Él habite en nosotros. "Negarse a sí mismo". Es la verdadera perfección. La perfección humana es humana. Y desde ella somos impulsados a dejar el espacio a Dios, para llegar a la perfección divina que se nos pide. Sólo seremos perfectos como el Padre celestial cuando lo dejemos habitar y actuar plenamente en nosotros...
Hay que reconocerse inútiles en este intento. "Que nadie se engañe. Si alguno de ustedes se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios". Así lo entendió San Agustín, cuando en su oración, cayó vencido delante de Dios. Lo había intentado por sí mismo y nunca lo logró. Ante el Señor, se reconoció como tal, y no tuvo más opción que decirle: "Señor, dame lo que me pides, y pídeme lo que quieras..."
sábado, 22 de febrero de 2014
El dulce Cristo en la tierra
Jesús no nos dejó solos. Se quedó entre nosotros y nos acompaña siempre. Él mismo nos habló de sus distintas presencias, por lo cual podemos estar absolutamente seguros de que sigue aquí. Se quedó en la Eucaristía, su Cuerpo y su Sangre: "Tomen y coman, esto es mi Cuerpo... Tomen y beban, este es el Cáliz de mi Sangre"... Se quedó en los humildes y sencillos del mundo, en los cuales debemos saber descubrirlo: "Cada vez que lo hicieron con uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron"... Se quedó en la oración que hacemos confiados al Padre, en la cual está inspirándonos y animándonos a unirnos en un solo corazón: "Cuando dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos"... Es impresionante el amor de Jesús, pues no sólo se encarnó para hacerse uno más entren nosotros, asumió la vida cotidiana para con ella asumir también todo lo que al hombre atañe, tomó sobre sus espaldas todas las culpas de los hombres para ofrecerse como propiciación de los pecados, sufrió las peores torturas y los peores castigos para liberarnos y sanarnos con sus llagas, cargó con la pesada de Cruz en el trágico viacrucis y fue clavado en ella hasta quedar inerme y entregar su espíritu al Padre en vez de nosotros..., sino que a ello sumó su presencia por toda el tiempo que nos restara sobre la tierra y no dejarnos solos. No existe amor mayor. Imposible...
Pero a esas presencias y a esos gestos de amor, Jesús quiso sumar uno que nos diera una mayor seguridad, por lo que representaba de tangible, de cercano, de concreto... A los apóstoles les dijo: "Quien a ustedes escuche, a mí me escucha". "Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo"... Y no fue una presencia etérea, pues cada uno de los apóstoles era un hombre que se acercó a las comunidades para entregar el mensaje de Jesús, para hablar de su obra salvadora, para hacer sentir a todos el amor redentor, incluso hasta la entrega de sus propias vidas en sacrificio por aquellos a los que querían llevar a las salvación que Jesús les daba... Y por encima de todos ellos, en el reconocimiento de que todo grupo humano debía tener una cabeza visible, no para mandar, sino para servir mejor desde la coordinación y el testimonio, colocó desde el principio a Pedro: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo". Pedro, por encima de todos los apóstoles, es encargado por la misma voz y autoridad de Jesús, de llevar adelante las riendas de la Iglesia, de la Iglesia de Cristo, de SU Iglesia... Es la autoridad delegada que Jesús coloca en sus manos para que pueda echar adelante la gesta heroica de la salvación, después de su Pasión y su Muerte, llevada a la plenitud con la gloriosa Resurrección.
A ese Pedro, en aquella conversación entrañable del Resucitado en Cafarnaúm, le encomienda una tarea directamente."Confirma a tus hermanos en la fe". Después de haberse asegurado de su amor, con la hermosa intención de que en la mente de todos quedara no la negación de Pedro en la Pasión de Jesús, sino la triple afirmación de su amor por Él al resucitar -"¿Pedro me amas?... Sí Señor. Tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo..."-, le da la tarea más sublime que jamás hombre alguno hubiera recibido: Llevar las riendas de la salvación de la humanidad, "tus hermanos"...
Hoy seguimos teniendo a esa piedra fundamental en nuestra Iglesia. Hoy ese Pedro se llama Francisco. Ayer se llamó Benedicto. Anteayer se llamó Juan Pablo II. Antes se llamó Cleto, Pío, Juan, Pablo, León, Clemente... En toda la historia de la Iglesia, el mismo Espíritu Santo se ha encargado de que jamás nos faltara la piedra en la cual fundarnos y sentirnos realmente sólidos en lo que avanzamos. La palabra de cada uno de ellos, su acción -de mejor o de peor manera, con los altibajos normales que existen por las características de nuestra naturaleza humana-, ha estado siempre presente, desde que Cristo ascendió a los cielos...
El Papa, el Santo Padre, el Sumo Pontífice, es, ante todo, Vicario de Cristo. Santa Catalina de Siena lo llamó "el Dulce Cristo en la tierra", pues es quien sirve de prenda de seguridad firme para todos de que Él sigue en medio de nosotros. A través de su poder de gobierno, que no se entiende como yugo sino como amor en acción, sigue sirviendo a cada uno de los hermanos en la fe. "Yo estoy entre ustedes como el que sirve", dijo Jesús. Y así mismo está cada uno de los Papas. Es en el servicio donde está la mejor manera de gobernar, dando testimonio del amor y de la salvación. A través de su poder de magisterio nos sigue trayendo la palabra de salvación, la que nos revela y aclara los misterios de Dios y de su amor. La doctrina que nos hace llegar es doctrina segura, pues el Espíritu Santo coloca en sus labios la Verdad que el mismo Cristo quiere que llegue a todos los hombres. A través del poder de santificación, con su oración continua, la celebración de los sacramentos, su propio testimonio de santidad, nos invita a todos a mantenernos limpios y transparentes delante de Dios...
Jesús no nos dejó solos. Su amor no podía permitirlo. Nos amó hasta el extremo, entregando su vida por nosotros. Por eso, no es razonable pensar que después de que hizo su entrega mayor, nos dejara a la deriva en el camino hacia la eternidad feliz junto a Él. Nos ha dejado al Papa y a los Obispos. En ellos colegialmente se encuentra Él dirigiendo la nave de la Iglesia. Y al frente de ellos ha colocado a Pedro para que sea modelo de entrega, de servicio, de amor por sus hermanos. Dejó a Pedro, a Francisco, a Benedicto, a Juan Pablo... A cada uno de los que han ocupado la Cátedra de Pedro...
Pero a esas presencias y a esos gestos de amor, Jesús quiso sumar uno que nos diera una mayor seguridad, por lo que representaba de tangible, de cercano, de concreto... A los apóstoles les dijo: "Quien a ustedes escuche, a mí me escucha". "Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo"... Y no fue una presencia etérea, pues cada uno de los apóstoles era un hombre que se acercó a las comunidades para entregar el mensaje de Jesús, para hablar de su obra salvadora, para hacer sentir a todos el amor redentor, incluso hasta la entrega de sus propias vidas en sacrificio por aquellos a los que querían llevar a las salvación que Jesús les daba... Y por encima de todos ellos, en el reconocimiento de que todo grupo humano debía tener una cabeza visible, no para mandar, sino para servir mejor desde la coordinación y el testimonio, colocó desde el principio a Pedro: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo". Pedro, por encima de todos los apóstoles, es encargado por la misma voz y autoridad de Jesús, de llevar adelante las riendas de la Iglesia, de la Iglesia de Cristo, de SU Iglesia... Es la autoridad delegada que Jesús coloca en sus manos para que pueda echar adelante la gesta heroica de la salvación, después de su Pasión y su Muerte, llevada a la plenitud con la gloriosa Resurrección.
A ese Pedro, en aquella conversación entrañable del Resucitado en Cafarnaúm, le encomienda una tarea directamente."Confirma a tus hermanos en la fe". Después de haberse asegurado de su amor, con la hermosa intención de que en la mente de todos quedara no la negación de Pedro en la Pasión de Jesús, sino la triple afirmación de su amor por Él al resucitar -"¿Pedro me amas?... Sí Señor. Tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo..."-, le da la tarea más sublime que jamás hombre alguno hubiera recibido: Llevar las riendas de la salvación de la humanidad, "tus hermanos"...
Hoy seguimos teniendo a esa piedra fundamental en nuestra Iglesia. Hoy ese Pedro se llama Francisco. Ayer se llamó Benedicto. Anteayer se llamó Juan Pablo II. Antes se llamó Cleto, Pío, Juan, Pablo, León, Clemente... En toda la historia de la Iglesia, el mismo Espíritu Santo se ha encargado de que jamás nos faltara la piedra en la cual fundarnos y sentirnos realmente sólidos en lo que avanzamos. La palabra de cada uno de ellos, su acción -de mejor o de peor manera, con los altibajos normales que existen por las características de nuestra naturaleza humana-, ha estado siempre presente, desde que Cristo ascendió a los cielos...
El Papa, el Santo Padre, el Sumo Pontífice, es, ante todo, Vicario de Cristo. Santa Catalina de Siena lo llamó "el Dulce Cristo en la tierra", pues es quien sirve de prenda de seguridad firme para todos de que Él sigue en medio de nosotros. A través de su poder de gobierno, que no se entiende como yugo sino como amor en acción, sigue sirviendo a cada uno de los hermanos en la fe. "Yo estoy entre ustedes como el que sirve", dijo Jesús. Y así mismo está cada uno de los Papas. Es en el servicio donde está la mejor manera de gobernar, dando testimonio del amor y de la salvación. A través de su poder de magisterio nos sigue trayendo la palabra de salvación, la que nos revela y aclara los misterios de Dios y de su amor. La doctrina que nos hace llegar es doctrina segura, pues el Espíritu Santo coloca en sus labios la Verdad que el mismo Cristo quiere que llegue a todos los hombres. A través del poder de santificación, con su oración continua, la celebración de los sacramentos, su propio testimonio de santidad, nos invita a todos a mantenernos limpios y transparentes delante de Dios...
Jesús no nos dejó solos. Su amor no podía permitirlo. Nos amó hasta el extremo, entregando su vida por nosotros. Por eso, no es razonable pensar que después de que hizo su entrega mayor, nos dejara a la deriva en el camino hacia la eternidad feliz junto a Él. Nos ha dejado al Papa y a los Obispos. En ellos colegialmente se encuentra Él dirigiendo la nave de la Iglesia. Y al frente de ellos ha colocado a Pedro para que sea modelo de entrega, de servicio, de amor por sus hermanos. Dejó a Pedro, a Francisco, a Benedicto, a Juan Pablo... A cada uno de los que han ocupado la Cátedra de Pedro...
viernes, 21 de febrero de 2014
Si eres libre, puedes liberar
A veces entendemos equivocadamente las palabras de Cristo. En su invitación a "negarse a sí mismo, cargar con nuestra Cruz y seguirlo", creemos que nos está invitando a una autoanulación total. No entendemos que la plenitud del hombre no está jamás en autoafirmarse en sí mismo, sino en el lograr ser cada vez más de Jesús, seguir su voluntad, apropiarse de sus criterios, de su mensaje y de su amor... Cuando entendemos esto, dejamos de encerrarnos en nosotros mismos, como en una especie de defensa de "nuestro territorio" para que nadie, ni siquiera Jesús, venga a invadirlo.
La realidad es que la invitación de Jesús es, radicalmente, a "autoposeernos" de tal manera, a tomar tan estrechamente posesión de nosotros mismos, que seamos capaces de donarnos a Él, y de esa manera, de apuntar a la única plenitud posible que está en la perspectiva del hombre: La de ser únicamente de Dios. Sólo quien se posee, el que es verdaderamente dueño de sí mismo, es capaz de donarse. Porque Cristo se poseyó como jamás nadie lo hizo de sí mismo, fue capaz de donarse al hombre. Y eso lo explica sólo la vivencia del amor en su máxima intensidad. La posesión de sí mismo para donarse tiene sentido únicamente desde la perspectiva del amor. Es en ese sentido que Jesús nos invita a negarnos a nosotros, pues se coloca todo en función de los demás, a los que se ama, para alcanzar para ellos el máximo bien imaginable.
Es más grande en este sentido, y apunta a alcanzar la plenitud, quien se posee y se da. Sobre todo si se da al mismo Dios, que es la fuente de cualquier plenitud posible, y a los hermanos, el objetivo de la plenitud que Dios concede. Poseerse para darse. Quien no se posee, aunque se dé, no está dando nunca nada, no pierde nada, no le duele nada, pues nunca lo ha tenido. Es esa la razón última de la vida del hombre. Por eso, San Agustín afirma rotundamente: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti". Es la añoranza insistente del corazón que anhela derribar todas las barreras que le impiden expandirse hasta alcanzar la plenitud total, hacia Dios y los hermanos, pues intuye acertadamente que en ese camino es que se encuentra.
