sábado, 29 de febrero de 2020

Soy pecador y tu amor me llena de la esperanza de ser redimido

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Todos los episodios de la vida de Jesús son tremendamente esperanzadores para nosotros. Él es el Dios que se ha hecho hombre, dejando entre paréntesis temporalmente su gloria natural, para hacer buena la palabra del Padre, la que empeñó prometiéndonos el envío del Mesías, quien nos rescataría de la penumbra en la que estábamos sumidos por el pecado. Desde el principio, esa esperanza iba creciendo a medida que pasaba el tiempo, por cuanto los emisarios divinos nos hacían cada vez más cercano su momento con la descripción del tiempo de gloria en el que iba a estar presente ese Hijo del Hombre realizando su obra de liberación. Cada uno de ellos iba lanzando una luz que iba aclarando la figura y la obra de ese enviado de Dios, y nos iba diciendo todo lo que de novedad significaría el resultado de su entrega. Ciertamente las descripciones no siempre presentaban algo hermoso, pues en algunos casos nos adelantaban los terribles momentos que viviría ese Siervo de Dios para curar nuestra enfermedad: "Él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por sus llagas fuimos nosotros curados". Pero así nos hacían presente la consecuencia de esa entrega radical, que no era otra sino el perdón de nuestros pecados, la recuperación de nuestra vida de gracia, la elevación de nuestra condición de caídos. Por ese sacrificio de entrega total hemos obtenido la curación de nuestra terrible enfermedad. Y cuando ya el Redentor se hizo presente entre nosotros, la obra que realizaba nos iba anunciando el final del sufrimiento, la muerte del pecado, la liberación de los oprimidos. Era la llegada de ese año de gracia del Señor que había sido anunciado desde tantos años antes. Desde su llegada en la humildad de su nacimiento, desde su pobre pesebre, ese pequeño se convertía en esperanza para todos. Los más humildes y sencillos, como los pastorcitos de Belén festejaron su llegada. Los Reyes de Oriente, dejando a un lado su fasto, se acercaron felices a reconocer a ese que venía a salvarlos también a ellos, supuestamente excluidos originalmente de la obra de redención, pero adorándolo como Dios. El anciano Simeón se alegró al verlo: "Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel". Todo lo que rodea la presencia de Jesús queda impregnado de la esperanza cierta, que quedará cumplida en la obra que Él realizará.

Está claro que esa esperanza se convierte en gozo insuperable cuando se experimenta en el propio ser el estar incluidos en una salvación de la que originalmente se estaba excluido. Jesús derriba por completo la especie de que en el corazón de Dios hay excluidos. Su obra de redención es totalmente inclusiva. Nadie dejará de ser beneficiado por su sacrificio redentor, que rescatará a todos de la muerte y de la oscuridad. La salvación no es, no puede ser, un privilegio de una raza o de una nación. Dios no puede dejar fuera a nadie, por cuanto todos han salido de su mano creadora, movida por su amor. El amor de Dios es infinito. Así mismo su intención salvífica. Si esta intención surge del corazón amoroso del Dios que lo creó todo, es lógico que la salvación apunte a rescatarlo todo. Al amor infinito de Dios corresponde una salvación infinita, que no se agota en fronteras, razas o condiciones sociales o morales. Ese amor salvador trasciende todo ello. Jesús mismo lo aclara, afirmando algo que resulta incluso escandaloso para sus oyentes: "En verdad les digo que los publicanos y las rameras llegarán antes que ustedes al Reino de Dios". Podemos imaginarnos la sorpresa de quienes siempre habían afirmado que no podía existir misericordia con aquellos que supuestamente estaban al margen del corazón de Dios. Las prostitutas eran mujeres impuras que no podían pretender recibir el amor de Dios convertido en perdón. Y los publicanos eran judíos que se ponían al servicio del imperio esclavista de Roma, con lo cual aseguraban su condenación. Y nos encontramos a un Jesús que movido por su amor de misericordia, sale al encuentro de estos excluidos y desplazados. A la prostituta María Magdalena la libera de siete demonios y la hace discípula suya. Y ella se convierte en la más fiel de todos los que seguían a Jesús. A la mujer adúltera, condenada inexorablemente por las autoridades del pueblo, Jesús le dice con ternura: "Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más". No tiene problemas en entrar en la casa de los publicanos y comer con ellos. Así hace con Zaqueo y con Leví (Mateo).

Cuando Jesús invita a Mateo a seguirlo, éste no duda un instante. "Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió". El gozo de un excluido es evidente cuando se sabe incluido. Recibe a Jesús en su casa y le ofrece un gran banquete. Ante esto, la "policía moral" de Israel queda escandalizada: "¿Cómo es que ustedes comen y beben con publicanos y pecadores?" La respuesta de Jesús es contundente: "No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan". La única condición indispensable para recibir la obra de redención es la de ser pecadores. Quien se considera justo es quien se está autoexcluyendo de la obra de rescate del amor divino, pues no tendría nada que necesite ser perdonado. Esta es la esperanza de todos: ninguno de nosotros se puede considerar justo. Y para recibir el amor de Dios más bien debemos considerarnos pecadores, y acercarnos a Él con corazón arrepentido, como enfermos que buscan la salud. Solo de esa manera recibiremos ese perdón. Por ello nos llenamos de esperanza. A pesar de nuestra vida de pecado, Dios no nos excluye de su amor. Al contrario, se empeña más en mostrárnoslo para que nos convenzamos de que ha venido para nosotros. Esa actitud de conversión, al final, será nuestra bendición: "Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía. El Señor te guiará siempre, hartará tu alma en tierra abrasada, dará vigor a tus huesos". Esos somos nosotros. Todos somos pecadores. Pero nuestro pecado jamás destruirá el deseo de Dios de tenernos a su lado. Por eso siempre saldrá de sí mismo para salir a nuestro encuentro y proponernos la salvación por el perdón de nuestros pecados. Nuestra esperanza tiene un fundamento sólido. No descansa en lo que digan los perfectos, sino en lo que dice el corazón amoroso de Cristo. Y Él dirá siempre que ha venido por mí, pecador, y que espera mi respuesta positiva a su propuesta de amor y de perdón. 

