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sábado, 22 de mayo de 2021

Sigamos a Jesús dejándonos llenar de la libertad que nos da el amor

 A ti qué? Tú sígueme - ReL

No se le pueden poner límites a la acción del Espíritu Santo. Fue la experiencia que vivió cada uno de los enviados al mundo a anunciar la buena nueva de la salvación. El Espíritu es sutil, se mueve con toda libertad. Como el viento, sopla donde quiere. Es el Enviado por el Padre y el Hijo para ser el alma de la Iglesia, aquella comunidad de salvados que fue la encargada de buscar la integración de todos los hombres a esa salvación que cada uno de los que se iban agregando, recibían, vivían y procuraban para todos los hermanos. Su tarea es la de completar la obra de extensión del rescate que había logrado Jesús con su gesta maravillosa de entrega a la muerte y de resurrección, venciendo así a la misma muerte y al pecado, que acechaban a la humanidad. La fuerza y el poder de un solo hombre, en el que habitaba Dios, Jesús de Nazaret, fue suficiente para alcanzar la victoria más estruendosa sobre el mal en el mundo. Y, en atención a toda la humanidad, que se extendía por todo el mundo y por todo el tiempo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad es encomendada de la obra de consolidación de la salvación alcanzada por Jesús en cada hombre, haciendo además que aun aquellos que físicamente no habían estado en contacto con Él, sí lo estuvieran en el amor y en la esperanza. La obra redentora no era exclusiva para los coterráneos o contemporáneos del Salvador, sino que, por la acción del Espíritu que tomaba el mando de esta nueva etapa de la historia de la salvación, se iba a extender por todo el universo conocido. Los avatares por los que transcurre la vida de aquella primitiva comunidad de salvados, confirman que los caminos los va marcando ese Espíritu, que no podía ser limitado y que hacía gala de su absoluta libertad. Él inspiraba lo que había que hacer, susurraba al oído lo que había que decir, indicaba las rutas que había que recorrer, fortalecía a los discípulos en la debilidad, daba valentía a los que sufrían la tentación de abandonar, movía los corazones de los oyentes. Quienes se ponían en sus manos, sabiendo que era el Enviado del Padre y del Hijo, y confiaban radicalmente en la promesa de que sería el Paráclito, es decir, el inspirador y defensor principal de la Iglesia, jamás quedaron defraudados. Aquellos primeros gloriosos días de la Iglesia fueron de acción clara y evidente del Espíritu de Dios, don de amor al mundo y a la Iglesia. Porque cada enviado se confiaba radicalmente en su amor y en su acción, la Iglesia pudo llegar a donde llegó. "Somos de ayer y lo llenamos todo", decían entusiasmados los primeros cristianos, apenas unos años después del inicio de la gesta evangelizadora. Hoy nos falta esta convicción y esta confianza radical de aquellos cristianos. Estamos demasiado pagados de nosotros mismos y nos dejamos dominar fácilmente por la desesperanza. Necesitamos cristianos convencidos y abandonados en Dios, para lograr seguir conquistando el mundo para Jesús.

Un testimonio fehaciente de esto es San Pablo. Desde que fue elegido por el Señor para ser su apóstol entre los gentiles, y desde que libremente decidió ponerse radicalmente al servicio de la gesta salvadora de la humanidad, asumió con todas las consecuencias su tarea. Dejó de vivir para sí mismo y empezó a vivir solo para Jesús: "Y aún más, yo estimo como pérdida todas las cosas en vista del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor, por quien lo he perdido todo, y lo considero como basura a fin de ganar a Cristo". Su decisión vital fue vivir solo para Jesús, valorando al máximo el tesoro de su amor y de su salvación. Por ello, se puso dócilmente en las manos del Espíritu, y se dejó conducir libremente por Él: "Cuando llegamos a Roma, le permitieron a Pablo vivir por su cuenta en una casa, con el soldado que lo vigilaba. Tres días después, convocó a los judíos principales y, cuando se reunieron, les dijo: 'Yo, hermanos, sin haber hecho nada contra el pueblo ni las tradiciones de nuestros padres, fui entregado en Jerusalén como prisionero en manos de los romanos. Me interrogaron y querían ponerme en libertad, porque no encontraban nada que mereciera la muerte; pero, como los judíos se oponían, me vi obligado a apelar al César; aunque no es que tenga intención de acusar a mi pueblo. Por este motivo, pues, los he llamado para verlos y hablar con ustedes; pues por causa de la esperanza de Israel llevo encima estas cadenas'. Permaneció allí un bienio completo en una casa alquilada, recibiendo a todos los que acudían a verlo, predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos". Pablo era libre, aun en la cárcel. Su libertad no era la de la ausencia de cadenas, sino la del amor infundido por el Espíritu que guiaba su vida.

