viernes, 31 de julio de 2020

La alegría no está en no sufrir. Está en cumplir la misión

EVANGELIO DEL DÍA: Mc 6,1-6: No desprecian a un profeta más que en ...

De entre las experiencias más duras que podemos tener los cristianos podemos decir que la más terrible es la del desprecio de los propios. De los que no conocemos y son duros de corazón es natural que tengamos reacciones opuestas, que sean signos de desprecio, incluso de persecución y hasta de sufrimiento. Cuando el Señor envía a los discípulos al mundo, los pone sobre aviso: "Los envío como corderos en medio de lobos", alertando de que su mensaje no será de ninguna manera bien recibido, sobre todo cuando se trata de esos lobos que están demasiado acostumbrados a vivir en el fango, regodeándose en el mal, lejos de la justicia y de la solidaridad, y que en su momento ven cómo peligra su obstinación en el mal cuando llegamos con nuestro mensaje de amor y de servicio, de solidaridad y fraternidad. El mal es perseverante e infundirá siempre en sus seguidores la obcecación para no perder esos "privilegios" que han ganado a fuerza del sometimiento de los demás, dejando a un lado toda idea del bien. Nosotros, los corderos, siguiendo la indicación de Jesús, no debemos sorprendernos de esta reacción de los lobos. En todo caso, también es cierto que Jesús nos llena de esperanza cuando nos anuncia que al enviarnos no se desentiende de nosotros, sino que está a nuestro lado como apoyo y fortaleza: "En el mundo sufrirán tribulaciones, pero no teman, Yo he vencido al mundo". Existe una realidad totalmente segura, y es la de que el mundo reaccionará al mensaje de amor y de fraternidad que le lleva el cristiano. Pero hay una verdad mayor que es además insoslayable, que es la de que Jesús cuando manda a remar mar adentro no se queda en la orilla, sino que aborda también la barca y va con los marineros. De esa manera, Él no se hace el desentendido y está vigilante para calmar las tempestades que se presenten en la travesía. Las promesas de ese acompañamiento son innumerables, por lo que no podemos pensar nunca que estamos desguarnecidos en esta aventura a la que se nos envía. Jesús promete su permanencia, y además asegura la presencia de su Espíritu que dará fuerzas e iluminación a quienes deben recorrer los caminos del mundo con su mensaje: "El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, El les enseñará todas las cosas, y les recordará todo lo que les he dicho". El realismo de Jesús puede ser, ciertamente, crudo. Pero es también muy esperanzador.

Sin embargo, en ese realismo, la crudeza es extrema cuando a las relaciones con los más cercanos se refiere. "El hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres, y los harán morir". Es muy duro lo que nos presenta Jesús como perspectiva, pues se trata no solo de aquellos de los que esperamos naturalmente que se opongan, sino que serán los propios, los de la misma sangre, los que se pondrán al acecho y nos procurarán los mayores sufrimientos y hasta la muerte. Incluso llega al extremo de proponer que al hacerlo pueden estar pensando en que están haciendo algo bueno: "A ustedes los echarán fuera de las sinagogas; y llegará el día en que cualquiera que los mate pensará que le está prestando un servicio a Dios". Cuando se nos coloca ante esta perspectiva, se concluye naturalmente que en lo humano no es nada halagüeño ser servidor de Jesús y de su reino. Por ello, el enfoque debe ponerse no solo en esto negativo, pues lo oscuro llama a dejarlo todo y huir, sino que se debe colocar en el enfoque del acompañamiento y de la iluminación y fortaleza que se recibirá, además de la compensación infinita de saber que se está haciendo lo que Dios quiere de nosotros, que al hacerlo Él está allí a nuestro lado por lo que nos sabemos infinitamente bendecidos con su amor y su fortaleza, y de que nos espera un futuro de total armonía y paz después del dolor, que compensa con mucho los tragos amargos que hubo que beber. Está claro que la perspectiva no puede ser solo trágica. No es el sufrimiento la marca del cristiano. Es el consuelo y la esperanza. Es el alivio y la promesa de vida eterna. Es el hacerse solidario con el que sufre y llevarle el amor de Dios que lo quiere feliz y quiere su salvación. El signo lo marca el futuro y ese signo impregna el presente. Por ello, en medio del dolor o el sufrimiento que pueda presentarse se debe tener un espíritu de dicha porque se está sirviendo en el amor a los hermanos. Eso explica la sonrisa angelical de los santos. Por ejemplo, la de Santa Teresa de Calcuta que servía en medio de la mayor indigencia, de la mayor indiferencia y de los mayores dolores, que producían puntillazos en el corazón, pero que lo hacía con una felicidad que solo se puede explicar cuando se sabe que en medio de todo ese sufrimiento se estaba siendo instrumento del amor de Dios, lo que borraba todo malestar. "Mi interés no es ni siquiera que se conviertan. Mi interés es de que cuando mueran, sepan que al menos en esos momentos finales de su vida, hubo alguien que sí los amó", decía refiriéndose a los indigentes moribundos que se encontraba en las calles de Calcuta. ¿Cómo no rendirse al amor de Dios con esos ejemplos grandiosos, vengan las dificultades que vengan?

Nada debe servir para la desilusión del enviado. Ni siquiera el rechazo de los propios. Fue la experiencia de Jeremías, enviado por Dios a profetizar a las autoridades del pueblo: "Cuando Jeremías acabó de transmitir cuanto el Señor le había ordenado decir a la gente, los sacerdotes, los profetas y todos los presentes lo agarraron y le dijeron: 'Eres reo de muerte. ¿Por qué profetizas en nombre del Señor que este templo acabará como el de Siló y que esta ciudad quedará en ruinas y deshabitada?'
Y el pueblo se arremolinó en torno a Jeremías en el templo del Señor". Jeremías es el prototipo del enviado que es rechazado por su pueblo, perseguido y escarnecido por llevar el mensaje de Dios. Humanamente llegó a tener la tentación de dejarlo todo y retirarse al desierto, incluso de morir, dejando así de ser profeta. Pero pudo más el deseo de seguir sirviendo fielmente a la causa de Dios. También este escarnio lo vivió el mismo Jesús: "La gente decía admirada: '¿De dónde saca este esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso?' Y se escandalizaban a causa de Él. Jesús les dijo: 'Solo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta'. Y no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe". Jesús vivió el dolor del rechazo de los suyos, sin duda. Pero no por ello dejó de hacer lo que le correspondía. Aunque la falta de fe de ellos le impidió hacer portentos en su favor, siguió adelante con su misión y no dejó de favorecer a los hombres con su mensaje de amor y las maravillas que realizaba. La satisfacción de ser enviado por Dios para el rescate y la salvación de los hermanos, mediante la obra que debía llevar adelante, fue suficiente motivación para seguir adelante, sin importar las consecuencias que eso tenía para Él. El amor a Dios y a los hombres, la alegría del servicio total, la entrega incluso hasta la muerte por cumplir su tarea, fue la motivación final y completamente satisfactoria para Él. Aquella frase final, "Todo está consumado", no es la del hombre sufriente y derrotado que está a punto de morir en la cruz, sino la del que sabe que ha cumplido y ha llevado todo a su plenitud. Es la frase del hombre que está satisfecho de haber hecho lo que le han encomendado. Es como si Jesús hubiera dicho "misión cumplida", y eso, a pesar de que la acarreaba la muerte, era su mayor satisfacción. Se presentaba ante Dios con las manos llenas, satisfecho de haber hecho lo que tenía que hacer y por ello había logrado la salvación de todos y cada uno de los hombres del mundo. No existe posibilidad de una alegría mayor. Esa debe ser también nuestra misma alegría al cumplir con nuestra tarea al ser enviados al mundo.

jueves, 30 de julio de 2020

La resignación no es cristiana. La conformidad sí

Jesús usa comparaciones para enseñar verdades sobre el Reino | La ...

