Mostrando las entradas con la etiqueta unidad. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta unidad. Mostrar todas las entradas

jueves, 20 de mayo de 2021

La unidad de los cristianos es el signo de que Dios nos ama y nos ha rescatado

 Bocadillos espirituales para vivir la Pascua: Jueves de la 7 a. Semana –  Ciclo B | Mensaje a los Amigos

Uno de los frutos del amor es la unión con los amados. Es imposible decir que se ama, si no se siente el deseo de unidad. De ahí viene la necesidad del hombre y la mujer de unirse cuando se aman y viven con intensidad su amor. De ahí viene también la necesidad de conformar sociedades en torno a un interés común que aglutina preferencias por las que se está dispuesto a entregar incluso la vida, con tal de favorecer aquello que se ama en comunidad. De ahí viene el deseo de estar juntos los amigos con los que se comparten intereses, simplemente por el hecho de sentirse cercanos, aunque el único beneficio sea el de compartir el amor de amistad, sin más allá. El hecho de estar cerca de quien comparte tan profundamente un afecto, es ya la compensación necesaria y suficiente. El amor no busca más interés que el de sentirse cercano a quien se ama. No es un gesto crematístico sino absolutamente desinteresado. Se ama y punto. Lo único que quiere el amor es la unión, el estar juntos, la unidad. Esta es la meta que quiere Jesús a la que lleguemos todos sus discípulos. Él mismo, en su entrega al sacrificio del rescate de la humanidad, se sintió profundamente unido a cada hombre por el que se entregaba. Su único interés era el de dejar claro el amor de Dios por su creación, por lo cual dejó a un lado todas sus apetencias y conveniencias, y en aras del amor con el que era enviado y el que Él mismo sentía por aquellos a los que tenía que rescatar, se sintió íntimamente unido a cada uno, llegando al extremo de posponerse totalmente a sí mismo y hacer lo que favoreciera más a sus amados, sin importar las consecuencias que acarreaban para Él. Se sintió de tal manera unido a los hombres que se hizo uno más de nosotros, sabiendo que era el favor más grande que podía hacernos. Lo que importaba era estar unido a nosotros y dar todo lo suyo para nuestro beneficio. La esencia de su vida terrena fue la unidad con el género humano. Por ello, a sabiendas que esa era la mejor actitud del amor, añora que cada hombre lo entienda y lo viva de la misma manera.

La oración final de Jesús, ese momento de intimidad tan sobrecogedor con el Padre que nos relata San Juan en su Evangelio, es el momento de poner ya todas las cartas sobre la mesa. Jesús está dispuesto a realizar el gesto final de su obra, entregándose en manos de quienes quieren eliminarlo. Pero sabe que todo debe desembocar en la experiencia de la unidad que debe ser consecuencia de la obra redentora. Su obra no es realizada para que tenga un efecto solo individual en el hombre redimido, sino que debe tener una consecuencia comunitaria. Cada uno es salvado individualmente, no hay duda. Pero lo es en la condición comunitaria en la que ha sido creado. "No es bueno que el hombre esté solo", había sentenciado Yahvé cuando lo creó. Por eso, en su esencia está el conformar comunidad con los demás hombres. Esa condición había sido rota por el pecado. Pero había sido restablecida también con la obra redentora de Jesús. Cuando los hombres vivan en verdadera unidad en el amor, se habrá alcanzado el zenit de la redención: "En aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, oró Jesús diciendo: 'No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en Nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno, como Nosotros somos uno; Yo en ellos, y Tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que Tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde Yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, Yo te he conocido, y estos han conocido que Tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y Yo en ellos'". La unidad de los redimidos es el signo evidente que dará testimonio del amor del Padre y de que Jesús es su verdadero enviado por amor. La unidad de los cristianos revela al mundo la verdad de Dios y de su amor. La desunión destruye la obra de Cristo en el mundo.

Sin embargo, la unidad está muy lejos de la uniformidad. Nuestra fe asume la diversidad como una riqueza, cuando es legítima, no interesada, cuando no busca intereses particulares de dominio sobre otros. La unidad no significa pasividad ante el mal o ante intereses espúreos. La unidad busca conquistar, no subyugar. Esa unidad es en el amor, en la búsqueda del bien, en el caminar hacia una misma meta en la que todos sean favorecidos. Es unidad en el amor, que busca favorecer a todos, evitando y enfrentando el mal, la manipulación, la mentira, el ventajismo, el egoísmo. Por eso quien vive esa unidad busca que quien se acerca como discípulo de Jesús a la comunidad de salvados apunte en todas sus acciones a promoverla para que sea patrimonio de todos los hombres: "En aquellos días, queriendo el tribuno conocer con certeza los motivos por los que los judíos acusaban a Pablo, mandó desatarlo, ordenó que se reunieran los sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno y, bajando a Pablo, lo presentó ante ellos. Pablo sabía que una parte eran fariseos y otra saduceos y gritó en el Sanedrín: 'Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseo, se me está juzgando por la esperanza en la resurrección de los muertos'. Apenas dijo esto, se produjo un altercado entre fariseos y saduceos, y la asamblea quedó dividida. (Los saduceos sostienen que no hay resurrección ni ángeles ni espíritus, mientras que los fariseos admiten ambas cosas). Se armó un gran griterío, y algunos escribas del partido fariseo se pusieron en pie, porfiando: 'No encontramos nada malo en este hombre; ¿y si le ha hablado un espíritu o un ángel?' El altercado arreciaba, y el tribuno, temiendo que hicieran pedazos a Pablo, mandó bajar a la guarnición para sacarlo de allí y llevárselo al cuartel. La noche siguiente, el Señor se le presentó y le dijo: '¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio en Jerusalén de lo que a mí se refiere, tienes que darlo en Roma'". Pablo, sustentado en la verdad de Cristo, denuncia la falsedad, la mentira y la manipulación. Éstas herían la unidad deseada en la fe. Con inteligencia deja en evidencia la verdad. Los que atacan la unidad quedan desenmascarados. Hay que escuchar la plegaria de Jesús para hacer lo propio en la búsqueda de la verdad y en su defensa para dar el testimonio de la unidad que se debe dar para hacer creíble la obra de amor de Dios en favor del hombre.

miércoles, 5 de mayo de 2021

La Iglesia está viva porque está unida a Cristo que vive eternamente

 Sin mí no podéis hacer nada - ReL

La Iglesia, que nace como instrumento de salvación de Jesús para el mundo, es la estructura humano-divina que establece el Señor para hacer llegar a todos los rincones de ese mundo los efectos de su obra de amor para rescatar al hombre. De no haber sido fundada por su voluntad expresa, -"Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación... Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia"-, la Verdad del amor salvífico de Dios hubiera quedado restringida a unos pocos, limitados totalmente en el tiempo y en el espacio. Porque Cristo fundó la Iglesia, la envió al mundo entero y la hizo un ser vivo con el envío de su Espíritu, que es su alma, hoy el Evangelio es conocido y vivido en todo el mundo y sigue siendo proclamado en todas partes. De esto fueron conscientes los apóstoles y los primeros discípulos, que entendieron perfectamente la obligación de la tarea que el Señor ponía en sus manos. En un primer momento se entregaron de lleno a procurar la conversión de los más cercanos, los que venían del judaísmo y los que se acercaban al Dios de Israel como prosélitos provenientes de la gentilidad, es decir, no originarios del pueblo elegido. Posteriormente, impulsados por el Espíritu y dóciles a sus inspiraciones, abrieron el abanico a nuevas tierras, las de los gentiles, donde se encontraban a gente entusiasmada que recibía con alegría la noticia del amor y de la salvación de Dios. Al ser una sociedad humano-divina, se percataban de la presencia del mismo Dios en esta obra de anuncio, y aceptaban con naturalidad la actuación divina, pero también adolecían de esa carga humana que en ocasiones se tornaba oscura, en su imperiosa necesidad de destacar imponiendo criterios personales que poco denotaban una cercanía a las disposiciones divinas. Por ello, a pesar de que la Iglesia crecía y se expandía, y de que vivía en general un clima de paz, la componente humana, marcada por egoísmos, vanidades y ventajismos, dejaba también su impronta. Es un mal que al parecer nunca podremos superar ni extirpar de una sociedad como la Iglesia que mantiene su componente esencial humano.

