sábado, 27 de marzo de 2021

Toda nuestra realidad será transformada en el amor

 Archidiócesis de Granada :: - “Conviene que uno muera por el pueblo y no  perezca la nación entera”

Las autoridades religiosas de Israel deciden la muerte de Jesús. La palabra profética de Caifás es determinante para comprender el por qué de la muerte de Jesús: "Ustedes no entienden ni palabra; no comprenden que les conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera". El mismo evangelista San Juan afirma el sentido de esta frase: "Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos". La muerte de Jesús no se podía ver entonces solo como un acto de ruindad de las autoridades, aunque efectivamente lo era, pues veían en peligro su predominio espiritual sobre el pueblo, sino que había que verlo desde la óptica de la fe y de la historia de salvación. Desde el mismo principio estaba establecido por Dios que la satisfacción por el pecado y la traición del hombre se daría a través de la entrega voluntaria de aquel descendiente de la mujer que pisaría la cabeza de la serpiente, es decir, del demonio, pero que a su vez Él sería herido en su talón. Esa herida del talón es el dolor, el sufrimiento y la muerte que sufriría el Hijo de Dios que acepta el encargo del Padre. Podríamos afirmar que en cierto modo el Verbo eterno conocía perfectamente cuál sería su itinerario y que el fin de su ser encarnado era el de la muerte. No era extraño para la divinidad ese final. Aún así, demostrando su pertenencia total a la raza humana, siente que aquello que le tocará vivir será muy cruel y doloroso. Por ello, pide al Padre, en la previsión de ese dolor que le tocará vivir, ser liberado de esa hora y que el cáliz que le tocará beber pase de Él. Aún así, aun cuando su naturaleza humana se rebela, asume totalmente la tarea y se encamina valientemente a la meta final de su obra de rescate. Ese paso decisivo de Jesús es el que logra la salvación de la humanidad. Contemplar este gesto es ya suficiente para sentir el gozo de saber que Dios mismo ha hecho la obra que nadie más podría hacer para la liberación del hombre. Si nos hubiera tocado a los hombres hacerlo, jamás hubiéramos podido lograrlo. Solo el Hijo de Dios encarnado podía lograrlo y por ello lo asume como su tarea. Es el gozo de la libertad recuperada gracias al sacrificio voluntario del Hijo hecho carne.

Son muchas las ocasiones en las que Dios promete esta obra de rescate. Y también son múltiples las demostraciones de infidelidad y de falta de amor del pueblo hacia Dios. Una y otra vez el Señor da una nueva oportunidad a Israel de volver a Él, de vivir bajo su mando, de cumplir su voluntad, de profundizar en su experiencia de fraternidad. La historia de Israel es un claroscuro evidente. Tan pronto se compromete con Dios y asume con supuesta responsabilidad el compromiso, como posteriormente abandona su palabra empeñada y le da de nuevo la espalda a Dios, obnubilado por las ofertas del mundo, con la consecuente frustración del pacto de fidelidad con Dios. Pero es extraordinaria la paciencia de Dios que una y otra vez quiere levantar de nuevo al pueblo para que no caiga en el abismo que significa alejarse de Él y de su amor. En cada ocasión de traición del pueblo, vuelve a tender la mano para ofrecer el camino de la auténtica felicidad: "Recogeré a los hijos de Israel de entre las naciones adonde han ido, los reuniré de todas partes para llevarlos a su tierra. Los haré una sola nación en mi tierra, en los montes de Israel. Un solo rey reinará sobre todos ellos. Ya no serán dos naciones ni volverán a dividirse en dos reinos. No volverán a contaminarse con sus ídolos, sus acciones detestables y todas sus transgresiones. Los liberaré de los lugares donde habitan y en los cuales pecaron. Los purificaré; ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios. Mi siervo David será su rey, el único pastor de todos ellos. Caminarán según mis preceptos, cumplirán mis prescripciones y las pondrán en práctica. Habitarán en la tierra que yo di a mi siervo Jacob, en la que habitaron sus padres: allí habitarán ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos para siempre, y mi siervo David será su príncipe para siempre. Haré con ellos una alianza de paz, una alianza eterna. Los estableceré, los multiplicaré y pondré entre ellos mi santuario para siempre; tendré mi morada junto a ellos, yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y reconocerán las naciones que yo soy el Señor que consagra Israel, cuando esté mi santuario en medio de ellos para siempre". La paciencia del Señor es extrema, porque ama infinitamente, y ofrece siempre al pueblo el mejor futuro posible, a pesar de su infidelidad.

Y con Jesús, todas las promesas de bienestar, aquellas que darán como consecuencia disfrutar de todas las bondades que el Señor derramará por su misión cumplida, llegarán a su cumplimiento perfecto. "Aquí estoy, Señor, para hacer su voluntad", ha dicho el Hijo encarnado. Llegó el momento del establecimiento del Reino, con todas sus bondades. Ese Reino es la nueva creación de todas las cosas, la que supera infinitamente aquella primera, con todo lo portentosa que resultó. Es dar a todo el nuevo cariz del amor y del rescate, lo que logra que la realidad que ha sido tan brutalmente dañada por el pecado del hombre, adquiera de nuevo su belleza y su fragancia, y aún mayor que la anterior realidad de lo creado, pues es revestida de la gloria que adquiere gracias al sacrificio redentor y a la resurrección que viste de gloria toda la creación. Es el momento de gloria de la humanidad. Ciertamente de parte de la humanidad solo ha sido puesto el Verbo encarnado y su entrega. A lo que se puede añadir la identificación con Él de quienes creyeron que era el enviado del Padre y pusieron en Él la esperanza de que todo lo prometido por el Padre en la antigüedad se cumpliría con su obra. Por eso, la humanidad entera vive un momento de oro. Es el momento celestial de la reincorporación a la vida divina, mediante la gracia que Dios derrama en la muerte y resurrección del Hijo. De esta manera, se entiende que vivir con intensidad esta realidad no puede ser hecho de otra manera que en el gozo y la plenitud de la alegría que da el saber que nuevamente la promesa del Señor se ha cumplido. Y ésta, la más importante de todas, pues es la que abre el camino de la vida a la plenitud definitiva de la felicidad y del amor en Dios, ya que será para toda la eternidad. Por ello, no tiene sentido quedarse solo en la contemplación de la realidad actual, aunque es importante pues es lo que vivimos. Existe una vida que es la que vivimos cotidianamente que sigue teniendo su carga de dolor, de dificultad, incluso de sufrimiento, que hay que tener en cuenta. No es para nada despreciable esta realidad. Pero junto a ella debemos tener también siempre la convicción de que todo eso cambiará, que el dolor finalizará y que será la alegría de vivir en el amor y en la plenitud de Dios lo que imperará eternamente.

1 comentario:

  1. Solo el hijo de Dios encarnado podía lograrlo y por eso asume la tarea de cumplir con el mandato por quien había sido enviado, de lograr la salvación de la humanidad.

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