martes, 30 de junio de 2020

Con Dios, estamos completos. Sin Dios, somos nada

PARROQUIA SAN PÍO X, LOGROÑO.: El Manantial de la Vida. Martes 2 ...

Confiar en Dios requiere, ciertamente, de un atrevimiento osado de parte nuestra. Exige confiar en que lo imposible es nada para Él, y que jamás dejará de hacerlo en favor nuestro. Es una radicalidad en la que se nos pide entrar en la dimensión de lo desconocido, a la que jamás podremos llegar con nuestras fuerzas, pues es terreno vedado a las capacidades de los hombres. La fe nos dice que hemos sido creados por Dios a su "imagen y semejanza", es decir poseemos cualidades similares a las de Dios. Cabe preguntarse, ¿hasta dónde llega esa similitud del hombre con Dios? ¿Podríamos afirmar que llega hasta el ser uno igual a Él y que, por lo tanto, tenemos sus mismos poderes y podremos hacer sus mismas maravillas? Jesús mismo nos dijo en una oportunidad: "Ustedes podrán hacer cosas como estas y aun mayores", aludiendo a las maravillas que se veían surgir de sus manos y que dejaban boquiabiertos a los testigos. ¿Ese ser imagen y semejanza de Dios se refiere entonces a ser tan poderoso como Él y a la capacidad de realizar portentos tal como Él los hace? La imagen y semejanza de Dios en nosotros se refiere, principalmente, a las cualidades que adornan nuestro espíritu: amor, libertad, inteligencia, voluntad. Todas estas cosas quedaron impresas en nosotros al surgir de las manos amorosas del Creador y nos hacen distintos y superiores a todas las demás criaturas que Él hizo existir. Nos asemejan a Él y nos diferencian de las otras criaturas. Nos han dejado en un estadio superior, cercano a Dios y a medio camino hacia las criaturas irracionales y las inanimadas. Pero no creó Dios unos "pequeños dioses", como si hubiera colocado en el mundo a quienes pudieran competir con Él en poder, en gloria o en magnificencia. La grandeza del hombre no estriba en hacerse iguales a Dios. Esto fue lo que astutamente hizo creer a Adán y Eva la serpiente, el demonio, por lo cual hizo surgir la rivalidad del hombre contra Dios, con la pretensión de hacerse igual a Dios: "Ustedes serán como dioses". La comprensión correcta de la frase de Jesús -"Podrán hacer cosas aún mayores"- y la del Padre -"Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza"-, nos dará la comprensión del lugar que ocupa el hombre en el mundo y de la estrecha relación y subordinación que existe y existirá siempre del hombre hacia Dios, lo cual no lo hace menos, sino, por el contrario, lo pone en la condición de dejarse en las manos de Dios para poder realizar esas cosas mayores que promete Jesús, que es el punto máximo y su plenitud, pues para eso fue creado y puesto en el mundo.

La grandeza del hombre está en su relación de amor con el Dios que lo creó. Y para que esa grandeza se mantenga es imprescindible que éste se mantenga siempre en unión estrecha de amor y confianza extrema con su Creador. No es la absoluta emancipación de Dios la que le dará mayor grandeza. Por el contrario, alejarse de Dios lo dejará en la mayor de las postraciones. El ser del hombre necesita de Dios para ser comprendido en su magnitud. Quitar la referencia divina lo desliga de Dios y lo hace un ser absolutamente horizontal, sin trascendencia ni referencia a lo absoluto, perdiendo así lo que precisamente lo hace grande y superior a todo lo creado. No es grande el hombre por lo que pretenda ser en sí mismo, sin referencia a nada, sino en cuanto está unido al infinito y se deja conducir por Dios, ese infinito, hacia la plenitud máxima, cuando sí será absolutamente "semejantes a Él, pues lo veremos tal cual es", como dice San Pablo. Nunca ha estado el hombre en su escalón más bajo como cuando ha pretendido hacerse a sí mismo el "superhombre", totalmente emancipado y autónomo, sin ninguna referencia a lo trascendente, haciéndose el "autorreferente" único, por lo tanto, sin añoranza de eternidad ni de infinito. Los peores momentos de la historia de la humanidad han sucedido cuando las sociedades han querido "deslastrarse" de Dios y han querido emprender vuelo por sí solas. La experiencia de todas esas sociedades, sin excluir ninguna de las que han tenido esa pretensión, es la de la destrucción de todo lo que enaltece al hombre, colocándolo simplemente como un productor, o un producto más de mercadeo, o un sujeto de experimentación, o un ente totalmente desechable, o un número en la línea de fabricación, o un estorbo que hay que eliminar, o un esclavo del cual hay que servirse, o una herramienta de la cual hay que aprovecharse y que se desecha cuando ya no sirve, o un cúmulo de instintos que es "libre" de hacer lo que le venga en gana sin importar nada más sino solo su propia complacencia... Cuando Dios no está, no está el hombre. Está una "cosa". Están el que domina y el que es dominado. Faltando Dios falta el amor, la compasión ante el mal del otro, la justicia, la solidaridad, la asociación para el bien, la caridad, la verdad, la defensa del don de la vida, la paz. Solo resaltará lo que enaltezca al que domina la situación en el momento. Es la deshumanización más alta y dolorosa a la que podrá llegar la humanidad. Por eso se requiere de la valentía de los que quieren comprender y vivir en la verdadera unión con Dios y que no se dejen llevar de esa vorágine, oponiéndose radicalmente a ella, aunque no sea lo "políticamente correcto", y esperando que lo portentoso siga sucediendo, surgiendo de la mano poderosa de Jesús que nos ama infinitamente.