De esa manera, nos encontramos en la historia de esa Iglesia que nacía y que se desarrollaba en general en armonía, con episodios en los que constatamos crisis que tenían que ser enfrentadas y resueltas. Es admirable cómo, en medio de una comunidad claramente humana, destaca sobre todo la docilidad de los principales responsables a las inspiraciones divinas. En primer lugar en el reconocimiento de la autoridad que reposaba sobre los primeros elegidos y enviados por Jesús al mundo, y en segundo lugar, en la aceptación por parte de los "subordinados" de la palabra y la decisión de los primeros. En toda sociedad humana debe haber principales que iluminan la conducta de la entera comunidad. En este caso de la Iglesia naciente, se añade además la subordinación a la autoridad suprema que es el mismo Dios. Por ello, con toda naturalidad, cuando se presenta un conflicto en el discernimiento de la conducta a seguir con los gentiles, recurren a la autoridad de los apóstoles primeros, y se convoca de esa manera a la realización de un concilio, el primero de toda la historia de la Iglesia: "En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme al uso de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más de entre ellos subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre esta controversia. Ellos, pues, enviados por la Iglesia provistos de lo necesario, atravesaron Fenicia y Samaría, contando cómo se convertían los gentiles, con lo que causaron gran alegría a todos los hermanos. Al llegar a Jerusalén, fueron acogidos por la Iglesia, los apóstoles y los presbíteros; ellos contaron lo que Dios había hecho con ellos. Pero algunos de la secta de los fariseos, que habían abrazado la fe, se levantaron, diciendo: 'Es necesario circuncidarlos y ordenarles que guarden la ley de Moisés'. Los apóstoles y los presbíteros se reunieron a examinar el asunto". La autoridad suprema era la de Dios. Pero Él la había delegado en su Iglesia a los primeros apóstoles, asistidos directamente por su iluminación. La decisión correspondía a la autoridad, y todos debían someterse a ella, por muy genial que pareciera la idea propia.

El secreto de la solidez de esa autoridad estaba en la conciencia de unión que tenían no solo entre ellos, sino con Dios. Sería absolutamente vacua si no tuviera un sustento superior que el simplemente humano. Estaban muy conscientes de que existían por un expreso deseo divino y de que se mantenían en vida por la voluntad de Dios. Despegarse de esa fuente de vida será su desaparición. A lo largo de la historia ha quedado demostrado que quien se separa de la Iglesia se pierde en el abismo de la oscuridad y se aleja de la salvación. Lo sentenció Cristo con la alegoría de la vid y los sarmientos. Si es una realidad que afecta al hombre personalmente, también lo afecta como miembro de la comunidad de la Iglesia. El hombre es un ser social, y como tal, al pertenecer a la Iglesia, todo lo que le afecte a ella también a él le afecta, y viceversa, todo lo que a él le afecte, afecta a la Iglesia: "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no pueden hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que desean, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que den fruto abundante; así serán discípulos míos". En el nivel personal se cumple estrictamente esta palabra de Jesús. Cada cristiano, para permanecer con vida, debe estar unido esencialmente a Jesús como a la fuente de la vida. Y también la Iglesia, para seguir siendo la sociedad que salva al mundo, debe hacerlo con la conciencia de que su propia vida dependerá siempre de estar unida a quien es la razón de su existencia. Una Iglesia sin unión con Cristo es una sociedad muerta. Una Iglesia unida vitalmente a Jesús, es una sociedad viva, que lleva la vida de Dios a los hombres.

martes, 20 de octubre de 2020

Hemos sido creados para ser salvados, para vivir la salvación eterna

 Catholic.net - ¡Estad en vela no sabes el día ni la hora!

La historia de la salvación tiene su momento culminante en la venida de Jesús. Habiendo sido diseñada por Dios desde el momento en que decidió que viniera a la existencia todo lo creado, comenzó su desarrollo con los pasos que se fueron dando desde la presencia del hombre en el mundo. Podríamos decir que desde que Dios insufló en las narices del hombre el hálito de vida, donándole su propia vida, es decir, su Gracia, de modo que la vida del hombre llegó a ser no solo la natural que Dios había establecido originalmente -"Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza"-, sino que lo llevó a la altura que era solo prerrogativa suya, haciéndolo participar de su naturaleza divina, regalándole su propia vida, la altura del hombre llegó a ser insuperable. Ninguna de las otras criaturas había llegado a tan grande calidad vital. Se podría afirmar que el hombre fue creado y sostenido por Dios, por su propio don de amor, en la posibilidad de ser salvado. El hombre fue creado para ser salvado. No podía ser de otra manera, por cuanto la existencia del hombre no tenía otra razón que la vida en el mismo Dios Creador. No tendría sentido en Dios haber creado todo para el hombre, colocándolo en el centro de todo, para el disfrute de todo, regalándole absolutamente todo lo que necesitaba, incluso su propia vida, para que luego su existencia se perdiera en la nada en que se pierde todo lo demás. No es razonable en el amor de Dios que el hombre terminara su existencia en la nada total. La gesta creadora que Dios ha emprendido tiene una razón absolutamente lógica en el amor, que es la de la vida. El hombre existe para la vida, no para la muerte o para la desaparición. En toda esa historia de amor Dios fue dando pasos para que los hombres fueran comprendiendo su dignidad infinita. Por eso todas las acciones de Dios en el Antiguo Testamento no son otra cosa sino la confirmación de esta voluntad salvífica. Al final, Dios quiere que los hombres nos incorporemos definitivamente a su vida. No será una experiencia única la de la vida terrena, sino que apunta a la experiencia vital que no tendrá fin, y se encamina hasta la eternidad en su amor. Todo lo que se refiere a la elección de su pueblo, a la presencia en esa historia de los grandes personajes, a las acciones grandiosas y épicas ante los otros pueblos, dejan muy en claro que la presencia de Dios busca encaminar al hombre elegido hacia la vivencia radical y eterna en su Gracia.Y hay algo que también se suma a la intención divina: Dios no quiere que esa sea una prerrogativa solo de unos pocos, sino que pertenezca a todos los hombres. Todos han sido creados, todos han sido favorecidos por su amor, y a todos los quiere llevar a la plenitud de la vida en la eternidad.