Lo importante para el discípulo de Cristo es el abandono en su amor, decidido libremente. La libertad que da ese amor está por encima de toda otra consideración. Y es consolidada por la obra del Espíritu que es el compañero de camino y el inspirador de la entrega confiada a Dios. Así lo dio a entender Jesús a Pedro en la conversación final que sostuvieron ambos antes de la Ascensión. La entrega a la obra de salvación del mundo debe ser asumida con plena libertad, la libertad de los hijos de Dios, la que es hecha sólida en la libertad del Espíritu, que Él hace patrimonio de todos los seguidores del Señor. Por ello, Jesús sentencia esa libertad del discípulo como una prerrogativa característica de quien quiera serlo de verdad. La invitación final que hace a Pedro es la misma invitación que nos hace a cada cristiano que lo quiera ser de verdad: "En aquel tiempo, Pedro, volviéndose, vio que los seguía el discípulo a quien Jesús amaba, el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: 'Señor, ¿quién es el que te va a entregar?' Al verlo, Pedro dice a Jesús: 'Señor, y éste, ¿qué?' Jesús le contesta: 'Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme.' Entonces se empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: 'Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?' Este es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero". Lo esencial es el seguimiento de Jesús, dejarse arrebatar por su amor, el deseo de ser salvado y conducido a la meta de la plenitud de la felicidad eterna, dejarse llenar de su Espíritu para embarcarse en la aventura totalizante del amor, que buscará no solo vivirlo más conscientemente sino hacerlo vivencia común a todos. En el "Tú, sígueme", de Jesús a Pedro está la confirmación de la confesión de amor más grande de Cristo, realizada desde la Cruz. Ha muerto y ha resucitado, en la demostración más clara de su amor, para que al final nosotros nos decidamos a seguirlo, hasta llegar a vivir eternamente en su amor infinito.

jueves, 6 de mayo de 2021

Solo seremos auténticos hombres siendo hombres libres

 Parroquia Inmaculada a Twitter: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus  discípulos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi  amor." #EvangelioDelDia… https://t.co/S8Wkeo1VXP"

La libertad que produce Jesús en la persona humana es uno de los tesoros más valiosos entre los que nos ha legado el Señor. La marca del pecado es la esclavitud, pues arrebata al hombre la capacidad de acercarse a Dios con confianza desde el amor y lo encadena a sí mismo o a los ídolos que se haya construido, buscando una satisfacción que jamás encontrará allí, pues el mismo Dios creador ha puesto en el hombre la semilla de la añoranza de trascendencia que solo puede ser satisfecha con aquello que nunca pasará, que es Él mismo, y nunca lo será con las cosas pasajeras y temporales, ni siquiera sirviéndose a sí mismo. La esclavitud incapacita para tomar decisiones en favor del bien, oscurece el panorama de la eternidad pues impide elevar la mirada a lo trascendente. Quien se empeña en atarse a lo inmanente frustra en sí mismo la búsqueda de aquello único que lo hace elevarse, despegándose de su limitada realidad, que es en definitiva el objetivo que persigue Dios para el hombre, al ofrecerle la plenitud. Ella será lograda solo siguiendo la ruta propuesta por el Dios del amor. Se trata de que el hombre sea capaz de romper las cadenas que lo esclavizan, se haga dueño de sí mismo, y de que, siendo poseedor absoluto de su propio ser, decida ponerlo en las manos del amor, donde alcanzará su mayor elevación y donde se hará absolutamente libre, pues ha llegado al lugar de la felicidad y de la paz duraderas. Los hombres hemos sido creados para la libertad, y la obra de rescate que Jesús ha llevado a cabo apunta a la rotura total de nuestras cadenas. Si el pecado se empeña en mantenernos atados, la obra de la Gracia divina es deshacer esas cadenas y elevarnos, alcanzando de nuevo la libertad originaria. Por ello, la vida de todo cristiano debe ser un reflejo de esa libertad, don que nos eleva a la condición del mismo Dios, el verdaderamente libre. Es libertad para el bien, como es la libertad de Dios. Él, siendo el ser más libre que existe, nunca usa la libertad para el mal o para imponer sus criterios, sino que usa su libertad buscando siempre el bien y respetando la libertad de todos. No hay formulismos, normas, imposiciones, obligaciones, que estén por encima de la libertad que da el amor.