Él no se dejará arrancar fácilmente de las manos a quienes ha creado y a los que le ha costado tanto rescatar. Es quien se ha puesto a nuestro lado haciendo que lo imposible sea posible: "Se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; Él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: '¡Señor, sálvanos, que perecemos!'". Sin la presencia y la acción de Jesús la muerte es segura. Sin esa acción maravillosa de su mano poderosa nada de lo imposible es posible. Pero con Él es todo posible. Todo lo que nos favorece y nos conviene hace que suceda. Por eso, tranquiliza a todos: "¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?' Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma". La vida de los hombres está continuamente amenazada por las tempestades y éstas serán mortales si dejamos a Jesús a un lado, como si durmiera desentendido. Es necesario que lo despertemos y que le urjamos a ayudarnos. "Sin mí no pueden hacer nada", nos dice Él mismo. Por ello, ese "podrán hacer cosas aún mayores", que nos promete Jesús se cumplirá solo con la condición de estar unidos a Él. "Todo lo puedo en Aquel que me conforta", entendió San Pablo. Sí, nada podremos dejar de hacer, pero no porque fuéramos "pequeños dioses" que entran en una especie de competencia con el único Dios, sino porque nos hacemos uno con Él y no nos separamos nunca de Dios. Separarnos de Él es perder nuestra identidad y nuestra esencia. Es perderlo todo, como lo vivió Israel en carne propia: "Ustedes quedaron como tizón sacado del incendio. Pero no se convirtieron a mí —oráculo del Señor—. Por eso, así voy a tratarte, Israel. Sí, así voy a tratarte: prepárate al encuentro con tu Dios". Dios nos quiere mantener en la condición de seres superiores, y quiere convencernos de que la única manera de lograrlo es mantenernos íntimamente unidos a Él. Nuestra perdición es alejarnos de Él, pues nos hace perder la conexión con el que precisamente logra que seamos superiores. El hombre "es el único ser capaz de Dios", como dijeron los Obispos latinoamericanos en Puebla hace ya más de 40 años. Es lo que nos hace superiores. No hacer uso de esa prerrogativa únicamente nuestra es desechar esa superioridad. "Ser capaz de Dios" significa que es el único ser que puede entrar en relación con Él. No hacerlo y, por el contrario, rechazar por soberbia ese contacto de intimidad con el Señor, reconociéndonos necesitados de Él para seguir siendo superiores, es descender al nivel de todas las demás criaturas. Es dañarnos a nosotros mismos pues no apuntamos a lo más alto que podemos vivir, que es el amor infinito y eterno de Dios, lo que asegura nuestra plenitud, nuestra trascendencia, nuestra eternidad.

lunes, 29 de junio de 2020

Tú eres Pedro, piedra de la Iglesia. El poder del infierno no vencerá

Bocadillos espirituales para vivir el Tiempo Ordinario: San Pedro ...

La elección de Jesús sobre los apóstoles Pedro y Pablo trae para todos los cristianos pautas de reflexión interesantes y profundas. Pueden aclarar muy bien el fundamento del Papado como institución formal, pero más allá, además de su elección, también la inspiración de Dios particularmente presente y clara en su persona y en el ejercicio de su misión eclesial en el mundo y la necesidad del apoyo que debe dar la Iglesia, conformada por todos y cada uno de nosotros. En la elección de ambos, Jesús hace gala de los acontecimientos grandiosos que los rodean. Pedro, convocado desde el principio para ser miembro y jefe del grupo de los doce, es confirmado en su preeminencia sobre el grupo: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia", "- Pedro, ¿me amas más que éstos? -Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. -Apacienta a mis ovejas", "Confirma a tus hermanos en la fe". Son indicaciones más que claras para entender la misión de Pedro en la Iglesia que, evidentemente, no podía acabar con su muerte, por lo que la institución no es solo sobre la persona, sino que trasciende el tiempo como algo estable que debe perdurar en la historia. Pablo, pasando de perseguidor de Cristo y de los cristianos a ser su anunciador y perseguido por su nombre, se convierte en el apóstol de los gentiles, los que estaban más lejos de ni siquiera pensar en una salvación eterna por Jesús: "Pablo, ¿por qué me persigues? -¿Quién eres, Señor? -Soy Jesús, a quien tú persigues". "Resérvenme a Pablo". En ambos, la Gracia divina actúa portentosamente, como dando a entender que serán el sustento de la obra grandiosa que, llevará la Iglesia adelante en el futuro. Pedro es el primer Papa de la Iglesia. Ambos rinden sus vidas en Roma, la Iglesia que "preside en la fe", según San Agustín, por lo cual Roma pasa a ser la sede papal. Sobre la figura del Papa, por la misión esencial que cumplirá en la Iglesia, está la continua inspiración divina, tal como ocurrió con Pedro y fue alabado por Jesús: "¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos". En efecto, la fe nos dice muy claramente que en sus cuestiones siempre estará de por medio la inspiración directa de Dios sobre el Papa, pues es Él mismo el que lo ha elegido y lo ha colocado donde está.

Está claro que el Papa no es un aparato con control remoto desde el cielo. Es un hombre que ha sido elegido anteriormente para ser Sacerdote de Cristo y ha ido perfilando su fidelidad, su responsabilidad, su caridad, su sentido de servicio al mundo y a la Iglesia, su unión plena con Dios y con sus intereses. Y todo lo ha hecho manteniendo su propia personalidad, su identidad individual. Todo lo ha puesto al servicio de la unidad y de la vivencia sólida de la fe del pueblo que en las diversas tareas pastorales el mismo Jesús le ha ido confiando. Es un hombre que desde sus características propias ha sabido conjugar lo propio con lo de Cristo y lo de su Iglesia, y que ha sabido en su momento colocar por encima de lo que son los propios intereses, los intereses de Dios, de Jesús, de los hombres y de la Iglesia. Por eso, en algún momento, se le consideró digno y capaz de asumir la tarea de dirigir la nave de la Iglesia desde el Papado. Dios se compromete con la Iglesia que elige al sucesor de Pedro. Es una realidad de fe que debemos aceptar, por cuanto es una institución querida por Él dentro de la Iglesia, sostenida en toda la historia, y a la que Jesús mismo le prometió: "Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella". El Papado es la clave por la cual podemos comprender la solidez de la misma Iglesia. Aunque ella es mucho más que el Papado, éste le da solidez. Una institución del Papado sólida, da como resultado una Iglesia sólida. Cuando entendemos que el Papado se refiere al cuidado que debe sentir siempre la Iglesia por su parte, en el cumplimiento de la misión que le encomendó Jesús, debemos entender también que la solidez debemos sentirla siempre en ese campo de la fe. Y no siempre en otros campos que no corresponden a su tarea y que pudieran ser siempre opinables, aun cuando sea sin duda una opinión, la del Papa, siempre atendible por su conocimiento y experiencia humana y pastoral. Es decir, su campo propio, estando en el mundo, es el de la fe, el de la caridad, el de la fraternidad, el de la unidad. No se le pueden exigir, por lo tanto, actuaciones en las cosas que no le corresponden, aunque desde la fe pueda iluminarlas. Lo que sí le podemos exigir siempre es fidelidad a su tarea. Tal como lo entendió San Pablo al final de sus días que, haciendo retrospectiva de lo que había hecho en el cumplimiento de su misión, delante de Dios reconoce: "Yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe". Es el esfuerzo que debe cumplir todo el que es puesto al frente de la Iglesia como Papa.