Aun cuando esa historia se desarrolla concretamente en un ámbito específico, bajo una característica única y englobante, que le da una forma incluso nacional en el pueblo elegido, esa salvación que Dios quiere que sea para todos debe poder llegar a toda la humanidad. La obra de Jesús no podía circunscribirse a un pueblo único, pequeño, casi insignificante. La dadivosidad de Dios no podía quedar reducida a lo mínimo. La obra de Jesús tenía suficiente entidad para ser de todos y para alcanzar a todos, los de entonces y los de todos los tiempos. El amor de Dios no podía quedar circunscrito a unos cuantos y rechazar a los demás que eran infinitamente más que ellos. No es razonable un amor discriminatorio en Dios que favorezca a unos muy pocos y rechace a la inmensidad de los hombres que conforman la humanidad. Jesús deja claro que, aun cuando Dios utilizó al pueblo elegido para revelar su amor salvador y estableció incluso un protocolo casi nacional para el desarrollo original de su obra salvadora, esa redención que Él vino a realizar no hacía ninguna discriminación. Aun cuando los otros pueblos no hubieran recibido esa revelación, ni hubieran conocido al Dios Creador y sustentador previamente, Jesús dejaba claro que ninguno de ellos quedaba fuera de ese amor salvador. También los hombres de esos pueblos desconocedores de Dios eran objetos de la salvación amorosa del Señor que los había creado también a ellos. El pueblo de Israel debía cumplir los protocolos que Yahvé había establecido. Ellos debían ser fieles a lo que Él quería que fuera asumido. Pero los otros pueblos, desconocedores de esa historia de salvación, no tenían esa obligación. Sí asumían la que era razonable: Conocer a Dios, aceptar su amor, mantener su fidelidad a lo que era su voluntad, dejarse amar por el Dios que se hacía presente en Jesús, reconocer la necesidad de ser perdonados por cuya razón Jesús muere en la cruz, ser convocados a vivir unidos al Salvador y a caminar siempre en su presencia, dejarse integrar en esa comunidad de amor que es la Iglesia de Cristo, vivir la fraternidad que es característica primordial de los discípulos de Jesús, y ser dóciles a la conducción que Dios hace para llevarlos a la salvación eterna. Todo lo anterior a Cristo, por desconocerlo, no entra en sus obligaciones. Pero la obra de Jesús, que sí comienzan a conocer, sí debe ser profundizada y aceptada, para ser vivida y dejarse llevar a esa salvación que Él quiere para todos: "Entonces ustedes vivían sin Cristo: extranjeros a la ciudadanía de Israel, ajenos a las alianzas y sus promesas, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estaban lejos están cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces". Ya no hay separación, sino una unión absoluta, hecha posible por el amor.

Por encima de todo estará siempre el deseo eterno de Dios de tenernos a su lado, ahora y para toda la eternidad. No hay nada que distraiga a Dios de esa finalidad con la cual nos ha creado. Ciertamente Dios ha puesto a nuestro favor todo lo creado. Nos llenó de las cualidades con las que nos enriqueció para proveernos de todo lo que necesitáramos para vivir, puso en nuestras manos todas las cosas, nos hizo un pueblo solidario y fraterno para que no viviéramos en la soledad absurda y llena de riesgos. Pero por encima de todo nos llenó de su propia vida para que viviéramos siempre en su presencia, haciéndonos partícipes de su naturaleza divina que nos haría dignos de estar en la eternidad junto a Él. Nosotros podemos vivir en la plena conciencia de ello, haciéndonos merecedores hoy y para toda la eternidad de esa condición de salvados. Pero también, lamentablemente, podemos cometer el absurdo de pensar que no necesitamos de nada de eso y que somos autosuficientes. Solo quien quiere despreciar esa salvación eterna prometida lo hace. Y tristemente son muchos los que se atreven a ello. Por eso Jesús nos pone sobreaviso ante ello: "Tengan ceñida su cintura y encendidas las lámparas. Ustedes estén como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad les digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo. Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos". Todo lo que ha sido establecido en la historia de la salvación, sea lo que fue relevado por Yhavé en el Antiguo Testamento para el pueblo de Israel, sea lo que apenas fue conocido por los extranjeros por la presencia de Jesús, y que fue llevado a cabo por Él en su entrega a la cruz, por la entrega de su cuerpo a la muerte y el derramamiento de su sangre salvadora, absolutamente todo, está diseñado como gesta salvadora. Todos fuimos creados para la salvación. Todos fuimos creados para ser salvados. Pero todos estamos llamados a manifestar nuestro deseo de ser salvados. La salvación no es una acción automática en la que no tengamos ninguna responsabilidad. Todos debemos empeñarnos en hacernos dignos, pues aun cuando esa salvación será siempre una donación amorosa de Dios, debemos manifestar que la deseamos y que deseamos ser salvados para entrar en esa eternidad que será plenitud en el amor y en la felicidad que no se acaban. Dios nos quiere con Él. Pero nos quiere con plena conciencia de lo que estamos obteniendo. Nuestra vida aquí y ahora no es otra cosa que la construcción que vamos haciendo cada uno de nuestro futuro de eternidad. Es una eternidad de plenitud que ya tenemos asegurada, pero que debemos hacerla realidad por nuestra añoranza de futuro en el amor de Dios.

sábado, 17 de octubre de 2020

El Espíritu Santo consolida la obra salvadora encomendada por el Padre a Jesús

 El Periódico de México | Noticias de México | Columnas-Valores_Morales | Pecado  contra el Espíritu Santo

La Santísima Trinidad es la revelación más íntima de Dios que nos vino a traer Jesús. En toda la revelación del Antiguo Testamento Dios presentó atisbos de lo que era su intimidad, cuando a los hombres les fue hablando de su poder creador, de su mano poderosa, del espíritu que lo sondeaba todo, de la sabiduría infinita que demostraba, de la nube que acompañaba al pueblo en todo momento... De alguna manera todas esas eran representaciones de esa diversidad de acciones que cumplían las personas de Dios en la historia de su pueblo elegido. Y por supuesto, sin llegar a ser totalmente clara esa diversidad, decían a todos que en Dios no existía ni la unicidad de seres ni la unicidad de acciones a llevar adelante. Todo quedaba sugerido, pues faltaba lo que daría plena claridad sobre la intimidad de Dios, sobre su diversidad esencial, sobre la individualidad de cada uno en las acciones que llevaban adelante. No era que cada una de las personas de la Trinidad podían actuar sin concierto entre ellos, ni siquiera y mucho menos que pudieran llegar a actuar de manera enfrentada o sin conocimiento mutuo de sus acciones, sino que en esa acción siempre estaban en una concordancia mutua, de acuerdo entre ellos y apuntando siempre al mismo objetivo. La Santísima Trinidad es la realidad perfecta de la diversidad de Dios, del amor mutuo que es esencial en ellos, de la perfecta armonía que se puede vivir en un ser distinto, del acuerdo esencial que se puede dar en las acciones que cada uno emprende, de la unión que se puede dar al buscar el beneficio para los amados de quienes dependen, de la mirada no solo hacia dentro de sí sino hacia los otros a los que se quiere llenar de los mayores beneficios. Todo eso lo vivió Dios en su intimidad. Antes de la existencia de todo lo creado lo vivió eternamente de modo completamente satisfactorio en sí mismo, sin nada que le sirviera de perturbación. Y desde que decidió "complicarse la vida" haciendo venir a la existencia todo lo que no era Él, lo vivió también de manera exterior, por cuanto ese acuerdo eterno en el que vivió siempre lo hizo efectivo y patente en la acción que emprendía en favor de todos los seres que habían surgido desde su amor. La esencia amorosa que era su cualidad mayor, se hizo patente y real ahora también en aquello que se lo exigía hacia fuera. No podía el amor actuar de manera diversa. El amor es siempre idéntico y no puede actuar de otra manera de lo que es en sí mismo. Si Dios vivió esencialmente en su propio amor desde la eternidad, ese mismo amor que ahora debía expresarse hacia fuera no iba a comportarse de modo distinto del eterno.