viernes, 28 de febrero de 2020

Me ocupo de mi hermano para que Tú te ocupes de mí

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Una de las enseñanzas que nos da la Sagrada Escritura es la de saber vivir cada momento con intensidad. El Libro del Eclesiastés, inscrito entre los libros sapienciales, nos coloca en la perspectiva del discernimiento y la experiencia profunda de los tiempos que debemos vivir: "Hay bajo el sol un momento para todo, y un tiempo para hacer cada cosa: Tiempo para nacer, y tiempo para morir; tiempo para plantar, y tiempo para arrancar lo plantado; tiempo para matar y tiempo para curar; tiempo para demoler y tiempo para edificar; tiempo para llorar y tiempo para reír; tiempo para gemir y tiempo para bailar; tiempo para lanzar piedras y tiempo para recogerlas; tiempo para los abrazos y tiempo para abstenerse de ellos; tiempo para buscar y tiempo para perder; tiempo para conservar y tiempo para tirar fuera; tiempo para rasgar y tiempo para coser; tiempo para callarse y tiempo para hablar; tiempo para amar y tiempo para odiar; tiempo para la guerra y tiempo para la paz." La vida nos da una posibilidad infinita de vivencias, por lo cual debemos estar preparados para todo. Tan pronto podremos tener la vivencia de una alegría intensa por algún logro alcanzado, como igualmente podremos tener una experiencia dolorosa muy grande, con la consecuente sensación de que todo se viene abajo. Se dará el tiempo para esforzarse en alcanzar una meta, en el cual pondremos nuestras mejores fuerzas y haremos los más grandes sacrificios, y luego llegará el momento en el que viviremos el gozo de lograr llegar a ella, disfrutando al máximo y sintiendo la satisfacción saboreando el éxito. También Jesús nos invita a prestar a cada momento la atención que merece, cuando utiliza la parábola de los niños que están la plaza: "Les hemos tocado la flauta, y no han bailado, les hemos entonado cantos fúnebres, y no se han lamentado." Se trata, de esta manera, de vivir cada momento con intensidad, sin desperdiciar la experiencia que podamos adquirir. Es el tesoro que representa una vida que no tiene nada de rutinaria, sino que presenta un infinito abanico de posibilidades que la enriquece y que la hace absolutamente atractiva. Nada de lo que vivimos es desdeñable, pues todo se inscribe en lo que Dios procura para cada uno de nosotros y nos deja la sensación de una vida realmente vivida con intensidad. Solo quien no es capaz de enfrentarse a la vida con serenidad, con fortaleza, con ilusión, con esperanza, sino que se oculta resguardándose en su armadura o en su concha particular, tendrá una vida rutinaria, sin expectativas, sin novedades que hagan valer la pena vivirla. 

Jesús tiene que enfrentar a quienes defienden la rutina como estilo de vida: "'¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?' Jesús les dijo: '¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán'". Saber discernir cada momento es clave para poder disfrutar al máximo de la vida. Los discípulos de Jesús habían entendido muy bien que estaban acompañando a Aquel que inauguraba un tiempo nuevo, en el que se daba una relación novedosa con Dios. Jesús era el novio que aseguraba que mientras estuviera con ellos no tenía sentido el sacrificio. Aquel sacrificio era el acto de la preparación para esperar su venida. Si Él ya estaba entre ellos, no tenía sentido el sacrificio de preparación. Tocaba ahora disfrutar, hacer la fiesta. Es el tiempo de la celebración. La llegada del esperado de las naciones ameritaba sencillamente que los corazones estuvieran bien dispuestos para abrir el corazón con alegría a fin de que se tuviera de verdad la sensación de que había llegado ya la hora de la liberación, de que la gesta libertaria que emprendía Dios en favor de los hombres ya estaba empezando a dar sus pasos. Si antes de la llegada de Jesús tocaba hacer sacrificios para preparar el corazón, para adelantar su venida, a lo que, entre otros, había invitado el mismo Juan Bautista -"Una voz grita en el desierto, preparen el camino al Señor" ... "Detrás de mí viene uno al que no soy digno ni siquiera de desatar sus sandalias"-, al verificarse su venida, se debía vivir el nuevo tiempo. Era el tiempo de la celebración, de la alegría, del cumplimiento. Ya había pasado el de ese sacrificio. Se estaban tocando las flautas para bailar... Cuando Jesús sea arrebatado de entre los hombres, después de lograr con su entrega la victoria sobre el pecado y sobre la muerte, llegará de nuevo el tiempo del sacrificio, pero con un signo distinto, pues todo habrá sido consumado con la obra de Jesús. Ese sacrificio no será para esperar una primera venida, sino para prepararse a recibir todos los efectos de la redención y disponerse a vivir el tiempo futuro en el que todo tendrá sentido, cuando Jesús ejercerá su realeza definitiva y eterna sobre la creación. Ese sacrificio nuevo nos llama, sin duda, a vivir un estilo diverso del que vivíamos hasta entonces.

Ya no serán sacrificios vacíos, que no involucren el corazón o el ser completo. Los cristianos tenemos razones muy profundas, que hacen que nuestros sacrificios adquieran un sentido más razonable en referencia a las expresiones concretas que deben tener. Deben hablar de esa novedad de vida que ha sido alcanzada gracias a la redención. Así como Jesús nos ha hecho hombres nuevos, nuestros sacrificios deben tener un signo nuevo. Así lo exige el mismo Dios: "Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos". Todo lo que hagamos debe ser vivido con el signo del momento que ha inaugurado Jesús. La vida nueva que Él ha alcanzado para todos, nos hace recuperar nuestra condición de hijos del mismo Padre, por lo tanto, de hermanos entre nosotros. Y si somos hermanos, cada uno es responsable del otro. Nuestro sacrificio va en la línea de descubrir esa fraternidad. Ya no buscamos un beneficio solo personal, sino que apuntamos al beneficio comunitario. Desde la redención, todo lo que hagamos tiene efectos que involucran a todos. No se trata de vivir los sacrificios dando la apariencia para "lucirse" delante de Dios: "¿Es ese el ayuno que deseo en el día de la penitencia: inclinar la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza? ¿A eso llaman ustedes ayuno, día agradable al Señor?" No es un teatro el que quiere Dios que se monte. Es una vida transformada, que se una verdaderamente a Él y que nos lance realmente a nuestros hermanos, sintiéndonos responsables directos de ellos y de su suerte. Si así hacemos, estaremos agradando a Dios, quien reconocerá nuestra vida renovada en el sacrificio de Cristo y vivida en función del amor a Él y a los hermanos. Será razón suficiente para que su gracia y su amor se pongan de nuestra parte, con lo cual nuestro sacrificio tendrá efectos positivos no solo para ellos, sino consecuencias altamente favorables también para nosotros: "Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá; pedirás ayuda y te dirá: 'Aquí estoy'". Vivir en función de los demás, de nuestros hermanos, hace que Dios se ocupe de nosotros. Será la consecuencia más positiva. Ocupándonos de nuestros hermanos, comprometemos a Dios para que se ocupe Él directamente de nosotros.