Por otro lado, la plenitud requiere del acrisolamiento para poder despejarse totalmente de lo que impide llegar a ella. Por eso Jesús invita también a "cargar la Cruz". Avanzar hacia la plenitud exigirá la lucha contra las fuerzas de la mezquindad personal que se rebelarán obcecadamente. Son las que luchan en nuestro interior para sumergirnos más profundamente en el egoísmo, en la envidia, en el narcisismo, en el materialismo, en el sensualismo. Todas esas fuerzas representan las de la naturaleza caída que pugnan por seguir triunfando en nosotros y nos darán dura batalla. La lucha por la plenitud debe enfrentar enemigos que no por enanos dejan de ser incómodos. La pobreza del espíritu se declara en el servilismo hacia estas fuerzas de enanos que subyugan cuando el hombre les permite multiplicarse o los aúpa para que se multipliquen. Es triste constatar que con frecuencia los enanos alcanzan a vencer porque los alimentamos, los apoyamos, nos rendimos a ellos. Somos como el Gulliver que se jactaba de ser gigante, pero que fue vencido por miles de débiles cuerdas...
Y esa donación de la más preciosa propiedad, que somos nosotros mismos, debe declararse en función de las obras que hacemos en favor de los demás. Hay que demostrarla con hechos concretos. Santiago nos descubre el sentido de las obras en favor de los demás, principalmente por el amor y la fe: "Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe". Las obras sacan a la luz lo que somos. El Cardenal Karol Wojtyla, años antes de ser el Papa Juan Pablo II, desarrolló una línea de pensamiento filosófico que se inscribía en el Personalismo Cristiano, y promulgó en ella una línea que declaraba. "La persona se conoce en la acción". Son nuestra obras las que hablan de lo que somos. "De la abundancia del corazón habla la boca", reza el dicho popular. Añadiríamos: "Y hacen los brazos", para afirmar que todo lo que decimos y hacemos descubre lo que somos. Y si somos hombres de fe, ésta quedará al descubierto en lo que vivimos exteriormente. O debería ser así. De lo contrario, seríamos viles fariseos... "¿Quieres enterarte, tonto, de que la fe sin obras es inútil?... Por lo tanto, lo mismo que un cuerpo sin espíritu es un cadáver, también la fe sin obras es un cadáver", sentencia rotunda y duramente Santiago.
Nuestra posesión de nosotros mismos que desemboca en nuestra donación total a Dios y a los hermanos es, por así decirlo, nuestra máxima "declaración de libertad". La mayor libertad es poseerse, donarse y hacer el bien a todos. Son las obras del bien las que dicen que somos verdaderamente libres. Cuando nos entregamos al mal, nos declaramos lamentablemente esclavos. A mayor maldad, mayor esclavitud. Esa libertad que vivimos será mayor, si la procuramos para los hermanos. No es libre quien permite que exista esclavitud en otros. Las obras de la fe, del amor y de la libertad que descubrirán esas prerrogativas en sí mismo, son el tesoro de quien es libre. Luchar por la libertad propia y la de los hermanos, hace más libre, aunque sea doloroso. Es parte de "la Cruz" que Cristo nos invita a cargar sobre nuestros hombros. Pero es un "peso" agradable, pues se tiene la satisfacción de estar haciendo lo que se debe hacer...
La realidad es que la invitación de Jesús es, radicalmente, a "autoposeernos" de tal manera, a tomar tan estrechamente posesión de nosotros mismos, que seamos capaces de donarnos a Él, y de esa manera, de apuntar a la única plenitud posible que está en la perspectiva del hombre: La de ser únicamente de Dios. Sólo quien se posee, el que es verdaderamente dueño de sí mismo, es capaz de donarse. Porque Cristo se poseyó como jamás nadie lo hizo de sí mismo, fue capaz de donarse al hombre. Y eso lo explica sólo la vivencia del amor en su máxima intensidad. La posesión de sí mismo para donarse tiene sentido únicamente desde la perspectiva del amor. Es en ese sentido que Jesús nos invita a negarnos a nosotros, pues se coloca todo en función de los demás, a los que se ama, para alcanzar para ellos el máximo bien imaginable.
Es más grande en este sentido, y apunta a alcanzar la plenitud, quien se posee y se da. Sobre todo si se da al mismo Dios, que es la fuente de cualquier plenitud posible, y a los hermanos, el objetivo de la plenitud que Dios concede. Poseerse para darse. Quien no se posee, aunque se dé, no está dando nunca nada, no pierde nada, no le duele nada, pues nunca lo ha tenido. Es esa la razón última de la vida del hombre. Por eso, San Agustín afirma rotundamente: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti". Es la añoranza insistente del corazón que anhela derribar todas las barreras que le impiden expandirse hasta alcanzar la plenitud total, hacia Dios y los hermanos, pues intuye acertadamente que en ese camino es que se encuentra.
Por otro lado, la plenitud requiere del acrisolamiento para poder despejarse totalmente de lo que impide llegar a ella. Por eso Jesús invita también a "cargar la Cruz". Avanzar hacia la plenitud exigirá la lucha contra las fuerzas de la mezquindad personal que se rebelarán obcecadamente. Son las que luchan en nuestro interior para sumergirnos más profundamente en el egoísmo, en la envidia, en el narcisismo, en el materialismo, en el sensualismo. Todas esas fuerzas representan las de la naturaleza caída que pugnan por seguir triunfando en nosotros y nos darán dura batalla. La lucha por la plenitud debe enfrentar enemigos que no por enanos dejan de ser incómodos. La pobreza del espíritu se declara en el servilismo hacia estas fuerzas de enanos que subyugan cuando el hombre les permite multiplicarse o los aúpa para que se multipliquen. Es triste constatar que con frecuencia los enanos alcanzan a vencer porque los alimentamos, los apoyamos, nos rendimos a ellos. Somos como el Gulliver que se jactaba de ser gigante, pero que fue vencido por miles de débiles cuerdas...
Y esa donación de la más preciosa propiedad, que somos nosotros mismos, debe declararse en función de las obras que hacemos en favor de los demás. Hay que demostrarla con hechos concretos. Santiago nos descubre el sentido de las obras en favor de los demás, principalmente por el amor y la fe: "Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe". Las obras sacan a la luz lo que somos. El Cardenal Karol Wojtyla, años antes de ser el Papa Juan Pablo II, desarrolló una línea de pensamiento filosófico que se inscribía en el Personalismo Cristiano, y promulgó en ella una línea que declaraba. "La persona se conoce en la acción". Son nuestra obras las que hablan de lo que somos. "De la abundancia del corazón habla la boca", reza el dicho popular. Añadiríamos: "Y hacen los brazos", para afirmar que todo lo que decimos y hacemos descubre lo que somos. Y si somos hombres de fe, ésta quedará al descubierto en lo que vivimos exteriormente. O debería ser así. De lo contrario, seríamos viles fariseos... "¿Quieres enterarte, tonto, de que la fe sin obras es inútil?... Por lo tanto, lo mismo que un cuerpo sin espíritu es un cadáver, también la fe sin obras es un cadáver", sentencia rotunda y duramente Santiago.
Nuestra posesión de nosotros mismos que desemboca en nuestra donación total a Dios y a los hermanos es, por así decirlo, nuestra máxima "declaración de libertad". La mayor libertad es poseerse, donarse y hacer el bien a todos. Son las obras del bien las que dicen que somos verdaderamente libres. Cuando nos entregamos al mal, nos declaramos lamentablemente esclavos. A mayor maldad, mayor esclavitud. Esa libertad que vivimos será mayor, si la procuramos para los hermanos. No es libre quien permite que exista esclavitud en otros. Las obras de la fe, del amor y de la libertad que descubrirán esas prerrogativas en sí mismo, son el tesoro de quien es libre. Luchar por la libertad propia y la de los hermanos, hace más libre, aunque sea doloroso. Es parte de "la Cruz" que Cristo nos invita a cargar sobre nuestros hombros. Pero es un "peso" agradable, pues se tiene la satisfacción de estar haciendo lo que se debe hacer...
jueves, 20 de febrero de 2014
A todo dolor sigue un gozo
¿Quién es Jesús? La pregunta nos la hace a boca'e jarro el mismo Cristo. "¿Quién dice la gente que soy yo?" Las respuestas, igual que las que dieron los apóstoles en su momento, seguramente serán variadísimas...
Para algunos, Cristo es casi un personaje de historieta, del que nos interesa saber su historia por lo magnífico y estruendoso de algunas cosas que hizo. Nos cautiva porque es como el Supermán, el Batman, el Capitán América, de los tiempos decadentes del Imperio Romano... Un cuento bonito que nos distrae en los momentos aburridos...
Para otros, Jesús es un revolucionario que se opuso a todo el orden establecido. Prácticamente un anarquista que nos habría invitado a todos a oponernos al orden constituido, al poder, a los gobiernos, poniéndose del lado de los más débiles y oprimidos. Por ello, tendríamos luz verde para oponernos en su nombre a todo lo que esté ordenado, a las leyes, a los principios básicos, a la convivencia fraterna y armoniosa... La finalidad es establecer una "nueva dictadura", la de los pobres, porque Jesús vino para lograr que ellos tomaran el poder y tomaran su turno para aplastar las cabezas de los ricos y poderosos...
La idea de otros es que Jesús es un espíritu tan elevado que su encarnación fue algo así como una condescendencia repugnante para poder hacerse presente en nuestra historia y hablarnos, a fin de conquistar nuestro espíritu y elevarlo a las más altas cotas celestiales. Nos invitaría a despreciar toda nuestra realidad actual, cotidiana, corporal, en aras de que podamos deslastrarnos lo más pronto posible de lo que impide nuestro vuelo a las nubes junto a Él... Nuestra posición corporal debe ser la de quien está sólo mirando al cielo, desentendiéndose totalmente de la realidad que tiene a su alrededor, la cual está viviendo como un mal menor, como una simple pesadilla que acabará, porque la vida real será sólo cuando estemos saltando de nube en nube con los angelitos del cielo...
Un grupo más piensa que Jesús es el que sufrió, sin vivir otro tipo de experiencias. Lo único que importaría saber de Él es que vivió una pasión terrible, que fue azotado vilmente, que se le cargó con una cruz pesada que tuvo que llevar casi en el extremo del vacío de fuerzas. Y el momento culminante de su vida fue cuando lo crucificaron, sufriendo la peor tortura jamás imaginada y que estuvo agonizando por tres horas colgado en ella. La estampa única que podemos tener de Él es la del hombre que yace inerme, ensangrentado al extremo, muerto en la Cruz. Por eso, nuestra posición debe ser la de la asunción del dolor, del sufrimiento, de la tristeza, como inapelables en nuestra vida, como realidades insoslayables y que tenemos que aceptar con resignación...
Existen quienes tienen a Jesús sólo como el personaje que nos revela la Resurrección, que ha alcanzado la gloria. No existe para ellos lo anterior, sino sólo la eternidad a la que entró triunfante después de resucitar. Lo que le daría sentido a la vida es sólo lo pascual, lo feliz, los gozos. Para eso habría venido Jesús y por eso no podemos dejarnos llevar por quienes nos invitan a conductas que traen sufrimientos o esfuerzos personales... Los sufrimientos serían una especie de maldición. Sólo es válida la luz, el goce, el disfrute. No hay oscuridades, dolores, tristezas que valgan la pena vivir...
Jesús tiene, sin duda, algo de esas concepciones. El problema de ellas está en las matizaciones que hacen y en su absolutización...
Finalmente, Jesús nos pregunta a nosotros directamente: "¿Quién soy yo para ustedes?" Pedro le respondió: "Tú eres el Mesías". ¿Qué respondemos nosotros? El Mesías es el esperado de Israel, el que venía a salvar al hombre de su indigencia radical por el pecado. Jesús mismo describe cómo será su itinerario: "El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días." Es un itinerario que abarca desde el sufrimiento hasta la muerte, finalizando con la resurrección. Es un todo que no puede ser soslayado ni silenciado. Para rescucitar, para triunfar, el Mesías debe morir, debe perder... Es el Jesús de los Evangelios tomados en su integralidad, el que nos habló del Reino de los Cielos, el que hizo milagros, el que nos dijo que ese Reino se alcanzará sólo con esfuerzo pues sufre violencia, el que nos dijo que no somos de este mundo pero que nos dijo que a Él lo encontramos en cada uno de los más humildes y sencillos de la tierra a los que teníamos que auxiliar desde el amor...
"A todo dolor sigue un gozo", decía el P. Cesáreo Gil. Y es la verdad. Jesús murió, pero no para quedarse oculto y vencido en la soledad del sepulcro, sino como paso previo y necesario para la gloriosa resurrección. La redención es eso. Es necesario morir para redimir, pues se trata de resurgir de la oscuridad para entrar en la luz maravillosa de la vida. Es todo el proceso que se da en los resurgimientos gloriosos de los hombres. Desde que Jesús inauguró ese camino, lo debemos seguir todos. Si queremos resurgir, debemos asumir el dolor como paso previo y necesario. Es el precio de la iluminación total. La muerte, el dolor, el sufrimiento, vistos así, unidos a los de Jesús, aseguran la resurrección. "Si nuestra existencia está unida en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya", nos dice san Pablo. Por eso es el Mesías. No sólo por el triunfo, que es la realidad final que resultará definitivamente, sino por todo el itinerario que necesitó recorrer para alcanzar la justificación eterna para todos...
Para algunos, Cristo es casi un personaje de historieta, del que nos interesa saber su historia por lo magnífico y estruendoso de algunas cosas que hizo. Nos cautiva porque es como el Supermán, el Batman, el Capitán América, de los tiempos decadentes del Imperio Romano... Un cuento bonito que nos distrae en los momentos aburridos...
Para otros, Jesús es un revolucionario que se opuso a todo el orden establecido. Prácticamente un anarquista que nos habría invitado a todos a oponernos al orden constituido, al poder, a los gobiernos, poniéndose del lado de los más débiles y oprimidos. Por ello, tendríamos luz verde para oponernos en su nombre a todo lo que esté ordenado, a las leyes, a los principios básicos, a la convivencia fraterna y armoniosa... La finalidad es establecer una "nueva dictadura", la de los pobres, porque Jesús vino para lograr que ellos tomaran el poder y tomaran su turno para aplastar las cabezas de los ricos y poderosos...
La idea de otros es que Jesús es un espíritu tan elevado que su encarnación fue algo así como una condescendencia repugnante para poder hacerse presente en nuestra historia y hablarnos, a fin de conquistar nuestro espíritu y elevarlo a las más altas cotas celestiales. Nos invitaría a despreciar toda nuestra realidad actual, cotidiana, corporal, en aras de que podamos deslastrarnos lo más pronto posible de lo que impide nuestro vuelo a las nubes junto a Él... Nuestra posición corporal debe ser la de quien está sólo mirando al cielo, desentendiéndose totalmente de la realidad que tiene a su alrededor, la cual está viviendo como un mal menor, como una simple pesadilla que acabará, porque la vida real será sólo cuando estemos saltando de nube en nube con los angelitos del cielo...
Un grupo más piensa que Jesús es el que sufrió, sin vivir otro tipo de experiencias. Lo único que importaría saber de Él es que vivió una pasión terrible, que fue azotado vilmente, que se le cargó con una cruz pesada que tuvo que llevar casi en el extremo del vacío de fuerzas. Y el momento culminante de su vida fue cuando lo crucificaron, sufriendo la peor tortura jamás imaginada y que estuvo agonizando por tres horas colgado en ella. La estampa única que podemos tener de Él es la del hombre que yace inerme, ensangrentado al extremo, muerto en la Cruz. Por eso, nuestra posición debe ser la de la asunción del dolor, del sufrimiento, de la tristeza, como inapelables en nuestra vida, como realidades insoslayables y que tenemos que aceptar con resignación...
Existen quienes tienen a Jesús sólo como el personaje que nos revela la Resurrección, que ha alcanzado la gloria. No existe para ellos lo anterior, sino sólo la eternidad a la que entró triunfante después de resucitar. Lo que le daría sentido a la vida es sólo lo pascual, lo feliz, los gozos. Para eso habría venido Jesús y por eso no podemos dejarnos llevar por quienes nos invitan a conductas que traen sufrimientos o esfuerzos personales... Los sufrimientos serían una especie de maldición. Sólo es válida la luz, el goce, el disfrute. No hay oscuridades, dolores, tristezas que valgan la pena vivir...
Jesús tiene, sin duda, algo de esas concepciones. El problema de ellas está en las matizaciones que hacen y en su absolutización...
Finalmente, Jesús nos pregunta a nosotros directamente: "¿Quién soy yo para ustedes?" Pedro le respondió: "Tú eres el Mesías". ¿Qué respondemos nosotros? El Mesías es el esperado de Israel, el que venía a salvar al hombre de su indigencia radical por el pecado. Jesús mismo describe cómo será su itinerario: "El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días." Es un itinerario que abarca desde el sufrimiento hasta la muerte, finalizando con la resurrección. Es un todo que no puede ser soslayado ni silenciado. Para rescucitar, para triunfar, el Mesías debe morir, debe perder... Es el Jesús de los Evangelios tomados en su integralidad, el que nos habló del Reino de los Cielos, el que hizo milagros, el que nos dijo que ese Reino se alcanzará sólo con esfuerzo pues sufre violencia, el que nos dijo que no somos de este mundo pero que nos dijo que a Él lo encontramos en cada uno de los más humildes y sencillos de la tierra a los que teníamos que auxiliar desde el amor...
"A todo dolor sigue un gozo", decía el P. Cesáreo Gil. Y es la verdad. Jesús murió, pero no para quedarse oculto y vencido en la soledad del sepulcro, sino como paso previo y necesario para la gloriosa resurrección. La redención es eso. Es necesario morir para redimir, pues se trata de resurgir de la oscuridad para entrar en la luz maravillosa de la vida. Es todo el proceso que se da en los resurgimientos gloriosos de los hombres. Desde que Jesús inauguró ese camino, lo debemos seguir todos. Si queremos resurgir, debemos asumir el dolor como paso previo y necesario. Es el precio de la iluminación total. La muerte, el dolor, el sufrimiento, vistos así, unidos a los de Jesús, aseguran la resurrección. "Si nuestra existencia está unida en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya", nos dice san Pablo. Por eso es el Mesías. No sólo por el triunfo, que es la realidad final que resultará definitivamente, sino por todo el itinerario que necesitó recorrer para alcanzar la justificación eterna para todos...
miércoles, 19 de febrero de 2014
Si quieres perder, déjate llevar por la ira
Si queremos tener claridad meridiana en nuestra conducta cotidiana, debemos tener la Carta de Santiago como lectura diaria. En ella, con palabras sencillas y directas, el Apóstol nos da líneas de pensamiento y de conducta que nos sirven de guía para una vida buena, fraterna, que se desarrolle en la presencia de Dios y que construya una vida de comunidad justa, en paz, en armonía. Santiago es un buen pastor de su comunidad, que entregó su vida al anuncio de la Palabra, del Amor y de la Salvación de Jesús, y que, como todos los apóstoles, rindió honor a lo que hacía entregando su vida y derramando su sangre por aquello en lo que creía.
Es buen conocedor de la vida comunitaria. Lo que escribe en su Carta lo deja bien claro. No es posible escribir con tanta claridad si no se estuviera realmente imbuido en la realidad de lo que se vive, sobre lo que se escribe. Con toda seguridad se presentaban en Jerusalén, comunidad de la cual era pastor, situaciones conflictivas que tenían necesidad de ser bien iluminadas y bien conducidas por su labor pastoral. Por eso, por el conocimiento que tenía de ellas y por la responsabilidad de ser guía fiel de esa comunidad, se siente comprometido a dar su palabra. Y ésta, muy atinada, autorizada y orientadora...
La recomendación primera que hace a los miembros de la comunidad, sus "hermanos", como los llama, es ésta: "Tengan esto presente, mis queridos hermanos: sean todos prontos para escuchar, lentos para hablar y lentos para la ira". Podríamos decir que esta recomendación es general. En toda situación humana debe darse. Los hombres debemos tener la capacidad de escucha necesaria que nos haga "agarrar" bien la posición de quien está frente a nosotros. Únicamente de esa manera podremos conocerla, "masticarla", discernirla, conocer las motivaciones profundas, descubrir las intenciones.. En general, debe ser así. También hoy. Paradójicamente, en una época como la nuestra, donde la comunicación es la reina, la falta de comunicación es también la "niña pobre" de la casa. Tenemos muchísima información de lo que sucede. Nunca antes como hoy estamos informados de los acontecimientos que suceden a nuestro lado y en el rincón más escondido del mundo. Pero, al mismo tiempo, nunca hemos estado tan lejanos unos de otros, nunca hemos sentido tan extrañas las causas de los otros, sus preocupaciones, sus intereses, sus alegrías, sus dificultades, sus conflictos... Nos marca el egoísmo, y a fuerza de desentendernos de los demás, nos hemos construido una "burbuja" en la que nos hemos encerrado. El mundo es una película que se nos pasa y en la cual somos simples espectadores...
Y como no "escuchamos", hablamos sin discernir ni saber bien a qué estamos respondiendo. Damos soluciones a problemas que no están planteados. Opinamos sobre temas de los cuales no tenemos ni idea. Nos "acercamos" al otro con palabras generales que no han cogido bien lo que realmente están viviendo... Cansan los argumentos gastados que usan los que hacen grandes discursos, y que buscan palabras nuevas, grandilocuentes, para mantener a la audiencia narcotizada. Y la audiencia aplaude sin saber ni siquiera lo que significan las palabras, con tal de que suene bonito. Lo importante es exacerbar. Y esa audiencia es un caldo de cultivo excelente...
Así, surge la ira de los hombres. Y en ella, naturalmente, somos irracionales. Por ella somos capaces de levantar la mano contra los hermanos, incluso contra los que considerábamos más cercanos. Basta con que no piense como yo para considerarlo mi enemigo, al cual debo hacer desaparecer a como dé lugar. La proporcionalidad se pierde, pues la exacerbación obnubila absolutamente los sentidos. No hemos captado al otro como a alguien que piensa, que siente, que se duele, que sufre, que respira, que vive sus problemas... Es simplemente alguien que no piensa como yo y que no acepta lo que le digo, y por eso debe desaparecer. En lugar de intentar atraerlo a lo que yo pienso que es lo bueno, lo elimino para que sea uno menos el que no piensa como yo... Es terrible. Es la suspensión total de la comunicación. La ira me deshumaniza, porque hace al otro mi enemigo, no mi adversario. De ninguna manera acepta que exista la diversidad como riqueza. Afirma que la diversidad es mala...
Santiago nos da la clave para que esto no nos destruya: "La ira del hombre no produce la justicia que Dios quiere. Por lo tanto, eliminen toda suciedad y esa maldad que les sobra y acepten dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvarlos". Sólo la Palabra de Dios, su voluntad y su amor, nos darán la clave para la verdadera justicia. Y con ella, vivir la fraternidad, la paz, la armonía, la tolerancia, la unidad... Nuestra sociedad será mejor, será ideal, sólo si dejamos que la justicia de Dios, que quiere sólo lo mejor para nosotros, sea nuestra guía. Aunque suene idealista, es el único camino que nos llevará a la paz. Si nos seguimos dejando por nuestra ira, todos iremos al foso. Todos moriremos. Todos perderemos. Es necesario que haya una reacción. Que asumamos que somos hermanos, todos hijos de un mismo Padre, que nos ha colocado juntos en el mundo pues sí podemos vivir juntos. Si no fuera así, no nos habría colocado en la misma ciudad, en el mismo barrio, en el mismo mundo. Nos hubiera puesto en burbujas que de ninguna manera tuvieran la posibilidad de comunicación y de compartir... No hubiera puesto el ideal de la fraternidad como camino para vivir en el mundo perfecto. No es un cuento de hadas. Es una realidad. En asumirlo y vivirlo, en hacerlo real, está nuestra salvación...
Es buen conocedor de la vida comunitaria. Lo que escribe en su Carta lo deja bien claro. No es posible escribir con tanta claridad si no se estuviera realmente imbuido en la realidad de lo que se vive, sobre lo que se escribe. Con toda seguridad se presentaban en Jerusalén, comunidad de la cual era pastor, situaciones conflictivas que tenían necesidad de ser bien iluminadas y bien conducidas por su labor pastoral. Por eso, por el conocimiento que tenía de ellas y por la responsabilidad de ser guía fiel de esa comunidad, se siente comprometido a dar su palabra. Y ésta, muy atinada, autorizada y orientadora...
La recomendación primera que hace a los miembros de la comunidad, sus "hermanos", como los llama, es ésta: "Tengan esto presente, mis queridos hermanos: sean todos prontos para escuchar, lentos para hablar y lentos para la ira". Podríamos decir que esta recomendación es general. En toda situación humana debe darse. Los hombres debemos tener la capacidad de escucha necesaria que nos haga "agarrar" bien la posición de quien está frente a nosotros. Únicamente de esa manera podremos conocerla, "masticarla", discernirla, conocer las motivaciones profundas, descubrir las intenciones.. En general, debe ser así. También hoy. Paradójicamente, en una época como la nuestra, donde la comunicación es la reina, la falta de comunicación es también la "niña pobre" de la casa. Tenemos muchísima información de lo que sucede. Nunca antes como hoy estamos informados de los acontecimientos que suceden a nuestro lado y en el rincón más escondido del mundo. Pero, al mismo tiempo, nunca hemos estado tan lejanos unos de otros, nunca hemos sentido tan extrañas las causas de los otros, sus preocupaciones, sus intereses, sus alegrías, sus dificultades, sus conflictos... Nos marca el egoísmo, y a fuerza de desentendernos de los demás, nos hemos construido una "burbuja" en la que nos hemos encerrado. El mundo es una película que se nos pasa y en la cual somos simples espectadores...
Y como no "escuchamos", hablamos sin discernir ni saber bien a qué estamos respondiendo. Damos soluciones a problemas que no están planteados. Opinamos sobre temas de los cuales no tenemos ni idea. Nos "acercamos" al otro con palabras generales que no han cogido bien lo que realmente están viviendo... Cansan los argumentos gastados que usan los que hacen grandes discursos, y que buscan palabras nuevas, grandilocuentes, para mantener a la audiencia narcotizada. Y la audiencia aplaude sin saber ni siquiera lo que significan las palabras, con tal de que suene bonito. Lo importante es exacerbar. Y esa audiencia es un caldo de cultivo excelente...