Por ello, al comprender lo que es ser libre en el Señor, los primeros discípulos, al encontrarse con un conflicto interno en la comprensión de la ley y de las tradiciones hebreas, apelaron a la correcta comprensión de la libertad. Por un lado, acertaron al reconocer que Dios es absolutamente libre. El Espíritu Santo sopla donde quiere, pues no está conminado a nada. Y esa misma libertad la transmitía a quienes se pusieran a su disposición como alma de la Iglesia. No tenía límites esa libertad del amor y por ello se manifestaba como el viento, llegando hasta donde la libertad los lanzaba. Él era el que dirigía los pasos de aquella Iglesia que nacía, y hacía que las obras que realizaban todos fueran las obras del amor y produjeran la sensación de libertad que llenaba a todos de alegría. Era el don de Dios que disfrutaban al máximo: "Después de una fuerte discusión, se levantó Pedro y dijo a los apóstoles y a los presbíteros: 'Hermanos, ustedes saben que, desde los primeros días, Dios me escogió entre ustedes para que los gentiles oyeran de mi boca la palabra del Evangelio, y creyeran. Y Dios, que penetra los corazones, ha dado testimonio a favor de ellos dándoles el Espíritu Santo igual que a nosotros. No hizo distinción entre ellos y nosotros, pues ha purificado sus corazones con la fe. ¿Por qué, pues ahora intentan tentar a Dios, queriendo poner sobre el cuello de esos discípulos un yugo que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar? No; creemos que lo mismo ellos que nosotros nos salvamos por la gracia del Señor Jesús". Basta dejarse bañar por la gracia de Cristo para ser salvados y vivir según lo que esa gracia exige. No hay más. Basta cumplir con requerimientos mínimos para vivir en la libertad de los hijos de Dios: "Santiago tomó la palabra y dijo: ... A mi parecer, no hay que molestar a los gentiles que se convierten a Dios; basta escribirles que se abstengan de la contaminación de los ídolos, de las uniones ilegítimas, de animales estrangulados y de la sangre. Porque desde tiempos antiguos Moisés tiene en cada ciudad quienes lo predican, ya que es leído cada sábado en las sinagogas". Imperó el respeto a la libertad del Espíritu Santo en su acción y la que quería el Espíritu que viviera cada uno de los convertidos a Jesús.

Esa libertad, siendo don valioso de Dios a los hombres, es el fruto de la liberación de la esclavitud del pecado que logra Jesús con su obra redentora. No quiere decir que a partir de ese momento el hombre puede hacer lo que le venga en gana. No es esa la verdadera libertad, sino aquella que surge del corazón liberado del pecado que busca siempre el bien. No se es libre para hacer lo que nos viene en gana, sino para hacer el bien, porque nos viene en gana. Nada nos impele al mal, solo una voluntad desencaminada víctima del imperio del mal, de la oscuridad y de la muerte. Solo el hombre libre puede vivir realmente en el amor. "Para vivir en libertad nos liberó Cristo", nos enseña San Pablo. Es tarea del hombre libre defender su libertad. Y para ello, tiene el mejor aliado, que es el mismo Jesús liberador, que enriquece con el tesoro del amor, que es el que nos hace totalmente libres: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'Como el Padre me ha amado, así les he amado yo; permanezcan en mi amor. Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he hablado de esto para que mi alegría esté en ustedes, y su alegría llegue a plenitud". Esta libertad está en el culmen de los tesoros que Dios nos dona a los hombres, pues es el signo evidente de la experiencia personal del amor. Solo el amor nos hace libres. Cualquier otro sentimiento opuesto, nos esclaviza. Debe ser, de esa manera, un tesoro que nos enriquece personalmente, pero que es a la vez patrimonio de todos, pues la verdadera libertad y el verdadero amor serán auténticos y plenos solo en la ocasión de que sean compartidos con los demás. No vivimos ni la libertad ni el amor para nosotros solos, sino para convivirlos con nuestros hermanos.

jueves, 18 de febrero de 2021

Lo que Jesús ofrece es mucho mejor que lo que tenemos

 Resultado de imagen para El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día