jueves, 27 de febrero de 2020

Ante mí está la Vida en ti o la muerte sin ti, y debo decidir

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Todas las acciones de los hombres tienen consecuencias. Lo que hacemos puede favorecernos o favorecer a alguien más, o perjudicarnos o perjudicar a otros. Nuestra realidad, en general, nunca será neutral, como tampoco lo que hagamos en ella. Incluso, podemos influir tanto, que podemos cambiar el rumbo de la historia personal o el de la historia de otro o hasta de una comunidad. En la historia ha habido personajes que por una decisión personal han cambiado el rumbo de la misma. Somos tan responsables de ello que puede darse el extremo de que alguien quiera huir del compromiso de tomar una decisión, pero que esa misma supuesta neutralidad sirva para que el rumbo quede determinado fatalmente. Recordemos el caso de Pilato que en su pretendida neutralidad, que llegó incluso a querer demostrarla al lavarse las manos, influyó totalmente para que se decidiera la muerte de Jesús. No oponerse al mal alegando neutralidad es, finalmente, complicidad con el mal y con quienes lo realizan. En efecto, nuestra acción o nuestra omisión influye en la marcha de la historia, y tiene consecuencias. Por ello debemos hacernos responsables de ella, sea la que sea. Al contar cada uno de nosotros con los tesoros de la inteligencia y la voluntad, lo que nos hace seres que viven en libertad, tenemos la capacidad de discernir y poder distinguir entre el bien y el mal. En todo momento la vida nos podrá presentar las dos rutas que nos conducen hacia uno u otro. Cada segundo, cada instante, está marcado por la presencia de esas opciones, lo que nos impulsará a un continuo discernimiento para la toma de decisiones. En medio de esas alternativas y de la experiencia que iremos adquiriendo en ella, se dará nuestro proceso de maduración y nos estaremos haciendo lo que se llama hombres de bien u hombres de mal. En ese proceso no estamos solos. A nuestro alrededor habrá siempre personas con las cuales podremos contar para no sentirnos abrumados ante las decisiones que debamos tomar. Incluso los personajes más influyentes cuentan siempre con consejeros y asesores. La posibilidad de discernir entre varias cabezas de alguna manera ayuda a tener confianza y solidez en las decisiones. Y para nosotros los cristianos, cuando se nos presenta el momento de la decisión, también están a la mano nuestros consejeros espirituales a los que podremos recurrir. Y, en la intervención providente de Dios, tenemos además su auxilio, que nos ilumina y nos inspira en cada momento. 

Por ello, aun cuando debemos ser responsables al tomar decisiones, debemos también serlo al asumir sus consecuencias. Esa responsabilidad asumida con seriedad, nos lleva a tener el cuidado necesario en el discernimiento. Mi decisión puede ser determinante en mi vida o en la vida de los demás. Y Dios, en esa perspectiva, me lanza una cuerda para que me tome de ella y me sujete sólidamente. Es su gracia, que me pertenece desde que Él me ha creado. Al dotarme de mis tesoros personales, se ha comprometido conmigo a no dejarme solo en ese tipo de responsabilidades. Por eso siempre podremos contar con su iluminación. Es de tal magnitud el compromiso de Jesús con nosotros, que nos ha prometido el envío del Espíritu Santo para que nos ilumine y nos inspire el mejor camino. De esa manera, al tener que tomar una decisión, puedo ver claro cuál es la más conveniente, la más enriquecedora, la que influya más positivamente en la vida mía y la de los demás. Dios nos pone delante toda la realidad. Y con ella frente a nosotros, debemos optar: "Pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Pues yo te mando hoy amar al Señor, tu Dios, seguir sus caminos, observar sus preceptos, mandatos y decretos, y así vivirás y crecerás y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde vas a entrar para poseerla. Pero, si tu corazón se aparta y no escuchas, si te dejas arrastrar y te postras ante otros dioses y les sirves, yo les declaro hoy que morirán sin remedio". Al poner la opción ante nosotros, nos pone también las consecuencias, con lo cual podremos discernir correctamente. La alternativa es vida o muerte, bien o mal. Y la decisión influirá en la vida de todo un pueblo. Es necesario que hagamos el discernimiento correcto y que tomemos la decisión que más favorece a todos. El final será de bendición o de maldición. Somos nosotros los que lo asumimos.

Esa decisión debemos tomarla también ante la alternativa definitiva de nuestra salvación, de nuestra eternidad. Jesús ha realizado una obra salvadora que ha dependido exclusivamente de su entrega y de su determinación de rescatar con su muerte y su resurrección al hombre pecador. Esa obra de redención fue llevada a cabo perfectamente, a plenitud. No ha quedado nada por hacer, pues ha sido derrotado el demonio y vencida la muerte, con lo cual hemos sido favorecidos todos, pues la victoria de Jesús se nos ha anotado a cada uno de nosotros, aunque no hemos tenido ningún concurso en ella. Nuestro concurso, sin embargo, sí es determinante para el disfrute pleno de esa redención de nuestra parte. Jesús ha culminado totalmente la obra de redención, pero corresponde ahora al hombre abrir su corazón y enrolarse para vivir como redimido, con lo cual esa redención lo hará efectivamente un hombre nuevo. Mientras no se dé ese paso en el mismo hombre, la obra de redención quedará solo como una intención muy buena de parte de Jesús. Completada, pero no hecha efectiva aún, hasta que el hombre la acepte, con sus consecuencias definitivas para él, para su vida, y para la vida de quienes lo rodean. "Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?" Es la alternativa que ofrece Jesús para el hombre que quiera disfrutar de los efectos de su redención. Perder la vida por Jesús para ganarla. O conservarla a todo trance, con lo cual la perderá. Es la decisión más importante a la que nos enfrentaremos jamás, pues tiene que ver con nuestra eternidad, lo que viviremos plenamente en toda nuestra vida futura y que nunca se acabará. La decisión que tomemos marcará absolutamente todo nuestro futuro. Por ella, estaremos felices eternamente ante el Padre Dios, o viviremos eternamente frustrados en la lejanía de su amor. Es una decisión que tiene las consecuencias más determinantes para nuestra vida y la de nuestros hermanos que pueden ser conducidos a la salvación por nuestro testimonio. Es nuestra vida o nuestra muerte. Y está en nuestras manos. Ya Jesús hizo su parte. Nos corresponde a nosotros hacer la nuestra. No dejemos frustrada su entrega por amor.

miércoles, 26 de febrero de 2020

Emprendo el camino de mi conversión con alegría y esperanza

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La Cuaresma es un tiempo de intimidad. Es la propuesta que hace la Iglesia a los cristianos para que inicien un camino de purificación, como lo vivió Israel al salir de Egipto, que le sirvió para entrar triunfante y con un corazón confiado radical y únicamente en Dios. Las dos fórmulas que se pueden utilizar al colocar las cenizas en la frente de los penitentes denotan esta invitación: "Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás" o "Conviértete y cree en el Evangelio". El recuerdo de nuestro origen humilde, el barro del cual se sirvió Dios como alfarero para modelarnos, debe mantenernos en contacto con lo más bajo de nuestra condición, que ha sido elevada solo por la acción de Dios sobre nuestra materia, por lo cual no tenemos ninguna razón para envanecernos o creernos superiores. Todo nos ha venido de Dios, somos receptores de todos sus beneficios. Nuestro fin será exactamente igual que nuestro origen. Nos iremos sin nada de lo que podamos ir sumando artificialmente a nuestra vida. Al final de los tiempos, cuando termine nuestro tránsito terreno, delante de Dios solo estará nuestro barro, del cual hemos sido hechos, y los logros espirituales que hayamos alcanzado. Nada más. Por eso se nos invita también a convertirnos. La conversión es una actitud imprescindible en el camino de los cristianos. Debe ser continua, por cuanto el proceso de conversión finalizará solo cuando estemos ya definitivamente cara a cara delante de Dios. Se inicia cuando nos decidimos a emprender el camino que nos conducirá a la presencia de Dios y a tratar de hacerlo más expedito, eliminando todo obstáculo o todo estorbo que pueda entorpecer el avance. Es un continuo deslastrarse de lo que pese en exceso, de lo que estorbe, de lo que obnubile la visión... Tener en este tiempo en la mente el recuerdo continuo de nuestro origen humilde y la actitud de conversión que nos servirá para tener menos carga que pese en exceso y nos impida el avance en el camino hacia Dios, es lo que quiere la Iglesia que vivamos en la Cuaresma. Tenemos la posibilidad de aceptar esta invitación con esperanza, pues de lo que se trata es de que vivamos con mayor agilidad el camino de la santificación personal. Nos hacemos terreno bueno, preparándonos durante la Cuaresma, para recibir la siembra que hará el Señor al vivir su Pascua en la próxima Semana Santa.