Así, surge la ira de los hombres. Y en ella, naturalmente, somos irracionales. Por ella somos capaces de levantar la mano contra los hermanos, incluso contra los que considerábamos más cercanos. Basta con que no piense como yo para considerarlo mi enemigo, al cual debo hacer desaparecer a como dé lugar. La proporcionalidad se pierde, pues la exacerbación obnubila absolutamente los sentidos. No hemos captado al otro como a alguien que piensa, que siente, que se duele, que sufre, que respira, que vive sus problemas... Es simplemente alguien que no piensa como yo y que no acepta lo que le digo, y por eso debe desaparecer. En lugar de intentar atraerlo a lo que yo pienso que es lo bueno, lo elimino para que sea uno menos el que no piensa como yo... Es terrible. Es la suspensión total de la comunicación. La ira me deshumaniza, porque hace al otro mi enemigo, no mi adversario. De ninguna manera acepta que exista la diversidad como riqueza. Afirma que la diversidad es mala...
Santiago nos da la clave para que esto no nos destruya: "La ira del hombre no produce la justicia que Dios quiere. Por lo tanto, eliminen toda suciedad y esa maldad que les sobra y acepten dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvarlos". Sólo la Palabra de Dios, su voluntad y su amor, nos darán la clave para la verdadera justicia. Y con ella, vivir la fraternidad, la paz, la armonía, la tolerancia, la unidad... Nuestra sociedad será mejor, será ideal, sólo si dejamos que la justicia de Dios, que quiere sólo lo mejor para nosotros, sea nuestra guía. Aunque suene idealista, es el único camino que nos llevará a la paz. Si nos seguimos dejando por nuestra ira, todos iremos al foso. Todos moriremos. Todos perderemos. Es necesario que haya una reacción. Que asumamos que somos hermanos, todos hijos de un mismo Padre, que nos ha colocado juntos en el mundo pues sí podemos vivir juntos. Si no fuera así, no nos habría colocado en la misma ciudad, en el mismo barrio, en el mismo mundo. Nos hubiera puesto en burbujas que de ninguna manera tuvieran la posibilidad de comunicación y de compartir... No hubiera puesto el ideal de la fraternidad como camino para vivir en el mundo perfecto. No es un cuento de hadas. Es una realidad. En asumirlo y vivirlo, en hacerlo real, está nuestra salvación...
martes, 18 de febrero de 2014
La crisis te debe hacer crecer
En los momentos de crisis debemos tener los sentidos muy aguzados. Las crisis, en general, sirven para crecer, para purificarse, para fortalecerse. Generalmente, ante su presencia solemos tener un sentimiento de temor y de rechazo. Todo porque la crisis duele, desubica, desencaja. Cuando estamos en ella se nos pone a la vista una encrucijada en la cual se nos ofrecen varias rutas... Unas nos llevarán por el despeñadero de la destrucción, de la desesperación, del estancamiento, de la parálisis. Otras, nos llevarán por el camino del progreso, de la prosperidad, del desarrollo personal y social. O se presenta la opción también de quedarnos en la misma encrucijada, viviendo en una eterna crisis de la cual nunca salimos al no tomar ninguna decisión...
Por eso, cuando ella se presenta hay que estar bien apertrechados mental y espiritualmente. Es necesario tener la "mente fría", pues cuando en las crisis no se toman las decisiones sosegadamente y bien pensadas, generalmente nos equivocamos y atraemos la desgracia a nuestras vidas. Y al no tener nosotros mismos todas las herramientas a la mano para poder tomar una decisión, es muy recomendable que nos acerquemos a quien nos puede dar un buen consejo. No es bueno quedarse solo en las crisis, pues en la soledad podemos recibir malos consejos de nosotros mismos: "Si un ciego guía a otro ciego, los dos caen al pozo". Y tener mucho cuidado de a quién nos acercamos para recibir el consejo. Debe ser una persona con criterio, con experiencia, con buenas intenciones, de la cual tengamos la seguridad de que no quiere sacar una "buena tajada" de la crisis... Y espiritualmente debemos tener mucha solidez, pues es fundamental que nuestro interior esté firme para que no se tambalee ni se deje llevar por los vientos del desasosiego o la desesperanza...
El mejor consejero para todos en cualquier situación de crisis es el mismo Jesús. Él nos dice que tengamos cuidado de las voces que nos quieran engañar. "Tengan cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes." Jesús mismo nos pone sobreaviso de la palabra que nos quieran dirigir quienes sólo buscarán su propio beneficio, quienes buscarán engañar revistiéndose de buenos, quienes nos lanzarán a los leones quedándose ellos al margen del conflicto. En medida menor, en cuanto al perjuicio que puedan hacer por venir frontalmente, pero dañinos también, cuando vengan claramente a hacernos daño los que nos consideren sus enemigos, quienes no nos consideren suyos, quienes quieran agredirnos por tener ideas y conductas diversas, quienes quieran arrasar con toda voz disidente... No es de ninguna manera recomendable dejarse arrastrar por ninguno de los dos grupos...
Lo cristiano es asumir la crisis como oportunidad de crecimiento, apoyándose bien y razonablemente en otros, principalmente en la Palabra de Dios y en su voluntad. Lo principal que debemos hacer es aguzar bien nuestros sentidos y nuestro espíritu. Unirnos más intensamente a Dios para que sea Él, con su inspiración, el que ilumine el camino correcto cuando estamos ante la encrucijada que debemos enfrentar. Él es quien ha permitido la encrucijada, es decir, la crisis, para que sirva para nuestro crecimiento, y por eso Él es el principal apoyo para saber cuál es el mejor camino para salir airosos. Él sabrá decirnos cuál es la ruta correcta para nosotros y en la cual serviremos mejor a la comunidad que vive también la misma crisis. No debemos desdeñar esa presencia de Dios en medio de la crisis. Él debe ser el primer invitado para que nos acompañe en el camino a fin de poder salir victoriosos.
Evidentemente, tenemos siempre que discernir nosotros mismos, a la luz de los consejos de otros y de la inspiración de Dios, cuál será el camino a recorrer. El criterio principal es el del crecimiento.La crisis será buena si nos decidimos por la ruta que nos hará mejores personas, que nos permitirá construir una mejor sociedad, que nos comprometerá con el bien de todos y no sólo con el de unos pocos, si el beneficio es real para que todos tengan una mejor vida, más humana, más justa, más fraterna y más santa...
Dios no permitirá que tengamos sólo opciones de rutas que no nos hagan crecer. Su amor misericordioso nos pondrá siempre a la vista caminos de crecimiento, por los cuales podremos andar para nuestro progreso. Pero respeta nuestra libertad, pues ese futuro, ese bien que debemos perseguir, nos lo debemos agenciar y construir nosotros mismos. No debemos esperar de Dios "milagritos" que nos allanen el camino. Sería una alcahuetería suya, pues ya Él ha provisto para nosotros la capacidad de discernir y de decidir, al darnos la inteligencia y la voluntad, a su imagen y semejanza... No vienen de Él las tentaciones al mal. Todo lo contrario, de Él vienen sólo las opciones para el bien. Es el mismo mal el que nos pone a la vista la maldad. Así nos lo dice Santiago: "Cuando alguien se ve tentado, no diga que Dios lo tienta; Dios no conoce la tentación al mal y él no tienta a nadie". Las opciones de Dios son sólo bien-bien. Es el mal que nos coloca las opciones bien-mal o mal-mal...
La palabra "crisis" es la raíz de la palabra "acrisolar", que significa purificar con el fuego. Es el proceso por el cual los metales preciosos se hacen más puros, para precisamente ser más preciosos. Es exactamente lo que debe suceder en la crisis. De ellas debemos salir "acrisolados", es decir, purificados, aunque sea al fuego, para poder presentar al mundo una vida más nuestra, más pura, más al servicio de los demás, y así lograr un sociedad mejor, más humana y más cristiana, en la que se vivan los verdaderos valores del Reino de Dios, que es al fin y al cabo lo que Él quiere para nosotros, porque es lo mejor...
Por eso, cuando ella se presenta hay que estar bien apertrechados mental y espiritualmente. Es necesario tener la "mente fría", pues cuando en las crisis no se toman las decisiones sosegadamente y bien pensadas, generalmente nos equivocamos y atraemos la desgracia a nuestras vidas. Y al no tener nosotros mismos todas las herramientas a la mano para poder tomar una decisión, es muy recomendable que nos acerquemos a quien nos puede dar un buen consejo. No es bueno quedarse solo en las crisis, pues en la soledad podemos recibir malos consejos de nosotros mismos: "Si un ciego guía a otro ciego, los dos caen al pozo". Y tener mucho cuidado de a quién nos acercamos para recibir el consejo. Debe ser una persona con criterio, con experiencia, con buenas intenciones, de la cual tengamos la seguridad de que no quiere sacar una "buena tajada" de la crisis... Y espiritualmente debemos tener mucha solidez, pues es fundamental que nuestro interior esté firme para que no se tambalee ni se deje llevar por los vientos del desasosiego o la desesperanza...
El mejor consejero para todos en cualquier situación de crisis es el mismo Jesús. Él nos dice que tengamos cuidado de las voces que nos quieran engañar. "Tengan cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes." Jesús mismo nos pone sobreaviso de la palabra que nos quieran dirigir quienes sólo buscarán su propio beneficio, quienes buscarán engañar revistiéndose de buenos, quienes nos lanzarán a los leones quedándose ellos al margen del conflicto. En medida menor, en cuanto al perjuicio que puedan hacer por venir frontalmente, pero dañinos también, cuando vengan claramente a hacernos daño los que nos consideren sus enemigos, quienes no nos consideren suyos, quienes quieran agredirnos por tener ideas y conductas diversas, quienes quieran arrasar con toda voz disidente... No es de ninguna manera recomendable dejarse arrastrar por ninguno de los dos grupos...
Lo cristiano es asumir la crisis como oportunidad de crecimiento, apoyándose bien y razonablemente en otros, principalmente en la Palabra de Dios y en su voluntad. Lo principal que debemos hacer es aguzar bien nuestros sentidos y nuestro espíritu. Unirnos más intensamente a Dios para que sea Él, con su inspiración, el que ilumine el camino correcto cuando estamos ante la encrucijada que debemos enfrentar. Él es quien ha permitido la encrucijada, es decir, la crisis, para que sirva para nuestro crecimiento, y por eso Él es el principal apoyo para saber cuál es el mejor camino para salir airosos. Él sabrá decirnos cuál es la ruta correcta para nosotros y en la cual serviremos mejor a la comunidad que vive también la misma crisis. No debemos desdeñar esa presencia de Dios en medio de la crisis. Él debe ser el primer invitado para que nos acompañe en el camino a fin de poder salir victoriosos.
Evidentemente, tenemos siempre que discernir nosotros mismos, a la luz de los consejos de otros y de la inspiración de Dios, cuál será el camino a recorrer. El criterio principal es el del crecimiento.La crisis será buena si nos decidimos por la ruta que nos hará mejores personas, que nos permitirá construir una mejor sociedad, que nos comprometerá con el bien de todos y no sólo con el de unos pocos, si el beneficio es real para que todos tengan una mejor vida, más humana, más justa, más fraterna y más santa...
Dios no permitirá que tengamos sólo opciones de rutas que no nos hagan crecer. Su amor misericordioso nos pondrá siempre a la vista caminos de crecimiento, por los cuales podremos andar para nuestro progreso. Pero respeta nuestra libertad, pues ese futuro, ese bien que debemos perseguir, nos lo debemos agenciar y construir nosotros mismos. No debemos esperar de Dios "milagritos" que nos allanen el camino. Sería una alcahuetería suya, pues ya Él ha provisto para nosotros la capacidad de discernir y de decidir, al darnos la inteligencia y la voluntad, a su imagen y semejanza... No vienen de Él las tentaciones al mal. Todo lo contrario, de Él vienen sólo las opciones para el bien. Es el mismo mal el que nos pone a la vista la maldad. Así nos lo dice Santiago: "Cuando alguien se ve tentado, no diga que Dios lo tienta; Dios no conoce la tentación al mal y él no tienta a nadie". Las opciones de Dios son sólo bien-bien. Es el mal que nos coloca las opciones bien-mal o mal-mal...
