martes, 9 de marzo de 2021

Jesús nos enseña a ser misericordiosos y justos como nuestro Padre Dios

 No debías tener compasión de tu compañero, como yo tuve de ti? - ReL

Dios es infinitamente misericordioso.Y es también infinitamente justo. Ambas cualidades las ejerce plenamente. No son de ninguna manera contradictorias. Al contrario, son complementarias. Muchas veces intentamos contraponerlas, como queriendo poner a Dios en un apuro, cuando le exigimos que sea justo con los malos, castigándolos y dándoles el escarmiento que se merecen y que se han ganado por su mala conducta. Está claro que Dios no se niega a ser justo, pues está en su esencia serlo. Pero sí es cierto que en el caso de conflicto entre el ser misericordioso y el ser justo, si se dan las condiciones para que así sea, siempre se decidirá por la misericordia. Tal como nos dice el salmo: "La misericordia vence sobre la justicia", pues el Dios del amor, en línea con su identidad profunda, nunca podrá negar lo que es. Dios es amor, y la misericordia es la manera sublime en que ese ser amor se pone en práctica. La justicia, sin duda, es también una expresión del amor y de la misericordia, por cuanto es el tomar partido en contra del injusto y a favor de quien sufre indignamente la injusticia que comete la maldad y sus servidores. Por ello, nunca habrá conflicto entre la misericordia y la justicia. Más aún, finalmente no será Dios quien tome la decisión sin percatarse de las acciones de las partes, sino que simplemente usará aquella de la que se han hecho acreedores los mismos hombres con su conducta. El amor, la misericordia, el perdón, la justicia, surgirán de Dios solo cuando Él se haya percatado de qué es lo que merecen los actos del hombre. En cierto modo, la decisión no corresponde a Dios, sino al hombre que se gana o no cada una de ellas. Dios dará de acuerdo a aquello para lo que el hombre haya preparado el terreno. La fuente siempre será Dios, pero la llave la tiene el corazón del hombre. Percatarnos de esto es fundamental para nosotros, por cuanto de ello dependerá nuestra justificación y finalmente nuestra salvación. Gozar de la dulzura del perdón, que es el amor transformado en misericordia, dependerá de nuestro reconocimiento humilde del pecado y de nuestra determinación de cambio. Y así, daremos un paso más adelante en el seguimiento del ejemplo que nos da Dios y que se hizo aún más patente en Jesús, haciéndonos nosotros también misericordiosos con nuestros hermanos, como Jesús lo fue desde la Cruz. Así como Él perdonó a sus agresores, la misma disposición debe haber también en nosotros. Es lo que nos comprometemos a hacer cada uno cuando reza el Padrenuestro: "Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden". La condición la ponemos nosotros mismos.

En atención a esa esencia de amor que se transforma en misericordia, respondiendo al reconocimiento del pecado y al arrepentimiento, Israel, en el peor momento de su historia, cuando ha sido expulsado de la tierra prometida y es obligado a adorar ídolos, recurre al Dios todopoderoso, que es además Dios de amor y de misericordia, para que se conduela de su pueblo elegido y se ponga a su favor, liberándolo del yugo que se había ganado por su infidelidad. La oración de uno de los jóvenes en el horno de fuego al que habían sido lanzados para morir, es la súplica esperanzada, ya en el último momento de la tragedia, elevada a Dios para que alce su mano en favor de todos: "Ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia. Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carneros y toros o una multitud de corderos cebados. Que este sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados. Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos, y buscamos tu rostro; no nos defraudes, Señor; trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre, Señor". El recurso final es el de la esperanza en el poder misericordioso de ese Dios que no deja defraudado: "Los que en ti confían no quedan nunca defraudados". Tarde o temprano Dios dará su favor a quien está a sus pies arrepentido solicitando su amor.

Esta actitud de Dios es la actitud que quiere que tengamos todos. Jesús enseña a sus discípulos esta conducta y se la exige a todos. Pedro, haciéndose seguramente voz de la inquietud de todos, le pregunta a Jesús hasta cuándo se debe perdonar: "Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?" La respuesta de Jesús es clarísima: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete". Para Pedro, y para cualquier humano, perdonar siete vez es casi un heroísmo inalcanzable. Pero Jesús pone la medida más allá de lo heroico, no en lo común. Setenta veces siete, siguiendo la numerología bíblica, significa siempre. No debemos dejar de perdonar nunca. La justicia que exige compensación, manteniéndose vigente, da paso a la misericordia, cuando hay la disposición a la conversión auténtica. El ejemplo lo pone el mismo Jesús en la parábola del administrador injusto que les relata. El señor le perdonó, pero este no fue capaz de perdonar. Por eso se le aplica la justicia. Al no perdonar, cerró las puertas al perdón que había recibido y fue castigado, cumpliéndose así la justicia que le correspondía. La actitud del cristiano debe ser siempre con la tendencia al perdón. Como Jesús perdonó desde la Cruz, como su gesto de entrega y de muerte fue la donación del perdón para todos los pecados de todos los hombres, todos debemos seguir sus pasos. Nosotros mismos ponemos la condición al rezar el Padrenuestro. Si lo rezamos convencidos de que es la oración que nos corresponde siempre hacer como hijos de Dios, debemos asumir el compromiso de perdonar, pues es la condición para recibir el perdón nosotros mismos. La sentencia final de la parábola es determinante: "Lo mismo hará con ustedes mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano". Somos nosotros los que abrimos las puertas para el perdón. O los que las cerramos. Dios es infinitamente misericordioso. Pero es también infinitamente justo. Nosotros decidimos qué queremos que sea con nosotros mismos.

2 comentarios:

  1. Señor ayúdanos a reconocer nuestros pecados y danos la gracia de perdonar como tú nos perdonas y tener los sentimientos que Jesús tiene☺️

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  2. Se entiende que entre la misericordia y la justicia la fuente viene de Dios, pero la llave ante un conflicto, la tiene el corazón del hombre con su actuación, Jesús nos enseña a no dejar de perdonar nunca, pero que ese perdón sea desde el corazón.

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