Una inquietud que surge razonablemente en el corazón de los discípulos de Jesús es la de la salvación universal. ¿Serán todos los hombres los llamados a la salvación? ¿Habrá ya algunos destinados previamente a la condenación y otros a la salvación? ¿La sangre de Cristo habrá sido derramada para favorecer a todos o solo a unos cuantos? En la historia de la teología hubo un tiempo en el que la idea de la predestinación tomó mucho peso. Inclusive, aún hoy, alguna teología de alguna de las iglesias protestantes basa su desarrollo en esta idea. Es la teología que basa su consideración en la fatalidad. Nada de lo que haga el hombre, a favor o en contra del Reino de Dios, servirá para su salvación, pues su destino ya está escrito. Ya en el libro de la vida Dios ha escrito su suerte. Su futuro está ya determinado. Hija de estas ideas es la de la resignación ante la voluntad de Dios, que considera que ante los sucesos que va presentando el tráfago de la vida simplemente hay que bajar la cabeza, porque "es la voluntad de Dios" y ante eso no hay nada que hacer. Según esta mentalidad, Dios sería la fuente no solo de la vida y del bien, sino también de los males del mundo. Por eso, ante el mal "hay que resignarse, porque es la voluntad de Dios". Nada más falso que eso, pues Dios, autor y dador de todos los bienes, cuya naturaleza es el amor, jamás puede ser fuente de ningún mal, por lo que tampoco, de ninguna manera, sería partidario de la resignación ante el mal. Cuando nos ha enriquecido con inteligencia y voluntad lo ha hecho para que en el uso de ellas, los hombres procuremos siempre la búsqueda del bien para sí mismos y para todos. Y si ello implica la lucha contra el mal, enfrentarse a él para que no venza ni se enquiste en el corazón de nadie, se haga oportunamente. Entra en juego aquí el tesoro de nuestra libertad. Somos libres para elegir el bien, para procurarlo para todos, para luchar contra el mal. Pero el uso incorrecto de esa misma libertad puede llevarnos a elegir el mal, a procurarlo para todos y a querer imponerlo en el mundo. Es esa la fuente del mal. El mismo hombre, en el uso del atributo del libertad con el que el Señor lo ha favorecido, puede ser una bendición para sus hermanos o una maldición para ellos. Dios nos llama a ser suyos, y por ello, al conformar la gran comunidad de sus discípulos, sabemos bien cuál es la meta que debemos perseguir. Nunca será la de la indiferencia, la del no tomar partido, la del permanecer impávidos ante el mal que sufre el mundo. Quien así actúa no se estaría quedando solo en la indiferencia, sino que estaría conformando el ejército del mal, haciéndose su cómplice. La voluntad de Dios es que el hombre sea feliz y alcance el bien, por lo cual jamás será quedarse de brazos cruzados, con la resignación como marca final.

Por ello, ante la pregunta que surge inquietante en nuestro corazón, -¿quiere Dios la salvación de todos?-, la respuesta clara y contundente es ¡Sí! Ya lo dijo San Pablo: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad". Si hay alguna predestinación en nuestras vidas, es la de la salvación. Dios no condena a nadie a priori. En todo caso, los salva a todos a priori. Pero también respeta la libertad que ha donado a cada uno. Está dispuesto a dar la salvación a todos. Lo ha demostrado fehacientemente durante toda la historia de salvación, y más rotundamente en el envío de su Hijo al mundo para la salvación del hombre, que en la entrega amorosa en favor de los hombres a los que quiere salvar confesó su amor infinito por cada uno y su deseo ardiente de salvarlos a todos. Si Dios no predestina fatalmente a nadie, tampoco utiliza la salvación como una vacuna para inocular por encima de la voluntad humana. El mismo estilo gramatical de la formulación de la frase de San Pablo así lo sugiere. En lugar de decir: "Dios quiere salvar a todos los hombres", dice: "Dios quiere que todos los hombres se salven". La construcción reflexiva sugiere que el hombre es parte activa de su propia salvación, la que tiene como fuente la gracia divina, pero de la que debe hacerse digno. Se da, por lo tanto, un doble movimiento en el proceso de la salvación. Por un lado, el de Dios que ha hecho todo, lo posible y lo imposible, para hacer llegar a cada hombre su salvación, y por el otro, el del hombre que demuestra querer vivir esa salvación, con sus hechos que lo acercan al amor de Dios, o que desprecia ese gesto salvador de Dios y se aleja de su amor. Es el proceso que sigue el alfarero ante el barro que es puesto en sus manos: "Cuando le salía mal una vasija de barro que estaba torneando (como suele ocurrir al alfarero que trabaja con barro), volvía a hacer otra vasija, tal como a él le parecía. Entonces el Señor me dirigió la palabra en estos términos: '¿No puedo yo tratarlos a ustedes como este alfarero, casa de Israel? —oráculo del Señor—. Pues lo mismo que está el barro en manos del alfarero, así están ustedes en mi mano, casa de Israel'". Ese barro que somos nosotros puede dejarse moldear suavemente. Y si no se deja, pues será rechazado. Depende del barro que se haga dócil, sirviendo al bien y al amor, para así encaminarse a obtener la salvación. Lejos de la pasividad que implica la resignación ante el mal se ubica la conformidad ante la voluntad divina, que implica no quedarse de brazos cruzados, sino conformarse, es decir, hacerse conforme, con lo que Dios quiere de nosotros. Son dos ideas muy distintas. La resignación sugiere pasividad, mientras que la conformidad sugiere exigencia en la acción. No es lo mismo resignarse que conformarse. Conformarse nos llama a comprometernos por alcanzar la forma que Dios quiere que tengamos.