La palabra "crisis" es la raíz de la palabra "acrisolar", que significa purificar con el fuego. Es el proceso por el cual los metales preciosos se hacen más puros, para precisamente ser más preciosos. Es exactamente lo que debe suceder en la crisis. De ellas debemos salir "acrisolados", es decir, purificados, aunque sea al fuego, para poder presentar al mundo una vida más nuestra, más pura, más al servicio de los demás, y así lograr un sociedad mejor, más humana y más cristiana, en la que se vivan los verdaderos valores del Reino de Dios, que es al fin y al cabo lo que Él quiere para nosotros, porque es lo mejor...
lunes, 17 de febrero de 2014
Las pruebas me hacen fuerte
La Palabra de Dios tiene frases que para muchos sería mejor que no estuvieran. El Apóstol Santiago, apenas iniciada su carta, nos coloca ésta: "Ténganse por muy dichosos cuando se vean asediados por toda clase de pruebas". En una mente absolutamente racionalista esto es el mayor absurdo. La dicha jamás puede estar en pasar por pruebas, pues ellas más bien traen desasosiego, crisis, dolor, tristeza... El colmo de la felicidad no puede estar jamás en pasar por eso, sino más bien, en lo contrario, en nunca tener pruebas que hagan sufrir...Para el común de los mortales la lógica de la felicidad está en no vivir experiencias que traigan sufrimiento...
No está mal encaminado este pensamiento. pero llegar hasta allí es incompleto. Dios quiere que los hombres seamos felices. Y desde el principio de nuestra existencia lo hizo todo para que nuestra vida se encaminara por las rutas que nos llevan a la felicidad. Dios nos creó para ser felices y, en realidad, quiere para nosotros su vivencia absoluta. El caso está en que no la encontraremos en cualquier lado, sino en Él. En nuestra creación Dios nos encaminó hacia la plenitud, la que nos da la plena felicidad, inscribió en nuestros corazones la añoranza de ser felices siempre, y se colocó Él mismo a la mano como la única realidad que nos dará esa felicidad añorada. La condescendencia de Dios es tan extrema que, habiéndonos creado anhelantes de felicidad, se puso Él mismo como la solución a ese anhelo, y su colocó lo más asequible posible para que la alcanzáramos sin mayor esfuerzo... Y, en la plenitud de los tiempos, esa asequibilidad de Dios se hizo extrema, pues "se hizo hombre y habitó entre nosotros". La felicidad no esperó a que la encontráramos, sino que ella misma vino a nuestro encuentro...
Si es así, ¿por qué se nos dificulta tanto ser felices? La razón última está en que la felicidad se basa en el bien y en el amor. Y lamentablemente, muchos queremos lograrla por caminos distintos a los del bien y el amor. Sucedió desde el principio, por lo cual perdimos esa posibilidad de mantenernos en aquella condición de "felicidad natural" en la que fuimos creados. Nuestros ancestros quisieron obtener una felicidad plena lejos de Dios. Y eso es imposible. Dios es el que nos da la plenitud, y no existe ni existirá jamás una ruta distinta a la que Él nos propone, en la que Él mismo se ofrece.
Esas fuerzas del mal estarán siempre pugnando por convencernos para seguirlas, planteándonos un espejismo de felicidad que, por espejismo, es falso. No es que no exista la posibilidad de alguna "felicidad" en caminos diversos, sino que esas "felicidades" serán pasajeras o etéreas o engañosas o frustrantes... En la mayoría de los casos dejarán en el hombre una sensación de resaca, de absurdo, de vacío, que se convierte, entonces, en frustración total... Y aunque no nos decidamos voluntariamente por seguirlas, esas fuerzas insistirán una y otra vez por hacernos desviar nuestra ruta hacia la verdadera felicidad. Y es entonces cuando tiene sentido total lo que nos dice Santiago. Nuestra dicha estará en las pruebas, que no serán otras cosas que el empeño insistente del mal en que nos desviemos del camino correcto, el del bien y el amor. Eso significa dos cosas: Que no nos hemos equivocado y que si vencemos seguiremos siendo dichosos, a pesar de que se nos ataque y se nos ponga a prueba.
No debemos confundir la felicidad con "sentirse bien", con "estar alegres", con "no tener problemas". El hecho de que Dios nos haya creado con inteligencia y voluntad, nos hace responsables de nuestro destino. Y todo lo que logremos será por el esfuerzo personal que nos exigirá a veces el máximo del uso de nuestras propias fuerzas. Así, la felicidad no será la ausencia de esfuerzo, sino que se alcanzará en el logro de los buenos frutos gracias a esos mismos esfuerzos que tenemos que realizar. Y si se trata de la búsqueda del camino hacia la felicidad plena, el esfuerzo será mayor, y de la misma manera lo será la satisfacción al alcanzarla. Es eso lo que da sustento y sentido al esfuerzo: que la meta vale la pena, que la felicidad tiene más precio cuando más nos cuesta, que estaremos más satisfechos pues hemos defendido a capa y espada nuestra propia búsqueda del bien y del amor. Las pruebas serán, así, signo de que vamos por buen camino, pues el mal no se queda de brazos cruzados cuando ve que nos pierde. Serán también signo de que nos vamos fortaleciendo al avanzar firmemente en el camino hacia la felicidad, pues a medida que vencemos en las pruebas, vamos "haciendo músculo" con lo cual nos apertrechamos mejor para las futuras "batallas" contra el mal. Y en cada victoria nos vamos sintiendo más satisfechos. Es lo que dice Santiago: "Al ponerse a prueba la fe de ustedes, les dará constancia. Y si la constancia llega hasta el final, serán perfectos e íntegros, sin falta alguna". No es absurdo tener pruebas ni debe ser una experiencia dolorosa. Al contrario, debemos agradecerlas, pues al final las podremos colocar a nuestro favor para avanzar más firmemente...
En todos los órdenes de la vida el ser probados nos ayuda a purificarnos, a fortalecernos, a afirmarnos más en la búsqueda del bien y del amor, de la justicia y de la paz. Encontrar algún obstáculo no es ninguna tragedia. Al contrario, puede convertirse en una bendición, pues nos confirma que vamos por el buen camino y cuando lo vencemos nos fortalece para segur adelante. El que va hacia la felicidad que se quite la idea de que no deberá esforzarse. El ser hombres, dotados de inteligencia y voluntad, lo descarta completamente. Y el ser libres nos dice que ese tesoro de nuestra libertad necesita ser defendido y promovido al máximo. Y todo eso exigirá esfuerzo. Nuestra responsabilidad nos llama a eso y debemos estar comprometidos a hacerlo...
No está mal encaminado este pensamiento. pero llegar hasta allí es incompleto. Dios quiere que los hombres seamos felices. Y desde el principio de nuestra existencia lo hizo todo para que nuestra vida se encaminara por las rutas que nos llevan a la felicidad. Dios nos creó para ser felices y, en realidad, quiere para nosotros su vivencia absoluta. El caso está en que no la encontraremos en cualquier lado, sino en Él. En nuestra creación Dios nos encaminó hacia la plenitud, la que nos da la plena felicidad, inscribió en nuestros corazones la añoranza de ser felices siempre, y se colocó Él mismo a la mano como la única realidad que nos dará esa felicidad añorada. La condescendencia de Dios es tan extrema que, habiéndonos creado anhelantes de felicidad, se puso Él mismo como la solución a ese anhelo, y su colocó lo más asequible posible para que la alcanzáramos sin mayor esfuerzo... Y, en la plenitud de los tiempos, esa asequibilidad de Dios se hizo extrema, pues "se hizo hombre y habitó entre nosotros". La felicidad no esperó a que la encontráramos, sino que ella misma vino a nuestro encuentro...
Si es así, ¿por qué se nos dificulta tanto ser felices? La razón última está en que la felicidad se basa en el bien y en el amor. Y lamentablemente, muchos queremos lograrla por caminos distintos a los del bien y el amor. Sucedió desde el principio, por lo cual perdimos esa posibilidad de mantenernos en aquella condición de "felicidad natural" en la que fuimos creados. Nuestros ancestros quisieron obtener una felicidad plena lejos de Dios. Y eso es imposible. Dios es el que nos da la plenitud, y no existe ni existirá jamás una ruta distinta a la que Él nos propone, en la que Él mismo se ofrece.
Esas fuerzas del mal estarán siempre pugnando por convencernos para seguirlas, planteándonos un espejismo de felicidad que, por espejismo, es falso. No es que no exista la posibilidad de alguna "felicidad" en caminos diversos, sino que esas "felicidades" serán pasajeras o etéreas o engañosas o frustrantes... En la mayoría de los casos dejarán en el hombre una sensación de resaca, de absurdo, de vacío, que se convierte, entonces, en frustración total... Y aunque no nos decidamos voluntariamente por seguirlas, esas fuerzas insistirán una y otra vez por hacernos desviar nuestra ruta hacia la verdadera felicidad. Y es entonces cuando tiene sentido total lo que nos dice Santiago. Nuestra dicha estará en las pruebas, que no serán otras cosas que el empeño insistente del mal en que nos desviemos del camino correcto, el del bien y el amor. Eso significa dos cosas: Que no nos hemos equivocado y que si vencemos seguiremos siendo dichosos, a pesar de que se nos ataque y se nos ponga a prueba.
No debemos confundir la felicidad con "sentirse bien", con "estar alegres", con "no tener problemas". El hecho de que Dios nos haya creado con inteligencia y voluntad, nos hace responsables de nuestro destino. Y todo lo que logremos será por el esfuerzo personal que nos exigirá a veces el máximo del uso de nuestras propias fuerzas. Así, la felicidad no será la ausencia de esfuerzo, sino que se alcanzará en el logro de los buenos frutos gracias a esos mismos esfuerzos que tenemos que realizar. Y si se trata de la búsqueda del camino hacia la felicidad plena, el esfuerzo será mayor, y de la misma manera lo será la satisfacción al alcanzarla. Es eso lo que da sustento y sentido al esfuerzo: que la meta vale la pena, que la felicidad tiene más precio cuando más nos cuesta, que estaremos más satisfechos pues hemos defendido a capa y espada nuestra propia búsqueda del bien y del amor. Las pruebas serán, así, signo de que vamos por buen camino, pues el mal no se queda de brazos cruzados cuando ve que nos pierde. Serán también signo de que nos vamos fortaleciendo al avanzar firmemente en el camino hacia la felicidad, pues a medida que vencemos en las pruebas, vamos "haciendo músculo" con lo cual nos apertrechamos mejor para las futuras "batallas" contra el mal. Y en cada victoria nos vamos sintiendo más satisfechos. Es lo que dice Santiago: "Al ponerse a prueba la fe de ustedes, les dará constancia. Y si la constancia llega hasta el final, serán perfectos e íntegros, sin falta alguna". No es absurdo tener pruebas ni debe ser una experiencia dolorosa. Al contrario, debemos agradecerlas, pues al final las podremos colocar a nuestro favor para avanzar más firmemente...
En todos los órdenes de la vida el ser probados nos ayuda a purificarnos, a fortalecernos, a afirmarnos más en la búsqueda del bien y del amor, de la justicia y de la paz. Encontrar algún obstáculo no es ninguna tragedia. Al contrario, puede convertirse en una bendición, pues nos confirma que vamos por el buen camino y cuando lo vencemos nos fortalece para segur adelante. El que va hacia la felicidad que se quite la idea de que no deberá esforzarse. El ser hombres, dotados de inteligencia y voluntad, lo descarta completamente. Y el ser libres nos dice que ese tesoro de nuestra libertad necesita ser defendido y promovido al máximo. Y todo eso exigirá esfuerzo. Nuestra responsabilidad nos llama a eso y debemos estar comprometidos a hacerlo...
domingo, 16 de febrero de 2014
O santo o nada
La vocación del hombres es la perfección. Jesús mismo pone esta meta como ideal al cual hay que perseguir: "Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto". No se trata, por lo tanto, de un simple preocupación, sino de lo que debemos procurar por todos nuestro medios. Recuerdo una vez que escuché a un dirigente cristiano en una intervención pública decir: "Para nosotros, la santidad debe ser una especie de obsesión.Una idea que nos dé vueltas continuamente en nuestra cabeza, para poder avanzar siempre hacia ella. De lo contrario, nunca lo seremos". Es decir, esa meta de perfección, que en cristiano es la santidad, debe conglomerar a su alrededor todos los esfuerzos y pensamientos del cristiano.
Al ser una meta propuesta por Jesús se convierte, entonces, en una decisión personal. Podemos o no aceptarla. Podemos rechazarla. Cada uno de nosotros, tal como lo creó Dios soberanamente, es libre en esta decisión. Por eso, la santidad no es una "inyección" que nos coloca Dios, sin concurso nuestro. Es, sí, un don suyo pues al fin y al cabo la santidad es su vida en nosotros, pero es algo que posibilitamos nosotros cuando nos decidimos a dejarnos llevar por su voluntad, a abrir el corazón para permitir su presencia en nosotros, a comportarnos como redimidos y salvados que avanzan hacia la felicidad eterna, a vivir como hermanos en la justicia y en la paz. Son todas condiciones que se necesitan para el ejercicio de la santidad.
La misma Palabra de Dios nos pone la encrucijada de nuestra decisión: "Ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja". En su fidelidad extrema a la creación y a las condiciones en las que la hizo, Dios es respetuoso al extremo de la libertad con la que enriqueció al hombre. De nada serviría que el hombre estuviera constreñido a la santidad, sin la posibilidad de no serlo. No habría en el hombre ningún mérito. Lo grande de la santidad es que cuenta con el concurso del hombre, que es fruto de un acto de la voluntad que ha discernido previamente lo mejor de la opción de la santidad.
