domingo, 31 de mayo de 2020

¡Ven, Espíritu Santo! Asegura nuestra vida en Comunión y nuestra Santificación

La fiesta del Espíritu Santo, solemnidad de Pentecostés (9 de ...

"Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse". Fue el primer día de la semana, un domingo, en el que los apóstoles pasaron ya a conformar formal y oficialmente a la Iglesia. Ella recibía su alma, la que le daba vida definitivamente, después de todos los pasos previos que había ido dando Jesús para ir conformándola, para ir dándole su estructura formal. Faltaba solo la llegada de Aquel que había sido anunciado y que se iba a convertir en el soplo vital y en su impulso, el que la iba a lanzar al universo conocido para dar a conocer la obra vital de la Redención. Con la fuerza del Espíritu Santo la Iglesia estaba ya destinada a hacer su recorrido por toda la realidad, para hacer llegar a todos los hombres la gran noticia del amor salvador de Dios. De alguna manera eso está significado en el gran milagro del don de lenguas. La Iglesia habla todos los idiomas de todos los hombres, porque debe hacer llegar esa noticia a todo el mundo. Se cumple así la promesa de Jesús. Él está enviando su Espíritu desde el seno del Padre para que acompañe a cada discípulo que estará encargado de ser testigo del amor misericordioso de Dios, lo conserve en la verdad que debe transmitir, le dé la fortaleza que necesita para alcanzar los rincones de mundo y lo llene de valentía para enfrentar todos los embates que recibirán en el cumplimiento de su misión. Además, hará una labor en el corazón de los oyentes de la gran noticia, suavizándolos y disponiéndolos a vivir en carne propia la gran novedad de vida que regalaba Jesús. El Espíritu Santo es Dios, como lo es el Padre y el Hijo. Él inaugura la nueva etapa de la historia de la salvación. Esa historia tendrá así tres etapas muy bien diferenciadas. La primera, la que le correspondió al Padre, la de la Creación. La segunda, la que le correspondió al Hijo, la de la Redención. Y la tercera, la que le corresponde al Espíritu Santo, la de la Comunión y la Santificación del mundo, que durará hasta el fin de los tiempos. Será la etapa más larga y más fructífera, en referencia a los logros en el corazón de los hombres en el cumplimiento de la misión que se les encomienda y la aceptación feliz de la obra de rescate que ha llevado adelante el Hijo enviado por el Padre. Esta labor de impulso y de sostenimiento será la más delicada en cuanto a hacer conscientes a los hombres del tesoro que han recibido y que pueden vivir intensamente.

El Espíritu Santo es el Espíritu de la Comunión. Una de las características más apreciadas por Dios en la obra que ha realizado en favor de todos los hombres es la de la unidad que se debe vivir con Él y en Él. La misma oración que hace Jesús al Padre antes de su pasión descubre esa importancia: "Que todos sean uno, como Tú y Yo, Padre, somos uno. Como Tú en mí y Yo en ti, que todos sean uno en nosotros". Esa unidad es, por tanto, reflejo de la unidad esencial de Dios en sí mismo. Los hombres deben vivir como un solo corazón, en busca de los mismos intereses, preocupados todos por ir como un solo cuerpo hacia Dios. Pero debe darse antes un paso previo, que es el de la unidad en Dios. Todos deben estar esencialmente unidos a Dios para poder tener vida. La alegoría de la vid y los sarmientos es reveladora de esa condición necesaria. Para poder ser transmisores de vida en la Iglesia, debe antes cada uno estar conectado con quien es la fuente de la Vida. Esa unión esencial con la fuente de vida la asegura el Espíritu Santo. Él hará que la Iglesia y cada uno de sus integrantes se mantengan íntimamente unidos a quien es la razón de su existencia. Al ser el alma de la Iglesia, Él posibilita la misma vida de ella y de cada uno de sus miembros. Y eso lo logra asegurando la unión de todos con Aquel que es la razón de su vida. Evidentemente, no será una labor solo hacia dentro, sino también en la expresión externa de la misma vida que se vive. La unión es el tesoro que asegura la credibilidad del mensaje: "Que todos sean uno para que el mundo crea". La credibilidad no está solo en el anuncio del mensaje de la Verdad, sino en el testimonio que acerca de ella se dé, que está basado fundamentalmente en la unidad de vida de los integrantes de la Iglesia. El mensaje será creíble solo en la medida en que los que lo den testimonien la unidad en el amor que viven ellos mismos. Arrastrará más al mundo hacia Dios el testimonio de unidad que toda la Verdad que proclaman. La presencia del Espíritu en la Iglesia tendrá, en primer lugar, un objetivo de solidificación en la unidad. Es cierto que Él será quien los mantenga en la Verdad y los lleve a la Verdad plena. Es cierto que Él será quien inspire y ponga en sus labios las palabras que deberán decir en toda ocasión. Es cierto que Él será quien mantenga en la fortaleza y dará la valentía necesaria ante las diversas dificultades y contrariedades que vivirán los discípulos. Pero hay una verdad anterior a estas: Él será quien los mantenga en la solidez de la unidad que será la prenda definitiva para la credibilidad de todo lo que harán, para dar sustento a la misma Verdad que será proclamada, para hacer atractivo el vivir ese nuevo estilo de vida que está siendo anunciado. "Miren cómo se aman". El Espíritu Santo es quien sostiene en la unidad que hace creíble la Verdad que se proclama: "Nadie puede decir: 'Jesús es Señor', sino por el Espíritu Santo. Y hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común".

