domingo, 28 de febrero de 2021

Dios hará siempre lo que sea necesario para rescatarnos y tenernos con Él

 La Transfiguración del Señor | Amormeus

Jesús fue arrebatado por el Espíritu y llevado al desierto para ser tentado por el demonio durante cuarenta días. Después de su sufrimiento en la pasión y de su muerte en la Cruz, fue la demostración más clara de haber asumido plenamente nuestra misma humanidad. Los hombres vivimos nuestra vida en medio de tentaciones, del mal que nos acecha y que nos traiciona, que nos quiere alejar de Dios y de su amor. Y al cumplir nuestro periplo terrenal, debemos rendir nuestro tributo a la muerte, que para los hombres de fe es dar por terminada una etapa e iniciar una nueva de plenitud junto a Dios nuestro Padre. El Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo Eterno del Padre, habiendo asumido nuestra humanidad para redimirla, lo hizo con todas las consecuencias. Lo único que dejó a un lado fue la experiencia propia del pecado, aun cuando fue el pecado la causa última de su encarnación, pues eso era lo que venía a vencer. Tomó sobre sus hombros todos los pecados de la humanidad y los borró con su muerte en la Cruz y con su resurrección gloriosa y victoriosa. En el desierto Jesús nos demostró fehacientemente que era un hombre más como cualquiera de nosotros. Por ello, Él consideró necesario mostrar también su primera naturaleza, la divina, a los apóstoles. Llevando consigo a los tres apóstoles privilegiados, sube al monte Tabor. Subir al monte se contrapone a la bajada al desierto. Significa también que de esa manera se inicia el "ascenso" hacia el monte del Gólgota, donde hará ya su gesto de entrega definitiva en la Cruz. Los apóstoles necesitaban un signo que les aclarara que Jesús no era un simple charlatán que decía cosas muy hermosas y que incluso hacía prodigios maravillosos. Por eso Jesús delante de ellos muestra su verdadera divinidad. La Transfiguración es la demostración, en carne humana, de que Él es Dios. Que Dios está en plenitud en ese hombre con el que han convivido ya un cierto tiempo. Y es tan cierto que en Él se resume toda la revelación desde el origen, que se personifica en las figuras de Moisés y Elías. Ellos representan todo el Antiguo Testamento (la Ley y los Profetas), y Jesús mismo es el Nuevo Testamento. Es una nueva etapa la que se está viviendo, la de la instauración del Reino de Dios, en el cual serán hechas nuevas todas las cosas. Jesús da ese paso primero para todo ese itinerario.

La experiencia de los apóstoles es inédita. Nunca antes habían vivido algo tan maravilloso. Por eso su sorpresa es mayúscula y no saben cómo reaccionar. Pedro asume la voz cantante y propone el absurdo: no bajar del cerro y quedarse para siempre allí. No terminaban de comprender lo grandioso de lo que estaba sucediendo y que se les estaba revelando: "En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: 'Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías'. No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: 'Este es mi Hijo, el amado; escúchenlo'". Jesús ponía en las manos de los apóstoles el regalo del descubrimiento de quién es en su más profunda identidad. Al final, los apóstoles entenderán y vivirán perfectamente esta gran verdad de la fe. Y serán los anunciadores de esa verdad para todos. Dios se ha hecho hombre para salvarnos de la mayor desgracia y darnos la vida eterna que habíamos perdido. Y lo ha hecho con el mayor gesto de amor imaginable, entregando a su propio Hijo, al que ama más que a nadie, para rescatar a todos los hijos que se habían alejado engañados por el demonio. Ya Abrahán había adelantado con su gesto lo que también será Dios capaz de hacer por sus hijos: "Dios dijo: 'Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré'. Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña. Entonces Abrahán alargó la mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: '¡Abrahán, Abrahán!' Él contestó: 'Aquí estoy'. El ángel le ordenó: 'No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo'". El amor de Abraham por su hijo Isaac es el amor de Dios por Jesús. Y aún así, porque sirve para el rescate de la humanidad, lo entrega al sacrificio.