Ahora bien. Esta santidad, siendo opción hecha por el hombre, exige de cada uno el esfuerzo pleno. No se trata simplemente de verla a lo lejos como la meta casi inalcanzable, sino de poner todo el empeño para tenerla a la mano. El mismo Jesús aclara cómo es la altura de la exigencia: "No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud". La medida de Jesús, la rasante que coloca al camino de la santidad, es el de la perfección, el de la plenitud.No es que sea nueva la llamada a la santidad, sino que esa llamada ahora está revestida de la plenitud que da la vivencia extrema del amor. Por eso, la expresión de Jesús es tan plástica: "Han oído que se dijo... Pero ahora yo les digo..." Hay un nuevo estilo, la santidad tiene un nuevo contenido, la exigencia, siendo la misma, es mayor. Lo que le da una motivación superior es la del amor, el que vivió Jesús al entregarse a los hombres. Un amor extremo, pleno, perfecto, sin resquebrajamientos ni hendiduras...
La libertad del hombre es el componente principal en la decisión para ser santos. Pero su ingrediente primero es el del amor. Es lo que hace comprensible el extremo al que nos llama Jesús. Es lo que le da sentido a la plenitud que se nos pone ante la vista. Por eso es que se hace comprensible lo incomprensible: "Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria". Ya no es, por lo tanto, desde la vivencia del amor, incomprensible. El amor le da sentido a todo. El amor hace heroico al que se pone como meta la santidad, la perfección. La libertad, impregnada por el amor, es invencible y apunta siempre a la plenitud.
No tiene sentido, por eso, decidirse para no poner el máximo empeño. Quien se decide libremente a alcanzar la plenitud que propone Jesús, quien acepta la invitación a "ser perfectos como el Padre celestial", quien asume como propia radicalmente la decisión de avanzar por las rutas de la santidad, debe hacerlo asumiendo que debe realizar todos los esfuerzos necesarios. No asumirlo con actitud de mínimos sino de máximos. Debe asumir todas las consecuencias de su decisión y sortear todos los obstáculos que se le presenten en el camino, que serán muchísimos. O se avanza raudamente, o no se avanza. O se camina grácilmente hacia la santidad o el camino se obstaculiza y nos detenemos...
Es en ese sentido que se comprenderá lo misterioso y que se vivirá la plenitud real de la meta a la que estamos llamados. No hay otra opción posible. Eso lo que dará la explicación de lo incomprensible. Sólo lo comprenderemos cuando nos sumerjamos en su realidad. Si nos quedamos como simples contempladores externos del misterio, jamás nos sentiremos contentos, pues nunca lo agarraremos con la inteligencia del amor: "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman."
Si nos decidimos a ser santos, asumamos las consecuencias de tal decisión. No nos quedemos en las medias tintas que nunca nos darán satisfacción. Comprendamos que debemos vivir el amor en plenitud para dar sentido a lo que se nos exige. De no ser así, siempre estaremos en la contemplación misteriosa de lo que nunca comprenderemos totalmente. Sólo el amor nos dará la clave para entenderlo y vivirlo felices plenamente...
Al ser una meta propuesta por Jesús se convierte, entonces, en una decisión personal. Podemos o no aceptarla. Podemos rechazarla. Cada uno de nosotros, tal como lo creó Dios soberanamente, es libre en esta decisión. Por eso, la santidad no es una "inyección" que nos coloca Dios, sin concurso nuestro. Es, sí, un don suyo pues al fin y al cabo la santidad es su vida en nosotros, pero es algo que posibilitamos nosotros cuando nos decidimos a dejarnos llevar por su voluntad, a abrir el corazón para permitir su presencia en nosotros, a comportarnos como redimidos y salvados que avanzan hacia la felicidad eterna, a vivir como hermanos en la justicia y en la paz. Son todas condiciones que se necesitan para el ejercicio de la santidad.
La misma Palabra de Dios nos pone la encrucijada de nuestra decisión: "Ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja". En su fidelidad extrema a la creación y a las condiciones en las que la hizo, Dios es respetuoso al extremo de la libertad con la que enriqueció al hombre. De nada serviría que el hombre estuviera constreñido a la santidad, sin la posibilidad de no serlo. No habría en el hombre ningún mérito. Lo grande de la santidad es que cuenta con el concurso del hombre, que es fruto de un acto de la voluntad que ha discernido previamente lo mejor de la opción de la santidad.
Ahora bien. Esta santidad, siendo opción hecha por el hombre, exige de cada uno el esfuerzo pleno. No se trata simplemente de verla a lo lejos como la meta casi inalcanzable, sino de poner todo el empeño para tenerla a la mano. El mismo Jesús aclara cómo es la altura de la exigencia: "No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud". La medida de Jesús, la rasante que coloca al camino de la santidad, es el de la perfección, el de la plenitud.No es que sea nueva la llamada a la santidad, sino que esa llamada ahora está revestida de la plenitud que da la vivencia extrema del amor. Por eso, la expresión de Jesús es tan plástica: "Han oído que se dijo... Pero ahora yo les digo..." Hay un nuevo estilo, la santidad tiene un nuevo contenido, la exigencia, siendo la misma, es mayor. Lo que le da una motivación superior es la del amor, el que vivió Jesús al entregarse a los hombres. Un amor extremo, pleno, perfecto, sin resquebrajamientos ni hendiduras...
La libertad del hombre es el componente principal en la decisión para ser santos. Pero su ingrediente primero es el del amor. Es lo que hace comprensible el extremo al que nos llama Jesús. Es lo que le da sentido a la plenitud que se nos pone ante la vista. Por eso es que se hace comprensible lo incomprensible: "Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria". Ya no es, por lo tanto, desde la vivencia del amor, incomprensible. El amor le da sentido a todo. El amor hace heroico al que se pone como meta la santidad, la perfección. La libertad, impregnada por el amor, es invencible y apunta siempre a la plenitud.
No tiene sentido, por eso, decidirse para no poner el máximo empeño. Quien se decide libremente a alcanzar la plenitud que propone Jesús, quien acepta la invitación a "ser perfectos como el Padre celestial", quien asume como propia radicalmente la decisión de avanzar por las rutas de la santidad, debe hacerlo asumiendo que debe realizar todos los esfuerzos necesarios. No asumirlo con actitud de mínimos sino de máximos. Debe asumir todas las consecuencias de su decisión y sortear todos los obstáculos que se le presenten en el camino, que serán muchísimos. O se avanza raudamente, o no se avanza. O se camina grácilmente hacia la santidad o el camino se obstaculiza y nos detenemos...
Es en ese sentido que se comprenderá lo misterioso y que se vivirá la plenitud real de la meta a la que estamos llamados. No hay otra opción posible. Eso lo que dará la explicación de lo incomprensible. Sólo lo comprenderemos cuando nos sumerjamos en su realidad. Si nos quedamos como simples contempladores externos del misterio, jamás nos sentiremos contentos, pues nunca lo agarraremos con la inteligencia del amor: "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman."
Si nos decidimos a ser santos, asumamos las consecuencias de tal decisión. No nos quedemos en las medias tintas que nunca nos darán satisfacción. Comprendamos que debemos vivir el amor en plenitud para dar sentido a lo que se nos exige. De no ser así, siempre estaremos en la contemplación misteriosa de lo que nunca comprenderemos totalmente. Sólo el amor nos dará la clave para entenderlo y vivirlo felices plenamente...
sábado, 15 de febrero de 2014
Multiplícate tú también
Jesús nos dio a todos las claves esenciales para actuar en favor del hombre. Su labor no fue reducida sólo a una preocupación espiritualista que se dedicara sólo a la liberación del alma humana de la esclavitud del pecado, a la procura de la apertura de las puertas de cielo para quienes se las habían cerrado a sí mismos dándole la espalda a Dios, a la invitación de mantener la vista sólo elevada a los cielos como añorando una realidad futura gloriosa que sería, así, la única que valdría la pena, de alguna manera despreciando la realidad cotidiana, material, que viven los hombres naturalmente. Tampoco su preocupación fue puramente material, en la procura sólo de una liberación de poderes opresores, de obtención de riquezas expropiándoselas a los ricos para favorecer a los pobres, de imposición de una ideología sociológica en la que exacerbara el ánimo de los oprimidos para "tomar el poder" y aplastar a los más pudientes para que sufrieran la humillación que ellos mismos estaban sufrido... Ambas concepciones son absolutamente equivocadas...
Se equivoca quien quiera colocar a Jesús en alguna de estas dos opciones, pues son totalmente falsas. La labor de Jesús fue integral, pues integral es su ser e integral es su misión. Al inicio de su ministerio, en la sinagoga de Nazaet, evocando la profecía de Isaías, Jesús presenta su "hoja de ruta", su "plan de trabajo", su "proyecto". En él podemos percibir claramente que la preocupación de Jesús es todo el hombre, todos los hombres. Es el hombre que sufre la cadena del pecado y la cadena de la injusticia. Es el hombre que añora la eternidad feliz y mira al cielo, pero que añora la paz social y la justicia y sueña con una época actual de armonía y de fraternidad. Es el hombre que vive cotidianamente en el tráfago del mundo, que sufre sus consecuencias, que tiene conflictos y que vive alegrías, que debe partirse la espalda por el esfuerzo cotidiano del progreso y de la solución de sus problemas materiales, pero que también se pone en las manos de Dios confiando radicalmente en su amor y en que su futuro eterno lo vivirá junto a ese Dios de amor en la felicidad plena...
Por eso Jesús perdona pecados, libera de demonios, predica el amor y el perdón, echa en cara la hipocresía, exige la transparencia delante de Dios y de los hombres, declara dichosos a los que viviendo múltiples y diversas crisis han fundado sus vidas en Dios y en su amor y les anuncia la felicidad plena en el futuro de eternidad junto a Él... Y también por eso cura a los enfermos, devuelve la vista a los ciegos, hace oír y hablar a los sordomudos, limpia a los leprosos, resucita muertos, multiplica los panes para los hambrientos, expulsa a los mercaderes del templo, invita a la solidaridad con los más débiles y pobres, pone de ejemplo al samaritano que ayuda al herido... De ninguna manera Jesús reduce su mensaje de salvación, sino que nos dice a todos que no podemos "parcializar" su mensaje de salvación integral.
Desvirtuamos a Jesús y a su mensaje cuando lo colocamos sólo como el Dios que se ocupa del "espíritu humano", como si éste fuera una especie de fantasma que está en desagrado, encarcelado en un cuerpo de carne y hueso y cuyo sitio no sería ese, sino sólo frente a Dios, en una "pureza absoluta" que no existe en lo cotidiano. La situación del hombre en el mundo sería como una especie de "destierro" absolutamente despreciable, del cual habría que desembarazarse lo más pronto posible. O cuando, por el contrario, lo colocamos sólo en el orden de lo sociológico, como si Jesús fuera una especie de guerrillero o revolucionario, que sólo vino a azuzar a las masas para que se levantaran ante el poder opresor, y al cual sólo le importaba que la gente tuviera sus necesidades bien resueltas y más nada... El camino correcto por el cual podremos comprender a Jesús y su obra es el de la contemplación de su propio ser: El Dios que se encarna, que se hace hombre, sumando en su propia figura la integralidad que quiere salvar, que quiere iluminar, que quiere redimir... Es lo espiritual junto a lo corporal. Es la materia junto al espíritu. Ninguna de las dos realidades son "mal menor", pues en la suma de ambas está la plenitud de la obra de Jesús y así es que debe ser considerada...
Por eso Jesús dice a sus discípulos: "Me da lástima de esta gente; llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer, y, si los despido a sus casas en ayunas, se van a desmayar por el camino. Además, algunos han venido desde lejos." Han estado ya tres días con Él, escuchando sus palabras, asimilando su mensaje, recibiendo el alimento espiritual, el perdón, el llamado a la fraternidad y al amor solidario... Pero necesitan cuidar su cuerpo, pues tienen hambre. Y Jesús se ocupa también de eso... Se ocupa del hombre entero. No lo parcela. Es lo corporal junto a lo espiritual lo que hay que cuidar...
Y Jesús para eso cuenta con sus apóstoles, con los que lo acompañan: "Mandó que la gente se sentara en el suelo, tomó los siete panes, pronunció la acción de gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los sirvieran. Ellos los sirvieron a la gente. Tenían también unos cuantos peces; Jesús los bendijo, y mandó que los sirvieran también". Sus apóstoles se encargaron de darles de comer a la gente hambrienta, hasta que quedaron saciados. Él hace el milagro y quiere que ellos sean los encargados de hacerlo llegar a todos. No quiere hacerlo todo Él solo, sino que espera los brazos de quienes lo acompañan para que lo ayuden a hacerle llegar a la mayor cantidad posible su regalo.
Jesús multiplica los panes y los peces, y quiere que los que lo ayuden a repartirlo se multipliquen también para hacerlo llegar a la mayor cantidad de gente posible. La multiplicación de los panes y los peces es el preludio de la multiplicación que debe darse de los que ayudan a Jesús a repartir su bien. El bien integral, el de su amor misericordioso, el de su perdón, el de su curación, el de sus panes y peces, el de su bienestar material, el de la llamada a elevar la mirada a lo eterno sin dejar de pisar en el presente... Y eso somos nosotros. Jesús nos invita a presenciar su milagro de amor, y quiere unirnos a la obra de difusión del bien mayor y de todos los bienes que quiere procurar a los hombres...