Jesús nos pone en una comprensión perfecta de lo que es Dios. No es que por Él tengamos ya absoluta claridad de lo que Dios es, de lo que representa, de su intimidad, de su experiencia trinitaria. Pero sí nos ha puesto en la comprensión de lo que más nos afecta, de la relación que Dios tiene con nosotros, de todas las acciones que realiza y que son directamente efectivas hacia nuestra vida, nuestra condición humana, nuestra relación con la trascendencia, nuestra fraternidad. Podemos no comprender perfectamente a Dios, a su Trinidad, a su intimidad, pero sí podemos comprender perfectamente quién es ese Dios para nosotros, el amor que nos tiene y las cosas que hace en nuestro favor. La presencia salvífica de Jesús en nuestra historia de salvación es determinante. Su obra de entrega fue la causa final de nuestro rescate. Como segunda Persona de la Santísima Trinidad tuvo la tarea de la re-creación de todas las cosas, de la asunción de las culpas para vencerlas en la Cruz, de la victoria sobre la muerte y sobre el pecado para lograr la vida y la libertad para todos, recibiendo el encargo amoroso del Padre. Pero su presencia esencial para la nueva creación necesitó del concurso del Espíritu, la tercera Persona de la Trinidad, para recibir su consolidación y poder llegar a ser disfrutada por todos los que serían sus beneficiarios en la historia, a través de la Iglesia. El Padre fue el origen de la Misión, el Hijo la cumplió perfectamente y corresponde al Espíritu su consolidación en la historia hasta el fin de los tiempos. Cada Persona, como ha sido siempre desde la eternidad, tiene su acción específica, en un perfecto acuerdo basado en el amor mutuo. Es lo que enseña Jesús, afirmando que Él transmite al Espíritu el "testigo" para el tiempo que queda hasta la consumación de todo: "Cuando los conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no se preocupen de cómo o con qué razones se defenderán o de lo que van a decir, porque el Espíritu Santo les enseñará en aquel momento lo que tienen que decir". El tiempo del Espíritu es esencial para los salvados. Es el tiempo de la Iglesia que se erige en el tiempo pentecostal y que será el instrumento querido por Jesús para hacer llegar su salvación a todos mediante la obra del Espíritu, que estará presente y al cual los hombres debemos asumir como la esencia de todo lo que viviremos hasta el fin: "Todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará". No aceptar la presencia y la acción del Espíritu en la obra de la Iglesia y en el ser de cada hombre traerá consecuencias funestas para la propia salvación.

Ese pecado contra el Espíritu es la confesión de la ausencia de fe en su obra. Santo Tomás, el gran teólogo, lo explicó magistralmente. Sería, en primer lugar, lo que nos hace desconfiar de la misericordia de Dios, que nos llevaría a la desesperación o a pensar que la justicia divina es una farsa; o lo que nos hace enemigos de los dones divinos que nos conducen a la conversión, por lo que llegamos a rechazar la verdad y nos inclinamos a la envidia o al odio; o lo que nos impide salir del pecado, incrustándonos en la falta de arrepentimiento y en la ofuscación en el mal. Eso sería lo que impediría el perdón para nosotros, no porque Dios nos lo niegue, sino porque nosotros mismos imposibilitamos su perdón con nuestras actitudes y conductas. Se requiere de nuestra parte de la actitud de arrepentimiento y de conversión, que en todo caso posibilitaría la acción del mismo Espíritu en nosotros, pues Él es Dios de dulzura, de perdón, de suavidad. Él es el Dios que ha quedado encargado por el Padre y el Hijo, para llevar a su plenitud la obra de reconstrucción y de rescate que la Trinidad ha llevado adelante, y que es la obra más grandiosa de amor que le ha correspondido llevar adelante, en esa concordancia mutua y eterna de amor en la que Él vive esencialmente. Toda esa obra apuntará a la plenitud, que es a lo que nos debemos encaminar con alegría y esperanza: "Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios, pero si uno me niega ante los hombres, será negado ante los ángeles de Dios". No hay fin más propio para nuestra historia que la del mismo amor que ha puesto Dios para nosotros. Es la obra de nuestra salvación eterna a la que toda esa Trinidad amorosa nos conduce: "Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de su corazón, para que comprendan cuál es la esperanza a la que los llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo". Ese es nuestro fin. El de la plenitud a la que nos encaminamos por la obra de la Trinidad, en la cual cada una de las Personas tiene su parte y la realiza en función de nuestra salvación, que no es otra cosa que vivir en la novedad radical de vida, de toda esa novedad de la existencia, que está toda ella sondeada por la verdad del amor que nunca desaparecerá.

domingo, 20 de septiembre de 2020

Dios no quiere superhombres. Dios quiere hombres

 Lectio Divina: 22 de agosto de 2018 – Iglesia en Aragon

La pregunta crucial que debe hacerse todo cristiano sobre su propia experiencia en el camino de la fe es sobre el lugar que ocupa Jesús en su vida. En la respuesta que dé está la clave para conocer cómo ha sido su avance, si ha valido y ha sido bien valorado el esfuerzo que ha hecho Jesús para rescatarlo, si la presencia de su amor, de sus enseñanzas y de sus exigencias ha marcado su actitud ante la vida, si en su caminar ha dejado ocupar los primeros puestos al amor al que Él invita que debe ser el motor, la fuente y la motivación final, o si por el contrario Jesús no es más que un personaje más, quizá importante pero no imprescindible, un añadido que acompaña en la vida, al cual se le tiene presente y en cierto modo se le conoce, pero que no es determinante pues la acción que se le permite es ocasional, y se recurre a Él en caso de necesidad, dejándolo a un lado cuando no es necesario y se cree que todo puede ser resuelto con las propias fuerzas. En este segundo caso, Jesús y su mensaje serían atendidos casi con el mismo peso que la letra de la música de moda del cantante del momento, o sería admirado casi como se admira al más grande deportista que va rompiendo récords. En ocasiones, caemos en la trampa de la posmodernidad que nos deslumbra con la necesidad absoluta de novedad radical en todo, por lo cual un personaje como Jesús, cuyas enseñanzas y exigencias se habrían quedado ancladas en el pasado, por lo que debe dar paso a valoraciones distintas que tengan más que ver con el estilo de vida actual y que no apunten a restricciones o a pretensiones de reducción de la libertad del hombre. Así, Jesús pasaría a ser algo incómodo, pasado de moda, castrador de la libertad, por lo cual debe ser echado a un lado. Si hemos caído en esa trampa, nos hemos dejado engatusar por la tendencia actual de relativismo, atraídos por lo supuestamente atractivo que resulta poner al hombre como única medida de todo, cuya libertad ha devenido en el siempre hacer lo que le venga en gana sin mayor criterio, por lo que nadie tendría derecho a poner normas o a pretender poner límites a esa libertad que sería omnímoda. La enseñanza que está en la base es que el hombre es dios de sí mismo, al cual se debe idolatrar y servir, y alrededor del cual se debe desarrollar todo avance y todo progreso posible sin otra referencia que él mismo. Evidentemente, imbuidos en estos pensamientos y en estos desarrollos, se establecen unos protocolos de vida en los que no tiene cabida de ningún modo lo que pretenda ir en una ruta diversa a esa. Hablar de un Jesús que pide ser seguido, dejando un estilo de vida específico, poniendo por encima de los propios gustos y placeres los que son motivados por el amor, poniendo siempre en el primer lugar los intereses de los demás, desplazando de esa manera los intereses propios, buscando siempre el beneficio para el hermano porque se le ama, incluso por encima de sí mismo... es un lenguaje desconocido e incomprensible.