Nosotros no somos capaces de comprender en su totalidad y en su profundidad la calidad inalcanzable de ese amor. El que nos creó por amor, que sufre nuestro alejamiento y nuestra traición, que es testigo de nuestra propia destrucción al encaminarnos hacia el abismo y hacia la oscuridad de estar lejos de Él, que sabe que la ruta que llevamos es la de nuestra muerte y nuestra desaparición, nos contempla con los ojos del Padre que ama y se duele de la suerte hacia la que se encaminan aquellos a los que ama tanto, a los que ha hecho existir solo por un gesto amoroso, para tener alguien a quien amar fuera de sí. Por ello, no puede quedarse de brazos cruzados y dejarnos a nuestra suerte. Al extremo de desprenderse de su propio Hijo, su amado, en quien tiene todas sus complacencias, para entregarlo a la muerte que servirá para el rescate de todos los que estaban perdidos. No lo duda. Como tampoco el mismo Hijo de Dios duda en aceptar ese envío, compartiendo el mismo amor del Padre por el hombre: "Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?". Es el regalo más grandioso de amor que hemos podido recibir. Y que es ya definitivamente nuestro. Y que tenemos para disfrutar para toda la eternidad.

sábado, 27 de febrero de 2021

Tenemos un pacto de amor con Dios

 Sed perfectos como vuestro Padre celestial - ReL

Un pacto siempre tiene dos partes. Ambas, después de ver las condiciones del arreglo, se ponen de acuerdo y formulan un compromiso mutuo de cumplimiento en el que se hacen responsables de cumplir lo suyo, de modo que no se presenten inconvenientes, malos entendidos, incumplimientos, o incluso traiciones del acuerdo de parte de uno de los dos. Se asume siempre la seriedad del otro al asumir el compromiso. Dentro de las mismas indicaciones del acuerdo están contempladas las sanciones que debe sufrir la parte que incumpla. En las Sagradas Escrituras es frecuente encontrarse con los pactos que propone Dios a su pueblo. Bíblicamente las conocemos como Alianzas. Dios hace alianzas con su pueblo, en las que Él se compromete a seguir siendo el Dios poderoso y amoroso que guarda a su pueblo, que lo sigue conduciendo amorosamente, que le sigue proveyendo de todos los beneficios, que sigue guiándolo por el camino de la fraternidad y dándoles las herramientas que necesitará para hacerse cada vez más solidario. Es muy interesante que el término Alianza es el mismo que se utiliza para nombrar a la realidad matrimonial, con lo cual podemos colegir que las Alianzas que Dios hace con su pueblo entran en el orden de los compromisos de bodas. Él será el esposo que acoge con su amor esponsal a su pueblo, el cual sería la esposa que asume la relación para lograr una unidad indisoluble con Dios, su esposo. Está claro que la Alianza es entonces un compromiso de crecimiento que se asume con la seriedad de quien se sabe beneficiario principal pues recibirá todos los dones como el tesoro que lo enriquece grandemente. Las exigencias son las naturales, pues se trata de que la vida siga su curso natural, desde la intención que tuvo el mismo Dios al crearlo todo. Y en el discernimiento de lo que representa cada Alianza y sus exigencias, podemos percibir una inmensa ventaja para el pueblo, pues Dios, en su inmutabilidad, nunca cambiará los términos de su compromiso, por lo cual es absolutamente confiable. En todo caso, es el pueblo, la otra parte del pacto, el que pondrá siempre su rebeldía ante las exigencias y será capaz de traicionar a Dios.

Aún así, pese a que el pecado del pueblo y su alejamiento de Dios son una traición evidente a la Alianza acordada, lo cual acarrea el castigo y el escarmiento, Dios tiende de nuevo su mano al traidor procurando atraerlo de nuevo. Los dones de Dios son irreversibles. Nunca dejará de derramarlos sobre su pueblo. Es su parte del pacto y nunca dejará de cumplirla. Así como es eterno su amor por la humanidad y por todo lo creado, así mismo es eterno su compromiso de amor y de salvación por el hombre. Lo quiere con Él y lo quiere eternamente feliz a su lado. La meta que Dios ha diseñado para el hombre es la vida en Él, en la que se viva para toda la eternidad el amor y la felicidad, la filiación gozosa y la fraternidad indestructible. En la esencia de Dios están el amor, la misericordia y el perdón, por lo cual estos forman parte esencial del pacto. Él será siempre misericordioso, pues no puede negarse a sí mismo. Y ese pueblo, aún siendo infiel, si llega a arrepentirse del mal que ha realizado, no podrá nunca dudar de ser recibido de nuevo como un hijo de Dios en plenitud: "Moisés habló al pueblo, diciendo: 'Hoy el Señor, tu Dios, te manda que cumplas estos mandatos y decretos. Acátalos y cúmplelos con todo tu corazón y con toda tu alma. Hoy has elegido al Señor para que Él sea tu Dios y tú vayas por sus caminos, observes sus mandatos, preceptos y decretos, y escuches su voz. Y el Señor te ha elegido para que seas su propio pueblo, como te prometió, y observes todos sus preceptos. Él te elevará en gloria, nombre y esplendor, por encima de todas las naciones que ha hecho, y serás el pueblo santo del Señor, tu Dios, como prometió'".