La misma idea la pone Jesús sobre el tapete cuando nos habla en la parábola de los pescadores: "El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes". Los peces buenos son los que no se han resignado, sino que se han querido conformar con la voluntad divina. Si "Dios quiere que todos los hombres se salven", ellos quieren ser de los peces que entren en la salvación, por lo cual se han conformado y no se han resignado ante el mal. Han luchado por vivir en el amor, han querido procurar el bien para los ellos mismos y para los hermanos, han luchado contra el mal que ha querido enseñorearse en el mundo. Por el contrario, los peces malos son los que se han resignado ante el mal. En vez de hacerse activos en el bien, lo han  hecho en el mal. No han tenido la suficiente valentía para luchar contra el mal, se han dejado vencer por él y, haciéndose sus cómplices, han permitido con su pasividad o han promovido activamente que el mal se difunda en el mundo. No han dejado de tener la opción de hacerse peces buenos o barro dócil, pues han seguido disfrutando de la libertad que es el don precioso que Dios les ha dado, pero han preferido servir al mal. En la espera de su conversión el Señor los ha mantenido hasta el momento final de la selección de peces buenos y malos. Ese es el final de los tiempos. Hasta ese momento tendremos opción de elegir a quién servir, si al bien o al mal. Pero llegará el momento definitivo de la selección entre buenos y malos. Lo sabio es apuntar a ser elegidos y no desechados. Lo sabio será conformarse a la voluntad salvífica universal de Dios. Lo absurdo es que habiendo sido favorecidos y esperados hasta el momento final, nos obcequemos en el mal y perdamos la oportunidad de entrar por la puerta de la salvación. Hay que apuntar a tener la sabiduría divina: "Un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo". Su tesoro es el del amor y la salvación. Y conformándose a la voluntad de Dios, va sacando para sí y para todos lo que los enriquece. No echa en saco roto el deseo de Dios de salvarlos a todos y hace todo lo posible por ser un agraciado de Dios y por hacer a todos los hermanos también agraciados para recibir del amor de Dios y de su infinito poder y misericordia la salvación eterna, que es la mejor meta a la que se puede apuntar desde la propia libertad.

miércoles, 29 de julio de 2020

Jesús es el amigo más entrañable y el Dios que nos ama y nos da la Vida

El Periódico de México | Noticias de México | Columnas-VoxDei ...

Marta, la hermana de Lázaro y María, la familia de Betania que era gran amiga de Jesús y con la que pasaba momentos de sosiego y de reposo, es un personaje único. Es encantadora la manera fluida y totalmente transparente con la que interactúa con Jesús. Lo consideraba de verdad su amigo, amigo de la familia, y no andaba con ocultamientos cuando de descubrir lo que había en su interior delante de Jesús correspondía. Lo consideraba también parte de la familia, por lo que lo trataba como seguramente trataba a su hermano Lázaro o a su hermana María. Probablemente Jesús los había conocido algún tiempo antes, quizás en una relación previa de ambas familias, la de ellos y la de Jesús, o quizás en alguno de sus viajes, en los cuales, como vemos en otros casos, era normal que se ofreciera morada al viajero como una cortesía con alguien que necesitaba un techo para reposar. Lo cierto es que la relación de Jesús con esta familia es mucho más profunda que la que demuestra tener con otros personajes que nos presentan los Evangelios. Y se nota que ellos ocupaban un lugar privilegiado en el corazón de Cristo. Podría pensarse que humanamente Jesús sentía una cierta predilección en la relación con ellos, haciendo justicia del sabio adagio popular "Amor con amor se paga". Si recibía tanto amor de ellos, lo lógico es que naturalmente surgiera de su corazón como respuesta el mismo amor. Jesús es el Dios que se ha hecho hombre, y su humanidad se evidencia en las reacciones que tiene y que serían las que tendríamos cualquiera de nosotros ante los estímulos que podemos recibir. Jesús no es distinto de nosotros en eso. Se ha hecho igual que cualquiera en todo, se había hecho uno más, menos en el pecado. Asumió el pecado sobre sus espaldas para cargarlo hasta la cruz redentora, pero no lo vivió como experiencia personal. Su humanidad fue la más pura, pues la tomó en su más perfecta originalidad, aquella que surgió de las manos del Creador en el primer momento de la existencia de los hombres, que luego fue contaminada por el mismo hombre al dejarse embaucar por el demonio. En esa humanidad vive el amor, la cercanía entrañable con los suyos, la amistad sabrosa al compartir momentos de sosiego y de reposo, la alegría de una conversación sobre temas a veces muy serios y a veces más banales, la sensación de estar viviendo momentos de paz y de serenidad en la seguridad de que donde se está no habrá mayores problemas. Los tres hermanos eran como una segunda familia para Jesús.

La frescura y la transparencia de la relación es tan grande, que precisamente por no haber necesidad de estar ocultando formas, vamos descubriendo atisbos de la personalidad de cada uno de los hermanos. Nos percatamos de la suavidad de carácter de María que, cuando está Jesús, para ella todo lo demás desaparece y no piensa en otra cosa que oírlo embelesada sentada a sus pies, pues lo consideraba el Maestro, o que cuando viene Jesús después de haber muerto su hermano estaba llorando y, al enterarse de que Jesús había llegado, sale de prisa a buscar consuelo en Él, haciéndole un reclamo suave por su ausencia. Nos encontramos también con Lázaro, del cual no se dan mayores detalles, aun cuando es quien recibe el mayor favor, al ser resucitado por Jesús. Lo más probable es que fuera muy sencillo, de pocas palabras, en una vida cotidiana en la que se evidencia el dominio de las mujeres, sobre todo de Marta, la que destaca como la jefa de familia, a pesar de que esa sociedad fuera una sociedad netamente patriarcal. Lázaro sería el jefe de familia hacia fuera, pero la que dominaba los hilos de la vida familiar era Marta. Era muy apreciado por la gente, como se desprende de lo que nos relatan los Evangelios alrededor de su muerte: "Betania estaba cerca de Jerusalén, como a quince estadios; y muchos de los judíos habían venido a Marta y a María, para consolarlas por su hermano". Y descubrimos finalmente en Marta una personalidad arrasadora, que no se guarda nada delante de Cristo, descubriendo la extrema confianza que sentía delante de Él, pero que sabe que es un hermano más de la familia al que incluso se le puede reclamar cuando se considera que está haciendo algo impropio. Ella le reclama a Jesús que no le llame la atención a María, cuando está agobiada por la carga de la casa mientras ésta está sentada a sus pies embelesada escuchándole. Ella sale al encuentro de Jesús cuando llega después de haber muerto su hermano, y le reclama muy sentida su ausencia, sin importar que hubiera gente alrededor: "Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto". Ella es capaz de intentar rebatir las palabras de Jesús, cuando le asegura que Lázaro va a resucitar: "Yo sé que resucitará en la resurrección del último día". Y es ella la misma que confiesa una fe extraordinaria en Jesús: "Sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá". Está claro que en la naturalidad de la relación, se va aclarando paulatinamente para ellos quién es Jesús. No es un simple amigo, aun cuando eso era de lo más valioso que les había ofrecido el Señor. Era la presencia de Dios en medio de ellos.