Hemos dicho que es un tiempo de intimidad por cuanto la experiencia espiritual que se nos invita a tener no debe ser ocasión para jactarse, para lucirse, para hacerse propaganda. El avance que podamos ir logrando en el proceso de conversión estará marcado por la humildad con la cual estemos viviendo las prácticas espirituales. La limosna, la oración, el ayuno, que son acciones que nos indica Jesús como esenciales para el tiempo de la conversión, no deben ser vividos como espectáculos teatrales en los cuales nosotros somos los protagonistas. Si perseguimos ese fin perderán todo su valor. El mismo Jesús, cuando habla de esas prácticas y de la necesidad de hacerlas en la intimidad, insiste en que es solo Dios ante quien se deben colocar, pues es solo a Él a quien le interesa que avancemos en la conversión para poder regalarnos la gracia. Solo Él es el poseedor de la gracia y por ello es solo a Él a quien le interesa nuestro avance, lo que dejará expedito el camino de su gracia hacia nosotros: "Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará". El fin de este camino es el de la salvación, el de la obtención del perdón de Dios y el derramamiento de su misericordia. En la intimidad del corazón, cuando emprendemos el camino de la conversión, apuntamos a encontrarnos con ese corazón de Dios que no quiere nuestra condenación sino, muy al contrario, quiere perdonarnos para regalarnos la salvación. "Ahora —oráculo del Señor—, conviértanse a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos; rasguen sus corazones, no sus vestidos, y conviértanse al Señor su Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del castigo". Las acciones de perdón, de misericordia, de amor y de gracia que se dan entre Dios y los hombres, no se dan jamás con aspavientos ni espectáculos llamativos. Se dan en lo escondido del corazón. No tienen expresiones estrambóticas, sino que son muy humildes y silenciosos. No hay que demostrarlas a más nadie sino a Dios y a sí mismo.

La Iglesia, de esta manera, propone un tiempo de gracia y de conversión para todos los cristianos. Es un  tiempo que debemos aprovechar para iniciar y adelantar un camino de enriquecimiento espiritual, dejando a un lado lo que nos pueda estar robando el tesoro de nuestro corazón o pueda estar ocupando el lugar que le corresponde a Dios en él. Es abrirse a la posibilidad real que se nos ofrece para colocar el acento donde debe estar realmente, que es en la meta a la que somos llamados, a la preparación para experimentar la felicidad eterna junto a Dios nuestro Padre, tomándonos de la mano de Jesús y haciendo que su obra de reconciliación sea una realidad en nosotros. San Pablo, valorando en su justa medida la obra de amor que Jesús hizo para reconciliarnos con Dios, nos quiere hacer reaccionar por nuestra evidente indolencia e indiferencia ante el sacrificio redentor: "En nombre de Cristo les pedimos que se reconcilien con Dios. Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él. Y como cooperadores suyos, los exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios". Sería absurdo y en verdad muy triste que los cristianos dejáramos que la sangre derramada por Cristo y que su cuerpo inerme en la cruz no representara para nosotros la riqueza absoluta del Dios que ha querido ofrecerse como satisfacción por nuestros pecados, realizando un sacrificio totalmente inédito, pues era el sacrificio del que menos tenía que ver con la culpa del pecado que habíamos cometido los hombres. Dios responde a la solicitud del hombre que implora el perdón y la salvación. Establece un tiempo de salvación, en el cual hará sentir ese amor redentor que se derrama sobre la humanidad. San Pablo insiste en esta voluntad salvífica de Dios: "Pues dice: 'En el tiempo favorable te escuché, en el día de la salvación te ayudé'. Pues miren: ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación". La Cuaresma es tiempo favorable para la conversión, para el abandono en el corazón misericordioso de Dios, para el reconocimiento de nuestras culpas y de nuestra indigencia. No despreciemos el gesto que realiza nuestro Dios de amor. Nunca más podremos encontrar mayor misericordia y mayor amor. Que en la intimidad de nuestro corazón nos encontremos con ese Dios que solo demuestra amor por nosotros y no quiere nuestra condenación o nuestra muerte, sino solo nuestra vida y nuestra salvación.

martes, 25 de febrero de 2020

Como un niño, quiero vivir la inocencia para servir a mis hermanos

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A Jesús le encanta la inocencia. Cada vez que puede pide a sus discípulos y a todo el que lo sigue y lo oye, que sean puros y que no pierdan esa inocencia original. Y coloca como prototipo a los niños, a los que ama con un corazón henchido de ternura. En contraposición, rechaza fuertemente a quienes no son inocentes, a quienes se creen más sabios, a quienes son soberbios y han perdido la humildad y la sencillez. Un ejemplo de eso lo tenemos en sus confrontaciones continuas contra los fariseos, a los que considera los menos inocentes de entre sus oyentes. A ellos les echa en cara su torpeza espiritual, por cuanto siendo conocedores de las preferencias de Dios y de su cercanía afectiva a los humildes y sencillos, a los inocentes de corazón, prefieren mantenerse en la soberbia de su posición que se aprovecha de la humildad de los más débiles, e incluso los manipulan con exigencias espirituales desde su posición de poder, por lo cual se hacen aún más deleznables. Llegan al extremo de utilizar a Dios como arma arrojadiza para sustentar su poder y mantener su posición de privilegio en la sociedad judía. Es el colmo de la malignidad, por cuanto utilizan lo más santo, a Dios mismo, para sacar provecho personal humillando así a los más sencillos de la sociedad. Lo santo es manipulado por ellos para alcanzar sus metas egoístas y personalistas. Ante esa posición soberbia y totalmente vacía de humildad, Jesús contrapone la figura de los niños: "Tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: 'El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado'". La figura de la infancia es una figura incontaminada, por lo tanto, aún inocente, sin prejuicios ni pretensiones malsanas. No luchan por ostentaciones vacías sino que viven el momento, gozando cada uno de los segundos vividos. Lamentablemente, al avanzar en edad vamos perdiendo esa inocencia original. Vamos anteponiendo nuestras suspicacias, nuestras envidias, nuestros celos. Vamos viendo a los otros no como hermanos con los cuales puedo pasar un tiempo bueno y enriquecedor, sino como competencia, como seres ante los cuales tengo que estar en continua actitud de defensa. La desconfianza va borrando la inocencia y la ingenuidad puras.