El Espíritu Santo es el Espíritu de la Santificación. Jesús ha alcanzado con su maravillosa obra de Redención el rescate de todos los hombres que estaban sumidos en la oscuridad del pecado y de la muerte. Él ha alcanzado la vida, entregándose a la muerte, transformando esa muerte en vida para todos. Canceló la deuda que pesaba sobre las espaldas de cada hombre. Con el término de su sacrificio, simbolizado en el lanzazo del soldado romano que le abrió el corazón y lo hizo fuente de vida para todos, empezó a derramarse esa vida de gracia sobre todos. La vida sacramental de la Iglesia no es otra cosa sino el ejercicio de su instrumentalidad para ser canal de la gracia que Dios quiere derramar en el corazón de cada hombre de la historia. En la época de la Iglesia, la presencia del Espíritu asegura que ese canal de comunicación de la gracia divina se mantenga abierto. La Iglesia pasa a ser la dispensadora de la gracia divina a través de los sacramentos, gracias a la presencia del Espíritu Santo en ella. Queda evidenciado con la expresión de Jesús: "Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos". Con ello, los apóstoles reciben con el Espíritu el poder de ser instrumentos de la gracia, en este caso, de la gracia del perdón. Así, en definitiva, es la Iglesia en la historia la que tiene esa capacidad. No podía ser que solo aquellos que estuvieran presentes con Jesús en ese momento fueran los que recibieran este don. En ellos está representada la Iglesia de todos los tiempos. Es la capacidad de transmitir la gracia multiforme de Dios, en cada uno de los sacramentos instituidos por Cristo. Así, en cada uno de los siete sacramentos que ha instituido Jesús, actúa su Espíritu, haciendo que la Iglesia cumpla perfectamente con ese objetivo de santificación, que en definitiva es objetivo del mismo Espíritu a través de ella. Igualmente, enriquece a los justos con la vida en santidad que enriquece a todos y los hace solidarios en el amor. Esta que vivimos es la etapa de la Comunión y de la Santificación. El Espíritu hace posible la unidad de todos los cristianos con Dios y entre ellos. Y también hace que cada hombre de la historia pueda gozar de la vida con la que Dios quiere enriquecerlo. En esta etapa de la historia, que terminará cuando todo lo visible conocido desaparezca y pase, la Iglesia seguirá sondeada por la presencia del Espíritu Santo. Desde Pentecostés ya el mundo vive esta etapa de dones extraordinarios, pues tiene formalmente a la Iglesia que es el instrumento de esa gracia para todos los hombres. El Espíritu, que es el alma y el protagonista de la evangelización, está entre nosotros, haciendo posible que esta obra de la gracia se desarrolle y alcance a todos. Y cada cristiano tiene esa alma. Tiene al Espíritu que lo lanza al mundo y lo capacita para que sea un verdadero testimonio del amor de Dios por todos.

sábado, 30 de mayo de 2020

Imitar a Jesús y seguirlo para ser auténtico discípulo suyo

Si yo quiero que él quede hasta mi venida, ¿qué te importa? Tú ...

En la espiritualidad cristiana se destacan dos líneas para el que quiere ser auténtico discípulo de Cristo: el seguimiento y la imitación. Las dos confluyen en la misma línea, pues son invitaciones a acercarse a Jesús como el modelo principal, único, que debe dar las pautas para el correcto discipulado. Ambas exigen del que quiere ser discípulo un esfuerzo grande por abandonar viejos cánones de comportamiento y de pensamiento, viejos caminos andados, viejas perspectivas y metas, para adentrarse en las que no son propias y hacerlas suyas, de modo que se verifique una verdadera nueva vida que certifique esa novedad gracias a los efectos que produce la redención en sí mismo. El discípulo debe ser, ante todo, un hombre nuevo que se ha dejado conquistar por el amor de Dios en sí, que se deja conducir desde el momento de su conquista por los intereses de ese amor que recibe y que también debe dar, que busca conquistar un mundo que ha dejado a Dios a un lado y llenarlo de su presencia que le da la felicidad y le da un sentido a su camino. Es quien sabe que su vida ya no puede ser la misma de antes, pues no es una isla sino integrante de un gran conglomerado, el de los salvados, que viven todos la misma novedad, por lo cual son antes que nada, hermanos que caminan unidos hacia la misma meta, que persiguen los mismos intereses, que miran con la misma mirada de esperanza hacia la felicidad que persiguen y que es eterna e inmutable. Es quien siente la responsabilidad que ha dejado Cristo en sus manos cuando lo ha enviado al mundo a predicar el Evangelio y a bautizar a todo el que crea en Él, por lo cual no cesa en su empeño de dar testimonio del amor de Dios delante de todos y se sabe por lo tanto el apóstol que el mundo necesita y que pide, aunque sea inconscientemente. Es quien sabe que el trabajo que queda por delante es inmenso, pues son muchos los que no conocen a Cristo, los que no han experimentado la riqueza de su amor, los que no saben lo que es dejarse conducir por ese amor y por lo tanto no tienen idea de lo que es la plenitud de la felicidad que está en darse, más que en recibir. Pero que sabe, ante todo, que tiene que hacer un trabajo previo, que es el de la profundización en la propia conversión, que le exige ir dejando de ser de sí mismo y sí mismo, para ser más de Cristo y más Cristo. Ambas corrientes de la espiritualidad, el seguimiento y la imitación, son el trabajo que debe iniciar para ser discípulo y que debe seguir desarrollando durante toda su vida de discipulado.