En el encuentro con Marta se da quizá una de las conversaciones con Jesús que echan más luces sobre lo que es su identidad más profunda. Sin duda, Jesús tuvo momentos en los que, según nos relatan los Evangelios, fue revelando a los discípulos quién era. "¿Quién dicen ustedes que soy yo?", le preguntó a ellos en un momento, y Pedro dio la respuesta grandiosa, iluminado por el Padre: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". Esa era la carta de identidad de Jesús. Pero delante de Marta Jesús da una definición aún más radical: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre". Ya no tiene que ver solo con lo que es su identidad más profunda, sino que, basándose en eso que es, aclara lo que ello implica para cada hombre. La relación con Jesús no es solo la relación con el Mesías, con el Hijo del Dios vivo, sino que implica para quien a Él se acerque y viva su vida, la victoria total sobre la muerte y sobre la frustración eterna. Quien se acerca a Jesús y vive de Él, tendrá la vida eterna, no morirá para siempre. Es una luz que echa Jesús sobre lo que Él es, y lo hace delante de su gran amiga y hermana Marta. Ella lo cree así. Cuando Jesús, después de decirlo, le pregunta: "'¿Crees esto?'. Ella le contestó: 'Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo'". Es una confesión de fe absoluta en Jesús. Para ella, como seguramente también para sus hermanos, Jesús no solo era ese amigo que venía ocasionalmente a pasarla bien con ellos. Con todo lo hermoso y placentero que eso pudiera haber sido siempre, Jesús era Ese que había estado esperando Israel por tantos años, Aquel que había sido anunciado por todos los profetas del Antiguo Testamento, Ese que hacía que la historia llegara a su momento culminante pues era el que anunciaba la llegada de la plenitud de los tiempos. En Marta se da la amalgama de las mejores experiencias que debemos tener cada cristiano que queremos llenarnos de la gracia que Jesús trae. Es una de las hermanas de esa familia que sostenía una relación entrañable de amistad con Jesús y que mantenía esa relación fresca, cercana, transparente, con el que era su amigo. Y tenía plena conciencia de que ese gran amigo suyo era el Mesías, el Redentor, el Hijo del Dios vivo, Dios mismo Él, que era capaz de alcanzar para ellos cualquier favor que le pidieran, porque Dios le concedía todo lo que le pidiera. Era su amigo, y estaba a su favor con todo el poder de Dios a su mano. Así debe ser Jesús para nosotros. Debe ser para nosotros el amigo entrañable, el que está siempre cercano a nosotros, con el que debemos relacionarnos de la manera más fluida y transparente, y Aquel en quien podemos tener la fe más sólida, pues es el Dios que ha venido para darnos todo su amor y hacerlo todo en favor nuestro.

martes, 28 de julio de 2020

La unidad no es uniformidad. Es riqueza en la diversidad

EVANGELIO DEL DÍA: Mt 13,36-43: Acláranos la parábola de la cizaña ...

Una realidad esencial en la vida de los hombres es la de la solidaridad, la de la vida en comunidad. Desde el mismo principio de nuestra existencia, la sentencia divina lo estableció como parte de nuestra naturaleza: "No es bueno que el hombre esté solo. Hagámosle una ayuda adecuada". Desde aquel momento, los hombres estamos destinados a vivir en esa comunidad de vida y de intereses, de esfuerzos y de metas. Empeñarse en vivir en la individualidad absoluta, como islas sin relación mutua, atenta frontalmente contra lo que es nuestra tendencia natural. Por ello, quien se empeña en vivir en ese aislamiento enfermizo nunca alcanzará la felicidad, pues su plenitud, así está establecido, solo la logrará en la relación fraterna y en la solidaridad con los demás hombres. Más aún, a pesar de que ciertamente podrá alcanzar algunos logros quien así procede, jamás avanzará tanto como lo puede hacer cuando se asocia con otros para la persecución de metas. La asociación es algo natural, nos hace más fuertes, nos enfoca mejor en el logro de objetivos. Cuando somos más, somos más fuertes. La individualidad nos debilita y nos hace fácilmente presa de las dificultades. La unión hace la fuerza. Sin embargo, no se trata de una uniformidad que nos amalgame y nos haga perder nuestra sana individualidad y que nos haga clones unos de otros o robots que respondan todos a la misma programación. Eso sería la negación de la individualidad hermosa que nos regaló el mismo Creador al darnos la existencia. Se trata de la unidad que resulta del aporte de la diversidad enriquecedora y variopinta que hace que exista una verdadera preocupación por hacerse uno, en la vivencia de la solidaridad querida por Dios. Quien ya es igual no tiene que esforzarse por hacerse igual. Quien no lo es, se esfuerza por acercarse a lo diverso que es el otro, con lo que demuestra su afecto por la vida comunitaria al realizar su aporte para querer agregar lo que su propia diversidad puede sumar como riqueza a la gran unidad que se desea, eliminando lo malo propio y añadiendo lo mejor que tiene, con lo que resulta una creación pictórica hermosa que se embellece con los diversos pinceles y los variados colores que cada uno posee. La unidad lograda desde la diversidad es un gran tesoro que tenemos. Naturalmente, esa misma diversidad asegura que en algún momento puedan presentarse "cortocircuitos" por algún desacuerdo o alguna diferencia de óptica o de criterios. La unidad deseada nos llama a buscar el acuerdo. El éxito de todos pesa más que el éxito de uno. Por ello, en un acuerdo que se alcance, aun cuando signifique el tener que renunciar a la propia idea o a la dirección que se considera la más idónea a nivel personal, todos resultamos ganadores. Nadie pierde en el acuerdo. Al ser favorecida la unidad, gana la comunidad, y por tanto ganan todos.

Esa unidad establecida y deseada por Dios para todos los hombres debe convertirse entonces, en nuestro estilo de vida. La cima de la vida comunitaria se alcanza en la participación de todos en la gran comunidad de los seguidores de Jesús. Si nos ponemos a pensar en la inmensa diversidad que se presenta en esa gran comunidad de los discípulos de Cristo, podemos llegar a ser sorprendidos por la perspectiva que se nos presenta a nuestra vista. Desde el mismo origen, a los diversos estilos de vida que posee cada uno, a las formas diversas de celebrar la fe, a las diversas valoraciones que le dan a la realidad temporal que cada uno vive, a los acentos diversos que le ponen a cada uno de los miembros de la familia, a las condiciones de vida en las que desarrollan su propia unidad, a las maneras diferentes de celebrar la vida y la muerte, a los modos de ser solidarios con los más necesitados de la comunidad, a las distintas maneras de reaccionar ante las dificultades y ante los gozos, tenemos un abanico inmenso de posibilidades. Y, sin embargo, todos somos discípulos del mismo Cristo, seguidores de sus mismas enseñanzas, contempladores de sus mismos misterios, llamados a la misma meta. No quiere Jesús una misma conducta en todos. A su vista, cuando nos dijo a los hombres: "Vengan a mí todos", estaban el africano con su mentalidad animista y panteísta, el europeo con su bagaje de historia y de cultura, el americano con su riqueza indígena variadísima que posee tantos valores, el asiático con su cultura milenaria y única, el oceánico con sus misterios casi vírgenes... Nada de eso estaba oculto a Jesús. Y así mismo nos llamó a todos. La unidad que quiere es la unidad en el amor a Dios y entre nosotros, sea desarrollada como sea. La idea es la de la vida comunitaria, en la que todos amemos a Dios por encima de todo, y a los hermanos, al punto de servirlos con el único objeto de demostrar nuestro amor por ellos, que llegará incluso a desear entregar la vida por su bien, tal como lo hizo Jesús. "Nadie tiene más amor que aquel que entrega la vida por sus amigos". Es ese el ideal de la vida comunitaria. Hacia allá debe extenderse. Es alrededor de ese nodo que debe tejerse. Por eso, en el seguidor de Jesús, venga de donde venga y tenga el estilo que tenga, la suerte de los hermanos debe sentirse como la propia suerte. No puede haber un desentenderse de ella. El deseo más profundo que debe haber en los cristianos es el de la salvación de todos los hermanos, sean quienes sean, por encima de las diversidades y de los naturales desacuerdos que pueda haber.