Esta realidad que vivimos hoy es fruto del pecado que hemos incrustado nosotros mismos en nuestra vida. Los niños, por su inocencia, no se han dejado arrastrar aún por esa consecuencia trágica del pecado que nos ha alejado de Dios y de los hermanos. Por eso, una de las tareas que entendieron los apóstoles que debían llevar adelante, siguiendo las huellas del Maestro, fue la de procurar que los hombres rescataran al menos algo de esa experiencia inocente de la vida infantil. Santiago le dice a su comunidad: "Piensan ustedes que la Escritura dice en vano: 'El espíritu que habita en nosotros inclina a la envidia'? Pero la gracia que concede es todavía mayor; por eso dice: 'Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes'. Por tanto, sean humildes ante Dios, pero resistan al diablo y huirá de ustedes. Acérquense a Dios y él se acercará a ustedes". La oscuridad que hemos añadido los hombres a nuestra experiencia de vida debe ser contrarrestada con la luz que puede darnos Dios cuando nos abrimos a Él. Por nosotros mismos solo lograremos seguir hundiéndonos en el cieno del individualismo, del egoísmo, de la procura de la satisfacción personal en las pasiones, de un espíritu insano de competencia con los hermanos. Es necesario que con la ayuda de esa gracia divina y con su iluminación, demos luz a esa actitud oscura para eliminarla y rescatar esa experiencia primigenia, que tuvo su origen en el gozo que sintió Adán al ver a Eva: "Ahora sí. Esta sí es carne de mi carne y hueso de mis huesos". Una como yo. El otro no es un ser extraño a mí. Es, como dijo el Papa Benedicto XVI, "un regalo de Dios para mí". Mientras no alcancemos esa visión elevada en la consideración del hermano y en la correcta valoración de lo que es, jamás podremos tomar el camino de la recuperación de la inocencia que nos propone Jesús. Dios, al crear al hombre, sentenció: "No es bueno que el hombre esté solo". El hombre, al pecar alejándose de Dios y perdiendo la inocencia original, destruyó la bondad de esa fraternidad, haciéndola más bien un campo de batalla. No es justo que nosotros mismos hayamos destruido aquella bondad original de lo creado. Debemos retomar la ruta de la verdadera fraternidad, haciéndonos hermanos auténticos unos de otros, viviendo una fraternidad solidaria que se base en la inocencia y en la transparencia de pensamientos y de conductas y no en la consideración del otro como un extraño o incluso como un enemigo.

Para alcanzar esa verdadera inocencia deseable en todos los cristianos debemos asumir responsablemente nuestro compromiso de ser como el Maestro. Se trata de imponernos para seguir sus huellas y asimilar su ser en nosotros. Él entendió su vida como servicio, y no se guardó nada para sí mismo. Lo entregó todo y lo dejó todo en nuestras manos por amor. Ese fue su mejor servicio: "Yo estoy entre ustedes como el que sirve". Nunca se jactó de ser el Maestro para exigir absolutamente nada: "Yo no he venido a ser servido sino a servir". Anunció a los apóstoles lo que le vendría en el futuro: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará". Ese era el fruto de su mayor servicio, la muerte, sirviendo al hombre así para que recuperara la gracia perdida y el camino de rescate de la inocencia original. Nuestra vida de inocencia debe estar caracterizada también por el ser servidores unos de otros, como lo hizo Jesús. En la mayor demostración de humildad, se hizo pecado Él mismo para realizar la obra de rescate de aquellos que eran los únicos culpables. Él fue el único inocente de todos los hombres, y su inocencia la puso en nuestras manos para que, desde nuestra condición de culpables, pudiéramos hacerla de nuevo constitutiva de nuestro ser. Hace su entrega final, demostrándonos que ese era el único camino para el rescate de nuestra inocencia. Por eso insiste: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos". Así como Él prestó el mejor servicio entregándose a la muerte, nos pone la misma perspectiva a nosotros. Solo en la entrega sincera a nuestros hermanos, con la mayor inocencia en nuestro corazón, como lo vivió el mismo Jesús, podremos ser como ese niño que pone Jesús en medio de todos como el modelo a seguir. La entrega a los otros será la medida de nuestra recuperación. Empezando por la entrega al gran Otro, al mismísimo Jesús, que deberá desembocar en la entrega a los hermanos a los que Él ha venido a rescatar desde su amor todopoderoso y misericordioso.

lunes, 24 de febrero de 2020

Me lleno de ti en la oración y voy a mi mundo lleno de ti

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El contacto del cristiano con Jesús es fundamental para mantenerse vivo en la fe. No será jamás buen cristiano quien no mantiene en su corazón una actitud de sumisión y de intimidad con Aquel que es la razón de su existir. Así como su experiencia de fe se ha dado por el encuentro personal con Cristo, con su amor y su misericordia, recibiendo de Él los dones fundamentales para poder llamarse cristiano, así mismo, para poder mantener viva esa llama de aquel primer encuentro profundo que ha transformado su vida, debe estar siempre conectado con esa fuente, que es el mismo Jesús. De alguna manera Jesús mismo describió esa necesidad de mantenerse en contacto vital con Él: "Yo soy la vid; ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no pueden hacer nada". Esa conexión con Jesús es, sin duda, necesaria para poder mantener la fe viva en el cristiano. Por ello, la vida de oración es absolutamente imprescindible para quien quiere vivir en Cristo. No puede existir una pretensión de mantenerse vivo en Él cuando no se "gasta" tiempo en el contacto de intimidad con Jesús. Quien esto pretenda simplemente presenciará la paulatina desaparición de su fe. La fe tiene un componente altamente afectivo que no puede ser desdeñado favoreciendo lo doctrinal o lo intelectual, en desmedro de la experiencia del amor que solo se puede vivir en el contacto vital con  Jesús, es decir, en la oración. De ella, en ese contacto íntimo y sabroso de corazón a corazón, se tendrá la experiencia profunda del amor de Dios que satisface plenamente, que permite compartir con Él todas las vivencias que se puedan tener, que llenará el corazón del consuelo que Él da ante las dificultades y los sufrimientos que se puedan tener, que multiplicará las alegrías y las compensaciones que se viven al compartirlas con Él, que inspirará misteriosamente ideas y acciones que nos sirvan para enfrentar cualquier situación que le presentemos, que nos llenará de las fuerzas que necesitamos para afrontar el día a día... La oración es un encuentro milagroso que enriquece siempre. No tener esta experiencia es despreciar lo que más nos puede compensar y es, por lo tanto, preferir mantenerse en la pobreza de poseer solo lo propio, dejando a un lado lo que Dios nos puede aportar.