Ante la pregunta que le hace San Pedro a Jesús momentos antes de su ascensión a los cielos acerca de la suerte que seguirá San Juan, Él le responde: "Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme". Jesús pone a San Pedro su primera exigencia, la que debe surgir de él antes que cualquier otra cosa: la del seguimiento, la de ser suyo, la de ser de Cristo. Sobre esta preocupación y previa a ella no debe existir en el discípulo de Jesús ninguna otra. Seguir a Jesús debe ser lo prioritario. Ha habido ya en los apóstoles un "proceso" previo que les ha ido aclarando quién es Jesús. Desde que han sido convocados por Él para pertenecer al grupo de los Doce, se ha iniciado un camino de conocimiento que ha ido creciendo cada día. Los apóstoles, con ser hombres en general sin muchas luces, sencillos y humildes todos, dieron verdaderas muestras de docilidad al ser convocados y dejar todos sus intereses a un lado para irse con Cristo. Esto fue ocasión para poder superar los escollos que pudieron dificultar ese conocimiento. Convivir con Jesús, escuchar sus mensajes, presenciar los portentos que hacía, vivir ese día a día revelador de quién era, les dio un conocimiento sólido de Él. El conocimiento, evidentemente, se tradujo en admiración. Y ésta devino en amor. Conocer a Jesús y saber cuál era su motivación para estar entre ellos y en el mundo, les reveló el inmenso amor que tenía. Y produjo en ellos también una respuesta de amor. Porque conocieron quién era Jesús, se dejaron conquistar por su amor y lo amaron. Y por ello, su seguimiento se hizo consecuencia de ese amor. La invitación de Jesús a San Pedro: "Tú sígueme", se da después de que éste le confesara su amor: "Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo". Al seguimiento lo precede el amor. El amor es la puerta para el seguimiento. Y seguir a Jesús traerá como consecuencia posterior hacerse su testigo. Quien conoce, ama. Quien ama, sigue. Y quien sigue, se hace testimonio. El discípulo de Jesús es quien presenta a Jesús, porque lo sigue, porque lo ama, y porque lo conoce. No se puede pretender ser testigo de Cristo si antes no se lo ha querido conocer cada vez más, para amarlo con mayor profundidad, y para seguirlo con un más sólido compromiso. El que sigue a Cristo sabe cuáles son los caminos que Él recorre y está dispuesto a seguirlos también. Lo sigue en su avance hacia el hombre necesitado de libertad espiritual y de libertad física, en su periplo que anuncia la Verdad sobre la mentira, en su enfrentamiento a los poderosos que humillan y destruyen al hombre sencillo, en su denuncia a los egoístas y a los materialistas. Sigue el camino que lo puede llevar a ser despreciado como lo fue Jesús. Y siente la compensación que da el saberse instrumento del amor de Dios, por lo que vive en la felicidad suprema. Como San Pablo, está consciente de que esta obra superior no será totalmente comprendida por los hombres: "Por causa de la esperanza de Israel llevo encima estas cadenas".

Este itinerario de seguimiento de Jesús apunta también a hacerse no solo de Cristo, sino Cristo mismo. Ya lo dijo el gran Tertuliano: "El cristiano es otro Cristo". Es el acento de la imitación que debe surgir en el discípulo. Ha habido quienes han criticado este acento de la espiritualidad pues la tildan de pasividad y de negacionismo, y prefieren hablar de seguimiento, que sugiere más actividad y más respeto al ser del discípulo. Lo cierto es que ambos acentos son totalmente compatibles y más aún pueden llegar a considerarse mutuamente necesarios. Uno exige al otro. La imitación llama a asumir los pensamientos y comportamientos de Jesús para hacerlos propios. No se trata de dejar de ser uno mismo, pues Cristo cuenta con lo que es cada uno. Se trata de la eliminación de lo que no es de Jesús en mí, para dejar lo que sí es y adquirir lo que me falta. No es negacionismo de lo que soy, sino afirmación más sólida de lo que me hace verdaderamente yo y adquisición del tesoro con el que me enriquece Jesús. Esto, sin duda, exige un esfuerzo titánico, pues eliminar algunos lastres de sí mismo es realmente exigente. A veces el lastre se incrusta en el ser y se hace casi imposible de eliminar. San Pablo dio con la clave de la meta que se persigue: "Vivo yo, mas ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí". ¿Qué más puede representar el ser uno mismo que Cristo en mí, que es hacia quien tiendo? El mismo Jesús se había identificado con los cristianos: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues", le dijo a Saulo. Ese itinerario de identificación con Jesús debe darse, por lo tanto, cada vez más profundamente, adquiriendo sus criterios y actitudes. Conociendo quién es Jesús el discípulo debe imitarlo. Así como Cristo ama al Padre, como manifiesta su amor y su preocupación por los hombres, como ora por quienes lo asesinan, como devuelve bien por mal, como abre su corazón a buenos y malos, como ama a los pecadores, como lucha contra el demonio y contra el mal, como se opone al poder que oprime a los sencillos, como invita a tender la mano al más necesitado, como no rechaza a nadie, como busca a la oveja perdida, como asume el dolor redentor, como entrega su vida para el bien de todos, el discípulo debe hacerlo, pues es su imitador. Esa debe ser siempre su intención. Ser otro Cristo. Y así dará buen testimonio a los hermanos. Así como se atrevió San Pablo a presentarse como digno de imitar: "Sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo", no por sí mismo, sino en cuanto él procuraba imitar en todo a Jesús. Ambas líneas de la espiritualidad cristiana son necesarias y complementarias. Ojalá todos los cristianos podamos ser seguidores de Jesús y sus imitadores, para que lo hagamos presente en nuestro mundo que tanto lo necesita.

viernes, 29 de mayo de 2020

"Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo"