La ruta de la salvación es única. Solo quien se rinde al amor de Dios, quien se mantiene unido a su origen, quien cumple la voluntad del Señor, quien se esfuerza por vivir la fraternidad deseada por Dios para la humanidad, puede avanzar sólidamente por ella. Quien así actúa se ha convencido de que esa es la verdadera ruta de la felicidad y que cualquier otro camino es errado pues lo conducirá al alejamiento del amor, al egoísmo, al individualismo, a la pretensión absurda de creerse autosuficiente, de no necesitar de nada de lo que el Creador ha puesto en sus manos. No se trata de una anulación del propio ser, sino al contrario, de su exaltación, por cuanto es avanzar por el camino para llegar a la meta final, a la de la plenitud, a la de la felicidad que nunca se acabará. Dios no cancela la libertad del hombre. Tampoco el hombre se debe sentir constreñido a dejarla a un lado. Se trata más bien de procurar alcanzar la mejor manera de hacer uso de esa libertad donada, por cuanto es la que hará que se ascienda hacia lo que se debe ser. La verdadera libertad no busca nunca hacer que el hombre deje de ser lo que es, sino por el contrario, es la que impulsa a poner el mejor esfuerzo para ser lo que se debe ser. Y los hombres hemos sido hechos libres para esforzarnos, desde esa libertad que se nos ha donado, a ser auténticos hijos de Dios y verdaderos hermanos entre nosotros. Cuando no usamos así de la libertad, le estamos poniendo las cadenas que la anulan y la hacen convertirse en rémora dañina para nuestra vida. El respeto reverencial de Dios por esa libertad que le ha regalado al hombre es el que lo hace proponer y no imponer. Es desde esa libertad desde la que el hombre decidirá seguir o no al Señor. Más aún, Dios espera que la respuesta del hombre sea hecha desde esa misma libertad. Una respuesta que no sea libre no tiene sentido para Dios. La esclavitud, es decir, no dejarse llevar por la libertad, no tiene sentido en la mente de Dios que quiere al hombre suyo desde su decisión libre de toda coacción.

Desde el mismo principio de su existencia como pueblo, Israel recibió de Dios la propuesta de seguimiento. De ninguna manera era una imposición autoritaria, pues Dios no quería borregos a su lado. Quería hombres y mujeres que entregaran su corazón a su amor, convencidos que Él era el único Dios, el Creador, el Providente, quien los sostenía y los impulsaba para que avanzaran por el camino hacia la tierra prometida. Llegar a esa tierra y disfrutarla es el signo de lo que sucederá al final de los tiempos. La peregrinación del hombre que recibe y acepta la invitación de Dios a seguir avanzando con Él es el signo de la vida de cada hombre que valora esa plenitud final como lo más añorado. Por eso, en busca del compromiso de quien acepte su invitación, a través de Moisés, Dios les transmite su propuesta y su voluntad: "Mira: hoy pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Pues yo te mando hoy amar al Señor, tu Dios, seguir sus caminos, observar sus preceptos, mandatos y decretos, y así vivirás y crecerás y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde vas a entrar para poseerla. Pero, si tu corazón se aparta y no escuchas, si te dejas arrastrar y te postras ante otros dioses y les sirves, yo les declaro hoy que morirán sin remedio; no durarán mucho en la tierra adonde tú vas a entrar para tomarla en posesión una vez pasado el Jordán. Hoy cito como testigos contra ustedes al cielo y a la tierra. Pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, para que vivan tú y tu descendencia, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz, adhiriéndote a Él, pues Él es tu vida y tus muchos años en la tierra que juró dar a tus padres, Abrahán, Isaac y Jacob". La propuesta es clara. Decidirse a seguir al Señor es la verdadera vida. Decidirse por no seguirlo acarrea la muerte. Pero si nos decidimos a seguirlo, asumimos el compromiso de ser fieles en ese caminar. Es un camino que se debe asumir con responsabilidad.