Se equivoca quien quiera colocar a Jesús en alguna de estas dos opciones, pues son totalmente falsas. La labor de Jesús fue integral, pues integral es su ser e integral es su misión. Al inicio de su ministerio, en la sinagoga de Nazaet, evocando la profecía de Isaías, Jesús presenta su "hoja de ruta", su "plan de trabajo", su "proyecto". En él podemos percibir claramente que la preocupación de Jesús es todo el hombre, todos los hombres. Es el hombre que sufre la cadena del pecado y la cadena de la injusticia. Es el hombre que añora la eternidad feliz y mira al cielo, pero que añora la paz social y la justicia y sueña con una época actual de armonía y de fraternidad. Es el hombre que vive cotidianamente en el tráfago del mundo, que sufre sus consecuencias, que tiene conflictos y que vive alegrías, que debe partirse la espalda por el esfuerzo cotidiano del progreso y de la solución de sus problemas materiales, pero que también se pone en las manos de Dios confiando radicalmente en su amor y en que su futuro eterno lo vivirá junto a ese Dios de amor en la felicidad plena...
Por eso Jesús perdona pecados, libera de demonios, predica el amor y el perdón, echa en cara la hipocresía, exige la transparencia delante de Dios y de los hombres, declara dichosos a los que viviendo múltiples y diversas crisis han fundado sus vidas en Dios y en su amor y les anuncia la felicidad plena en el futuro de eternidad junto a Él... Y también por eso cura a los enfermos, devuelve la vista a los ciegos, hace oír y hablar a los sordomudos, limpia a los leprosos, resucita muertos, multiplica los panes para los hambrientos, expulsa a los mercaderes del templo, invita a la solidaridad con los más débiles y pobres, pone de ejemplo al samaritano que ayuda al herido... De ninguna manera Jesús reduce su mensaje de salvación, sino que nos dice a todos que no podemos "parcializar" su mensaje de salvación integral.
Desvirtuamos a Jesús y a su mensaje cuando lo colocamos sólo como el Dios que se ocupa del "espíritu humano", como si éste fuera una especie de fantasma que está en desagrado, encarcelado en un cuerpo de carne y hueso y cuyo sitio no sería ese, sino sólo frente a Dios, en una "pureza absoluta" que no existe en lo cotidiano. La situación del hombre en el mundo sería como una especie de "destierro" absolutamente despreciable, del cual habría que desembarazarse lo más pronto posible. O cuando, por el contrario, lo colocamos sólo en el orden de lo sociológico, como si Jesús fuera una especie de guerrillero o revolucionario, que sólo vino a azuzar a las masas para que se levantaran ante el poder opresor, y al cual sólo le importaba que la gente tuviera sus necesidades bien resueltas y más nada... El camino correcto por el cual podremos comprender a Jesús y su obra es el de la contemplación de su propio ser: El Dios que se encarna, que se hace hombre, sumando en su propia figura la integralidad que quiere salvar, que quiere iluminar, que quiere redimir... Es lo espiritual junto a lo corporal. Es la materia junto al espíritu. Ninguna de las dos realidades son "mal menor", pues en la suma de ambas está la plenitud de la obra de Jesús y así es que debe ser considerada...
Por eso Jesús dice a sus discípulos: "Me da lástima de esta gente; llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer, y, si los despido a sus casas en ayunas, se van a desmayar por el camino. Además, algunos han venido desde lejos." Han estado ya tres días con Él, escuchando sus palabras, asimilando su mensaje, recibiendo el alimento espiritual, el perdón, el llamado a la fraternidad y al amor solidario... Pero necesitan cuidar su cuerpo, pues tienen hambre. Y Jesús se ocupa también de eso... Se ocupa del hombre entero. No lo parcela. Es lo corporal junto a lo espiritual lo que hay que cuidar...
Y Jesús para eso cuenta con sus apóstoles, con los que lo acompañan: "Mandó que la gente se sentara en el suelo, tomó los siete panes, pronunció la acción de gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los sirvieran. Ellos los sirvieron a la gente. Tenían también unos cuantos peces; Jesús los bendijo, y mandó que los sirvieran también". Sus apóstoles se encargaron de darles de comer a la gente hambrienta, hasta que quedaron saciados. Él hace el milagro y quiere que ellos sean los encargados de hacerlo llegar a todos. No quiere hacerlo todo Él solo, sino que espera los brazos de quienes lo acompañan para que lo ayuden a hacerle llegar a la mayor cantidad posible su regalo.
Jesús multiplica los panes y los peces, y quiere que los que lo ayuden a repartirlo se multipliquen también para hacerlo llegar a la mayor cantidad de gente posible. La multiplicación de los panes y los peces es el preludio de la multiplicación que debe darse de los que ayudan a Jesús a repartir su bien. El bien integral, el de su amor misericordioso, el de su perdón, el de su curación, el de sus panes y peces, el de su bienestar material, el de la llamada a elevar la mirada a lo eterno sin dejar de pisar en el presente... Y eso somos nosotros. Jesús nos invita a presenciar su milagro de amor, y quiere unirnos a la obra de difusión del bien mayor y de todos los bienes que quiere procurar a los hombres...
viernes, 14 de febrero de 2014
Si uno solo es esclavo, todos somos esclavos
Jesús nos libera de todas nuestras ataduras. De aquellas que nos colocamos nosotros mismos y de aquellas que pretenden imponernos desde fuera. El anuncio que hace Isaías, unos 400 años antes de Jesús, sobre la futura figura del Mesías Redentor, es la de un liberador: "El espíritu del Señor está sobre mí... Me ha enviado a proclamar la liberación de los cautivos y dar vista a los ciegos, a libertar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor". La obra de Cristo es, entonces, liberadora, en el sentido de que se encarga de romper todas las cadenas que nos oprimen y nos regala de nuevo el don más preciado con el que fuimos creados: La libertad...
Esta libertad no debemos entenderla sólo en el sentido espiritual, aunque tiene su acento en él. En efecto, la peor de las cadenas que nos oprimen y que nos hemos colocado nosotros mismos, es la del pecado. Es terrible pensar que el espíritu del hombre, desde que éste pecó, se encuentra en una situación de esclavitud y de encadenamiento indignante. Ese espíritu que fue creado con la condición absoluta de libertad por la cual podría grácilmente entrar en contacto con las realidades más elevadas, las divinas, se vio constreñido, desde que cayó en la desgracia del pecado, a vivir en una prisión oscura y mortal, que le impedía bañarse de la luz de la gloria divina, en la cual debía haber vivido naturalmente. El pecado ensombreció totalmente sus rincones y le impidió elevarse a las alturas a las que estaba destinado. La belleza se convirtió en la fealdad más horrible y repugnante. La frescura se transformó en moho envejecido y maloliente. El mismo hombre se rebajó a profundidades impensables, a las cuales jamás estuvo destinado. Por ello surgió en el hombre la añoranza de una vida distinta. El hombre sabía que ese no podría ser su destino, y comenzó a vivir en el anhelo del cambio, de la liberación, de la redención...
Y este anhelo del hombre se unió al anhelo del mismo Dios Creador. También Dios anhela que el hombre esté en la situación de dignidad para la cual lo había creado. Y no se quedó de brazos cruzados. Los sueños del hombre coincidieron con los de Dios. Ambos, Dios y hombre, hicieron su parte para ese rescate. Dios envió al Mesías para la liberación y el hombre anhelante abrió su corazón para dejarse rescatar... Es la libertad añorada y soñada, anhelada y elevada, en la cual debía vivir el hombre y cuya falta hacía que de ninguna manera se encontrara cómodo en la vida. La obra de Jesús es obra de liberación y de elevación de lo que estaba esclavizado y caído. Es obra que coloca de nuevo al hombre en el sitial que le correspondía y del cual jamás debió haber salido. Cuando se comprende esto y se deja a Jesús actuar, se da la plena satisfacción, la plena compensación, pues se está en la única condición en la que se da la plenitud. No existe otra posibilidad para el hombre. No hay camino para obtener una plenitud superior.
Esta marca del espíritu humano da una coloración similar a toda la realidad humana. La libertad espiritual da la pauta para la libertad en todos los órdenes para la vida del hombre. Aun cuando la libertad del espíritu es la que da la única plenitud absoluta posible, de alguna manera permea a toda la realidad también corporal del hombre. La añoranza de libertad como signo identificador de la vida humana, trashuma hacia el deseo de libertad social, material, comunitaria... Es cierto que quien es libre en su espíritu no sentirá jamás el peso de las cadenas físicas que se le puedan imponer. Pero es también cierto que la experiencia de la libertad espiritual impulsa y alimenta el deseo de la libertad en los demás órdenes de la vida.
La libertad que vino a traer Jesús es una libertad integral. La espiritual compensa totalmente. Pero la obra de Cristo debe seguir la ruta que Él mismo quiso darle. Por eso, los esfuerzos por la libertad de los oprimidos y de los cautivos, y de todas las opresiones y cautividades imaginables, es obra de Cristo y por ende de los cristianos. No podrá haber jamás satisfacción plena en el que es libre espiritualmente cuando percibe a su alrededor la perseverante esclavitud a la que se somete a los hermanos, por ellos mismos o por pretensiones de otros, sean de poder, políticas, militares, ideológicas, pasionales, instintivas...
Cristo abrió los oídos y liberó la lengua del sordomudo. Para que escuchara y para que luego pudiera hablar. Es la libertad que nos da a todos. Nos abre los oídos para que podamos escuchar e impregnarnos de la Verdad y nos suelta la lengua para que podamos ser sus proclamadores. Nadie puede pretender negarnos ni restringirnos en esa libertad que nos da el mismo Jesús. Se equivoca de plano quien pretende suprimir una libertad tan sagrada que nos regala el mismo Cristo. La libertad integral es un regalo de Dios al hombre y nadie está por encima de ella. Quien se quiera erigir en un dios que intente restringir libertades sagradas, se une a la obra diabólica que hizo caer al hombre en el abismo. Y los hombres, en atención al origen de este don, tenemos pleno derecho de defender nuestra libertad y nuestras libertades. Es un deber sagrado.
No podemos quedarnos de brazos cruzados y asistir pasivamente a las pretensiones de esclavizarnos. Si es a nosotros, debemos usar todas las formas lícitas al alcance para defendernos. Y si es al colectivo, a los demás, a nuestros hermanos, debemos entender que defenderlos es nuestra responsabilidad, pues jamás seremos totalmente libres si un solo hermano ha sido esclavizado. Misteriosamente formamos una sola realidad, somos miembros del mismo cuerpo de la Iglesia. Y si uno de los miembros es esclavizado, lamentablemente lo somos todos. Suprimir la libertad de uno es suprimir la libertad de todos. Nunca pensemos que podemos ser libres cuando uno solo de los nuestros es herido en su libertad...
Esta libertad no debemos entenderla sólo en el sentido espiritual, aunque tiene su acento en él. En efecto, la peor de las cadenas que nos oprimen y que nos hemos colocado nosotros mismos, es la del pecado. Es terrible pensar que el espíritu del hombre, desde que éste pecó, se encuentra en una situación de esclavitud y de encadenamiento indignante. Ese espíritu que fue creado con la condición absoluta de libertad por la cual podría grácilmente entrar en contacto con las realidades más elevadas, las divinas, se vio constreñido, desde que cayó en la desgracia del pecado, a vivir en una prisión oscura y mortal, que le impedía bañarse de la luz de la gloria divina, en la cual debía haber vivido naturalmente. El pecado ensombreció totalmente sus rincones y le impidió elevarse a las alturas a las que estaba destinado. La belleza se convirtió en la fealdad más horrible y repugnante. La frescura se transformó en moho envejecido y maloliente. El mismo hombre se rebajó a profundidades impensables, a las cuales jamás estuvo destinado. Por ello surgió en el hombre la añoranza de una vida distinta. El hombre sabía que ese no podría ser su destino, y comenzó a vivir en el anhelo del cambio, de la liberación, de la redención...
Y este anhelo del hombre se unió al anhelo del mismo Dios Creador. También Dios anhela que el hombre esté en la situación de dignidad para la cual lo había creado. Y no se quedó de brazos cruzados. Los sueños del hombre coincidieron con los de Dios. Ambos, Dios y hombre, hicieron su parte para ese rescate. Dios envió al Mesías para la liberación y el hombre anhelante abrió su corazón para dejarse rescatar... Es la libertad añorada y soñada, anhelada y elevada, en la cual debía vivir el hombre y cuya falta hacía que de ninguna manera se encontrara cómodo en la vida. La obra de Jesús es obra de liberación y de elevación de lo que estaba esclavizado y caído. Es obra que coloca de nuevo al hombre en el sitial que le correspondía y del cual jamás debió haber salido. Cuando se comprende esto y se deja a Jesús actuar, se da la plena satisfacción, la plena compensación, pues se está en la única condición en la que se da la plenitud. No existe otra posibilidad para el hombre. No hay camino para obtener una plenitud superior.