III DOMINGO DE PASCUA: “Pedro, ¿me amas más que éstos?” - MVC

San Pedro es el primer Papa de la Iglesia. Sobre él se constituye la primera institución de algún puesto "oficial" que hace Jesús. En la mente de Cristo hay un programa muy claro de todo lo que vendrá a realizar como obra específica para el rescate de la humanidad. Es una obra fundamentalmente espiritual, pues se trata de la mancha original que había colocado el hombre en su ser cuando pecó, dándole al espalda a Dios y a su amor, y que había de ser satisfecha mediante el sacrificio de su entrega. Evidentemente, esa obra de rescate no quedaba estrictamente circunscrita al ámbito espiritual, pues así como había tenido consecuencias externas, debía también tener manifestaciones externas, como la vida en comunidad, la solidaridad, el amor mutuo, el compartir bienes, el progreso logrado en el consenso de todos. La elevación espiritual de la humanidad que lograba el Redentor tenía, por supuesto, manifestaciones visibles que hablaban de una vida renovada en el amor mutuo que se alcanzaba al dejar atrás el odio, el egoísmo y la soberbia que significaban el servicio al pecado. Esa obra de Jesús era trascendente en el tiempo y en la geografía, es decir, no quedaba reducida o confinada al tiempo y al espacio que Él vivía. No eran los beneficiarios de su rescate solo sus contemporáneos. Hubiera sido un sinsentido que una obra de tal envergadura, la más grande que personaje alguno hubiera emprendido en toda la historia de la humanidad, beneficiara exclusivamente apenas a un puñado de hombres que fueran los que estaban al lado de Jesús en el momento de su entrega. El cuerpo entregado por Cristo y su sangre derramada, al tener valor infinito, debían poder llegar a todos los hombres de toda la historia, en todos los tiempos y en todos los espacios. Era lo más lógico. En ese programa de Jesús esto estaba establecido desde el principio. En ese plan estaba claro que debía existir un instrumento que asegurara que ese sacrificio redentor fuera un beneficio para todos. Y para ello, para asegurar que esa redención llegara a todos, en la mente eterna e infinita del Redentor, empezó a existir la Iglesia, a la cual iba a encomendar que los efectos de esa salvación alcanzada por Él, llegara a cada hombre y a cada mujer de la historia, sin importar tiempo ni lugar. Ese instrumento tenía que tener la suficiente libertad y el suficiente juego para poder moverse en la historia y en el mundo entero. Es una institución con estructura humana, pero de origen divino. Es una institución visible, construida con un esquema material y humano, pero que contiene una realidad absolutamente superior por ser divina. Es el canal de la gracia que Dios utilizará para hacer llegar su vida a todos los hombres.

Esa es la Iglesia. Sin duda, el instrumento que hace estable la presencia de Jesús en la historia, pues es su continuación, al ser, como lo comprendió perfectamente San Pablo, su cuerpo místico, cuando tuvo su experiencia en el camino de Damasco: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues", cuando perseguía a los cristianos. Es una realidad mística real, auténtica, verdadera, que hace presente a Jesús en la historia, y que se hace presente a sí misma a la vista de todos mediante su estructura material, humana, visible, que posee un ordenamiento como el de toda institución humana. Es natural, como lo es natural en toda estructura humana, que haya alguien al frente de ella, para evitar la anarquía. Jesús ya lo tenía en su mente al iniciar su labor pública. Ese era San Pedro. Los gestos de Jesús hacia San Pedro son reveladores de una primacía sobre los otros elegidos. A él es al único de los doce al que le cambia el nombre: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". Recordemos que Dios cambia el nombre a los personajes sobre los que reclama especial propiedad. Pedro, así, es especial propiedad de Jesús. Es Pedro siempre el primero de los nombrados en las listas de apóstoles. A Pedro es a quien Jesús alaba por ser inspirado por el Padre: "Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo". A Pedro es al que invita a caminar sobre las aguas como lo había hecho Él, y al que echa en cara su falta de fe al empezar a hundirse, cuando empezó a confiar más en sí mismo que en el poder del Salvador, con lo cual le enseñó a poner siempre su confianza exclusivamente en Aquel que lo invitaba a lo imposible. A él es a quien invita a lanzar las redes al otro lado de la barca, a pesar de haber estado toda la noche pescando inútilmente, y es él quien confiando en la palabra de Jesús las lanza y por ello obtiene una pesca súper abundante, entendiendo así que lo absurdo, en Dios se convierte en posible. Es Pedro quien en el colmo de la humildad le pide a Jesús que se aparte de él, pues es un pecador, y a quien Jesús le anuncia su futuro: "No digas más que eres un pecador, pues yo te haré pescador de hombres". Son innumerables las experiencias personales de Pedro ante Jesús, con las que denota que sobre él hay una elección particular, distinta que la de los otros apóstoles, por lo cual se sugiere claramente que esa figura no podía simplemente pasar con él, sino que era necesario que tuviera una continuidad. Si Jesús instituía a su Iglesia como instrumento de salvación, que debía ser además una institución humana con una estructura específica, al frente de la cual colocaba a Pedro, lo lógico es que esa misma figura de Pedro fuera una figura estable que se mantuviera en la historia. La Iglesia no podía quedarse sin su "piedra". Es la única figura individual humana que mantiene su existencia en la historia por expresa voluntad divina. "Confirma a tus hermanos en la fe", es el mandato expreso a Pedro y a todos los que vinieran en su cargo después de él.

Se comprende así el que Jesús tuviera con Pedro una conducta especial. Cuando Pedro, en uso de una valentía que luego demostrará que no es tal, le dice a Jesús que nunca lo dejará solo: "Aunque todos te abandonen, yo no", Jesús le vaticina que lo negará tres veces: "Jesús le dijo: 'En verdad te digo que esta misma noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces'". Y en efecto, llegado el momento, Pedro negó por tres veces conocer a Jesús. Y al recordar lo que le había anunciado Jesús, "salió fuera y lloró amargamente". Había negado por cobardía a Aquel al que amaba profundamente. La tradición dice que las lágrimas de San Pedro fueran tan profusas que le hicieron dos surcos en sus mejillas. Incluso hay un famoso cuadro de El Greco, "Las lágrimas de San Pedro", que muestran el rostro de un hombre con esos surcos. Sin duda, Pedro sintió en su corazón el peso de la culpa por su negación. Pero en el corazón y en la mente de Jesús él seguía siendo el elegido para dirigir la nave de la Iglesia. Por ello, es hermoso el gesto de Jesús. Él es detallista, y para que en el corazón de San Pedro y en el recuerdo de todos los seguidores de Jesús no quedara el peso de la triple negación, después de la resurrección se les aparece a los apóstoles y por tres veces le pregunta a Pedro si lo ama. Y por tres veces Pedro le afirma su amor. "Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero". Aquella triple negación en la pasión quedó sobrepasada por esta triple afirmación de la resurrección. "Tú sabes que te amo". Las tres afirmaciones cancelan la triple negación. Aquel que iba a ser el primer Papa de la Iglesia no podía quedar con la carga negativa, manchado por la traición, sino que quedaba realmente marcado por el signo del amor a Jesús. Y así tenía que quedar también en la mente de todos los que serán discípulos de Cristo en el futuro. Los dirige quien ama a Jesús profundamente. Todos los Papas están marcados por su vivencia de amor profundo a Jesús y a su obra, por aquel amor que Él demostró a cada hombre y a cada mujer de la historia, de lo cual cada uno de ellos será instrumento en la historia, pues será el "Vicario de Cristo", quien hará sus veces en la Iglesia, el "Dulce Cristo en la tierra", al decir de Santa Catalina de Siena. Ese gesto nos habla de lo profundamente humano que puede llegar a ser cada Papa, como lo fue Pedro, pero también de lo radicalmente abandonados que deben vivir en las manos de Jesús, el Maestro y el Señor, que es quien elige a cada uno para que esté al frente de la Iglesia, la barca que Él mismo conduce en la historia a través de ellos, para que le llegue su amor y su salvación a todos. 