Si llegamos a valorar bien la propuesta de Dios y nos decidimos a aceptarla, debemos poner en la balanza los valores que vivimos para decidirnos por los mejores. Puede ser que nosotros valoremos en gran medida muchas de las cosas que tenemos y disfrutamos, pero que algunas de ellas no sean buenas para avanzar por el camino de avance en el seguimiento del Señor, y que, por el contrario, en ocasiones se conviertan en rémoras que nos impidan avanzar o que nos hagan el camino más pesado. Por ello, al colocarlas en la balanza debemos saber valorar lo que debemos conservar y lo que debemos dejar a un lado para que no estorbe. El camino de seguimiento y de fidelidad a Dios es un camino atractivo que nos hace ver qué es lo mejor para poder avanzar expeditos. Y si lo que nosotros tenemos en nuestra vida, aun siendo bueno, debe ser dejado a un lado para avanzar más cómodamente, no deberíamos dudar en hacerlo. Más aún si es algo dañino que nos puede desviar del camino y hacernos perder. Dios nos quiere suyos con todo lo que somos y tenemos. Pero nos quiere suyos sin los estorbos que pueden hacer que su presencia en nuestras vidas sea incómoda. Se trata de ser nosotros mismos hasta las últimas consecuencias, valorando correctamente lo que sirve para una mejor unión con Dios, y desechando lo que puede poner en riesgo nuestro camino de fidelidad: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día'. Entonces decía a todos: 'Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?'" Si colocamos en la balanza lo que somos y lo que Jesús nos ofrece ser, nos percataremos de que lo que Jesús nos pone en la perspectiva es, con mucho, lo mejor, pues implica avanzar por el camino que nos hará llegar a la plenitud del amor y la felicidad en Dios y en la eternidad de su gloria.

miércoles, 10 de febrero de 2021

El amor y la docilidad son los signos del discípulo de Jesús

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Dos cosas rigen la vida humana, que son las que le dan forma y materia a lo que cada hombre vive. Desde el mismo principio de la existencia del hombre estas dos realidades establecen el itinerario de todo lo que vivirá cada uno. Ellas son el amor y la ley. La vida ha surgido de la voluntad expresa del Creador que, sin una motivación distinta a la de su propio amor, que quiso expresar hacia fuera de sí en la existencia de todo lo que no es Él, colocando al hombre en medio de todas sus complacencias, tuvo como motor de esa acción creadora su amor infinito, queriendo derramar ese amor sobre esa criatura a la que puso en medio de todo como único beneficiario. En el segundo relato de la creación que aparece en el libro del Génesis, claramente surgido de una mano distinta a la que escribió el primer relato, se nos presenta a Dios como el alfarero del hombre. Toma barro, y de esa materia noble preexistente, modela al hombre y lo hace nueva criatura. Dios se convierte en obrero en la existencia de la humanidad. Todo lo demás Dios lo ha hecho surgir de la nada. El hombre surge de la materia que ya el mismo Dios había creado con anterioridad. La superioridad del hombre es evidente. La materia noble es la materia prima para su construcción. Pero existe un añadido que lo hace aún más alto. Dios sopla en las narices del hombre el aliento de vida, que es en definitiva lo que lo hace existir. Lo que había antes de este gesto divino es solo materia noble. Después de este gesto del Señor existe propiamente el hombre. El aliento que le da Dios es lo que lo hace existir como hombre. Es su misma vida divina la que Dios "comparte" con el hombre, haciéndolo casi como una extensión de sí mismo. Dios no solo lo hace existir, sino que le da su propia vida, anunciando con ello que la vida del hombre, habiendo surgido de Él, solo se mantendrá como tal si éste se mantiene unido vitalmente a Él.

Esta condición queda clara cuando Dios, habiendo creado al hombre y habiéndole regalado su propia vida, le entrega absolutamente todo lo creado y lo coloca en sus manos, bajo una única exigencia: el respeto a una norma mínima que de ninguna manera reduce su libertad, sino que la enaltece. El hombre tiene libertad absoluta para vivir, disfrutando de todo lo que el Creador pone en sus manos. Y será también plenamente libre aceptando la única condición que pone Dios y que será signo del reconocimiento humano de la dependencia total de su existencia del amor de Dios y de la providencia infinita que usará siempre con él procurándole eternamente todo lo que necesite para subsistir. La capacidad de elección es la muestra de esa libertad que ha recibido como don. El amor es el origen de la existencia humana. Y ese amor tendrá la respuesta también humana desde un corazón que se entrega totalmente y con absoluta libertad, aceptando la superioridad dulce y suave de ese Dios que lo ama. De allí la única condición, que no es una demostración de autoritarismo, que sería absurdo en el Dios del amor, sino en una solicitud a ese hombre libre que acaba de crear, de mantenerse siempre bajo su designio, cumpliendo su voluntad y viviendo desde su amor, en muestra clara del reconocimiento de que Él es su origen, de que vive de su amor y de que su vida de plenitud depende de que se mantenga siempre en una unión vital con su Creador: "El Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo. Luego el Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia Oriente, y colocó en él al hombre que había modelado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer; además, el árbol de la vida en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y el mal. El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y lo cultivara. El Señor Dios dio este mandato al hombre: 'Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir'". La vida del hombre está conectada a Dios desde su origen, surge de su amor, y se mantiene únicamente en esa misma experiencia vital del amor.