Y lo cierto es que la figura de Jesús, su enseñanza, sus exigencias, se nos presentan cada vez con mayor claridad como de una extraordinaria actualidad, pues precisamente su ausencia ha causado la debacle mayor que vive la humanidad, sumiéndola en la época más oscura, echando en falta la iluminación que puede dar la luz de su amor. Enorgullecido de sus avances en las ciencias, en la tecnología, en la ecología, en la carrera aeroespacial y en muchos otros campos del saber y del actuar humanos, el mismo hombre ha dejado fuera de todo el empeño de avance al actor más importante de todos: el hombre mismo. La superexaltación de su saber se ha dado en detrimento de lo que debería ser más valioso, como lo es la interioridad del hombre, sus valores humanos, su virtud, el enriquecimiento de sus principios. Todo se ha puesto al servicio de ese superhombre pero no del hombre. Por ello, es urgente colocar de nuevo en el centro a Aquel que es la revelación mejor del hombre para sí mismo: Jesús de Nazaret, su obra y su mensaje, su exigencia de amor como base fundamental para que exista una verdadera vida en el hombre. Urge que el hombre mismo retome las rutas del encuentro hacia Él, haciendo no solo que esté presente de nuevo, sino que marque las pautas, que dé forma a lo importante, que llene con su vida la vida de cada uno: "Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte. Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia". Así lo entendió San Pablo y luchó por que el hombre cristiano lo asumiera de la misma manera. La presencia de Jesús no es una cuestión accesoria, pues de la unión con Él depende que el hombre se comprenda a sí mismo de la mejor manera. Jesús revela al hombre lo mejor que puede vivir, sorprendiéndolo con valoraciones muy diversas a las que se han ido imponiendo: más que el egocentrismo debe acentuar el teocentrismo; más que el individualismo debe acentuar la fraternidad; más que a los logros científicos y tecnológicos se debe apuntar al cultivo de la interioridad; más que a la libertad absoluta se debe apuntar a la esclavitud del amor; más que a la promoción de un superhombre se debe apuntar a avanzar hacia la verdadera humanidad. Son los caminos que propone Dios, que coliden frontalmente con los que quiere imponer la actualidad: "Mis planes no son los planes de ustedes, sus caminos no son mis caminos —oráculo del Señor—. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los de ustedes, y mis planes de sus planes".

Esto no se debe entender como un capricho de Dios, como si Él estuviera empeñado en llevarnos la contraria. Más bien lo debemos entender como el deseo auténtico de su corazón amoroso por proporcionarnos y poner a nuestra vista el camino de nuestra plenitud que será alcanzada solo cuando Él esté de por medio. Habiendo surgido de sus manos amorosas, conoce perfectamente qué es lo que nos hará avanzar y qué es lo que nos hará retroceder y desvirtuar nuestro ser. Al surgir de Él ha puesto en nosotros como única posibilidad de plenificación la unión esencial con su amor y como estilo de vida la fraternidad enriquecedora por la cual entendemos a todos como "carne de mi carne y hueso de mis huesos", es decir, la extensión de nuestro propio ser. Lo que hace al hombre más hombre no son los grandes avances que logre alcanzar, sino la profunda experiencia creciente de su amor y del amor a los demás. Sin dejar a un lado el empeño por hacer un mundo mejor, asumiendo como necesarios esos mismos avances que se han logrado gracias al ingenio que Dios mismo ha colocado como capacidad nuestra, no convertirlos en absolutos, sino en ocasiones para un mejor servicio a la humanización del mismo hombre, de modo que sea cada vez mejor cultivador de su interioridad, de su unión con Dios y de su unión con los demás en la fraternidad añorada por Dios y puesta como marca de nuestra humanización. Por esa fraternidad se entiende al hermano no como alguien con el cual se compite -"¿Qué tengo yo que ver con mi hermano?"-, sino como alguien con quien se vive en unidad de afectos y acciones, para avanzar juntos y solidariamente, por lo cual su alegría es alegría propia, su avance es avance propio, su dolor es dolor propio. No hay celos ni envidias, sino gozo por sus logros, que se comparten y enriquecen a todos: "'Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?' Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos". La idea es que, siendo los primeros en el corazón de Dios, procuremos que todos seamos esos primeros y vivamos la alegría de estar todos en ese primer lugar, sin envidias de unos por otros, sino felices de llegar juntos y solidariamente al encuentro con el amor infinito. Esa es nuestra verdadera humanización, a la que apuntamos a llegar en medio de tantos avances que lícitamente se alcancen por la aplicación del mandato divino: "Crezcan y multiplíquense. Dominen la tierra y sométanla", pero que no excluye de ninguna manera la conversión a Dios y al hermano como característica esencial que da la más perfecta identidad cristiana: "Busquen al Señor mientras se deja encontrar, invóquenlo mientras está cerca. Que el malvado abandone su camino, y el malhechor sus planes".

martes, 28 de julio de 2020

La unidad no es uniformidad. Es riqueza en la diversidad

EVANGELIO DEL DÍA: Mt 13,36-43: Acláranos la parábola de la cizaña ...