De alguna manera es lo que nos enseña Jesús cuando nos pide que no arranquemos de raíz la cizaña que crece en el campo del trigo: "'Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?' El les contestó: 'Algún enemigo ha hecho esto.' Le dicen los siervos: '¿Quieres, pues, que vayamos a recogerla?' Les dice: 'No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquen a la vez el trigo. Dejen que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: Recojan primero la cizaña y átenla en gavillas para quemarla, y el trigo recójanlo en mi granero'". Se puede entender como la opción que da Dios a los que son trigo, para hacer cambiar a la cizaña. También, en cierto modo, la cizaña es una víctima del demonio que debe ser rescatada. Es quien se ha dejado conquistar por Satanás y está sembrado junto al trigo para dañarlo. Jesús nos pide que la dejemos hasta el último día, el de la cosecha. Pero no nos impide el que intentemos en ese ínterin, atraerlo para que se transforme de cizaña en trigo. En todo caso, Jesús nos ha demostrado que quien tiene el poder es Él y que no hay nada imposible para Él. Por lo tanto, tampoco hay nada imposible para nosotros, sus discípulos, cuando estamos unidos a Él y contamos con su poder. Al final, si la cizaña, aun conviviendo con el trigo, siendo testigo de la plenitud de vida que va adquiriendo el trigo en su unión con Dios y en la fraternidad mutua, no llegara a convertirse en trigo, será declarado por perdido: "El Hijo del hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su reino todos los escándalos y a todos los que obran iniquidad, y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes". Es la suerte final que vivirá la cizaña que se ha empeñado en su maldad, en su vivencia lejana del amor a Dios y a los hermanos, y se ha obcecado en servir al demonio. El corazón de quien es trigo nunca puede darse por satisfecho del esfuerzo que debe hacer por conquistar a todos: "Mis ojos se deshacen en lágrimas, de día y de noche no cesan: por la terrible desgracia que padece la doncella, hija de mi pueblo, una herida de fuertes dolores." Además de cumplir con su tarea de crecer en su unión con Dios, en el amor a Él y a los hermanos, tratando incluso de que la cizaña se transforme en trigo, se convierte en intercesor perfecto delante de Dios para atraer su gracia sobre todos: "Reconocemos, Señor, nuestra impiedad, la culpa de nuestros padres, porque pecamos contra ti. No nos rechaces, por tu nombre, no desprestigies tu trono glorioso; recuerda y no rompas tu alianza con nosotros". La conciencia de comunidad que tiene el trigo nunca lo aislará. Tendrá perfecta conciencia de ser parte de un todo. Y luchará siempre por que ese todo, completo, alcance la plenitud. Esa será su propia plenitud.

lunes, 27 de julio de 2020

Lo extraordinario resplandece y puede enceguecer. Lo ordinario nunca enceguece

Catholic.net - Si tuvieras fe como un grano de mostaza

La tentación de la grandilocuencia y de la magnificencia es continua en nosotros. Más aún en nuestros tiempos en los que lo grandioso nos atrapa y nos conquista. La superexaltación de los sentidos se ha hecho necesaria para llamar la atención, al punto de que lo sencillo, lo simple, se nos ha hecho poco atractivo por rutinario. La pacificación del espíritu por la contemplación de la sencillez de lo que sucede a nuestro alrededor no es un producto muy bien cotizado últimamente. Sentarse un rato a disfrutar de la lectura de un buen clásico de literatura es fastidioso y aburrido, escuchar música suave y agradable de un buen compositor o un bolero hermoso no vale la pena, acercarse a la TV para volver a ver una buena película que sea un clásico que no pasaría nunca de moda es absurdo. Si esto es así con las artes, lo es mucho más con la espiritualidad. Leer un rato la Biblia, sentarse a hacer oración callada y silenciosa, hacer una buena meditación, encerrarse en sí en compañía con Dios para hacer un buen examen de conciencia, dedicar unos minutos a unirse a la Virgen María para rezar el Rosario, son cosas que nos parecen absurdas y pasadas de moda. En todo afirmamos que los tiempos son nuevos y por ello todo eso ha sido superado. Lo que produce sosiego ya no se lleva. Se lleva lo escandaloso. Lo atractivo es lo fantástico, lo estrambótico. Las publicaciones deben ser atrevidas, retadoras. Incluso para la infancia ya no son atractivos los personajes antiguos como Mickey Mouse, el Pato Donald, Bugs Bunny. Ahora deben ser héroes maravillosos, que enfrentan males extraordinarios con lances impresionantes, magnificados con efectos especiales que exacerban a cualquiera. La moda lucha por ser cada vez más ridícula, dando la impresión que más éxito tiene quien ridiculiza más a quien se atreve a usarla. Los zapatos de moda son los más feos, la ropa de moda es la que más apariencia de trapo desgarbado tiene, los peinados de moda son los que nos dejan más despeinados. La música, lejos de ser más bonita por llenar de sosiego, es la que más ruido hace, la que más se mete en el cerebro por el continuo golpetear de instrumentos, las letras más atractivas son las más horribles que nos podemos imaginar, contrastando con un tiempo en el que se pide más el respeto a la dignidad del hombre y a sus derechos, por cuanto en esas letras se promueve solo el irrespeto de la persona en cualquiera de sus condiciones. Y esto ha contaminado también a la espiritualidad. Nos atrae solo lo maravilloso. Nos mantenemos unidos a Dios en la medida que se presente portentosamente. Esclavos de lo extraordinario, estamos pendientes de las imágenes que echan aceite, o que desprenden escarcha, o que lloran. En la liturgia estamos atrapados cuando se inventan cosas espectaculares o cuando los sermones son políticamente incorrectos o cuando la música hace que en vez de un encuentro con Dios se propicie más bien un concierto de un coro majestuoso... Las cosas sencillas ya no están de moda...