Por eso nada de lo que pone Dios en las manos del hombre puede ser malo. Dios mismo es la fuente del bien, por lo cual nada de lo que existe y que ha surgido de su mano amorosa puede ser malo. Jesús deja muy clara la bondad natural de todo lo creado. Y afirma claramente que el mal surge del mismo hombre, cuando en su libertad se decide por "comer del árbol del bien y del mal". Es la caída en el engaño horroroso del demonio, que así quiso ganarlo para sí, obnubilándolo con promesas de superioridad que jamás podrían ser cumplidas: "Ustedes serán como dioses". Jesús nos dice a todos sus discípulos que mantengamos nuestra vigilancia ante ese engaño continuo que quiere seguir poniendo en nuestro camino el demonio: "'Escuchen y entiendan todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre'. Cuando dejó a la gente y entró en casa, le pidieron sus discípulos que les explicara la parábola. Él les dijo: 'También ustedes siguen sin entender? ¿No comprenden? Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre, porque no entra en el corazón sino en el vientre y se echa en la letrina'. (Con esto declaraba puros todos los alimentos). Y siguió: 'Lo que sale de dentro del hombre, eso sí hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro'". Por eso, las dos realidades para los seguidores de Jesús son fundamentales. La primera: Vivir conscientes, ilusionados y felices en la conciencia y la experiencia del amor de Dios, dejándose llenar de él, respondiéndole con esperanza y con ese mismo amor, y viviendo el amor fraterno como demostración de la conciencia clara de ser todos hijos del mismo Padre. Y la segunda, sometiéndose dócilmente, también por amor, a esa autoridad suave de Dios, manteniéndonos unidos a Él, teniendo la plena conciencia de que solo en esa unión nos mantenemos vivos y seguimos avanzando en ese camino de plenitud al que estamos destinados.

domingo, 7 de febrero de 2021

Todo lo que vivimos apunta a la victoria final del amor

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En el camino de la fe que queremos avanzar llega un punto en el que debemos enfrentarnos a una realidad que no podemos ignorar. Nuestra existencia se da por el inmenso amor que Dios nos tiene, pues no existe ninguna otra explicación lógica que haga comprender por qué existimos. Todo lo que existe fuera de Dios ha surgido por una explosión de amor que se dio en Dios, que Él no pudo "contener". El universo "se le salió" a Dios. Ese corazón amoroso, que era autosuficiente en sí mismo y que por lo tanto no necesitaba de nada más para ser plenamente feliz y vivir con la plena satisfacción de su propia existencia, en un momento quiso experimentar el amor hacia fuera. La nada absoluta dejó de serlo y empezó a existir todo lo que no es Dios. "Exista", "pulule la tierra", "bullan las aguas...", fueron las expresiones que utilizaba ese Dios Creador todopoderoso para traer a la existencia lo que no existía. En ese plan diseñado se dio como paso final el "hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza". Ésta era la razón última de todo el plan. El hombre le daba sentido a todo lo demás. El amor a él explicaba el amor a todo lo demás. Sin el hombre, no tiene sentido nada más de lo que existe, ni el amor que se le pueda tener a las demás criaturas. Esta historia de idilio de Dios con el hombre, iniciada por el mismo Dios, cuando se echa la vista atrás de todo lo que se ha vivido en la historia de la humanidad, trastabilla cuando en ella nos encontramos situaciones en las que aparentemente queda negado ese amor que debería hacer vivir al hombre en la sola plenitud de la felicidad. Muchos hombres y mujeres se cuestionan sobre ese amor infinito cuando lo enfrentan a los dolores y los sufrimientos de la humanidad en esa misma historia que es supuestamente de amor, y que incluso viven ellos mismos en sus propias vidas. Podríamos afirmar que incluso personajes cercanísimos a Dios la viven en el máximo de los dolores: "Job habló diciendo: '¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra, y sus días como los de un jornalero?; como el esclavo, suspira por la sombra; como el jornalero, aguarda su salario. Mi herencia han sido meses baldíos, me han asignado noches de fatiga. Al acostarme pienso: '¿Cuándo me levantaré?' Se me hace eterna la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba. Corren mis días más que la lanzadera, se van consumiendo faltos de esperanza. Recuerda que mi vida es un soplo, que mis ojos no verán más la dicha". Como para muchos, la vida para Job se ha convertido en una carga y no vale la pena seguir adelante.

