Jesús no nos dejó solos. Se quedó entre nosotros y nos acompaña siempre. Él mismo nos habló de sus distintas presencias, por lo cual podemos estar absolutamente seguros de que sigue aquí. Se quedó en la Eucaristía, su Cuerpo y su Sangre: "Tomen y coman, esto es mi Cuerpo... Tomen y beban, este es el Cáliz de mi Sangre"... Se quedó en los humildes y sencillos del mundo, en los cuales debemos saber descubrirlo: "Cada vez que lo hicieron con uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron"... Se quedó en la oración que hacemos confiados al Padre, en la cual está inspirándonos y animándonos a unirnos en un solo corazón: "Cuando dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos"... Es impresionante el amor de Jesús, pues no sólo se encarnó para hacerse uno más entren nosotros, asumió la vida cotidiana para con ella asumir también todo lo que al hombre atañe, tomó sobre sus espaldas todas las culpas de los hombres para ofrecerse como propiciación de los pecados, sufrió las peores torturas y los peores castigos para liberarnos y sanarnos con sus llagas, cargó con la pesada de Cruz en el trágico viacrucis y fue clavado en ella hasta quedar inerme y entregar su espíritu al Padre en vez de nosotros..., sino que a ello sumó su presencia por toda el tiempo que nos restara sobre la tierra y no dejarnos solos. No existe amor mayor. Imposible...
Pero a esas presencias y a esos gestos de amor, Jesús quiso sumar uno que nos diera una mayor seguridad, por lo que representaba de tangible, de cercano, de concreto... A los apóstoles les dijo: "Quien a ustedes escuche, a mí me escucha". "Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo"... Y no fue una presencia etérea, pues cada uno de los apóstoles era un hombre que se acercó a las comunidades para entregar el mensaje de Jesús, para hablar de su obra salvadora, para hacer sentir a todos el amor redentor, incluso hasta la entrega de sus propias vidas en sacrificio por aquellos a los que querían llevar a las salvación que Jesús les daba... Y por encima de todos ellos, en el reconocimiento de que todo grupo humano debía tener una cabeza visible, no para mandar, sino para servir mejor desde la coordinación y el testimonio, colocó desde el principio a Pedro: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo". Pedro, por encima de todos los apóstoles, es encargado por la misma voz y autoridad de Jesús, de llevar adelante las riendas de la Iglesia, de la Iglesia de Cristo, de SU Iglesia... Es la autoridad delegada que Jesús coloca en sus manos para que pueda echar adelante la gesta heroica de la salvación, después de su Pasión y su Muerte, llevada a la plenitud con la gloriosa Resurrección.
A ese Pedro, en aquella conversación entrañable del Resucitado en Cafarnaúm, le encomienda una tarea directamente."Confirma a tus hermanos en la fe". Después de haberse asegurado de su amor, con la hermosa intención de que en la mente de todos quedara no la negación de Pedro en la Pasión de Jesús, sino la triple afirmación de su amor por Él al resucitar -"¿Pedro me amas?... Sí Señor. Tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo..."-, le da la tarea más sublime que jamás hombre alguno hubiera recibido: Llevar las riendas de la salvación de la humanidad, "tus hermanos"...
Hoy seguimos teniendo a esa piedra fundamental en nuestra Iglesia. Hoy ese Pedro se llama Francisco. Ayer se llamó Benedicto. Anteayer se llamó Juan Pablo II. Antes se llamó Cleto, Pío, Juan, Pablo, León, Clemente... En toda la historia de la Iglesia, el mismo Espíritu Santo se ha encargado de que jamás nos faltara la piedra en la cual fundarnos y sentirnos realmente sólidos en lo que avanzamos. La palabra de cada uno de ellos, su acción -de mejor o de peor manera, con los altibajos normales que existen por las características de nuestra naturaleza humana-, ha estado siempre presente, desde que Cristo ascendió a los cielos...
El Papa, el Santo Padre, el Sumo Pontífice, es, ante todo, Vicario de Cristo. Santa Catalina de Siena lo llamó "el Dulce Cristo en la tierra", pues es quien sirve de prenda de seguridad firme para todos de que Él sigue en medio de nosotros. A través de su poder de gobierno, que no se entiende como yugo sino como amor en acción, sigue sirviendo a cada uno de los hermanos en la fe. "Yo estoy entre ustedes como el que sirve", dijo Jesús. Y así mismo está cada uno de los Papas. Es en el servicio donde está la mejor manera de gobernar, dando testimonio del amor y de la salvación. A través de su poder de magisterio nos sigue trayendo la palabra de salvación, la que nos revela y aclara los misterios de Dios y de su amor. La doctrina que nos hace llegar es doctrina segura, pues el Espíritu Santo coloca en sus labios la Verdad que el mismo Cristo quiere que llegue a todos los hombres. A través del poder de santificación, con su oración continua, la celebración de los sacramentos, su propio testimonio de santidad, nos invita a todos a mantenernos limpios y transparentes delante de Dios...
Jesús no nos dejó solos. Su amor no podía permitirlo. Nos amó hasta el extremo, entregando su vida por nosotros. Por eso, no es razonable pensar que después de que hizo su entrega mayor, nos dejara a la deriva en el camino hacia la eternidad feliz junto a Él. Nos ha dejado al Papa y a los Obispos. En ellos colegialmente se encuentra Él dirigiendo la nave de la Iglesia. Y al frente de ellos ha colocado a Pedro para que sea modelo de entrega, de servicio, de amor por sus hermanos. Dejó a Pedro, a Francisco, a Benedicto, a Juan Pablo... A cada uno de los que han ocupado la Cátedra de Pedro...
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