En ese contacto cotidiano con Jesús en la oración obtendremos la vida que necesitamos tener para la cotidianidad. Pero en ella también consolidaremos una sociedad activa con Jesús en la cual Él, como socio principal, aportará lo que lo define como Dios: su amor, su poder, su misericordia en favor de los hombres. La oración nos irá transformando, pues estaremos abriendo las puertas de nuestro corazón para que Él venga a habitar en él y actúe desde nosotros mismos: "Vivo yo, pero ya no soy yo. Es Cristo quien vive en mí". Cuando los apóstoles sorprendidos le preguntaron por qué ellos no habían podido expulsar aquel demonio de aquel niño, Jesús les respondió: "Esta especie solo puede salir con oración". Descubrieron entonces que habían confiado solo en sus fuerzas, que no habían dado entrada al poder de Cristo que podían obtener en la oración. De la fuerza de Cristo habrían podido echar mano si hubieran sido hombres que se mantuvieran en contacto con Él, y hubieran hecho efectiva esa sociedad que se firma en la oración. Es la realidad de la absoluta debilidad del cristiano cuando no está unido a Jesús: "Separados de mí no pueden hacer nada". Si aceptamos que sin Jesús somos la debilidad en esencia, debemos asumir que unidos a Él somos la fuerza en esencia: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta". Los cursillistas de cristiandad han asumido, casi como grito de guerra, la frase de Manolo Llanos, aquel mártir cristiano de la guerra civil española, quien antes de morir bajo las armas de los republicanos, proclamó en alta voz: "¡Cristo y yo, mayoría aplastante!" La oración es, entonces, ejercicio de humildad en el que el cristiano debe reconocer la fuente de su vida, a la cual debe estar por tanto conectado continuamente, y de la cual obtendrá no solo su vida sino la capacidad de seguir adelante con su vida de fe en todo lo cotidiano e incluso en lo extraordinario que se le pueda presentar. Es la actualización en cada momento de esa presencia de Jesús que lo acompaña siempre y que hace consciente el cumplimiento de su promesa: "Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo". La humildad es definitivamente esencial para llevar adelante una vida de fe sólida y fortalecida en el amor.

Esa humildad fue la que mostró el padre del chico poseído. Jesús le dice: "Todo es posible al que tiene fe". Y el hombre, con la mayor humildad, reconoció ante Jesús: "Creo, pero ayuda mi falta de fe". Por ello, en la oración se obtendrá la mejor de las sabidurías. No la del que se enriquece con infinidad de ideas tomadas de la mejor doctrina posible y enriqueciendo solo su intelecto. Es la sabiduría que da el sabor de Dios e impregna todo el ser del cristiano. Que por supuesto llena también de razonamientos, pero que apunta sobre todo a la sabiduría que se obtiene en el encuentro vivo con ese Jesús que es el Dios encarnado y que derrama todo el amor que ha enviado el Padre a derramar. El que ora se llena del sabor de Dios y se hace sabor de Dios para todos, haciéndose poseedor de la mejor y la verdadera sabiduría. Cuando no se da esa conexión íntima y humilde con Dios en la oración, la sabiduría no es la de Dios: "Si en el corazón ustedes tienen envidia amarga y rivalidad, no presuman, mintiendo contra la verdad. Esa no es la sabiduría que baja de lo alto, sino la terrena, animal y diabólica. Pues donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencia y todo tipo de malas acciones". Por el contrario, unidos a Jesús en la intimidad del encuentro con Él en la oración, viene a llenarnos esa sabiduría que viene de lo alto y nos da la mayor riqueza: "La sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, intachable, y además es apacible, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial y sincera. El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz". Esa sabiduría nos hace poderosos porque es la que ha abierto el corazón en la oración para la entrada de Jesús a nosotros, la que firma la sociedad en la que somos los más beneficiados, la que hace que desde nuestro ser Jesús actúe y realice sus maravillas, la del Dios que ha venido a salvarnos, a llenarnos del amor de Dios, a enfrentar con bríos siempre renovados nuestra cotidianidad y todos los acontecimientos ordinarios y extraordinarios que vivamos.

domingo, 23 de febrero de 2020

Pertenezco a Cristo, por lo que soy santo y debo vivir como un santo

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El cristiano no es un hombre cualquiera. Dentro de la normalidad de la vida, igual que cualquier otra persona del entorno, vive una realidad distinta en la que los valores, las virtudes, los principios que lo motivan, son muy superiores, pues apuntan a una espiritualidad profunda, a una huida de la superficialidad, a una mirada más elevada. No se queda simplemente en la persecución de metas pasajeras o temporales, sino que apunta a una meta trascendente que apunta a la eternidad. Tiene que ver con su vida cotidiana, pues es en ella en la que sembrará la semilla que cosechará abundantemente cuando haya terminado su periplo terrenal. El hecho de que tenga su mirada en la eternidad no lo desconecta de su realidad cotidiana. Al contrario, lo hace pisar más firmemente en ella, pues todo lo que vive aquí y ahora debe reflejar esos valores que lo motivan profundamente. Si no es así, su cosecha no será fructífera. Por eso, es en esta realidad en la que debe mostrar que no es uno más del montón, sino que se diferencia precisamente porque tiene una meta muy superior que es la que lo motiva. El cristiano es ese que vive lo ordinario con un tinte extraordinario. Es ese que por tener valores superiores impregna todo su existir, su cotidianidad, con la profundidad de aquello que es lo más importante para cualquiera, que es la búsqueda del sentido de una vida que no se acaba en la realidad que está a la vista, sino que no tiene fin. Es ese que comprende que esta vida es una etapa de una vida que nunca se acaba, y que tiene una realidad futura que le da su peso y su sentido. Por ello, aun cuando vive lo absoluto del amor que salva, de la unión con el Dios que da la vida y que es providente y misericordioso, de la fraternidad que marca la vida en unión con todos los miembros de la comunidad, sabe que debe revestir esa cotidianidad con las ropas de la relatividad, pues todo pasará y se acabará para dar paso a la vida eterna que será la que persistirá y quedará establecida permanentemente. Los logros que haya alcanzado en esta vida, las metas que haya superado, son las que servirán como billete de entrada a esa vida eterna, por lo cual tienen pleno sentido conectados con la conciencia de que son las semillas que ha sembrado en esta vida, de la cual sacará la cosecha plenamente satisfactoria de una vida eterna feliz en el seno de Dios Padre.

Por ello, la doctrina cristiana que sustenta la experiencia vital, insiste en la fijación de la santidad como meta existencial. El mismo Dios lo pone como exigencia: "Sean santos, porque yo, el Señor, su Dios, soy santo". La razón última que explica esa necesidad es la propia santidad de Dios, que es hacia quien tendemos. Hemos salido de Él y nuestra vida está dirigida a volver a Él. Por ello, en el periplo de la vida terrena, nuestra condición de santidad no será sino la confirmación de nuestra pertenencia al Dios que nos da la vida. Jesús mismo coloca esta meta de nuevo como condición de vida para el cristiano: "Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto". Santidad y perfección, en este contexto, son sinónimos. Son la misma exigencia. Los cristianos debemos actuar por encima de la normalidad. No podemos contentarnos con los mínimos que nos exige vivir el día a día, sino que debemos apuntar siempre a los máximos. Y nunca contentarnos con lo que logramos, pues la meta está cada vez más alta. La perfección no tiene límites. La santidad tampoco. Son cualidades divinas, por lo que son infinitas. Dar pasos adelante significa que siempre habrá un paso más que deberemos dar. Mucho menos podemos contentarnos con la mediocridad de quien no tiene una meta de superación. Quienes viven sin ideales superiores pasan por esta vida solo vegetando, sin la ilusión de ser mejores cada día. No se trata de ser héroes, sino de dejar que la motivación a la santidad sea el motor de la vida propia. Por eso se ve como natural la exigencia que pone Jesús. El que quiere ser realmente santo y apunta cada vez más alto, no puede contentarse con lo que haría "cualquiera". Las metas que pone Jesús no son absurdas, pues serían las propias de los santos: "Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas ... Amen a sus enemigos y recen por los que los persiguen, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si aman a los que los aman, ¿qué premio tendrán? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludan solo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles?" Se trata, por lo tanto, de no hacer, lo "normal", sino lo que haría un santo. Es a eso que estamos llamados. Y esa sería la "normalidad" de la vida en santidad.

