Jesús nos libera de todas nuestras ataduras. De aquellas que nos colocamos nosotros mismos y de aquellas que pretenden imponernos desde fuera. El anuncio que hace Isaías, unos 400 años antes de Jesús, sobre la futura figura del Mesías Redentor, es la de un liberador: "El espíritu del Señor está sobre mí... Me ha enviado a proclamar la liberación de los cautivos y dar vista a los ciegos, a libertar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor". La obra de Cristo es, entonces, liberadora, en el sentido de que se encarga de romper todas las cadenas que nos oprimen y nos regala de nuevo el don más preciado con el que fuimos creados: La libertad...
Esta libertad no debemos entenderla sólo en el sentido espiritual, aunque tiene su acento en él. En efecto, la peor de las cadenas que nos oprimen y que nos hemos colocado nosotros mismos, es la del pecado. Es terrible pensar que el espíritu del hombre, desde que éste pecó, se encuentra en una situación de esclavitud y de encadenamiento indignante. Ese espíritu que fue creado con la condición absoluta de libertad por la cual podría grácilmente entrar en contacto con las realidades más elevadas, las divinas, se vio constreñido, desde que cayó en la desgracia del pecado, a vivir en una prisión oscura y mortal, que le impedía bañarse de la luz de la gloria divina, en la cual debía haber vivido naturalmente. El pecado ensombreció totalmente sus rincones y le impidió elevarse a las alturas a las que estaba destinado. La belleza se convirtió en la fealdad más horrible y repugnante. La frescura se transformó en moho envejecido y maloliente. El mismo hombre se rebajó a profundidades impensables, a las cuales jamás estuvo destinado. Por ello surgió en el hombre la añoranza de una vida distinta. El hombre sabía que ese no podría ser su destino, y comenzó a vivir en el anhelo del cambio, de la liberación, de la redención...
Y este anhelo del hombre se unió al anhelo del mismo Dios Creador. También Dios anhela que el hombre esté en la situación de dignidad para la cual lo había creado. Y no se quedó de brazos cruzados. Los sueños del hombre coincidieron con los de Dios. Ambos, Dios y hombre, hicieron su parte para ese rescate. Dios envió al Mesías para la liberación y el hombre anhelante abrió su corazón para dejarse rescatar... Es la libertad añorada y soñada, anhelada y elevada, en la cual debía vivir el hombre y cuya falta hacía que de ninguna manera se encontrara cómodo en la vida. La obra de Jesús es obra de liberación y de elevación de lo que estaba esclavizado y caído. Es obra que coloca de nuevo al hombre en el sitial que le correspondía y del cual jamás debió haber salido. Cuando se comprende esto y se deja a Jesús actuar, se da la plena satisfacción, la plena compensación, pues se está en la única condición en la que se da la plenitud. No existe otra posibilidad para el hombre. No hay camino para obtener una plenitud superior.
Esta marca del espíritu humano da una coloración similar a toda la realidad humana. La libertad espiritual da la pauta para la libertad en todos los órdenes para la vida del hombre. Aun cuando la libertad del espíritu es la que da la única plenitud absoluta posible, de alguna manera permea a toda la realidad también corporal del hombre. La añoranza de libertad como signo identificador de la vida humana, trashuma hacia el deseo de libertad social, material, comunitaria... Es cierto que quien es libre en su espíritu no sentirá jamás el peso de las cadenas físicas que se le puedan imponer. Pero es también cierto que la experiencia de la libertad espiritual impulsa y alimenta el deseo de la libertad en los demás órdenes de la vida.
La libertad que vino a traer Jesús es una libertad integral. La espiritual compensa totalmente. Pero la obra de Cristo debe seguir la ruta que Él mismo quiso darle. Por eso, los esfuerzos por la libertad de los oprimidos y de los cautivos, y de todas las opresiones y cautividades imaginables, es obra de Cristo y por ende de los cristianos. No podrá haber jamás satisfacción plena en el que es libre espiritualmente cuando percibe a su alrededor la perseverante esclavitud a la que se somete a los hermanos, por ellos mismos o por pretensiones de otros, sean de poder, políticas, militares, ideológicas, pasionales, instintivas...
Cristo abrió los oídos y liberó la lengua del sordomudo. Para que escuchara y para que luego pudiera hablar. Es la libertad que nos da a todos. Nos abre los oídos para que podamos escuchar e impregnarnos de la Verdad y nos suelta la lengua para que podamos ser sus proclamadores. Nadie puede pretender negarnos ni restringirnos en esa libertad que nos da el mismo Jesús. Se equivoca de plano quien pretende suprimir una libertad tan sagrada que nos regala el mismo Cristo. La libertad integral es un regalo de Dios al hombre y nadie está por encima de ella. Quien se quiera erigir en un dios que intente restringir libertades sagradas, se une a la obra diabólica que hizo caer al hombre en el abismo. Y los hombres, en atención al origen de este don, tenemos pleno derecho de defender nuestra libertad y nuestras libertades. Es un deber sagrado.
No podemos quedarnos de brazos cruzados y asistir pasivamente a las pretensiones de esclavizarnos. Si es a nosotros, debemos usar todas las formas lícitas al alcance para defendernos. Y si es al colectivo, a los demás, a nuestros hermanos, debemos entender que defenderlos es nuestra responsabilidad, pues jamás seremos totalmente libres si un solo hermano ha sido esclavizado. Misteriosamente formamos una sola realidad, somos miembros del mismo cuerpo de la Iglesia. Y si uno de los miembros es esclavizado, lamentablemente lo somos todos. Suprimir la libertad de uno es suprimir la libertad de todos. Nunca pensemos que podemos ser libres cuando uno solo de los nuestros es herido en su libertad...
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