Una realidad esencial en la vida de los hombres es la de la solidaridad, la de la vida en comunidad. Desde el mismo principio de nuestra existencia, la sentencia divina lo estableció como parte de nuestra naturaleza: "No es bueno que el hombre esté solo. Hagámosle una ayuda adecuada". Desde aquel momento, los hombres estamos destinados a vivir en esa comunidad de vida y de intereses, de esfuerzos y de metas. Empeñarse en vivir en la individualidad absoluta, como islas sin relación mutua, atenta frontalmente contra lo que es nuestra tendencia natural. Por ello, quien se empeña en vivir en ese aislamiento enfermizo nunca alcanzará la felicidad, pues su plenitud, así está establecido, solo la logrará en la relación fraterna y en la solidaridad con los demás hombres. Más aún, a pesar de que ciertamente podrá alcanzar algunos logros quien así procede, jamás avanzará tanto como lo puede hacer cuando se asocia con otros para la persecución de metas. La asociación es algo natural, nos hace más fuertes, nos enfoca mejor en el logro de objetivos. Cuando somos más, somos más fuertes. La individualidad nos debilita y nos hace fácilmente presa de las dificultades. La unión hace la fuerza. Sin embargo, no se trata de una uniformidad que nos amalgame y nos haga perder nuestra sana individualidad y que nos haga clones unos de otros o robots que respondan todos a la misma programación. Eso sería la negación de la individualidad hermosa que nos regaló el mismo Creador al darnos la existencia. Se trata de la unidad que resulta del aporte de la diversidad enriquecedora y variopinta que hace que exista una verdadera preocupación por hacerse uno, en la vivencia de la solidaridad querida por Dios. Quien ya es igual no tiene que esforzarse por hacerse igual. Quien no lo es, se esfuerza por acercarse a lo diverso que es el otro, con lo que demuestra su afecto por la vida comunitaria al realizar su aporte para querer agregar lo que su propia diversidad puede sumar como riqueza a la gran unidad que se desea, eliminando lo malo propio y añadiendo lo mejor que tiene, con lo que resulta una creación pictórica hermosa que se embellece con los diversos pinceles y los variados colores que cada uno posee. La unidad lograda desde la diversidad es un gran tesoro que tenemos. Naturalmente, esa misma diversidad asegura que en algún momento puedan presentarse "cortocircuitos" por algún desacuerdo o alguna diferencia de óptica o de criterios. La unidad deseada nos llama a buscar el acuerdo. El éxito de todos pesa más que el éxito de uno. Por ello, en un acuerdo que se alcance, aun cuando signifique el tener que renunciar a la propia idea o a la dirección que se considera la más idónea a nivel personal, todos resultamos ganadores. Nadie pierde en el acuerdo. Al ser favorecida la unidad, gana la comunidad, y por tanto ganan todos.

Esa unidad establecida y deseada por Dios para todos los hombres debe convertirse entonces, en nuestro estilo de vida. La cima de la vida comunitaria se alcanza en la participación de todos en la gran comunidad de los seguidores de Jesús. Si nos ponemos a pensar en la inmensa diversidad que se presenta en esa gran comunidad de los discípulos de Cristo, podemos llegar a ser sorprendidos por la perspectiva que se nos presenta a nuestra vista. Desde el mismo origen, a los diversos estilos de vida que posee cada uno, a las formas diversas de celebrar la fe, a las diversas valoraciones que le dan a la realidad temporal que cada uno vive, a los acentos diversos que le ponen a cada uno de los miembros de la familia, a las condiciones de vida en las que desarrollan su propia unidad, a las maneras diferentes de celebrar la vida y la muerte, a los modos de ser solidarios con los más necesitados de la comunidad, a las distintas maneras de reaccionar ante las dificultades y ante los gozos, tenemos un abanico inmenso de posibilidades. Y, sin embargo, todos somos discípulos del mismo Cristo, seguidores de sus mismas enseñanzas, contempladores de sus mismos misterios, llamados a la misma meta. No quiere Jesús una misma conducta en todos. A su vista, cuando nos dijo a los hombres: "Vengan a mí todos", estaban el africano con su mentalidad animista y panteísta, el europeo con su bagaje de historia y de cultura, el americano con su riqueza indígena variadísima que posee tantos valores, el asiático con su cultura milenaria y única, el oceánico con sus misterios casi vírgenes... Nada de eso estaba oculto a Jesús. Y así mismo nos llamó a todos. La unidad que quiere es la unidad en el amor a Dios y entre nosotros, sea desarrollada como sea. La idea es la de la vida comunitaria, en la que todos amemos a Dios por encima de todo, y a los hermanos, al punto de servirlos con el único objeto de demostrar nuestro amor por ellos, que llegará incluso a desear entregar la vida por su bien, tal como lo hizo Jesús. "Nadie tiene más amor que aquel que entrega la vida por sus amigos". Es ese el ideal de la vida comunitaria. Hacia allá debe extenderse. Es alrededor de ese nodo que debe tejerse. Por eso, en el seguidor de Jesús, venga de donde venga y tenga el estilo que tenga, la suerte de los hermanos debe sentirse como la propia suerte. No puede haber un desentenderse de ella. El deseo más profundo que debe haber en los cristianos es el de la salvación de todos los hermanos, sean quienes sean, por encima de las diversidades y de los naturales desacuerdos que pueda haber.

De alguna manera es lo que nos enseña Jesús cuando nos pide que no arranquemos de raíz la cizaña que crece en el campo del trigo: "'Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?' El les contestó: 'Algún enemigo ha hecho esto.' Le dicen los siervos: '¿Quieres, pues, que vayamos a recogerla?' Les dice: 'No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquen a la vez el trigo. Dejen que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: Recojan primero la cizaña y átenla en gavillas para quemarla, y el trigo recójanlo en mi granero'". Se puede entender como la opción que da Dios a los que son trigo, para hacer cambiar a la cizaña. También, en cierto modo, la cizaña es una víctima del demonio que debe ser rescatada. Es quien se ha dejado conquistar por Satanás y está sembrado junto al trigo para dañarlo. Jesús nos pide que la dejemos hasta el último día, el de la cosecha. Pero no nos impide el que intentemos en ese ínterin, atraerlo para que se transforme de cizaña en trigo. En todo caso, Jesús nos ha demostrado que quien tiene el poder es Él y que no hay nada imposible para Él. Por lo tanto, tampoco hay nada imposible para nosotros, sus discípulos, cuando estamos unidos a Él y contamos con su poder. Al final, si la cizaña, aun conviviendo con el trigo, siendo testigo de la plenitud de vida que va adquiriendo el trigo en su unión con Dios y en la fraternidad mutua, no llegara a convertirse en trigo, será declarado por perdido: "El Hijo del hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su reino todos los escándalos y a todos los que obran iniquidad, y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes". Es la suerte final que vivirá la cizaña que se ha empeñado en su maldad, en su vivencia lejana del amor a Dios y a los hermanos, y se ha obcecado en servir al demonio. El corazón de quien es trigo nunca puede darse por satisfecho del esfuerzo que debe hacer por conquistar a todos: "Mis ojos se deshacen en lágrimas, de día y de noche no cesan: por la terrible desgracia que padece la doncella, hija de mi pueblo, una herida de fuertes dolores." Además de cumplir con su tarea de crecer en su unión con Dios, en el amor a Él y a los hermanos, tratando incluso de que la cizaña se transforme en trigo, se convierte en intercesor perfecto delante de Dios para atraer su gracia sobre todos: "Reconocemos, Señor, nuestra impiedad, la culpa de nuestros padres, porque pecamos contra ti. No nos rechaces, por tu nombre, no desprestigies tu trono glorioso; recuerda y no rompas tu alianza con nosotros". La conciencia de comunidad que tiene el trigo nunca lo aislará. Tendrá perfecta conciencia de ser parte de un todo. Y luchará siempre por que ese todo, completo, alcance la plenitud. Esa será su propia plenitud.

domingo, 7 de junio de 2020

Los Tres crean, los Tres redimen, los Tres santifican

Reflexiones Vicentinas al Evangelio: La Santísima Trinidad ...