Pero Jesús sale a nuestro encuentro y nos sigue insistiendo en la necesidad de dar lugar siempre a la sencillez, que es lugar de encuentro natural con Dios. Es cierto que en su momento Dios recurrió a lo extraordinario, pues lo consideró necesario. En tiempos en lo que se hacía imprescindible clarificar quién era Él, a quiénes había elegido, del lado de quién estaba, era necesario que las acciones maravillosas acompañaran su palabra. Su presencia en medio del pueblo la confirmaba por las acciones a su favor. Por eso hizo que Israel fuera testigo de su poder al liberarlos portentosamente de la esclavitud bajo el poder del Faraón egipcio, llegando incluso a hacer morir a su ejército bajo las aguas. Por eso lo acompañó fielmente en el desierto, calmando su hambre con el maná que hacía caer del cielo y con la carne de las aves, y su sed con la fuente de agua que hizo surgir de la roca seca. Por eso hizo huir a los pobladores de la tierra prometida para que Israel pasara a tomar posesión de ella. En esos tiempos esas acciones fueron necesarias para demostrar quién era Él. Pero luego, al haber hecho la más grande demostración de amor y de poder cuando hizo contemplar a la humanidad su presencia en Jesús de Nazaret, quien dirigió la palabra en su nombre y realizó la obra de Redención que le había encomendado, mediante su entrega y su muerte en cruz, refrendándola con el portento de su resurrección, llegaba el tiempo del sosiego y de la calma, del disfrute de la vida nueva que Él nos regalaba con esos gestos de amor y de poder. Lo maravilloso no había terminado. Está en sus posibilidades seguir haciéndolo, pues es Dios y nada sigue siendo imposible para Él. Pero eso maravilloso hoy se reviste de serenidad. Lo maravilloso hay que saber descubrirlo en la cotidiano, en lo simple, en la humildad de la vida ordinaria. "'El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno toma y siembra en su campo; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un árbol hasta el punto de que vienen los pájaros del cielo a anidar en sus ramas'. Les dijo otra parábola: 'El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta'". El reino de los cielos está representado en lo más sencillo que nos podemos imaginar. Jesús, atendiendo a ese espíritu que añora lo extraordinario, nos hubiera podido decir: "El reino de los cielos está en los rayos y centellas que caen sobra la tierra dando un atisbo del poder inmenso que posee Dios... El reino de los cielos está en los prodigios que se dan en las imágenes que echan aceite y escarcha y que lloran... El reino de los cielos está solo cuando los enfermos se sanan milagrosamente, o cuando se resuelven los problemas económicos de la familia de manera extraordinaria, o cuando aparece inesperadamente la comida sobre la mesa..." Todas esas cosas, sí, son signos de la acción de Dios. No se pone en duda. Pero Jesús insiste en no colocar las expectativas espirituales solo en eso. Él prefiere la sencillez. El prefiere que lo encontremos en la serenidad.

Cuando lo hacemos así, estamos dando paso a evitar la frustración de nuestra fe cuando hay ausencia de portentos. Dios no está solo para hacer lo extraordinario. La misma palabra lo define perfectamente: Es lo extraordinario. Lo ordinario es lo cotidiano, lo que vivimos en nuestro día a día. Y es allí donde debemos tener agudizado el sentido espiritual, para no dejar nunca de vivir la alegría de la presencia de Él en nuestras vidas, siendo capaces de descubrirlo segundo a segundo actuando en nuestro favor. Su providencia amorosa se ocupa continuamente de nosotros y eso tenemos que saber valorarlo. Es en lo sencillo que lo vivimos, no solo para recibir sus favores, sino para ser nosotros también portadores de sus favores para nuestros hermanos. No debemos pensar que debemos hacer siempre cosas extraordinarias para convencer a los hermanos de que Dios los ama. Como decía Santa Teresa de Calcuta: "No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de poner en todo lo ordinario lo extraordinario del amor". No echar en saco roto el saludo matinal a los vecinos, la sonrisa resplandeciente que rompe los muros más duros, la ayuda a cargar las bolsas de la compra, el abrir la puerta a quien se acerca, el ceder el puesto a la persona mayor o a la mujer más aún si está embarazada, el dar los buenos días al llegar a un sitio, el agradecer oportunamente el favor que se nos hace, el cumplir perfectamente la tarea que se nos encomienda, el tender la mano a quien vemos en problema, el ofrecer nuestro hombro para que se desahogue quien está sufriendo, el ayudar a cruzar la calle a quien vemos que tiene problemas para hacerlo... No hay que ser un superhéroe para hacer estas cosas. Simplemente hay que aprender del mismo Dios que sigue actuando en las cosas sencillas. Así mismo debemos hacerlo presente nosotros en nuestro día a día. Eso es lo que Dios quiere ordinariamente de nosotros. Ojalá nunca se sienta frustrado porque nosotros no lo hayamos entendido: "Del mismo modo que se ajusta el cinturón a la cintura del hombre, así hice yo que se ajustaran a mí la casa de Judá y la casa de Israel —oráculo del Señor— para que fueran mi pueblo, mi fama, mi alabanza y mi honor. Pero no me escucharon". Quiere que vivamos la sencillez del grano de mostaza que es la semilla más pequeña, y la de la levadura en las tres medidas de harina para fermentarla. Esa simpleza logrará lo máximo. La semilla se convertirá en árbol que alberga a las aves del cielo y la harina se convertirá en la hogaza de pan que alimentará a unos cuantos. Hagamos que la obra de Dios en la sencillez se convierta en la demostración más grande de su amor y de su poder, que no necesita de la magnificencia para ser real y convincente. Que lo sencillo de Dios sea lo que más nos convenza para acercarnos a Él y vivir su amor con la máxima intensidad.