El misterio del mal ha surgido a la par de lo creado. La libertad del hombre asegura que éste pueda tomar las decisiones equivocadas, aun pensando que puede estar tomando la correcta. El mal engaña, obnubila, conquista, arrastra. Y aun cuando Dios no quiere de ninguna manera el mal para el hombre, y teniendo el poder de obstaculizar ese mal que el mismo hombre puede procurarse y procurar a los demás, el mismo amor infinito con el que creó al hombre libre, le ata las manos. No puede ir Dios en contra de lo que Él mismo ha establecido. El hombre debe valorar el bien por convicción, no porque esté impedido de hacer el mal. El peso está en la misma libertad. El amor es libre. Y decidirse por Dios, por el bien, por la fraternidad debe ser también una decisión libre. Es lo que hace verdaderamente valiosa la decisión. Dios no quiere esclavos que no tengan conciencia del por qué lo siguen. Dios quiere hombres y mujeres que se unan a Él con la plena convicción de que esa es la verdad, de que ese es el camino, de que es eso lo que los llevará a la plenitud que vivirán eternamente en la felicidad del amor eterno de Dios. Así lo entendió San Pablo y por eso fue el gran apóstol de aquella Iglesia que nacía: "Hermanos: El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero, si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio. Entonces, ¿cuál es la paga? Precisamente dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, sin usar el derecho que me da la predicación del Evangelio. Porque, siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles. Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo para todos, para ganar, sea como sea, a algunos. Y todo lo hago por causa del Evangelio, para participar yo también de sus bienes". La paga final justifica cualquier avatar que haya que vivir. Fue lo que entendió y vivió San Pablo.

El mismo Jesús entendió que la tarea que le encomendaba el Padre era esta: hacer llegar a todos los más posibles esa expresión del amor de Dios que se pone del lado del hombre que vive, que se acerca a Él. El sufrimiento, la enfermedad, el dolor, son las realidades por las que el mal quiere dominar al mundo. Y lo logra asociando a los que se dejan engañar, pretendiendo obtener unas prebendas de superioridad que jamás podrán obtener lejos de Dios. Menos aún cuando el mal ha quedado tan brutalmente vencido con la muerte y la resurrección del Redentor. La obra de Jesús es claramente la obra de la nueva época que se inaugura con su presencia. No es una obra simplemente de curación, de liberación, de perdón. Es una obra de establecimiento de un orden nuevo. El del amor que vence, el de la libertad verdadera, el del avance hacia la plenitud prometida. Todo lo doloroso que puede existir en la vida del hombre cobra sentido cuando se ve en la perspectiva del fin. Una eternidad de felicidad hace que se tengan fuerzas para poder enfrentar y vencer al mal que se presenta aquí y ahora. De esa manera se tiene la convicción más firme de que Jesús se pone del lado del que sufre, del que la pasa mal, del oprimido y del humillado. Y llena el espíritu de la convicción de que quien lo asume así, es el verdadero triunfador. Ese triunfo lo tendrá para toda la eternidad: "Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron en su busca y, al encontrarlo, le dijeron: 'Todo el mundo te busca'. Él les responde: 'Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido'. Así recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios". Es Jesús el vencedor. Y somos todos nosotros, unidos a Él, los vencedores.

domingo, 3 de enero de 2021

La Sabiduría divina nos lleva a conocer el amor salvador de Jesús

 EL “PRIMOGÉNITO” Y EL “UNIGÉNITO” —¿QUÉ SIGNIFICAN EN EL CASO DE  JESUCRISTO? - detrinitatiserroribus.over-blog.es