Es parte constitutiva del pacto la fraternidad humana. Así como se debe dar esencialmente el reconocimiento de Dios como el único Dios, como ese Padre amoroso del que ha surgido todo, como Aquel que es fuente de todos los beneficios que podemos recibir, como Aquel que nos conoce mejor de lo que podemos conocernos nosotros mismos, como el que sabe qué es lo que necesitamos aun antes de que se lo pidamos, como Aquel que nos indica el camino para nuestra auténtica elevación, también se debe hacer el reconocimiento de que no nos ha hecho seres individuales, islas, que vivan en el egoísmo y en la sola  preocupación de las cosas propias. El Señor nos ha creado en fraternidad, por lo cual dentro del pacto se encuentra la asunción comprometida de la lucha por profundizar en la unidad, en el amor mutuo, en la caridad y la solidaridad en favor de los más necesitados. Un pacto con Dios contempla siempre asumir la condición comunitaria, pues debe tocar a la esencia de lo que es cada uno. Y desde nuestro origen, la condición comunitaria es parte de nuestra esencia. Si queremos ser verdaderamente hombres, hijos de Dios, debemos ser comunitarios y sentirnos profundamente enlazados con nuestros hermanos y con sus necesidades, e incluso con los que nos son menos afectos, al mismo estilo de Dios, que no rechaza a nadie. La exigencia es máxima, pues apunta a la mismísima perfección de Dios. La medida es muy alta. Se trata de que hagamos nuestro mejor esfuerzo para apuntar cada vez más alto. Así nos lo enseña Jesús: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'Ustedes han oído que se dijo: 'Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo'. Pero yo les digo: amen a sus enemigos y recen por los que los persiguen, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si aman a los que los aman, ¿qué premio tendrán? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludan solo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto'". Apuntar a la perfección, como es perfecto el Padre celestial. Su perfección es el amor. Es hacia eso que debemos tender todos, hacia el amor, y debemos entender que es parte esencial del pacto que hemos hecho con nuestro Padre.

viernes, 26 de febrero de 2021

No seré nunca de Dios si no me hago también hermano de todos

 Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último  céntimo. | Radio RSD Chimbote

Cuando profundizamos en las exigencias de nuestra fe, debemos darnos cuenta de que la vida en fraternidad es una sus componentes esenciales. Hay quien cree que la fe es una experiencia intimista, en la que solo es importante la relación personal con Dios, como si de vivir en una burbuja se tratara. Si dentro de la burbuja las cosas están bien, no importa cómo estén las cosas fuera de ella. La fe sería, de esa manera, solo la experiencia de contacto con Dios, sin importar para nada la relación con los demás. Son muchos los cristianos que hacen una dicotomía total entre lo que es la relación con Dios y la vida cotidiana. Bastaría para ser considerados buenos, orar de vez en cuando, ir a misa, confesarse rigurosamente, rezar el Rosario, sin ocuparse de cómo están las cosas en la relación con los hermanos. Se puede dar licencia para hacer lo que venga en gana porque se ha cumplido con las normas de la religión. Se pueden permitir algunos deslices en la vida familiar, en el trabajo, con los amigos, en las diversiones, porque se ha hecho un buen momento de oración delante del Santísimo. Esas prácticas religiosas y litúrgicas serían como un ticket con el cual se permiten fallas. Quedarían borradas por lo bueno que se ha sido en la oración. Lo cierto es que la vida de la fe es una unidad indisoluble. No se puede pretender ser dos personas distintas: una, la que vive su contacto con Dios en la intimidad del corazón, y otra, totalmente distinta que nada tiene que ver con ese que es supuestamente amigo de Dios, pero que no es capaz de descubrirlo en el hermano que tiene al lado. Para ellos, sería suficiente ir a misa ocasionalmente, orar de vez en cuando, dar alguna vez una limosna a un pobre, para considerarse una buena persona y con derecho a la salvación. Lamentablemente, muchos cristianos ofrecen este ridículo testimonio ante el mundo, con lo cual hacen un flaco servicio a la fe de los demás.