domingo, 26 de julio de 2020

Lo más inteligente es dejarlo todo para ganarlo todo

El Tesoro escondido y la Perla de gran valor - Pasión por la Palabra

En nuestra mentalidad mercantilista, cuando nos referimos a la vida en Dios, a los valores del Reino, a las ganancias que podremos obtener cuando ponemos nuestro aporte, surge siempre la inquietud sobre si valdrá la pena, o el gozo, el poner todo lo que tenemos que poner. Hasta los discípulos de Jesús, aquellos que estaban más cercanos a Él y habían recibido el mensaje, ciertamente aún oscuro, de las compensaciones infinitas que prometía Dios, tuvieron esa inquietud y se la plantearon claramente a Jesús: "Dijo Pedro a Jesús: 'Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a tocar?'" La pregunta es absolutamente pertinente por cuanto siempre debe haber algo en contraprestación de lo que se invierte. El sistema de dar para recibir algo a cambio es propio de la transacción humana. Incluso en lo espiritual. En esa mentalidad no queda este intercambio en el vacío. Jesús mismo le responde a los apóstoles: "El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna". Aun cuando hay una promesa de beneficios incluso materiales, el peso no lo coloca Jesús en ello, sino en la riqueza espiritual que se disfrutará en la eternidad, que es infinitamente más compensadora que la que se obtenga en el tiempo que pasará. La eternidad ofrece una compensación mucho más alta que cualquiera de los beneficios que se obtengan en la temporalidad que vivimos. Por ello, cuando entramos en la valoración de lo que podremos obtener, debemos siempre colocar el acento en lo que trasciende, en lo que no desaparece, en lo que se mantendrá siempre por encima del tiempo. Aun cuando por ser hombres que viven en la corporalidad, y en quienes la materialidad condiciona absolutamente toda nuestra existencia temporal, no podemos dejar a un lado lo que el mismo Dios quiere para nosotros: que seamos felices en el disfrute razonable y sosegado de los bienes materiales que Él mismo ha colocado en nuestras manos. Es así que en su empeño de acentuar la necesidad de una justicia distributiva de los bienes, en el que se dé un equilibrio entre la necesidad de todos y los beneficios que tienen derecho a obtener, Jesús claramente se opone a toda miseria en la que los hombres no accedan al disfrute de los bienes que Él mismo les ha donado. Los hombres hemos sido creados para ser felices y parte de esa felicidad está en disfrutar de los bienes materiales que nos ofrece la creación. Sin hacer depender nuestra felicidad exclusivamente de la posesión de bienes, todos debemos aportar lo que podamos para el bien de los hermanos. Hay un doble trabajo: ser justos en la distribución de los bienes y contentarse con lo que podemos obtener. No es más rico quien más tiene sino quien más está feliz con lo que tiene y por ello necesita menos.

Ese camino de felicidad es el que debemos alfombrar con mayor esmero. Paradójicamente los hombres más felices de la historia son los que han estado menos apegados a las riquezas. Además, el camino de la santidad ha sido más fácil para quienes no han permitido que los bienes materiales hayan estado presentes en sus vidas como estorbos u obstáculos. La libertad de espíritu con la que cuenta quien no está atado a los bienes materiales es tal, que esos bienes jamás condicionan su disponibilidad para el amor a Dios y a los hermanos. El gran Rey Salomón es un ejemplo muy iluminador de ello: "'Concede, pues, a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal. Pues, cierto, ¿quién podrá hacer justicia a este pueblo tuyo tan inmenso?' Agradó al Señor esta súplica de Salomón. Entonces le dijo Dios: 'Por haberme pedido esto y no una vida larga o riquezas para ti, por no haberme pedido la vida de tus enemigos sino inteligencia para atender a la justicia, yo obraré según tu palabra: te concedo, pues, un corazón sabio e inteligente, como no ha habido antes de ti ni surgirá otro igual después de ti'". La sabiduría fue un tesoro infinitamente más valorado por Salomón que todas las riquezas o boatos que hubiera podido obtener de Dios. Él comprendió que necesitada de la unión con Dios para poder ejercer bien su mandato sobre el pueblo. Su beneficio no lo redujo a lo personal, sino que lo enfocó en prestar el mejor servicio al pueblo que Dios había puesto en sus manos. Entendió claramente que todo lo que Dios permite y pide, siempre es beneficioso para nosotros, por lo que apuntó correctamente a aceptar la voluntad divina, consciente de que por esa ruta iba a encontrar el sentido de su vida y de su tarea. Es lo mismo que sugiere San Pablo: "Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó". No hay en Dios otra finalidad que la procura del bien para sus criaturas. Dios no ha colocado al hombre en el mundo para sufrir, aun cuando el sufrimiento pueda ser parte de la vida. Dios ha colocado al hombre en el mundo para ser feliz. La cuestión está, entonces, en enfocar bien cuál es el camino de esa felicidad. No puede estar en la ausencia de dificultades, pues todos las vivimos. Debe estar en otro centro hacia el cual debemos apuntar. La felicidad está en sobreponerse a las necesidades y en dejarse abandonados en las manos del Padre que quiere que seamos felices. En sentir ese amor que Dios derrama en nuestro corazón y abandonarse radicalmente en sus brazos para dejar que Él haga en nosotros realidad esa felicidad. En sentir el alivio que Él nos da cuando nos acercamos a sentir su consuelo. Nada hay que Él permita que suceda que no sea bueno para nosotros. "A los que aman a Dios todo les sirve para el bien".

En sus enseñanzas, Jesús trata de dejar claro en dónde se debe poner el acento y hacia dónde debemos apuntar para obtener los beneficios. No nos debemos empeñar en la acumulación de bienes como si la vida se nos fuera y dependiera solo de ello. La oferta de Dios supera en mucho la oferta del mundo. Querer quedarse solo con lo que ofrece el mundo frustra completamente la posibilidad de vivir en la felicidad plena que ofrece Jesús. Empeñarse en quedarse con las riquezas que desaparecen elimina la posibilidad de obtener la riqueza que nunca desaparecerá. De allí que hay que saber valorar bien la transacción que nos ofrece Jesús. Se trata de dejar lo que llena nuestros corazones, vaciándolos de todo lo que ocupa su espacio, para dejar lugar al tesoro con el que nos quiere llenar Cristo. Si no entendemos esto, nos empeñaremos en quedarnos con lo menos valioso creyendo que es lo mejor, perdiendo lo que es la riqueza máxima. "El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran". Cuando se descubre el valor infinito de las riquezas del Reino, todo lo demás se considera nada. Lo que vemos en nuestras manos lo consideramos de valor ínfimo, y por ello apuntamos a ganar la riqueza mayor, sin importarnos ponerlo todo en función de obtener la mayor ganancia. Por ello, seremos capaces de vender todo lo nuestro para ganar el campo donde está el tesoro, de salir de todas nuestras perlitas y de todas nuestras posesiones, de esforzarnos con coraje por obtener la mayor cantidad de peces posibles. Todo lo ponemos en función de ganar el bien mayor. Cuando nos damos cuenta de que en esa transacción salimos ganando abundantemente, no dudamos nada. Nos vaciamos de todo lo nuestro, lo dejamos todo a un lado, lo colocamos todo en función de tener algo mucho mayor y mucho mejor. No hay comparación entre lo que tenemos y lo que ganamos. Es absurdo empeñarse en mantener lo propio cuando lo que ofrece Dios es infinitamente más grande. Es convencerse de que todo lo que nos ofrece Dios es siempre mejor, que ponerlo todo en función de vivir su amor, ahora y en la eternidad es, con mucho, más inteligente y favorable. Es convencerse de que todo lo que Él permite en nuestras vidas es para nuestro bien, pues al ponerlo todo en sus manos, Él se ofrece como alivio y se coloca a Sí mismo al final del camino como el premio mayor que nos corresponderá para vivirlo en el amor que no tendrá fin.

sábado, 25 de julio de 2020

Buscar ser los primeros siempre en el amor, en el servicio, en la entrega

Santiago y Juan: Jesús los llamó “Hijos del Trueno” | De padres a ...