De entre los grandes misterios por los cuales continuamente nos preguntamos los cristianos, está el de nuestra elección. ¿Por qué nos ha elegido Dios? ¿Cuál es la razón última por la que quiere que seamos suyos? ¿Qué lo ha movido a hacernos existir para que estemos en el mundo y vivamos en él siendo suyos? ¿Por qué no nos ha elegido individualmente, sino que ha hecho de todos nosotros una comunidad fraterna que tiene sentido solo en la vida de solidaridad, abandonando la posibilidad de ser islas que viven juntas pero no unidas? ¿Por qué ha querido dejar en nuestras manos un mundo que es suyo, pero que en su designio amoroso, habiéndolo creado todo bueno, como lo relata el Génesis, nos lo ha dejado como compromiso para que lo hagamos mejor para nosotros mismos, para los hermanos y para el futuro eterno que nos espera? Son preguntas que surgen naturalmente cuando contemplamos nuestra existencia como su fuéramos simples espectadores de ella. Y la primera respuesta que surge espontáneamente desde nuestro corazón convencido del amor de Dios es precisamente esa: Nos ha elegido porque nos ama infinitamente. Solo un amor eterno explica el que Aquel que era autosuficiente en sí mismo desde toda la eternidad, hubiera llegado a tener la "necesidad" de algo externo a Él para manifestar su amor. Hablar de necesidad en Dios es impropio, pues Él no necesita de nada ni de nadie para existir ni para estar satisfecho. Pero lo que sí es cierto es que Él mismo decidió "necesitar" al hombre y al mundo. Aun a sabiendas que ese mismo hombre que surgía de sus manos amorosas y todopoderosas podía ponerse de espaldas a Él por su orgullo, pues era una prerrogativa con la que lo había enriquecido al darle el libre albedrío, la inteligencia y la voluntad, consideró que el regalo que le daba estaba muy por encima del posible error en el camino que tomaría la humanidad. Su amor, en este sentido, era mayor que el riesgo.

Entendemos así el empeño de aquellos grandes predicadores de la primera Iglesia, como San Pablo, insistiendo en la necesidad de un enriquecimiento personal viviendo la Sabiduría divina. Ésta es distinta de la humana, en cuanto la sabiduría intelectual o filosófica apunta a la recopilación de conocimientos de ideas sobre el hombre y sobre el mundo en general que incluso quizás puede que nada tengan que ver con las realidades espirituales. En cuanto se refiere al intelecto humano, éste no tiene por qué tener límites. Pero la Sabiduría divina, la que debe perseguir quien quiere ser buen discípulo de Jesús, es una sabiduría superior, que no se detiene en la realidad tangible, sino que apunta a dejarse iluminar el espíritu para conocer mejor a Dios, a sí mismo y al mundo: "Bendito sea el Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Él nos eligió en Cristo, antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado. Por eso, habiendo oído hablar de la fe de ustedes en Cristo y de su amor a todos los santos, no ceso de dar gracias por ustedes, recordándolos en mis oraciones, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de su corazón para que comprendan cuál es la esperanza a la que los llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos". Es esa Sabiduría la que interesa a los hombres de Dios. La otra sirve para hacer un mundo mejor, que es también objetivo de la estancia del hombre en el mundo, pero que apunta solo a la inmanencia y no a la realidad eterna de plenitud a la que todos estamos llamados.

Esa Sabiduría se identifica con Jesús. Él existe desde siempre y ha estado presente en los grandes acontecimientos de la historia humana y la anterior. Nada se hizo sin su concurso y es la Palabra Creadora y la fuerza del Padre que ha actuado siempre. Por Él fueron creadas todas las cosas. Desde el mismo principio del pensamiento cristiano esta idea está muy clara: "La sabiduría hace su propia alabanza, encuentra su honor en Dios y se gloría en medio de su pueblo. En la asamblea del Altísimo abre su boca y se gloría ante el Poderoso. 'El Creador del universo me dio una orden, el que me había creado estableció mi morada y me dijo: 'Pon tu tienda en Jacob, y fija tu heredad en Israel'. Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y nunca más dejaré de existir. Ejercí mi ministerio en la Tienda santa delante de él, y así me establecí en Sión. En la ciudad amada encontré descanso, y en Jerusalén reside mi poder. Arraigué en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad". Hoy ese pueblo es la Iglesia de Cristo, en la que está asentada su gloria y su salvación, de las cuales gozamos cada uno de los discípulos de Jesús. Y de allí surge nuestra más profunda convicción de fe, que es la de que estamos en las manos más seguras que existen, que son las del Cristo que se entregó por nosotros, para nuestra salvación, por lo cual, aun cuando podamos vivir en medio de dolores y vicisitudes, sabemos que nuestro fin es glorioso: "A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de Él y grita diciendo: 'Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo'. Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer". Ese es Jesús. El que nos ha enseñado la mejor de todas las sabidurías posibles, que es la de sí mismo, la del Padre, la del Espíritu Santo, la Santísima Trinidad que nos acompaña cada segundo, la del mismo hombre como criatura amada, y la del mundo, lugar en el que se llevan a cabo todas las maravillas que ha realizado y seguirá realizando en favor de cada uno de nosotros. Él, de esa manera, nos sigue diciendo que nos ama, que nos ha creado por amor y que nos sostiene en la vida para que nos mantengamos siempre unidos a Él en ese mismo amor.