El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio más profundo de Dios, el que nos vino a revelar en su plenitud Jesús al cumplir la tarea encomendada por el Padre, por cuanto no era posible llevar adelante esa obra de redención sin dar a entender quién estaba detrás de todo ese hecho maravilloso. La frase que podría resumir con la mayor densidad y el mayor sentido esa obra portentosa de Jesús es la que utiliza San Juan como colofón de todo lo que ha ido sucediendo y lo que está por suceder en la vida de Cristo: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna". El mismo Jesús ubica perfectamente en el ámbito que deber ser comprendida la obra que lleva adelante. Todo tiene su origen en el amor de Dios Padre que toma la iniciativa para rescatar a la humanidad que había decidido darle la espalda traicionando su amor. Se lleva a cabo por la aceptación de la encomienda por parte del Hijo por amor al Padre y a los hombres, quien la asume desde su corazón de amor, aceptando que ese corazón tenga también carne humana, lo cual representará para Él el rebajamiento casi total de su condición divina "pasando por uno de tantos", ocultando toda su gloria en ese ser que inicia su vida desde la encarnación en el vientre sagrado de María, como cualquiera de los hermanos a los que viene a rescatar, como condición para asumir en sí esa naturaleza que tenía que ser rescatada -"Lo que no es asumido, no es redimido", dirán los teólogos-, hasta llegar a cumplir el ciclo vital de cualquier ser humano, "llegando incluso a la muerte, y una muerte de cruz". Y todo se sostiene con la presencia del Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, desde el seno del Padre, para ser el alma de la Iglesia, instrumento por el cual se hará llegar a todos los hombres de la historia esa gracia salvífica que envió el Padre y que ganó el Hijo para los hombres, haciendo que fuera posible derramarla en el corazón de cada uno de los redimidos por la obra grandiosa que Él cumpliría en el tiempo de la Iglesia. Como se ve, cada persona de la Trinidad tiene una tarea muy específica que cumplir en esta obra de salvación del hombre, aun cuando este "parcelamiento" no significa que uno se desentienda de la obra del otro. Podríamos decir que es una manera de comprender mejor esa diversidad de personas, por la diversidad de obras que lleva cada una entre manos.

Nuestro empeño por conocer mejor a Dios nos lleva a querer explicar mejor lo que es cada uno de ellos. Esa comprensión jamás puede estar desvinculada de lo que es más esencial en Dios y lo que lo define más atinadamente en su ser. Es el amor. Así lo entendió la Iglesia naciente, gracias a la comprensión inspirada que tuvo San Juan en su momento más profundo de reflexión sobre el ser de Dios. Más que comprenderlo racionalmente, San Juan se empeñó en hacer continua aquella experiencia que tuvo en la Última Cena, al colocar su cabeza en el regazo de Jesús, gesto con el cual definió para cada uno de nosotros la mejor manera de acercarnos a Dios para saber quién es. Juan se definió a sí mismo como "el discípulo a quien Jesús amaba". Es el nombre que se puede colocar cada uno de nosotros, para entender mejor quiénes somos en el corazón de Dios, pero más allá, para conocer quién es Dios en el corazón de cada uno de nosotros. Es quien nos ama con el amor más puro y más intenso, el que nos ama más de lo que podemos amarnos nosotros mismos, quien por ese amor es capaz de despojarse de lo más preciado para Él, que es su propio Hijo, quien asume la tarea que le encomienda el Padre aunque represente para Él la humillación extrema, quien acepta la misión de acompañar a la Iglesia hasta el fin de los tiempos para que sea un ideal instrumento de salvación para todos los hombres, quedando así encadenado al tiempo y al espacio, aunque Él esté por encima de todo eso. Es el único Dios, que tiene una esencia única en el amor, que se moverá siempre únicamente por ese amor inmenso hacia su criatura, que es Uno y Trino, pero que en su unidad vivirá exclusivamente para procurar para el hombre lo mejor que siempre estará dispuesto a derramar en el corazón humano que es el amor. Dios no "asume" tres personalidades diversas, no se "disfraza" de tres diversos personajes. Es realmente tres personas que tienen su individualidad cada una, su libertad absoluta, su experiencia personal, su vivencia propia del amor. El Padre ama con amor creador. El Hijo ama con amor redentor. El Espíritu Santo ama con amor santificador. Y los hombres somos beneficiarios de estos tres tipos de amor, por los cuales existimos, hemos sido redimidos y avanzamos en el camino de la santidad. Por ello, aun cuando cada una de las tres Personas actúa propiamente con un amor totalizante, para cada aspecto de nuestra vida debemos colocar en las manos del que corresponda nuestra confianza.

Es ciertamente un misterio profundo, por cuanto no podemos excluir de ninguna de las obras a ninguna de las tres Personas. Donde está uno de los tres, están los tres, pues es un solo Dios. No es Creador solo el Padre. No es Redentor solo el Hijo. No es Santificador solo el Espíritu Santo. Los tres son creadores, redentores, santificadores. Pero en cada una de las etapas de esta historia de salvación, beneficiosa infinitamente para cada uno de nosotros, tiene mayor peso uno de los Tres. Cuando el Padre estaba creando, estaban también creando el Hijo y el Espíritu Santo. Cuando el Hijo estaba muriendo en la cruz, estaban también redimiendo el Padre y el Espíritu Santo. Cuando el Espíritu Santo está llenando de gracia a los hombres, están también santificando el Padre y el Hijo. Destaca uno, pero actúan los tres. Donde está uno, están los tres. Es una comprensión que tuvo ya la Iglesia primera, como lo atestigua el saludo final de San Pablo a los Corintios: "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos ustedes". Los tres siguen actuando en la historia de la humanidad, y lo harán por toda la eternidad. La conversión que logre la Iglesia en esa historia que le es encomendada en el amor, debe desembocar en el bautismo, como lo manda Jesús: "Vayan, pues, y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Son los tres los que estarán siempre presentes en esa historia de conversión y de salvación. No puede ser de otra manera, pues lo que estará presente será siempre el amor de Dios. Esa es su identidad más profunda. Es el Dios de amor el que nos salva. Es Él el que procura para nosotros el hacernos hombres nuevos, mediante la nueva creación a la que somete por amor a toda la creación surgida de sus manos. Es Él quien nos conduce a través de la historia por el camino del encuentro consigo, de manera que no podamos perdernos, pues tenemos siempre el dedo indicador del Espíritu Santo que nos indica la ruta correcta para avanzar en él hasta llegar a ese encuentro maravilloso. Y todo estará siempre surcado por el amor, pues es el mismo Dios el que hará posible que lleguemos todos a la plenitud. Esa plenitud es la que nos alcanza el estar íntegramente en Dios, llenos de Él, respirando por Él, salvados por Él, redimidos por Él. Será el zambullirnos totalmente en su esencia de amor, haciéndonos nosotros mismos amor como Él, pues Él "será todo en todos". El "Dios es amor" que definía San Juan, se transformará en "el hombre es amor", pues todo quedará regenerado en Dios y su esencia será la esencia de todo. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo serán la razón definitiva de la existencia de todo, y harán que todo se mantenga en el amor que son los tres.