Se nos hace a todos, entonces, un llamado a la conversión de corazón. Todos somos invitados a dejar a un lado esa doble vida en la que somos muy buenos con Dios, pero estamos muy alejados de los hermanos. No somos islas espirituales que pueden desentenderse de los hermanos, de la justicia, de la fraternidad. Nuestra filiación divina debe entenderse simultáneamente como fraternidad con los demás hijos de Dios. Todos somos hijos, y por lo tanto, todos somos hermanos. Y estamos radicalmente conectados unos con otros. La suerte de los demás es la suerte nuestra. Su bienestar es nuestro bienestar. Y su sufrimiento es nuestro sufrimiento. La llamada a la conversión no es una llamada solo a estar más unidos a Dios. Es una llamada a vivir la consecuencia de esa unión con Dios, que es la unión con nuestros hermanos. Por no haberlo entendido así tenemos un mundo egoísta, que nos invita solo a la vanidad y al hedonismo, y que nos impulsa a arrasar con el hermano que pueda ser obstáculo para lograr el objetivo del individualista. El malo debe convertir su conducta. Y el bueno debe afirmarse más en la búsqueda del bien: "Si el malvado se convierte de todos los pecados cometidos y observa todos mis preceptos, practica el derecho y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá. No se tendrán en cuenta los delitos cometidos; por la justicia que ha practicado, vivirá. ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado —oráculo del Señor Dios—, y no que se convierta de su conducta y viva? Si el inocente se aparta de su inocencia y comete maldades, como las acciones detestables del malvado, ¿acaso podrá vivir? No se tendrán en cuenta sus obras justas. Por el mal que hizo y por el pecado cometido, morirá". Dios, infinito en misericordia, quiere que todos sus hijos se salven. Y a todos les da la oportunidad de caminar hacia el bien.

Esa fraternidad debe ser demostrada en todas las ocasiones de la vida personal. La unión con Dios solo tendrá su expresión externa en la unión con los demás. Nadie puede pretender vivir su fe de modo totalmente individualista. Sería la negación total de la fe cristiana que nos llama a vivir como hijos de Dios y como hermanos de todos. Quien avanza por este camino tendrá la experiencia de la auténtica felicidad, que es la saberse amado por Dios, de amarlo con todo el corazón y de amar a los hermanos con el mismo corazón que se ama a Dios. Con ello, se asume el compromiso de hacer de la propia vida una vida mejor, iluminada e impulsada por el amor, compensada por la sensación del amor de Dios en el propio corazón, sabiéndose lanzado al mundo como instrumento de ese amor, y haciendo que ese amor se anide en el corazón de todos los hermanos. Es el camino que va conduciendo a la plenitud de la felicidad que se vivirá en el futuro de eternidad con Dios. Y que anima más cuando se sabe que somos instrumentos del amor para que más hermanos se acerquen a vivir la misma experiencia: "Si la justicia de ustedes no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos. Han oído que se dijo a los antiguos: 'No matarás', y el que mate será reo de juicio. Pero yo les digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano 'imbécil' tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama 'necio', merece la condena de la 'gehena' del fuego. Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito procura arreglarte enseguida, mientras van todavía de camino, no sea que te entregue al juez y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo". El fundamento de todo es el amor. Dios derrama su amor sobre nosotros, para que nos convirtamos en instrumentos de ese amor. No hay fe sin amor. Y no se puede ser cristiano sin esta referencia directa al amor a los hermanos.

jueves, 25 de febrero de 2021

El amor y el poder de Dios jamás nos dejan solos

 Evangelio del 5 de marzo: "Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad  y se os abrirá" - Evangelio - COPE