Profundizar en los criterios que va estableciendo Jesús para la vida de sus seguidores es percatarse cada vez más de la infinita distancia que separa dichos criterios con los del mundo. Para el mundo, el éxito de la empresas que se realizan está en el renombre ganado, en los beneficios externos que se logren, en el poder que se va acumulando, en la aclamación creciente de las masas, en la suma de adeptos sin conciencia que miran solo a la fama que brilla como oropel, en la influencia cada vez más narcotizante en las mentes de los débiles, en la acumulación de riquezas que engrandecen el tesoro personal, en la extensión creciente que va logrando la empresa. Quien se coloca en la margen de la clasificación del éxito con estos criterios, y va verificando que son logros alcanzados, no puede sino concluir que esa persona es una persona exitosa. Evidentemente, de alguna manera todos somos víctimas de un pensamiento así, pues no se puede considerar siempre malo un éxito empresarial. Los hombres hemos sido puestos en el mundo por Dios, enriquecidos con nuestra inteligencia y nuestra voluntad, con la capacidad de discernir entre el bien y el mal, con la libertad y la fortaleza para enfrentar grandes empresas, con el fin de hacer del mundo un lugar cada vez mejor para todos. Y eso se logrará solo cuando se ponga el empeño de que el beneficio que se persigue alcance a la mayor cantidad de gente posible. Por ejemplo, en el ejercicio de la política, un campo propicio para el testimonio de los discípulos de Cristo, se estará logrando el fin cuando en él se logre establecer un bien cada vez mayor para la mayor cantidad de gente posible. Es un servicio del amor que persigue que la tarea que Dios le encomienda a los hombres en el mundo se alcance siguiendo sus pautas: "Dominen el mundo y sométanlo". Por supuesto, no es un sometimiento tiránico el que ordena Dios. Es el del servicio y el del amor, como lo aclara Jesús luego a los apóstoles: "El que quiera ser grande entre ustedes, que sea el servidor de ustedes, y el que quiera ser primero entre ustedes, que sea el esclavo de ustedes. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos". La autoridad, el gobierno, la dirección de la comunidad, es una tarea sobre todo de servicio y de entrega. No es la subyugación la que se persigue, sino la entrega al servicio por el bien de todos. La autoridad bien entendida es la de quien se pone al servicio de cada uno de los súbditos. Ese es el verdadero político.

El conflicto surge cuando en el corazón del que debe servir se enquista el egoísmo y la vanidad, el materialismo y las ansias de poder. Cuando se contamina la pureza del ejercicio de la autoridad y se pone el centro en el sujeto y no en el objeto. No es el bien común el que marca la pauta, sino el bien personal que surge de la procura de bienes individuales sin importar el beneficio de aquellos a los que se debería servir con amor. La ejemplificación clara de esta actitud contaminada es la de la madre de los Zebedeos: "Se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: '¿Qué deseas?' Ella contestó: 'Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda'". La versión del Evangelio de Marcos coloca la situación aún más dramática, pues allí no es la madre la que se acerca a Jesús, sino los mismos apóstoles que lo hacen para pedir ser colocados en esos lugares privilegiados. La finalidad es clara: que ellos sean los que, al establecer el Reino que Jesús viene a implantar, dominen sobre todos. Una clara búsqueda de poder y de dominio. Un interés totalmente egoísta. Es entonces cuando Jesús echa luces sobre la diferencia de criterio. Por supuesto que todos serán colocados en los primeros lugares, pero no para ejercer un dominio sobre los demás, sino para entregarse totalmente y con todo el corazón a la obra del establecimiento del Reino, lo que significará el mayor servicio, es decir, el mayor ejercicio de la verdadera autoridad que se podrá prestar, pues se estará entregando la vida a ello: "'Ustedes no saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo he de beber?' Contestaron: 'Podemos'. Él les dijo: 'Mi cáliz lo beberán; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre'". Beber el mismo cáliz que beberá Jesús ya sabemos lo que significa. Aun cuando los apóstoles en aquel momento aún no comprendían bien lo que eso significaba, Jesús sí se los deja claro. Quien quiera destacar en su Reino deberá correr su misma suerte, es decir, deberá beber su mismo cáliz. Y no es una alfombra de triunfo la que se le tenderá, como lo hace el mundo a sus héroes. Será la alfombra ensangrentada de la entrega y del dolor, por enfrentarse precisamente a esa mentalidad egoísta y tiránica que promueve el mundo. El amor y el servicio van en el orden de la anulación de sí mismo para la exaltación de Dios y de los hermanos. El criterio va en el sentido opuesto. No es servirse del mundo para destacar, sino que es permitir que el mundo se sirva de uno para obtener la vida que Jesús le ofrece.

Cuando los apóstoles fueron testigos del modo como Jesús ejerció su autoridad, contemplándolo en la cruz inerme, totalmente vencido, comprendieron cómo era que ellos mismos tenían que buscar los primeros puestos. Era poniéndose en la línea de la misma entrega de Jesús. Y comprendieron que esa era la única manera posible de ser verdadero servidor del Reino, es decir, que no podían pretender ser los primeros buscando otros privilegios sino solo el de entregarse por amor. Ese es el verdadero privilegio de los discípulos de Jesús. El gozo del discípulo es entregarse por amor. Esa es su gala y su orgullo. Cuando no se hace así, hay siempre que desconfiar de que haya un auténtico ejercicio del discipulado. Cuando en la vida del seguidor de Cristo solo se consiguen honores o hay ausencia de persecución y de conflictos, hay que desconfiar de ese discipulado. Ninguno de los apóstoles estuvo sustraído de eso: "Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De este modo, la muerte actúa en nosotros, y la vida en ustedes". Para ellos era evidente que el itinerario no podía ser distinto del que había seguido Jesús. Estaba muy claro lo que el mismo Cristo les había dicho: "El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí". La condición de discípulo no se reduce a la aceptación de algunas ideas, sino que apunta a lo esencial, a llevar a la vida los criterios de Cristo, a no sustraerse de la experiencia vital de entrega en el servicio que realizó Jesús. La dicha del discípulo no está en satisfacer los criterios del mundo, sino en satisfacer los criterios de Cristo: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen". El panorama humanamente puede no ser atractivo. Pero en dar testimonio del amor y en servir está la dicha del ser seguidor de Jesús. No hay nada que satisfaga más a Dios. Jesús no lo oculta: "En el mundo sufrirán tribulaciones. Pero no teman, Yo he vencido al mundo". ¿Acaso Jesús no sufrió? Los discípulos no podemos pretender una suerte distinta. ¿Acaso no está Jesús hoy triunfante en la gloria a la derecha del Padre? Esa será nuestra meta también. Somos compensados ya sabiendo que estamos haciendo lo que nos corresponde, en la dicha de ser testigos auténticos de Cristo. Y recibiremos la compensación definitiva y eterna, viviendo junto a Él en la gloria del Padre.