jueves, 28 de mayo de 2020

Por mi fe y mi testimonio de unidad busco conquistar el mundo para Jesús

Diácono Luis Brea Torrens: Uno como el Padre y el Hijo

Dos cosas podríamos decir que son características en la oración sacerdotal de Jesús en la Última Cena. Por un lado, su preocupación por los que deja, al estar tan cerca ya su partida del mundo, terminando así su periplo terrenal, volviendo al Padre y recuperando la gloria que poseía naturalmente y que dejó en suspenso durante el tiempo en que estuvo en la tierra como uno más. Avizoraba Jesús que su Ascensión era ya inminente. Que solo faltaba el acontecimiento final de su entrega para morir en favor de la humanidad, alcanzando así el perdón de los pecados de todos y la salvación de cada uno. Era la tarea que le había encomendado el Padre. Y ese paso final era el definitivo. Era ya su momento culminante, por cuanto su muerte implicará la muerte del poder del demonio sobre los hombres, que había ya durado mucho, desde el pecado de Adán y Eva. El Padre había comprometido su palabra desde el principio de esta historia de desencuentro, cuando prometió la presencia en el futuro de una gran mujer cuya descendencia pisará la cabeza de la serpiente y la derrotará totalmente. Evidentemente, la victoria sobre el demonio que representaba la muerte de Jesús, debía tener un revestimiento de triunfo real. Si no hubiera habido un gesto espectacular y maravilloso, la visión hubiera sido simplemente la de la derrota, significada en aquel que pendía muerto en la cruz y luego quedaba escondido en el sepulcro. Por ello se completa el ciclo de este triunfo con el portento de la resurrección, que era el resurgir de la muerte de aquel hombre que era Dios, con lo cual se afirmaba rotundamente que las garras de la muerte y la oscuridad del sepulcro no eran lo suficientemente poderosas para retener al que era la Vida. Todo este ciclo, culminando en la resurrección, pasa a ser la base de cualquier confesión de fe. Es lo que fundamenta lo que todos creemos, sin lo cual esa fe sería totalmente vacía. "Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe", afirma San Pablo. Esto que debían creer los discípulos era claro. Pero Jesús tenía en la mente la claridad superior de quiénes eran ellos. Conocía de sus debilidades y sus flaquezas, de sus temores y cobardías. Por ello los pone ante el Padre. Lo hace sobre todo porque los ama y le duele dejarlos solos. Cuando Jesús dice que quedarán tristes por su partida, está de alguna manera reconociendo que esa misma tristeza también la vivirá Él. Toda despedida es dolorosa, más aún si ha sido el amor el vínculo sólido de la unión. Era lo que existía entre Jesús y sus seguidores. Jesús los amaba. Y ellos amaban a Jesús.

Por otro lado, surge en Jesús otra preocupación fundamental. Se trata de la unidad necesaria que debe existir entre los discípulos. Ella debía existir espontánea, pues al contemplar todos un mismo misterio, al vivir todos una misma redención, al recibir todos un mismo amor, al tener todos la misma vivencia de convocatoria y envío, se espera que sean todos como un mismo espíritu. Pero Jesús sabe muy bien de qué estamos hechos sus seguidores y por ello, con el mayor de los realismos, asume las dificultades que se podrán presentar en el futuro. En el hombre sigue pugnando el egoísmo, la envidia, la vanidad, los rencores, la mutua competencia, el ansia de dominio. La gracia obtenida en la redención no anula al hombre, aunque haya habido en él una transformación radical. Ella se añade a la naturaleza, pero no la elimina. "La Gracia supone la naturaleza, no la destruye", sentencian los teólogos. Si se tiende al egoísmo, por ejemplo, la gracia no elimina esa tendencia. Lo que hace es poner en las manos herramientas más eficientes para luchar contra ella. La clave del triunfo del cristiano es nunca asumir que todas las debilidades que deja el pecado en su ser están ya controladas y dominadas. No bajar la guardia. Es en esas debilidades en las que hay que trabajar con mayor denuedo, echando mano de la fuerza de la gracia, sin considerarse jamás un superhombre. Se trata de asumir esas debilidades como puertas de entrada para la fuerza de Cristo: "Muy a gusto presumo de mis debilidades, pues entonces residirá en mí la fuerza de Cristo". Por ello Jesús, en ese realismo duro, reconoce que los hombres necesitarán de una fuerza superior para poder vencerse a sí mismos, para poder mantenerse en la unidad, por encima de los intereses particulares de cada uno, con la mirada puesta en la solidez de la propia experiencia de vida vivida de esa manera, y en el testimonio que desde esa unidad así vivida den delante del mundo. Por ello, al igual que orará en la cruz pidiendo el perdón para quienes lo estaban asesinando, "porque no saben lo que hacen", se coloca ante el Padre para pedir por todos los que serán seguidores suyos ahora y en el futuro: "Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado". Es de tal magnitud el testimonio de unidad, que será prenda para la fe de todos los hombres que no crean. Ser uno en la fe con todos convencerá al mundo de que Jesús es el enviado para la redención. Por eso, también, es tan grave la herida que le infligimos al mundo, cuando nos empeñamos en no ser uno, sino en seguir con nuestras tienditas particulares. Es un pecado del que deberemos rendir cuentas seriamente.