Lo que nos motiva es, por lo tanto, esa meta que debe asumirse como regla de vida. Llegar a la santidad solo será una realidad si ya se camina en ella. No debe ser solo la meta, sino que debe ser también el camino. Como decía Santa Teresa de Calcuta: "La santidad no es el privilegio de unos pocos, sino la obligación de todos". Sentirse atraídos de tal manera hacia ella, que mueva cada fibra de nuestro ser, haciendo que ella sea la razón de la existencia. Para un cristiano no debería existir un estilo distinto a este. Cualquiera otra manera de vida desdiría de lo esencial del cristiano. El camino estaría marcado por la pertenencia a Jesús. Sentirnos de tal manera propiedad de Cristo que no permitamos que pueda ser añadido a nuestro ser algo que sea distinto de lo que sería de Él. Nuestra carta de identidad no es otra que la de ser hijos del Padre y hermanos de Jesús. Esa es nuestra gala y nuestro orgullo. Todo lo demás es pasajero y relativo. Nuestra identidad pasa por nuestra pertenencia a Jesús: "Que nadie se gloríe en los hombres, pues todo es de ustedes: Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es de ustedes, ustedes de Cristo y Cristo de Dios". He ahí la razón última por la que debemos ser santos, por la que debemos avanzar continuamente hacia la perfección. Nuestra pertenencia a Cristo no es, no debe ser, solo una idea romántica. Debe ser una realidad. La realidad que le da sentido a nuestra vida, la realidad que subsistirá después que hayamos terminado nuestro ciclo terrenal. Todo volverá al Padre, llevado como escabel a los pies de Cristo. Con lo cual se confirmará quién es el Rey y el propietario de todo lo que existe. Vale la pena, por lo tanto, que eso lo hagamos ya una realidad hoy y aquí, de modo que al pasar de este mundo al Padre, lo que haga nuestro Dios con nosotros sea simplemente una confirmación de lo que ya hayamos vivido aquí y ahora.

sábado, 22 de febrero de 2020

Das la vida por las ovejas y quieres que tus pastores hagan lo mismo

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Jesús es el Buen Pastor. Así se identificaba Él mismo, dando una descripción que, quizás, era la que consideraba más entrañable y la que para Él tenía mayor sentido y lo identificaba más plenamente: "Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, cuando ve venir al lobo, escapa abandonando las ovejas, y el lobo las arrebata y dispersa. Como es asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor: conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco al Padre; y doy la vida por las ovejas". La imagen cercana para el pueblo de Israel, familiarizado con esta imagen del pastor, podía entender perfectamente esta descripción que daba Jesús de sí mismo, y todo lo que ella implicaba. Jesús es cercano, no se queda alejado de sus ovejas, se preocupa por cada una de ellas, al extremo de que es capaz de dar la vida por ellas si es la única forma de defenderlas. De tal manera era acertada esta descripción de sí mismo que daba Jesús, que quedó totalmente confirmada por los acontecimientos de su Pascua. Como Buen Pastor entregó su vida por las ovejas, en vez de ellas, las rescató de una muerte segura, muriendo en su lugar. Hizo la obra total de amor que había prometido Dios desde que el hombre había pecado. Con ello, el Buen Pastor alcanzó la salvación de su rebaño y logró la restauración del orden perdido. Sin embargo, debía asegurar que esa obra de rescate, que esa entrega por todos, fuera beneficio para toda la humanidad, en todo tiempo y lugar. Había que asegurar de alguna manera que los efectos de salvación pudieran ser distribuidos a todos los que formarían parte de ese rebaño que Él sabía que trascendía su momento y su lugar. Él mismo decía que había otras ovejas a las que era necesario llegar también: "Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor". Por ello, para asegurar que su salvación llegara a todos los hombres, era necesario que hubiera quienes asumieran la tarea de llevar adelante esta obra en el gran instrumento de salvación que instituyó Jesús, la Iglesia. Al frente de esta tarea ponía a sus pastores, a los que encomendaba la obra de distribución de la gracia. Así se cumplía también la promesa del Padre: "Les daré pastores según mi corazón". 

Cuando inició su obra de predicación y anuncio de la llegada del Reino de Dios, Jesús eligió a doce hombres para que estuvieran con Él. Fueron esos que iniciaron una formación para ser los continuadores de esa obra de pastoreo. Ellos fueron los testigos primordiales de la obra de Cristo. Escucharon cada una de sus palabras y presenciaron cada uno de sus portentos. Convivieron con Él en lo cotidiano y en lo extraordinario. El día a día con Jesús fue su mejor formación. Esta formación no se trataba de un conocimiento intelectual adquirido en el repaso de ideas. Fue, sobre todo, la experiencia viva de lo que era Jesús. Era el contacto con Él lo que les sirvió más para luego ser esos buenos pastores que continuarían su obra. Tener la vivencia de Jesús era lo importante. Experimentar su amor en sus corazones, ver su trato con la gente, su cercanía, su estilo de pastoreo. Fue un tiempo de asimiliación en el que apuntaban a ser "otros Cristos", reflejos de ese Buen Pastor que Él era. Por eso, San Pablo es capaz de atreverse a decir: "Vivo yo, mas ya no soy yo; es Cristo quien vive en mí". Ese grupo de doce tenían esa primera tarea: adherirse de corazón y asimilarse cada vez más al Buen Pastor. San Pedro era el primero de ellos, pues quedaría encargado de dirigir la nave de la Iglesia, una vez que Cristo ya no estuviera físicamente presente. "Simón Pedro tomó la palabra y dijo: 'Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo'. Jesús le respondió: '¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos'". Jesús iba asegurando la existencia de ese grupo de pastores que estarían al frente de la Iglesia, al servicio de las ovejas en todos los confines del mundo y en todos los tiempos. Y al frente colocaba al primer Papa, a Pedro, como Vicario suyo.