jueves, 28 de mayo de 2020

Por mi fe y mi testimonio de unidad busco conquistar el mundo para Jesús

Diácono Luis Brea Torrens: Uno como el Padre y el Hijo

Dos cosas podríamos decir que son características en la oración sacerdotal de Jesús en la Última Cena. Por un lado, su preocupación por los que deja, al estar tan cerca ya su partida del mundo, terminando así su periplo terrenal, volviendo al Padre y recuperando la gloria que poseía naturalmente y que dejó en suspenso durante el tiempo en que estuvo en la tierra como uno más. Avizoraba Jesús que su Ascensión era ya inminente. Que solo faltaba el acontecimiento final de su entrega para morir en favor de la humanidad, alcanzando así el perdón de los pecados de todos y la salvación de cada uno. Era la tarea que le había encomendado el Padre. Y ese paso final era el definitivo. Era ya su momento culminante, por cuanto su muerte implicará la muerte del poder del demonio sobre los hombres, que había ya durado mucho, desde el pecado de Adán y Eva. El Padre había comprometido su palabra desde el principio de esta historia de desencuentro, cuando prometió la presencia en el futuro de una gran mujer cuya descendencia pisará la cabeza de la serpiente y la derrotará totalmente. Evidentemente, la victoria sobre el demonio que representaba la muerte de Jesús, debía tener un revestimiento de triunfo real. Si no hubiera habido un gesto espectacular y maravilloso, la visión hubiera sido simplemente la de la derrota, significada en aquel que pendía muerto en la cruz y luego quedaba escondido en el sepulcro. Por ello se completa el ciclo de este triunfo con el portento de la resurrección, que era el resurgir de la muerte de aquel hombre que era Dios, con lo cual se afirmaba rotundamente que las garras de la muerte y la oscuridad del sepulcro no eran lo suficientemente poderosas para retener al que era la Vida. Todo este ciclo, culminando en la resurrección, pasa a ser la base de cualquier confesión de fe. Es lo que fundamenta lo que todos creemos, sin lo cual esa fe sería totalmente vacía. "Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe", afirma San Pablo. Esto que debían creer los discípulos era claro. Pero Jesús tenía en la mente la claridad superior de quiénes eran ellos. Conocía de sus debilidades y sus flaquezas, de sus temores y cobardías. Por ello los pone ante el Padre. Lo hace sobre todo porque los ama y le duele dejarlos solos. Cuando Jesús dice que quedarán tristes por su partida, está de alguna manera reconociendo que esa misma tristeza también la vivirá Él. Toda despedida es dolorosa, más aún si ha sido el amor el vínculo sólido de la unión. Era lo que existía entre Jesús y sus seguidores. Jesús los amaba. Y ellos amaban a Jesús.

Por otro lado, surge en Jesús otra preocupación fundamental. Se trata de la unidad necesaria que debe existir entre los discípulos. Ella debía existir espontánea, pues al contemplar todos un mismo misterio, al vivir todos una misma redención, al recibir todos un mismo amor, al tener todos la misma vivencia de convocatoria y envío, se espera que sean todos como un mismo espíritu. Pero Jesús sabe muy bien de qué estamos hechos sus seguidores y por ello, con el mayor de los realismos, asume las dificultades que se podrán presentar en el futuro. En el hombre sigue pugnando el egoísmo, la envidia, la vanidad, los rencores, la mutua competencia, el ansia de dominio. La gracia obtenida en la redención no anula al hombre, aunque haya habido en él una transformación radical. Ella se añade a la naturaleza, pero no la elimina. "La Gracia supone la naturaleza, no la destruye", sentencian los teólogos. Si se tiende al egoísmo, por ejemplo, la gracia no elimina esa tendencia. Lo que hace es poner en las manos herramientas más eficientes para luchar contra ella. La clave del triunfo del cristiano es nunca asumir que todas las debilidades que deja el pecado en su ser están ya controladas y dominadas. No bajar la guardia. Es en esas debilidades en las que hay que trabajar con mayor denuedo, echando mano de la fuerza de la gracia, sin considerarse jamás un superhombre. Se trata de asumir esas debilidades como puertas de entrada para la fuerza de Cristo: "Muy a gusto presumo de mis debilidades, pues entonces residirá en mí la fuerza de Cristo". Por ello Jesús, en ese realismo duro, reconoce que los hombres necesitarán de una fuerza superior para poder vencerse a sí mismos, para poder mantenerse en la unidad, por encima de los intereses particulares de cada uno, con la mirada puesta en la solidez de la propia experiencia de vida vivida de esa manera, y en el testimonio que desde esa unidad así vivida den delante del mundo. Por ello, al igual que orará en la cruz pidiendo el perdón para quienes lo estaban asesinando, "porque no saben lo que hacen", se coloca ante el Padre para pedir por todos los que serán seguidores suyos ahora y en el futuro: "Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado". Es de tal magnitud el testimonio de unidad, que será prenda para la fe de todos los hombres que no crean. Ser uno en la fe con todos convencerá al mundo de que Jesús es el enviado para la redención. Por eso, también, es tan grave la herida que le infligimos al mundo, cuando nos empeñamos en no ser uno, sino en seguir con nuestras tienditas particulares. Es un pecado del que deberemos rendir cuentas seriamente.

En efecto, Jesús ora por todos los hombres. En esa oración estamos tú y yo. Estamos en la mente y en el corazón de Jesús cuando hace su oración por los hombres. Jesús piensa en mí y en ti, cuando piensa en sus discípulos: "No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos". Esos somos nosotros. La oración que hace Jesús implica la petición para nosotros de ser enriquecidos al haber recibido el perdón de nuestros pecados por su entrega en la cruz y por su resurrección, pero va más allá, pues el legado es el de la fe, por la cual ya vivimos en la fraternidad que Él ha venido a restituir devolviéndonos la condición que nos hace uno con todos y que luego nos servirá como prenda para conducirnos a la vida eterna feliz junto a Él a la derecha del Padre. Es un futuro que es presente, pues la vivencia que se tendrá en aquella eternidad feliz junto a Dios, la haremos real y efectiva aquí y ahora, pues estaremos viviendo los valores que se vivirán ya inmutablemente en ella. No se trata de vivir como si fueran dos condiciones totalmente distintas que no están conectadas una con otra. Lo que viviremos en el futuro no será otra cosa que lo que ya estamos viviendo ahora, si somos capaces de poner nuestro granito de arena para que se cumpla lo que pide Jesús al Padre en su oración sacerdotal. Esa condición espiritual que nos hace vivir la fe sin rompimientos ni abolladuras, en medio de un mundo descreído, que impulsa a todos a la increencia, al vacío de una existencia sin expectativas de eternidad, sin la capacidad de elevar la mirada hacia una realidad vertical que es superior por lo eterna, que anima al egoísmo total porque anula al amor que es la mayor riqueza que Dios ha colocado en nuestros corazones, es una condición que nos eleva. Que no nos deja postrados en la horizontalidad de una vida sin sentido trascendente. Y esa misma condición nos invita a vivir la unidad como un tesoro invaluable, pues nos hace fuertes, nos solidifica en la lucha contra el mal, destruye la individualidad que puede llegar a ser el peor asesino de nuestra experiencia de fe pues mata al amor que es el vínculo que nos une. Jesús sabe muy bien lo que pide para nosotros. Y sabe muy bien que eso es esencial para que podamos tener una vida auténtica de seguidores suyos, que nos enriquezca a nosotros mismos, que enriquezca al mundo, que enriquezca a cada uno de los nuestros. Sentimos en nuestro interior la misma voz de Cristo, que nos impulsa a dar testimonio delante de todos de nuestra fe y de nuestra vivencia de la unidad, como la sintió San Pablo: "¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio en Jerusalén de lo que a mí se refiere, tienes que darlo en Roma". Y que tenga como efecto final nuestra salvación, nuestra llegada triunfal con Jesús a la derecha del Padre.