Esta marca del espíritu humano da una coloración similar a toda la realidad humana. La libertad espiritual da la pauta para la libertad en todos los órdenes para la vida del hombre. Aun cuando la libertad del espíritu es la que da la única plenitud absoluta posible, de alguna manera permea a toda la realidad también corporal del hombre. La añoranza de libertad como signo identificador de la vida humana, trashuma hacia el deseo de libertad social, material, comunitaria... Es cierto que quien es libre en su espíritu no sentirá jamás el peso de las cadenas físicas que se le puedan imponer. Pero es también cierto que la experiencia de la libertad espiritual impulsa y alimenta el deseo de la libertad en los demás órdenes de la vida.
La libertad que vino a traer Jesús es una libertad integral. La espiritual compensa totalmente. Pero la obra de Cristo debe seguir la ruta que Él mismo quiso darle. Por eso, los esfuerzos por la libertad de los oprimidos y de los cautivos, y de todas las opresiones y cautividades imaginables, es obra de Cristo y por ende de los cristianos. No podrá haber jamás satisfacción plena en el que es libre espiritualmente cuando percibe a su alrededor la perseverante esclavitud a la que se somete a los hermanos, por ellos mismos o por pretensiones de otros, sean de poder, políticas, militares, ideológicas, pasionales, instintivas...
Cristo abrió los oídos y liberó la lengua del sordomudo. Para que escuchara y para que luego pudiera hablar. Es la libertad que nos da a todos. Nos abre los oídos para que podamos escuchar e impregnarnos de la Verdad y nos suelta la lengua para que podamos ser sus proclamadores. Nadie puede pretender negarnos ni restringirnos en esa libertad que nos da el mismo Jesús. Se equivoca de plano quien pretende suprimir una libertad tan sagrada que nos regala el mismo Cristo. La libertad integral es un regalo de Dios al hombre y nadie está por encima de ella. Quien se quiera erigir en un dios que intente restringir libertades sagradas, se une a la obra diabólica que hizo caer al hombre en el abismo. Y los hombres, en atención al origen de este don, tenemos pleno derecho de defender nuestra libertad y nuestras libertades. Es un deber sagrado.
No podemos quedarnos de brazos cruzados y asistir pasivamente a las pretensiones de esclavizarnos. Si es a nosotros, debemos usar todas las formas lícitas al alcance para defendernos. Y si es al colectivo, a los demás, a nuestros hermanos, debemos entender que defenderlos es nuestra responsabilidad, pues jamás seremos totalmente libres si un solo hermano ha sido esclavizado. Misteriosamente formamos una sola realidad, somos miembros del mismo cuerpo de la Iglesia. Y si uno de los miembros es esclavizado, lamentablemente lo somos todos. Suprimir la libertad de uno es suprimir la libertad de todos. Nunca pensemos que podemos ser libres cuando uno solo de los nuestros es herido en su libertad...
jueves, 13 de febrero de 2014
Sé humilde y Dios se pondrá a tu favor
La humildad desarma a Dios. Son miles los testimonios que podemos encontrar en las Escrituras de personajes que se colocaron ante Dios con la mayor humildad, que aceptaron sus designios sin chistar, que imploraron ante Él algún favor, y, finalmente, de alguna manera, lograron que Dios se colocara "a su favor", pues le cerraban, con esa humildad, cualquier otra salida. Por el contrario, son también muchos los casos en los que los hombres, soberbios y engreídos, pusieron a Dios al margen de sus vidas, o quisieron "dominarlo" y lo único que lograron fue atraer la desgracia a sus vidas.
Prácticamente desde el inicio de la historia de la salvación podemos encontrar testimonios que sustentan lo que decimos. La soberbia de Adán y Eva, queriendo "ser como dioses", atrajo la peor de las desgracias para toda la humanidad. Dañaron la relación de ellos con Dios, y fueron más allá con su perjuicio, pues desde ese momento dañaron la relación de toda la humanidad con Dios. Nos marcaron a todos con su soberbia. Desde la rebeldía de Adán y Eva, la semilla de la soberbia se quedó incrustada en nuestra naturaleza. Por eso resalta tanto el que algún hombre o mujer pueda colocarse ante Dios en una actitud absolutamente contraria, con la humildad, que es la única llave que abre la puerta para entrar en la relación filial y amorosa con nuestro Dios.
Así, podemos encontrar a un Abraham que, sin mayores noticias previas de Dios, escucha su voz con plena aceptación y cumple al pie de la letra aquello que Éste le pide. Nunca consideró Abraham oponerse, ni por conveniencia ni por desconocimiento (totalmente cierto) de Aquél cuya voz escuchaba. Encontramos a un José que es vendido por sus hermanos como esclavo y llega a Egipto desde donde servirá de salvación para su familia que moría de hambre en el desierto... Encontramos a un Moisés, junto a un Aarón, que se dejan llevar por el poder de Dios, a pesar de saberse totalmente limitados, para cumplir la mayor gesta liberadora de Dios en favor del pueblo de Israel en contra del poderoso imperio egipcio. Encontramos a unos profetas que en ningún caso consideraron ajustada la elección de Dios sobre ellos, sino que pusieron ante Él infinidad de excusas para tratar de convencerlo del error que cometía al elegirlos: "Soy apenas un niño", "No sé hablar", "Soy un hombre de labios impuros", "Pertenezco a la familia más despreciada de Israel"... Paradójicamente, la humildad fue la puerta de entrada para la elección de Dios y lo que lo confirmó aún más en la idea de estar en lo correcto...
La Virgen María es el ejemplo más claro de humildad: "Ha mirado la humildad de su sierva", le dice al Ángel Gabriel, y se coloca en las manos de Dios: "Aquí está la esclava del Señor. Que se cumpla en mí según tu palabra". Y eso sirvió para la entrada del mismísimo Dios en el mundo, para iniciar el rescate definitivo de la amistad perdida. Luego, encontramos al Bautista: "Detrás de mí viene uno que es más grande que yo, a quien no soy digno ni siquiera de desatarle las sandalias... Es necesario que Él crezca y que yo disminuya". Y Pedro: "Apártate de mí, que soy un pecador". Y el leproso: "Si quieres, puedes limpiarme"... Y la sirofenicia: "También los perros comen de las migajas que caen de la mesa del amo"... Es la tecla que hace que Dios no tenga otra opción. Jesús le dice a la mujer: "Anda, vete, que, por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija"... Dios queda desarmado con la humildad de sus hijos...
¿Y qué hace falta para llegar a este punto? ¿Cómo estos personajes lograron esta humildad que desarmó a Dios y le arrancó el favor que necesitaban? En primer lugar, estaban convencidos del amor de Dios por ellos. Difícilmente se puede uno confiar en alguien que no sabe que lo ama. Para ellos estaba claro que Dios sólo busca el bien del hombre, y que si pide algo jamás será para perjuicio del hombre. Dios es amor, y el amor siempre actúa para el bien. Y si pide algo es porque sabe que es lo mejor para el hombre, porque lo ama. En segundo lugar, tenían la firme convicción de que Dios lo puede todo, pues es infinitamente poderoso. Él es la causa de todo lo que existe y nada pasa sin su consentimiento ni sin su acción directa. Quien se acerca a Dios y a Jesús a pedirle un favor, sabe bien que Él puede hacerlo y por eso se lo solicitan. El poder de Dios está claro para ellos. En tercer lugar, mantienen una confianza absoluta en el Dios que lo puede todo. Por eso, no sólo solicitan el favor, sino que se abandonan a su voluntad que lo concederá sólo si sabe que es lo más conveniente para quien lo pide. La clave está en las palabras que dice el leproso: "Si quieres..." No se trata de someter a Dios a una especie de "presión personal" para que se sienta constreñido a conceder lo que se le pide, sino de estar uno mismo sometido a la confianza de que Dios sabe si es lo más conveniente y cuál es el momento ideal para concederlo...
En definitiva, la humildad es la fuerza más poderosa de quien se acerca a Dios. Cuando somos humildes Dios "baja toda la guardia" y abre las puertas de su corazón al hombre, particularmente al más necesitado. Sólo es necesario saberse amados, tener pleno convencimiento de su poder, y saber que Dios actuará sólo si lo considera conveniente y en el momento en que lo crea conveniente...
Prácticamente desde el inicio de la historia de la salvación podemos encontrar testimonios que sustentan lo que decimos. La soberbia de Adán y Eva, queriendo "ser como dioses", atrajo la peor de las desgracias para toda la humanidad. Dañaron la relación de ellos con Dios, y fueron más allá con su perjuicio, pues desde ese momento dañaron la relación de toda la humanidad con Dios. Nos marcaron a todos con su soberbia. Desde la rebeldía de Adán y Eva, la semilla de la soberbia se quedó incrustada en nuestra naturaleza. Por eso resalta tanto el que algún hombre o mujer pueda colocarse ante Dios en una actitud absolutamente contraria, con la humildad, que es la única llave que abre la puerta para entrar en la relación filial y amorosa con nuestro Dios.
Así, podemos encontrar a un Abraham que, sin mayores noticias previas de Dios, escucha su voz con plena aceptación y cumple al pie de la letra aquello que Éste le pide. Nunca consideró Abraham oponerse, ni por conveniencia ni por desconocimiento (totalmente cierto) de Aquél cuya voz escuchaba. Encontramos a un José que es vendido por sus hermanos como esclavo y llega a Egipto desde donde servirá de salvación para su familia que moría de hambre en el desierto... Encontramos a un Moisés, junto a un Aarón, que se dejan llevar por el poder de Dios, a pesar de saberse totalmente limitados, para cumplir la mayor gesta liberadora de Dios en favor del pueblo de Israel en contra del poderoso imperio egipcio. Encontramos a unos profetas que en ningún caso consideraron ajustada la elección de Dios sobre ellos, sino que pusieron ante Él infinidad de excusas para tratar de convencerlo del error que cometía al elegirlos: "Soy apenas un niño", "No sé hablar", "Soy un hombre de labios impuros", "Pertenezco a la familia más despreciada de Israel"... Paradójicamente, la humildad fue la puerta de entrada para la elección de Dios y lo que lo confirmó aún más en la idea de estar en lo correcto...
La Virgen María es el ejemplo más claro de humildad: "Ha mirado la humildad de su sierva", le dice al Ángel Gabriel, y se coloca en las manos de Dios: "Aquí está la esclava del Señor. Que se cumpla en mí según tu palabra". Y eso sirvió para la entrada del mismísimo Dios en el mundo, para iniciar el rescate definitivo de la amistad perdida. Luego, encontramos al Bautista: "Detrás de mí viene uno que es más grande que yo, a quien no soy digno ni siquiera de desatarle las sandalias... Es necesario que Él crezca y que yo disminuya". Y Pedro: "Apártate de mí, que soy un pecador". Y el leproso: "Si quieres, puedes limpiarme"... Y la sirofenicia: "También los perros comen de las migajas que caen de la mesa del amo"... Es la tecla que hace que Dios no tenga otra opción. Jesús le dice a la mujer: "Anda, vete, que, por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija"... Dios queda desarmado con la humildad de sus hijos...
¿Y qué hace falta para llegar a este punto? ¿Cómo estos personajes lograron esta humildad que desarmó a Dios y le arrancó el favor que necesitaban? En primer lugar, estaban convencidos del amor de Dios por ellos. Difícilmente se puede uno confiar en alguien que no sabe que lo ama. Para ellos estaba claro que Dios sólo busca el bien del hombre, y que si pide algo jamás será para perjuicio del hombre. Dios es amor, y el amor siempre actúa para el bien. Y si pide algo es porque sabe que es lo mejor para el hombre, porque lo ama. En segundo lugar, tenían la firme convicción de que Dios lo puede todo, pues es infinitamente poderoso. Él es la causa de todo lo que existe y nada pasa sin su consentimiento ni sin su acción directa. Quien se acerca a Dios y a Jesús a pedirle un favor, sabe bien que Él puede hacerlo y por eso se lo solicitan. El poder de Dios está claro para ellos. En tercer lugar, mantienen una confianza absoluta en el Dios que lo puede todo. Por eso, no sólo solicitan el favor, sino que se abandonan a su voluntad que lo concederá sólo si sabe que es lo más conveniente para quien lo pide. La clave está en las palabras que dice el leproso: "Si quieres..." No se trata de someter a Dios a una especie de "presión personal" para que se sienta constreñido a conceder lo que se le pide, sino de estar uno mismo sometido a la confianza de que Dios sabe si es lo más conveniente y cuál es el momento ideal para concederlo...
En definitiva, la humildad es la fuerza más poderosa de quien se acerca a Dios. Cuando somos humildes Dios "baja toda la guardia" y abre las puertas de su corazón al hombre, particularmente al más necesitado. Sólo es necesario saberse amados, tener pleno convencimiento de su poder, y saber que Dios actuará sólo si lo considera conveniente y en el momento en que lo crea conveniente...
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