La labor de los pastores es, entonces, la misma de Jesús. Se trata de que a todas las ovejas, por su intermedio, les llegue ese efecto de salvación que logró el Buen Pastor con su obra redentora. Los pastores deben procurar que ninguna de las ovejas por las cuales entregó su vida Jesús se quede sin disfrutar de la gracia que Jesús quiere derramar sobre cada una. La salvación de Jesús es para todos los hombres: "Dios quiere que todos los hombres se salven". Y acercarles esa salvación es la tarea de los pastores, de los ministros a los que el Señor se la ha encomendado. El pastor que deja Jesús al frente de la comunidad no se presenta a sí mismo. Presenta a Jesús para que sea a Él a quien se decidan a seguir las ovejas: "Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor". Y debe hacerlo, además con el estilo de Jesús. Presta sus labios, su corazón, su personalidad, pero en todo debe reflejar al Buen Pastor. Por eso Pedro insistía a los pastores de su época, y a los de todas las épocas, a cumplir fielmente con su tarea: "A los presbíteros entre ustedes, yo, presbítero con ellos, testigo de la pasión de Cristo y participe de la gloria que va a revelar, les exhorto: pastoreen el rebaño de Dios que tienen a su cargo, miren por él, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes les ha tocado en suerte, sino convirtiéndose en modelos del rebaño". Modelos del rebaño... No porque sean muy buenos, sino porque reflejan a Jesús, el Buen Pastor, a quien es en última instancia a quien debemos seguir todos, incluso los mismos pastores. San Pablo lo entendió muy bien: "Sean imitadores míos, como yo lo soy de Cristo". Sería una osadía presentarse a sí mismo como modelo, por sí mismo. Si se atreve a hacerlo es porque él sigue el modelo de Jesús, el Buen Pastor que da su vida por todos. Así deben ser los pastores hoy y siempre: los que viven con Jesús cotidianamente, los que asumen sus criterios y actitudes, los que viven su mismo amor por las ovejas, los que les llevan la gracia salvadora de la redención, los que no se presentan así mismos sino a Jesús, los que están dispuestos incluso a dar su vida por sus ovejas, como lo hizo Jesús.

viernes, 21 de febrero de 2020

Mi fe, si no la demuestro con las obras del amor, está muerta

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A los cristianos se nos presenta continuamente la alternativa crítica y pretendidamente opuesta entre la fe y las obras. Y, por supuesto, la oposición entre las consecuencias de ambas. Quienes siguen radicalmente la doctrina paulina defienden a rajatabla que solo la fe salva y que, por ende, las obras no añaden nada a la posibilidad real de salvación que tiene quien posee fe. Esta doctrina es asumida así, sin medias tintas por la teología protestante. Sola fidei, es su lema. La otra postura afirma que las obras sí salvan, pues son la demostración de la fe que se tiene. Quien no realiza obras no tiene fe, por lo tanto, no puede salvarse. Hemos dicho que ambas doctrinas son pretendidamente opuestas, porque en realidad no lo son. Son complementarias. Si leemos lo que aparece en la Escritura sobre ambas realidades, fe y obras, podemos concluir con toda seguridad que una no excluye a la otra sino que más bien son complementarias e incluyentes. San Pablo afirma: "Ustedes han sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de ustedes, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe". Y añade: "El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley". Y en referencia a la ley y sus obras, afirma: "La ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser justificados por la fe." Según  esta doctrina de San Pablo, bastaría la fe para salvarse. Hay que entender bien, sin embargo, lo que quiere decir. Según su desarrollo, se está refiriendo a las obras que son realizadas solo movidos por un cumplimiento de la ley. Desde la venida de Cristo, que ha realizado la obra de la redención, esas obras promovidas por la ley no guardan ningún sentido, pues la misma ley ha sido superada por la obra redentora. Hay una nueva ley que es la ley del amor. Si la vida propia no se vive en el ámbito de la nueva ley del amor, no se ha entrado en la dinámica de la fe que ha venido a instaurar Jesús con su sacrificio. De esta manera, quien no vive su fe bajo la óptica de la nueva ley del amor establecida por Jesús en la redención, alcanzada con el derramamiento de su sangre, por muchas obras que realice, jamás obtendrá su salvación. Se ha quedado en la dinámica antigua y superada de la ley mosaica.

Es en esa línea que argumenta Santiago en su carta: "¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿ Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento diario y uno de ustedes les dice: 'Vayan en paz; abríguense y sáciense', pero no les da lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve?" Las obras apuntan a la nueva ley del amor de Jesús: "Ámense los unos a los otros como yo los he amado". La fe de quien es seguidor de Jesús está toda ella sondeada por la caridad, que es el amor mutuo que lanza a realizar obras en favor del hermano, más aún, si éste es necesitado. Afirma tajantemente Santiago: "La fe, si no tiene obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: 'Tú tienes fe, y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe'". Una fe que no se mueve hacia el otro, que no lanza hacia el hermano en función del amor, es una fe muerta. No tiene vida. Las obras que surgen del hombre que tiene fe y que se siente invadido por el amor, descubren lo que él vive, y por lo tanto sí le valen para su salvación. No salva la obra, ciertamente, como dice San Pablo. Salva la fe, que es demostrada por las obras del amor. Santiago insiste: "¿Quieres enterarte, insensato, de que la fe sin las obras es inútil? Abrahán, nuestro padre, ¿no fue justificado por sus obras al ofrecer a Isaac, su hijo, sobre el altar? Ya ves que la fe concurría con sus obras y que esa fe, por las obras, logró la perfección ...
Ya ven que el hombre es justificado por las obras y no solo por la fe." Una fe que no tiene obras no puede jamás salvar, pues le falta la expresión concreta del amor mutuo. No es fructífera y por lo tanto no se puede imputar salvación. La fe del cristiano nunca puede ser una fe de brazos cruzados, que no tienda hacia el hermano. La fe se sustenta en el mandamiento nuevo, cuyo resumen perfecto le hizo Jesús al maestro de la ley: Amar a Dios por encima de todo y amar al prójimo como a uno mismo. San Pablo afirmó: "La plenitud de la ley es el amor", o en una traducción diferente: "La plenitud de la ley es el amor". Así, queda establecido definitivamente que la fe que salva es la fe que se sustenta en las obras del amor, y no en sí misma. Sí es la fe lo que salva, de eso no hay duda. Pero las obras demuestran la fe que se tiene y que salvará solo si se demuestra con ellas.

El cristiano es responsable de su salvación. Debe asumir esa responsabilidad con seriedad, siguiendo las huellas de Jesús, imitando al Maestro, haciéndose su discípulo. Jesús asumió con la mayor responsabilidad la obra de salvación que le encomendó el Padre. Él fue encargado por el amor del Padre a salvar a la humanidad y lo cumplió con la máxima responsabilidad asumiendo todas las consecuencias, incluso las más negativas, como su propia muerte. Hizo su obra sin rehuir la tarea por las consecuencias que tendría. Y la invitación que nos hace es a seguir su ejemplo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla?" Perder la vida por Jesús significa asumir todas las responsabilidades que implican el ser cristiano. El hombre de fe demuestra su fe con las obras. Esas obras son las de Jesús. Y si se trata de perder la vida, realizando las obras de Jesús, serán las obras que demuestren la fe y que lo llevarán definitivamente a la salvación. La fe no puede quedarse solo en el ámbito de la intimidad personal. Es un absurdo. La fe cristiana lanza a los hermanos. "Quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre entre sus santos ángeles". Quien pretenda vivir su fe oculto, escondido, sin expresión externa, estará poniendo en peligro su propia salvación, pues no tendrá las obras necesarias que reflejen la fe que posee. No hay oposición real, entonces, entre la fe y las obras. La fe salva, y se demuestra con las obras que se realicen, y que surjan desde el amor que sondea plenamente a la fe. Seamos, por lo tanto, hombres de fe y demostremos que lo somos realizando las obras del amor, las que nos lanzan al corazón de los hermanos.