En efecto, Jesús ora por todos los hombres. En esa oración estamos tú y yo. Estamos en la mente y en el corazón de Jesús cuando hace su oración por los hombres. Jesús piensa en mí y en ti, cuando piensa en sus discípulos: "No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos". Esos somos nosotros. La oración que hace Jesús implica la petición para nosotros de ser enriquecidos al haber recibido el perdón de nuestros pecados por su entrega en la cruz y por su resurrección, pero va más allá, pues el legado es el de la fe, por la cual ya vivimos en la fraternidad que Él ha venido a restituir devolviéndonos la condición que nos hace uno con todos y que luego nos servirá como prenda para conducirnos a la vida eterna feliz junto a Él a la derecha del Padre. Es un futuro que es presente, pues la vivencia que se tendrá en aquella eternidad feliz junto a Dios, la haremos real y efectiva aquí y ahora, pues estaremos viviendo los valores que se vivirán ya inmutablemente en ella. No se trata de vivir como si fueran dos condiciones totalmente distintas que no están conectadas una con otra. Lo que viviremos en el futuro no será otra cosa que lo que ya estamos viviendo ahora, si somos capaces de poner nuestro granito de arena para que se cumpla lo que pide Jesús al Padre en su oración sacerdotal. Esa condición espiritual que nos hace vivir la fe sin rompimientos ni abolladuras, en medio de un mundo descreído, que impulsa a todos a la increencia, al vacío de una existencia sin expectativas de eternidad, sin la capacidad de elevar la mirada hacia una realidad vertical que es superior por lo eterna, que anima al egoísmo total porque anula al amor que es la mayor riqueza que Dios ha colocado en nuestros corazones, es una condición que nos eleva. Que no nos deja postrados en la horizontalidad de una vida sin sentido trascendente. Y esa misma condición nos invita a vivir la unidad como un tesoro invaluable, pues nos hace fuertes, nos solidifica en la lucha contra el mal, destruye la individualidad que puede llegar a ser el peor asesino de nuestra experiencia de fe pues mata al amor que es el vínculo que nos une. Jesús sabe muy bien lo que pide para nosotros. Y sabe muy bien que eso es esencial para que podamos tener una vida auténtica de seguidores suyos, que nos enriquezca a nosotros mismos, que enriquezca al mundo, que enriquezca a cada uno de los nuestros. Sentimos en nuestro interior la misma voz de Cristo, que nos impulsa a dar testimonio delante de todos de nuestra fe y de nuestra vivencia de la unidad, como la sintió San Pablo: "¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio en Jerusalén de lo que a mí se refiere, tienes que darlo en Roma". Y que tenga como efecto final nuestra salvación, nuestra llegada triunfal con Jesús a la derecha del Padre.

miércoles, 27 de mayo de 2020

Tus pastores, Buen Pastor, necesitan también ser pastoreados

No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal - ReL

Es hermosa la labor del pastor. La imagen del pastor es ideal para explicar lo que corresponde hacer a quien es encargado de una comunidad, como es encargado el pastor por el dueño del rebaño de su cuidado, de su defensa, de su alimentación. No se trata, evidentemente de un "trabajo" en el que basta cumplir con un horario y la aplicación de algunas técnicas generales que probablemente servirían en cualquier circunstancia. Como apunta Jesús, el asalariado no siente una responsabilidad directa sobre el rebaño, pues lo ve solo como el medio para producir bienes para sí mismo y para su sustento. Algunas situaciones que supongan un cierto riesgo las evitará y huirá de ellas. El verdadero pastor siente que el rebaño es suyo, que de él depende en todo, que se debe preocupar de su bienestar y de su defensa en los peligros, que debe buscar siempre los mejores pastos para procurar su mejor alimentación. De alguna manera, el verdadero pastor conecta su vida con la de su rebaño y sabe que su bienestar pasa por el bienestar del rebaño. Por eso es tan natural ver cómo el pastor conoce a cada una de sus ovejas, conoce sus nombres, sus necesidades, sus debilidades, y es también natural cómo cada oveja confía radicalmente en su pastor y en ningún otro, pues éste le ha demostrado siempre su cariño, su preocupación, su denuedo en favor de ella. De alguna manera vale afirmar que la vida del pastor como tal, en el ejercicio de su responsabilidad, no se acaba nunca, porque nunca deja de haber necesidad en el rebaño. Siempre habrá alguna oveja que necesite de algún cuidado especial, de una atención específica, de una curación. Los enemigos del rebaño no anunciarán jamás el momento del ataque, por lo que hay que estar en continua vigilia. La sed y el hambre se presentan sin hacer tregua nunca. Es dura la vida del pastor pues no tiene descanso. O al menos porque debe estar en buena disposición siempre pues no faltarán los momentos en los que se le requiera para algo extraordinario. Evidentemente, esa relación paternal en la que se siente tan grande y profunda responsabilidad hace que se establezca un vínculo inquebrantable entre el pastor y las ovejas, y entre cada oveja y su pastor. Es una relación de amor que se basa en la procura continua del bien para el amado. El que ama pretende siempre el bien del amado, busca evitarle todo daño, basa su propia alegría en el bien del otro. Quien ama nunca cejará en su empeño de hacer feliz al otro, por encima de cualquier otra búsqueda. Su dolor más grande estaría en ser separado de su objeto de amor. Es el dolor que se yergue en todos los miembros. En el pastor y en las ovejas.

