Muchas personas se me acercan con frecuencia y me dicen que sienten que pecan cuando ponen en duda alguna verdad de fe, pues no terminan de comprenderla del todo. En general, podemos decir que nuestra fe es, en conjunto, "sencilla". Se basa en el amor de Dios, en el amor que Dios nos pide que vivamos nosotros, en la relación que podemos tener con Él en la intimidad del corazón y en la que experimentamos al tener relación con los hermanos, en la fraternidad que nos pide vivir en estrecho vínculo de amor con los demás procurando el bien para todos incluyéndonos a nosotros mismos... La convicción principal que debemos vivir, entonces, es la del amor. Una fe cristiana que no se basa en el amor, no es nada. Y éste debe traslucirse en todas las acciones "hacia fuera", manando de un corazón que está colmado de ese amor. El amor es, así, convicción y vivencia, conocimiento y experiencia, que debe permear cada segundo de la vida personal.
Entrar en los fundamentos de ese amor, en sus argumentaciones existenciales, en sus "justificaciones racionales", apunta ya a otro nivel. Se trata de saber quién es Dios, para conocer la fuente de la que surge todo amor y toda exigencia en el amor. Ese mismo Dios se da a conocer desde su condescendencia amorosa hacia el hombre. Habiéndolo hecho capaz de conocerlo y de experimentarlo, cuando lo dotó de inteligencia y voluntad, permite que el hombre "se acerque" al umbral de su ser para "agarrar" algo de su esencia. Y va más allá. No sólo permite que el hombre se acerque a Él, sino que Él mismo emprende el camino del encuentro. Desde el Antiguo Testamento fueron muy variadas las veces en las que Dios "se dejó ver", se presentó actuando a la vista del hombre, aunque se guardó siempre para sí mismo lo profundamente misterioso de su máxima intimidad. Cuando Moisés le preguntó su nombre, Yahvé le respondió: "Yo soy el que soy". Dar el nombre hubiera implicado, de alguna manera, dar su ser. Para los judíos saber el nombre de alguien es, de cierta manera, "poseer" algo de esa persona. Y como Dios no puede ser "poseído" por nadie, no da realmente su nombre. Podríamos decir que aún estamos a la espera de conocer el nombre verdadero de Dios...
En el colmo de su condescendencia hacia nosotros, se hace hombre y se acerca de tal modo, que se hace íntimo del hombre, entrando a formar parte activa y protagónica de su historia. Desde la encarnación del Verbo, el misterio de Dios, de su ser, de su amor, de su poder, quedan al descubierto. Pero, al ser tan grande, es decir, infinito, por más que se haya revelado, quedará siempre un resquicio de misterio que, por ser de Dios, aunque para Él sea muy pequeño, para el hombre será siempre inmenso... El misterio de Dios será una constante continua para el hombre. E igualmente será constante su anhelo de conocerlo. La pregunta de Moisés se repetirá siempre: "¿Cuál es tu nombre?", o sea, ¿quién eres?, ¿cómo eres?, ¿cómo te puedo conocer mejor? Y es un derecho que tiene, que Dios mismo le ha concedido, pues lo hizo racional para que profundizara en todo, incluyéndose a Él mismo...
Ese "derecho de racionalidad" que posee el hombre incluye poner en duda lo que queda en la oscuridad. Y en lo que se refiere a Dios serán siempre muchas cosas. No hay, por tanto, ningún delito en que el hombre "dude" de algunas verdades que se refieran a Dios. El delito estaría, en todo caso, en que esas dudas lo lleven a perder la fe, lo lleven a buscar la verdad por otros caminos diversos y hasta vedados y condenados por el mismo Dios. Incluso, estaría en no empeñarse en aclararlas, quedándose con lo que llamamos "la fe del carbonero" que, siendo en última instancia algo delicado y hasta hermoso, sería una especie de confesión de parte de querer dejar inútil la capacidad que Dios mismo ha regalado al hombre para precisamente conocerlo mejor...
La Iglesia, ante esto, invita a dar "el asentimiento de corazón", cuando ya se han agotado los recursos de razonamiento que se tengan a la mano para aclarar el misterio, y no poder lograrlo. Es exactamente la actitud que descubrimos en el padre del Evangelio, que ruega a Jesús la curación de su hijo: "Si algo puedes, ten lástima de nosotros y ayúdanos". Y ante la respuesta de Jesús: "¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe", el padre, con la máxima humildad, pero también con el máximo realismo, le dice a Jesús: "Tengo fe, pero dudo; ayuda a mi poca fe". Es este el "asentimiento cordial" que pide la Iglesia a los cristianos. De ninguna manera impide o condena la existencia de las dudas de fe. Al contrario, las reconoce, como lo hace el padre, pero los invita a tener el recurso al mismo Dios para que eche luz donde hay oscuridad... "Ayuda a mi poca fe"...
Las dudas de fe son un derecho. Pero junto al derecho, como es siempre en el orden de la razón, está el deber de aclararlas o de declararse imposibilitado de lograrlo, cediendo así ante Dios y abandonándose en Él para que sea su luz divina la que lo haga asumirlo, aun en medio de lo incomprensible, de lo oscuro, de lo misterioso... No podemos dejar a un lado nuestra capacidad de razonamiento. Pero tampoco podemos despreciar el don de la fe con el cual Dios mismo nos ha enriquecido para que, aun cuando no comprendamos del todo las verdades de fe, las aceptemos con corazón humilde y sencillo, y de esa manera, ubicándolo todo en el ámbito del amor de Dios por nosotros y en el del amor de nosotros por Dios, vivamos cada misterio como riqueza espiritual y de ninguna manera como un "bache" que nos impida avanzar en el camino de nuestra salvación...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario