Cuando se ama, se quiere y se procura lo mejor para el amado. Al mismo tiempo, cuando se ama -sin llegar a ser un condicionante para amar-, se espera del amado también lo mejor. El padre y la madre dan todo a su hijo, y dan lo mejor. -Recuerdo que mi mamá y mi papá me decían que si tenían que quitarse el pan de la boca para dármelo a mí, lo harían sin titubear...-. Pero igualmente, esperan del hijo una respuesta comprometida al amor, apuntando a ser más responsable, mejor alumno, mejor hermano, que ayude más en la casa... El esposo o la esposa dan todo su amor al otro, y a la vez esperan siempre que su cónyuge sea cada día mejor cónyuge, que demuestre más amor, que tenga más detalles, que la relación entre ambos vaya siendo de más calidad... No es que condicionen el amor. No llegan a decir "¡Si no lo haces así, no te amaré más!" El amor verdadero y perfecto es benevolente, no concupiscente. Es decir, lo da todo, y no espera nada a cambio. Aunque si se le da algo a cambio, se siente más hermoso...
Así es el amor de Dios, y aun mejor, pues es la fuente de todo amor. Y la fuente es la perfección del amor. No hay amor mayor ni mejor que el de Dios. Por eso, Dios "se atreve" a poner la exigencia al hombre. Desde prácticamente el inicio de la historia de la humanidad, Dios puso al hombre la norma clave de la convivencia: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". A través de Moisés, nos hace llegar la regla más básica, pero también la más importante, para vivir como verdaderos hijos de Dios.
Jesús es el Dios que se hace hombre y que nos trae el amor encarnado del Dios que nos ama. Y pone la exigencia del amor en un escalón aun más alto: "No he venido a abolir la ley, sino a darle plenitud". Desde su amor, Dios nos pide que seamos mejores, que no nos contentemos con medias tintas, que apuntemos a la excelencia. Jesús apunta a la perfección: "Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto". En el amor, la única medida razonable es la de la perfección. Ya lo decía San Agustín: "La medida del amor es el amor sin medida". Lo comprendió perfectamente. El amor no puede ser medido, como no puede ser medida la presencia de Dios. No se puede estar "medio lleno" de Dios. Si se tiene a Dios, se le tiene completo o no se le tiene. Como la mujer que no puede decir que está "medio embarazada". O lo está o no lo está...
Por eso, Jesús da la segunda medida del amor. La primera era "como a ti mismo". La segunda es "como yo los he amado". Es el amor del Dios que se hace hombre. Y al encarnarse, encarna también el amor de Dios, un amor que jamás estará restringido, medido, dosificado. Para nosotros, amar como hombres es ya difícil. Amar como Dios es, por decir lo menos, imposible... Somos hombres y nunca seremos dioses. A primera vista, parecería que Jesús estaría siendo injusto con nosotros, pidiéndonos algo que sabe muy bien que jamás podremos lograr...
Leer el Evangelio y percatarse bien de lo que Jesús nos exige es convencerse del absurdo que nos pide: "Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica; dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehuyas... Amen a sus enemigos, y recen por los que los persiguen..." Ante esto, sólo resta decir: "Para mí es imposible... Yo solo no puedo..." Y es allí donde está la clave para poder lograrlo: Convencerse de que nosotros jamás podremos lograrlo con nuestras solas fuerzas... El secreto para lograrlo nos lo da Pablo: "¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?" La clave está en dejar actuar a ese Dios del que somos morada. La perfección a la que estamos llamados es a la humana, no a la divina, pues para nosotros la segunda es imposible. -La traducción de lo que nos dice Jesús sería: "Así como Dios es perfecto en su divinidad, sean ustedes perfectos en su humanidad"-. Pero, se puede alcanzar si lo dejamos en las manos de Dios: "Señor, yo no puedo por mis propias fuerzas. Pero si me lo pides es porque Tú lo harás posible en mí. Ven a mí y lógralo Tú". Dejarse invadir por Jesús, por su pensamiento y su actitud, por su fuerza y su gracia, es lo que hará posible alcanzarlo. "Todo lo puedo en Aquél que me conforta". El ser perfectos como el Padre, tal como nos lo pide Jesús, significa el vaciarse totalmente de uno mismo y dejar que Él habite en nosotros. "Negarse a sí mismo". Es la verdadera perfección. La perfección humana es humana. Y desde ella somos impulsados a dejar el espacio a Dios, para llegar a la perfección divina que se nos pide. Sólo seremos perfectos como el Padre celestial cuando lo dejemos habitar y actuar plenamente en nosotros...
Hay que reconocerse inútiles en este intento. "Que nadie se engañe. Si alguno de ustedes se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios". Así lo entendió San Agustín, cuando en su oración, cayó vencido delante de Dios. Lo había intentado por sí mismo y nunca lo logró. Ante el Señor, se reconoció como tal, y no tuvo más opción que decirle: "Señor, dame lo que me pides, y pídeme lo que quieras..."
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