Ejemplo de ello lo tenemos en la vivencia de San Pablo cuando es llevado a ser juzgado, lo que implicaba el ser separado de aquellos a los que había anunciado la extraordinaria noticia de la salvación. Por ellos había entregado su vida, había sobrellevado situaciones extremas y límites, había asumido dolores, sufrimientos y persecuciones terribles. Nadie puede negar que San Pablo realmente había asumido su condición de pastor de aquel rebaño que el Señor ponía bajo su resguardo. Por su rebaño había sufrido humillaciones, exclusiones, violencia extrema, apedreamientos, hasta intentos de asesinato. Todo lo había asumido por el inmenso amor que sentía por cada una de sus ovejas. Pero llegaba el momento de la despedida. Y era como un desgarramiento interno para él: "Yo sé que, cuando los deje, se meterán entre ustedes lobos feroces, que no tendrán piedad del rebaño. Incluso de entre ustedes mismos surgirán algunos que hablarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos en pos de sí. Por eso, estén alerta: acuérdense de que durante tres años, de día y de noche, no he cesado de aconsejar con lágrimas en los ojos a cada uno en particular". Era el mensaje que daba a los que dejaba encargados como nuevos pastores, en sustitución suya. Les dejaba su corazón, pues era el desgarramiento total que sufría. Su interés no se basaba en algo personal. Solo estaba interesado en que la noticia del amor fuera recibida por todos de manera clara: "Ahora los encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, que tiene poder para construirlos y hacerlos partícipes de la herencia con todos los santificados. De ninguno he codiciado dinero, oro ni ropa. Bien saben ustedes que estas manos han bastado para cubrir mis necesidades y las de los que están conmigo". San Pablo era, sin duda alguna, pastor de pastores, pues entendía que todos debían ser guardados bajo sus alas protectoras. Eran su familia, había dado la vida por ellos, todo lo había puesto en función de la noticia del amor. Era una relación entrañable que se basaba en el intercambio de amor, en la admiración, en la escucha y en el seguimiento. Por eso, la despedida es tan sentida: "Cuando terminó de hablar, se puso de rodillas y oró con todos ellos. Entonces todos comenzaron a llorar y, echándose al cuello de Pablo, lo besaban; lo que más pena les daba de lo que había dicho era que no volverían a ver su rostro". 

Es una historia que se repite, en la misma tónica de la que había vivido antes el Maestro. Jesús también sintió la tristeza de la despedida y la nostalgia que producirá ya su ausencia en medio de los discípulos. A ellos y a Él mismo. La oración sacerdotal de Jesús ante el Padre descubre ese corazón que ama infinitamente, que se siente verdadero pastor, que nunca abandona a los suyos: "Levantando los ojos al cielo, oró Jesús diciendo: 'Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba ... Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría cumplida'". Jesús es el Buen Pastor. Así se define Él mismo. Y como tal, también había establecido una relación entrañable con cada uno de los suyos. Pero ahora sabía que tocaba ausentarse físicamente de en medio de ellos. Quedaban como nuevos pastores de ese inmenso rebaño que Él había recibido de las manos del mismo Padre, pero también sabía que esos pastores habían sido a su vez pastoreados por Él, y no quería dejarlos acéfalos. Los pastores necesitaban ser también pastoreados. Ellos deberán asumir que ese pastoreo deberán realizarlo en medio de un mundo que no los aceptará, como no aceptaron a Jesús, su pastor: "Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo". Los valores que viva ese mundo estarán muy lejos de los que promulgarán ellos y que intentarán sembrar en todas las ovejas que vayan a formar parte de su rebaño. Por eso, el pastoreo bajo el cual se encontrarán será un pastoreo superior: el del mismo Jesús y el mismo Padre, que los resguardarán de manera extraordinaria: "Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad". El Buen Pastor Jesús es el gran pastor de los pastores. Y estos cumplirán su tarea bajo su auspicio y su protección. Es una figura que no envejece ni desaparece. Hoy estamos bajo la guía de los nuevos pastores, que nos preparan para recibir triunfalmente en nuestro corazón el amor y la salvación del Padre. Pero también ellos necesitan ser pastoreados. Por eso, lo mejor que podemos hacer es, como San Pablo y Jesús, poner a cada uno de nuestros pastores en las manos de Jesús y del Padre, para que sean pastoreados por Ellos, resguardándolos y llenándolos del amor por nosotros, su rebaño.

martes, 26 de mayo de 2020

La mejor almohada es tener la conciencia tranquila

El Periódico de México | Noticias de México | Columnas-VoxDei ...

El adagio popular resume siempre verdades inobjetables. La sabiduría expresada en dichos y sentencias con la jerga común, revela la experiencia confirmada por innumerables vivencias personales en las que se verifica lo que quieren afirmar. Cada pueblo y cada cultura, tomando imágenes de su cotidianidad, van enriqueciendo su tesoro de sabiduría con expresiones vivaces, absolutamente ciertas, que desnudan la verdad y la colocan frente a todos de manera diáfana, para que se queden grabadas en sus mentes y en sus corazones. Normalmente son verdades tan sólidas que son realmente irrefutables. No son necesarias experimentaciones científicas o construcciones catedráticas para comprobarlas. La mente más sencilla, la menos rebuscada, conoce esa verdad y la vive en carne propia, por lo cual no necesita de ninguna autoridad superior para sustentarla. La sustenta en su propia experiencia y con ello basta. Sorprenden sobre todo por su sencillez. Al ser imágenes cotidianas a las que se echa mano, no se necesita de un lenguaje rebuscado o enigmático, con un desarrollo socrático que les dé solidez. La solidez la tienen en sí mismas, pues son una experiencia común. Por ello basta que sean expresadas, sin mayor explicación, para ser comprobadas. En cierto modo las comprueba cada uno por su propia vivencia particular. Entre esas verdades expresadas con imágenes cotidianas, nos encontramos con una que por lo que implica de paz y serenidad para el alma humana, es sencillamente genial: "La mejor almohada es tener la conciencia tranquila". Es aceptado por la generalidad que la conciencia es la presencia de Dios en el hombre. Podríamos decir que la conciencia, aun cuando le falte algo para estar bien formada, dicta siempre los pensamientos y las conductas que surgen de la bondad natural del hombre. Aunque no haya una indicación de alguna autoridad que marque la pauta para el bien o para el mal, la conciencia naturalmente tiende a conocerla. Es lo que hemos llamado la ley natural. Por ella, naturalmente sabemos lo que está bien y lo que está mal. Nadie tiene que decirnos, por ejemplo, que robar es ilícito. Apropiarse de lo que no es de uno siempre será un delito, siempre estará mal. Y si se llega al punto de justificarlo, el mero hecho de tener que hacerlo ya nos dice de su ilicitud. Esto tiene que ver con la paz interior, en cuanto que al actuar en la línea de lo que nos dicta nuestra conciencia, no sentiremos nuestro propio reproche, sino que al contrario sentiremos nuestra propia congratulación. Esa bondad natural de los hechos, o por el contrario, su maldad natural, están escritos a sangre en nuestra conciencia. Definitivamente vienen de nuestro origen. Es Dios mismo quien las ha grabado en nosotros. Por eso, en cierto modo, la voz de la conciencia es la voz del mismísimo Dios.