Entre las promesas más esperanzadoras que nos hace Dios a sus hijos está la de no dejarnos nunca solos en las tribulaciones. Notemos que el Señor nunca nos promete evitarlas. Y esto, por una sencilla razón, que es la de su respeto reverencial a nuestra libertad, la que nos regaló Él mismo amorosamente cuando nos creó y nos hizo a su imagen y semejanza. La libertad es uno de los misterios más profundos con los que podemos encontrarnos, pues denota por un lado nuestra grandeza al hacernos similares a nuestro Creador, y por otro, el inmenso riesgo de que la usemos mal y sirva por el contrario para alejarnos de Él y ponernos en su contra. Si la usamos correctamente nos convertiremos en los hombres más felices y afortunados, pues estaremos siempre unidos a nuestro origen, disfrutando de todos los beneficios que derrama sobre nosotros, caminando unidos a los hermanos como una verdadera familia hacia la meta de la vida eterna de amor junto a nuestro Padre. Por el contrario, si la usamos mal, llegaremos a ser los hombres menos afortunados, pues perderemos la conexión con la causa de nuestra vida y de nuestra felicidad, dejaremos a un lado las razones para el auténtico gozo, nos dejaremos invadir por el egoísmo y la vanidad, lo que nos hará convertir a los nuestros en enemigos contra los cuales tendremos que luchar para prevalecer sobre ellos. La libertad es, de esta manera, nuestro gran tesoro, pero si lo permitimos, puede llegar a convertirse en nuestro más pesado lastre. Sin duda, el bien finalmente reinará. Pero el periplo para la llegada a esa meta requerirá de cada uno que asuma su compromiso de crecer en su propia libertad, la auténtica, la que hará que seamos más hombres en la presencia de Dios. No obstante, es una realidad que el mal también estará siempre presente, pues no dejarán de existir quienes se pongan a su servicio y pasen a formar parte del ejército del demonio, buscando el mal del hombre con el fin de herir al amor de Dios. Pero en esa diatriba entre el bien y el mal nos encontramos con la promesa de Dios. Él nos ha creado libres para el bien, no para el mal. Por lo tanto, en esa batalla entre el bien y el mal, estará siempre del lado del bien, y será el apoyo, la fortaleza, el alivio y el consuelo para quien lo necesita. Su presencia en el mundo, poniéndose como es natural siempre del lado del bien, es una promesa suya que no dejará de cumplir.

No se trata de una promesa mágica, en la que Dios sería una especie de talismán contra el mal. Las acciones de Dios nos son mágicas. Están basadas en el amor que ha creado, que sostiene, que es providente, que alivia y que consuela. Consciente de la existencia del mal, tiende su mano a quien lo sufre. No lo evita, pues no puede hacerlo, ya que es parte del riesgo que corrió al habernos creado libres. Los que se decidan por el mal buscarán siempre hacer el mal, particularmente a los que se han decidido por el bien. Aunque sea difícil comprenderlo, el sufrimiento es una ocasión para la manifestación del amor de Dios por nosotros y de su poder. Convencidos de esto, nuestra reacción ante el mal nunca debe ser pensar que Dios nos ha abandonado y que es injusto cuando permite que el mal se enseñoree, sino que con humildad debemos acercarnos más confiadamente a Él, pues es la única base sólida que nos queda para seguir viviendo con la esperanza de su amor y de su salvación. El dolor, en este caso, debe ser para nosotros un gran pedagogo, que nos indica el camino para la confianza extrema en el amor de Dios y para la esperanza de que Él nos está sosteniendo en el momento malo: "En aquellos días, la reina Ester, presa de un temor mortal, se refugió en el Señor. Y se postró en tierra con sus doncellas desde la mañana a la tarde, diciendo: '¡Bendito seas, Dios de Abrahán, Dios de Isaac y Dios de Jacob! Ven en mi ayuda, que estoy sola y no tengo otro socorro fuera de ti, Señor, porque me acecha un gran peligro. Yo he escuchado en los libros de mis antepasados, Señor, que tú libras siempre a los que cumplen tu voluntad. Ahora, Señor, Dios mío, ayúdame, que estoy sola y no tengo a nadie fuera de ti. Ahora, ven en mi ayuda, pues estoy huérfana, y pon en mis labios una palabra oportuna delante del león, y hazme grata a sus ojos. Cambia su corazón para que aborrezca al que nos ataca, para su ruina y la de cuantos están de acuerdo con él. Líbranos de la mano de nuestros enemigos, cambia nuestro luto en gozo y nuestros sufrimientos en salvación'". El mal, con todo su poder, nunca podrá vencer al bien. Y los hombres que nos abandonamos en el amor de Dios, aun en medio de nuestro sufrimiento por los embates del mal, tenemos su mano tendida para convertirse en nuestro refugio y en nuestra fortaleza.

El Señor nunca dejará de estar a nuestro lado. Aun cuando en ocasiones tenemos la sensación de estar solos, de que hemos sido abandonados por Dios en nuestro dolor, de que debemos enfrentarnos con nuestras solas fuerzas al mal, esa no es la realidad. El mal tendrá sus victorias, pero la victoria final será la del bien, es decir, la de Dios. No puede ser derrotado quien es el Todopoderoso, de quien depende la existencia de todo. Nuestro sufrimiento, en todo caso, puede tener su explicación en la necesidad de purificar nuestros pecados, de ofrecer nuestros dolores por quien está sufriendo, o por aquellos que necesitan más de la fuerza de la Gracia divina para luchar. Los fuertes se ofrecen por los débiles. Incluso al mal le podemos sacar provecho y dar el giro positivo. ¡Cuántos no se han salvado gracias al ofrecimiento de un anónimo de sus dolores y sufrimientos! El primero que lo hizo fue el mismo Jesús. Es nuestro modelo. Por eso, para que nos asentemos mejor en la convicción de que no estamos solos, el mismo Jesús nos invita a vivir en la confianza en Dios y en la esperanza de su acción a nuestro favor: "Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá; porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre. Si a alguno de ustedes le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden! Así, pues, todo lo que deseen que los demás hagan con ustedes, háganlo ustedes con ellos; pues esta es la Ley y los Profetas". Dios es el origen de todo. El bien viene de Él y está en el mundo. Estamos llamados a servirle y a confiar en la presencia y en el auxilio divino en medio de cualquiera de las circunstancias que podemos vivir, pues Él mismo ha prometido estar allí para nosotros.

miércoles, 24 de febrero de 2021

Jesús es el signo del amor de Dios que llama a la conversión

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La predicación de Jonás en Nínive es el prototipo de la invitación de la Palabra de Dios a la conversión. Dios toma a Jonás como su mensajero para que le lleve a los ninivitas el llamado urgente a la necesidad de convertirse para no morir y desaparecer por sus pecados. El profeta es reticente a cumplir su tarea, pues considera que Nínive ha caído tan bajo que no se les puede ni siquiera dar la oportunidad de la conversión. Las figuras del Dios que convoca a Jonás para ser su voz y la del mismo Jonás que no se siente nada cómodo con la tarea que Dios le encomienda, se contraponen totalmente. Jonás es la figura del que es reticente ante el pecado de los demás, llegando incluso a la ruindad de querer negarles el perdón aunque se arrepientan y se conviertan. Dios es la figura del Padre amoroso que es magnánimo ante el reconocimiento del pecado de parte del pecador. Muchos somos como Jonás, llegando a pedirle a Dios que no perdone ni siquiera a quien se arrepiente. Cuando consideramos que el mal que se ha hecho es muy grande, afirmamos que un gesto de perdón sería una muestra de debilidad de quien tiene verdaderamente el poder, y hasta una vagabundería pues se haría la vista gorda ante el mal. No se entiende en profundidad que el amor de Dios no quiere perder uno solo de sus hijos, y que aun cuando haya hecho el mal, arrepintiéndose de ello y poniendo de su parte para cambiar las consecuencias del mal que ha hecho, el corazón amoroso y misericordioso del Padre se impondrá. No quiere decir esto que Dios no sea justo. La misericordia y la justicia no están enfrentadas. Quien ha hecho el mal y ha hecho sufrir a muchos con sus acciones, recibirá su escarmiento y tendrá que rendir cuentas de su mal, aun cuando reciba el perdón de sus pecados. Jonás no podía entender esta bondad y magnanimidad divinas. Para él, Nínive debía ser simplemente castigada y arrasada sin más.

Esa misericordia divina es la que Dios quiere aplicar a cada uno de nosotros. Como Jonás, nos llama a la conversión, al arrepentimiento de nuestros pecados, advirtiéndonos de que es la única manera de recibir el perdón y de retomar el camino de la salvación. Nuestro mundo, y en él cada uno de nosotros, recibe continuamente el llamado de Dios a la conversión. El pecado campea libremente y nos asociamos a él, arriesgándonos al extremo de creer que nuestra conducta no tendrá consecuencias funestas para nosotros en el futuro. La advertencia divina a Nínive es la misma advertencia que se nos hace a cada uno: "Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada". El pecado nos va arrastrando al abismo y casi imperceptiblemente vamos avanzando hacia él. De eso modo, seremos arrasados y no tendremos la entrada en el Reino de la salvación. Es necesario que nosotros hagamos el esfuerzo de hacer un alto en el camino y escuchemos la voz de Jonás que en nombre de Dios nos invita a la conversión. Es la invitación que hacía San Pablo a aquellas primeras comunidades de cristianos que se resistían a dar ese paso definitivo a la reconciliación con Dios "En nombre de Jesucristo, les exhortamos a que se reconcilien con Dios". Seguir ciegamente avanzando por el camino del mal es lo peor que podemos decidir, por cuanto la meta será la oscuridad total y la muerte. Hacer caso de la llamada de Jonás es aceptar la mano de amor que nos tiende Dios para estar con Él: "'(El Rey) se levantó de su trono, se despojó del manto real, se cubrió con rudo sayal y se sentó sobre el polvo. Después ordenó proclamar en Nínive este anuncio de parte del rey y de sus ministros: 'Que hombres y animales, ganado mayor y menor no coman nada; que no pasten ni beban agua. Que hombres y animales se cubran con rudo sayal e invoquen a Dios con ardor. Que cada cual se convierta de su mal camino y abandone la violencia. ¡Quién sabe si Dios cambiará y se compadecerá, se arrepentirá de su violenta ira y no nos destruirá!' Vio Dios su comportamiento, cómo habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó". La conversión del Rey y de su pueblo logró que Dios fuera misericordioso con todos.