Por ello, al final del día, cuando hacemos balance de lo que hemos vivido en él, la satisfacción por el deber cumplido es el mejor incentivo para un buen descanso. Los hombres de hoy estamos acostumbrados ya al uso de somníferos u otros medicamentos para lograr un descanso reparador. El estrés del día, la cantidad de problemas que hubimos de resolver, el enfrentamiento con situaciones de crisis o de necesidad, la búsqueda de soluciones para las situaciones particulares de necesidad extrema en las que se puede estar viviendo, son caldo de cultivo para vivir una intranquilidad que perturbe la posibilidad de un buen descanso. Quizá haya que buscar una manera de cambiar la óptica para obtener una paz distinta de la que se pretende con los medicamentos. Dependiendo del punto desde el cual hacemos nuestras consideraciones, tendremos más o menos paz. La mejor paz posible no es la de la ausencia de conflictos, que es la que generalmente se persigue, sino la de la satisfacción por el deber cumplido, aun en medio del tráfago cotidiano. Hacer lo que haya que hacer no será la seguridad para alcanzar una paz exterior. Quizá, incluso, sea exactamente lo contrario. Hacer lo que se debe hacer muchas veces traerá conflictos con quienes quieren imponer el mal como norma de vida. Si nuestra conciencia nos dicta el bien con el que debemos enfrentar al mal, nunca obtendremos la paz alineándonos con el mal. Sentiremos continuamente el reproche de nuestra más profunda intimidad si lo hacemos. Nadie puede escapar de eso. Hasta la conciencia más dañada, la más laxa, la más destructiva, sentirá alguna repugnancia ante el mal, aunque sea casi imperceptible. Por ello, aunque se deba asumir el conflicto al seguir fielmente lo que dicte nuestra conciencia, podremos tener una conciencia que nos felicite y nos sirva como la mejor almohada. En cristiano, debemos traducirlo también como ser fieles a Jesús, al Evangelio, a la tarea que nos corresponde como ciudadanos del mundo. Lo vivió San Pablo cuando, reuniendo a los presbíteros les hace balance de todas sus correrías y sufrimientos y anuncia aún mayores dolores que, sin embargo, no hacen mella en su gozo interior por haber hecho lo que tenía que hacer: "No sé lo que me pasará allí, salvo que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me da testimonio de que me aguardan cadenas y tribulaciones. Pero a mí no me importa la vida, sino completar mi carrera y consumar el ministerio que recibí del Señor Jesús: ser testigo del Evangelio de la gracia de Dios". Es impresionante como una correcta jerarquización de valores, según la propia conciencia, produce esa paz interior: "Sé que ninguno de ustedes, entre quienes he pasado predicando el reino, volverá a ver mi rostro. Por eso testifico en el día de hoy que estoy limpio de la sangre de todos: pues no tuve miedo de anunciarles enteramente el plan de Dios". Ya quisiéramos mucho vivir en esa paz interior. Cumplir lo debido no trajo paz exterior para San Pablo. Pero sí fue suficiente para percibir la congratulación de su propia conciencia, que en definitiva era la de Dios, y así estar en paz consigo mismo.

Y también Jesús, nuestro Maestro, había tenido la misma experiencia. Su oración ante el Padre es reveladora de esa satisfacción que sentía por el deber cumplido: "Yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese". Jesús, siendo Dios, seguía siendo el Hijo de Dios. Y en cierta manera rendía cuentas ante el Padre, que le había encomendado la tarea sublime de la Redención de la humanidad. Ya estaba por cumplir el final del itinerario y hacía balance también Él de la misión encomendada. No sentía ningún reproche por cuanto había seguido estrictamente el guión pautado para alcanzar su meta. Y estaba bien dispuesto para poner la guinda a su tarea, que era sufrir la pasión y la muerte, pero también resurgir victorioso. No había estado todo el periplo exento de dolor y de violencia. Había habido mucho sufrimiento y persecución. Y faltaba lo peor. El sufrimiento extremo de la cruz, de la muerte y del sepulcro. Pero Jesús ponía su mirada en la meta. Y eso era lo que lo satisfacía. Asumía que cumplir el deber implicaba mucho dolor, pero que cumplir era lo importante. Su conciencia divina sabía lo que iba a suceder. Su conciencia humana se sentía impulsada a asumirlo para poder cumplir bien y estar tranquila, al extremo de que en ese momento crucial de asunción del futuro, poco importaba su suerte. "Que no se cumpla mi voluntad, sino la tuya". Más importaba la suerte de los suyos, de los que había venido a rescatar: "He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. ... Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos. Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti". Esa tarea debía ser cumplida totalmente. Y ello implicaba no solo el presente de la obra a cumplir, sino el futuro de todos los que quedaban encargados de hacerla llegar a los hermanos. La conciencia de Jesús estaba satisfecha del deber cumplido, y quería sobre asegurarse en la encomienda de los que quedaban en el mundo como enviados suyos en las manos del Padre. Esos somos nosotros. También cada uno debe cultivar la obediencia a la conciencia. A la natural, para el cumplimento de nuestros deberes y la búsqueda y siembra natural del bien que debemos cumplir, y a la cristiana que nos lanza al mundo con el mensaje del amor de Dios por todos, asumiendo que la paz no será la de los sepulcros, sino la de la alegría y la satisfacción por el deber cumplido. Esa será nuestra mejor almohada.