Hoy Dios sigue enviando para todos los hombres a sus Jonás para que los inviten a la conversión. Jesús mismo es el nuevo Jonás que ha venido a proclamar el amor misericordioso de Dios y la necesidad de convertirnos para alcanzar esa reconciliación con el amor del Padre. Él mismo afirma que ya no se nos darán más signos, pues Dios ha enviado al mayor de todos los signos que es su propio Hijo. Por supuesto, la intención última de Jesús es lograr nuestra conversión para que Dios sea misericordioso con nosotros. Dios nos quiere salvar a todos y por eso nuestro corazón debe suavizarse para acercarse a Él con confianza y alcanzar su perdón. Es necesario que abandonemos la dureza del corazón y seamos humildes delante del Dios del perdón. Esa humildad debe ir en una doble vertiente. La primera, con nosotros mismos, dejando a un lado la soberbia y el egoísmo de creernos no necesitados de perdón o de que podamos avanzar sin estar agarrados de la mano amorosa del Dios del perdón y de la misericordia, y la segunda, aceptando que Dios puede ser misericordioso con todos, pues Él es el Padre y es a quien le duele más la pérdida de uno solo de sus hijos a los que ha destinado a la salvación y a la plenitud. Por eso, responde a aquellos a los que se empeñan en mantenerse con un corazón endurecido: "Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Pues como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Sur se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y hará que los condenen, porque ella vino desde los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón. Los hombres de Nínive se alzarán en el juicio contra esta generación y harán que la condenen; porque ellos se convirtieron con la proclamación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás". Su mano está tendida para esperar el arrepentimiento y la conversión de todos y para alcanzar para ellos el perdón, la misericordia y el amor. De ellos dice San Pablo: "Dios quiere que todos los hombres se salven". Esos somos nosotros.

martes, 23 de febrero de 2021

El Padrenuestro nos empapa del agua de Gracia y de amor que trae Jesús

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El mundo y el hombre están en sequía desde que entró el pecado en el mundo. Lo que era un vergel hermoso y deseable, se convirtió, por el mal que fue inyectado por el demonio en el hombre, en un desierto hostil, del cual el hombre, habiendo recibido de Dios todos los dones grandiosos con los cuales fue bendecido en su origen, debía extraer los frutos para su subsistencia, "con el sudor de su frente". La vida empezó, así, a ser una lucha continua por la subsistencia, con sus altos y sus bajos, en los cuales el hombre seguía recibiendo esos dones amorosos de parte de Dios, pero que debía ganarlos con esfuerzo y responsabilidad. En esa vida de desierto el hombre debía luchar contra el mal para seguir avanzando hacia Dios, o en el peor de los casos, asociarse al mal con la pretensión de elevarse en su condición humana, por encima de lo que había recibido de Dios. Esto tuvo sus implicaciones en la vida de fraternidad que Dios había decretado para la humanidad, pues el hombre debía pasar por encima de muchos para lograr y mantener su status. El desierto se hacía así más seco y agresivo. Y el hombre se hundía más en su soledad y en su tragedia. El diseño del plan de rescate de Dios no se hizo esperar. Desde el mismo inicio, avizorando la tragedia que el hombre viviría en ese futuro oscuro, Dios, que de ninguna manera quería esta suerte para la humanidad, diseñó un plan de rescate: "Un descendiente de la mujer te pisará la cabeza". Era la promesa con la cual Dios mismo asumía como propia la tarea de rescate del hombre, sin ser Él el culpable. Y llegaba ese momento ansiado por la misma humanidad de ser rescatada. Incluso sin tener plena conciencia de su desgracia, en lo más íntimo añoraba una situación diferente, en la que se viviera algo distinto de la sequedad de ese desierto en el cual se encontraba.

Los profetas en diversas oportunidades anuncian ese tiempo en el cual Dios hará la obra magnífica de recuperación de la humanidad. Esa figura del Mesías que venía al rescate del hombre perdido era esperada con ansiedad. Es anunciado como Aquel que va a instaurar el nuevo tiempo en el que se alcanzará otra vez la armonía perdida, en la que será vencido el mal, en la que se recuperará la fraternidad, y la humanidad volverá a ser una sola, como era el designio original de Dios al crearla. Las imágenes que se utilizan son todas iluminadoras de esa situación de idilio que Dios hará recuperar con su tarea. El Hijo de Dios, que acepta la encomienda del Padre -"Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad"-, se hará presente en el mundo, cumplirá la tarea de rescate, y volverá al seno del Padre del cual salió para reinar sobre todo en ese nuevo mundo que surgirá por su entrega: "Esto dice el Señor: 'Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo". Evidentemente esa lluvia y esa nieve son el mismísimo Hijo de Dios que baja del cielo para hacer su obra. Esa misión que cumple el Hijo será la de quien quiere atraer hacia Dios a todos los hombres que se han alejado de Él. Y la realizará de la manera más suave posible. Será como el agua que vivifica, que llena de vida, que fecunda y que hace germinar. La obra del Redentor no será hecha con aspavientos estruendosos, sino, como lo fue efectivamente, con la suavidad de quien quiere ser convincente y no autoritario ni déspota. Al pecador lo acogerá con amor, invitándolo al arrepentimiento y a la conversión. A los humildes los buscará elevar en su condición humana. A los explotadores buscará convencerlos de su mala conducta. A las autoridades los invitará a ejercer su tarea con la suavidad de un padre de familia. A todos los invitará a vivir en el amor fraterno y en la unidad de espíritu para avanzar todos juntos hacia la plenitud. El rescate apunta a la unidad. Una unidad que se debe expresar en la unión con el Dios del amor, reconociéndolo como el Creador, el sustentador, el providente, el Padre que todos quieren, y en la unión solidaria entre los hermanos, reconciéndose todos como hijos del mismo Padre, habiendo surgido de las mismas manos amorosas, y llamados a avanzar en la solidez de sus lazos de unión, pues es así como podrán entrar en esa plenitud definitiva y eterna que el Padre promete para todos. El agua que baja del cielo, que es Jesús, busca empapar la tierra del amor de Dios, y sube satisfecho de nuevo al Padre, pues cumple perfectamente su misión. Todo hombre que acepte el amor del Padre se encamina hacia la meta final del amor eterno.

Por eso, los discípulos deseosos de tener esa vida de armonía original que fue rota por el pecado, piden a Jesús que les enseñe a vivir esa unidad lo más sólidamente posible. Y en el reconocimiento de que es a través del contacto frecuente y familiar con el Padre que podrán lograrlo, le piden que les enseñe a entrar en ese contacto de intimidad con Dios: "En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 'Cuando ustedes recen, no usen muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No sean como ellos, pues su Padre sabe lo que les hace falta antes de que lo pidan. Ustedes oren así: 'Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal'. Porque si perdonan a los hombres sus ofensas, también los perdonará su Padre celestial, pero si no perdonan a los hombres, tampoco su Padre perdonará sus ofensas". El Padrenuestro se convierte, así, en la manera de estar en ese contacto de intimidad con quien se quiere recuperar la amistad. Es la oración del hijo que reconoce su lejanía y se arrepiente, con el deseo de recuperar esa cercanía amorosa que compensa todo lo demás. Es la oración de quien sabe que esa es la fuente de la vida y del amor, y que solo en esa presencia se logrará la verdadera felicidad. Es la oración de quien quiere ser empapado con esa agua que trae Jesús para humedecer el desierto y hacer que la tierra, que somos nosotros mismos, pueda ser fecunda y germinar. Lejos del Padre todo seguirá siendo oscuridad, temor, muerte. Entrar en la intimidad con ese Padre amoroso nos hará salir del desierto, empaparnos del agua de la Gracia y del amor, y convertirnos de nuevo en ese vergel que desea Dios que seamos.