Y esto nos hace entrar en un campo mucho más propio, que es el de la responsabilidad de la Iglesia, de todos y cada uno de sus fieles, en el sostenimiento del Papa y de su misión en la Iglesia y en el mundo. No pueden los fieles cristianos desentenderse de esa responsabilidad. Así como se le exige a cada uno de los que elige Dios para ponerlos al frente de la barca de la Iglesia, así mismo también lanza su mirada sobre todos los fieles. La mirada de Jesús no es una mirada que se queda solo en la contemplación, sino que apunta a la asunción de compromisos. Aquella Iglesia que daba sus primeros pasos experimentó la persecución cruda, la violencia contra ella, incluso la muerte. Los apóstoles fueron los primeros que llegaron a sufrir de estos momentos de dolor en los cuales debían mantener su confesión de fe. Pero los cristianos, además de que también sufrían persecución y muerte, habían entendido que la suerte de los apóstoles los afectaba más que ninguna otra suerte, por lo cual se sintieron particularmente comprometidos a sostenerlos con su oración y su apoyo espiritual. Nunca como en esos momentos de persecución estuvo tan clara para ellos esta exigencia. Nunca para la Iglesia estuvo tan claro que la suerte de los apóstoles era la suerte de todos, pues eran los que estaban al frente. Y no dudaron un ápice en asumirlo como tarea propia. Cuando Pedro es hecho preso por Herodes, entusiasmado éste por la satisfacción que sintieron los judíos cuando asesinó a Santiago, para hacerlo correr la misma suerte y seguir complaciéndolos, la Iglesia entera entendió que no podían dejar de hacer su parte: "Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él". Esta oración humilde, dolorosa y confiada delante de Dios hizo su efecto. Cuando es liberado por el ángel de Dios, Pedro "salió y lo seguía, sin acabar de creerse que era realidad lo que hacía el ángel, pues se figuraba que estaba viendo una visión. Después de atravesar la primera y la segunda guardia, llegaron al portón de hierro que daba a la ciudad, que se abrió solo ante ellos. Salieron y anduvieron una calle y de pronto se marchó el ángel. Pedro volvió en sí y dijo: 'Ahora sé realmente que el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de toda la expectación del pueblo de los judíos'". Es la oración de la Iglesia la que logra que Dios realice el portento. Ese es nuestro compromiso como Iglesia. Jamás debemos dejar solo al Papa. Está en nuestras manos pues es nuestro guía, puesto allí por Dios para nosotros. Él lo ha elegido, lo inspira en la fe para que nos ilumine a nosotros, y nos lo da como compromiso. Nuestra oración por él lo hará mejor guía para nosotros y lo liberará de las cadenas del mal que pretendan encarcelar su espíritu. Nos podrá gustar más o menos cada uno de ellos, pero es el que Dios ha querido para cada momento de la historia del mundo y de la Iglesia, y que nos ha puesto en las manos como compromiso.

domingo, 28 de junio de 2020

Dios nunca se deja ganar en generosidad

EVANGELIO DEL DÍA: Jn 13,16-20: Dichosos vosotros si lo ponéis en ...

Quien deja más, recibe más. Y también, quien da más, recibe más. Es la normativa nueva que pone de moda Jesús. Cualquier especialista en mercadeo podrá proponer una normativa diversa, por cuanto en su mente está la acumulación de bienes. Para él, quien acumula más, tendrá más. Y quien menos da, también tendrá más. La ley del intercambio está muy clara. A medida que salgan menos cosas de mí hacia fuera, dentro tendré más, y si recibo y guardo, voy acumulando más bienes. Moviéndose en el mismo plano de materialidad, evidentemente no se puede contradecir esta lógica. Es lo que mueve a los comerciantes a adentrarse en su mundillo de oferta y demanda, buscando que sea más ventajoso cada vez para ellos. Es el mundo de las cosas, de lo material, de lo corporal. Jesús nos hace entrar en una dimensión diferente, en el que el intercambio se eleva y no se queda solo en lo pasajero. Parte de allí, pero toma una ruta distinta de la anterior. Echando mano de eso material que se posee, y aprovechando la "ventaja" de poseerlo, se apunta a un trueque diverso. No va a terminar solo en dar lo material para recibir o acumular lo material, es decir, en dar lo que se acaba y pasa para recibir algo que también se acaba y pasa. Jesús nos dice que nos deslastremos de eso material, que puede llegar a atarnos y a obnubilar nuestra mirada haciéndonos creer que esa es la única dimensión posible, y permitamos que al estar más libres podamos elevarnos y volar a realidades que no se acaban y duran para siempre. Quien llega a entender que este intercambio es claramente más ventajoso, aprovecha todas las "ofertas" que pone Dios sobre el tapete y no duda en gozar de todas sus ventajas. Ningún comerciante se atreve jamás a proponer una ganancia a sus clientes del 100 por 1. Es totalmente absurdo. Tiene plena conciencia que proponer algo así es declarar su total ruina y su bancarrota. Pero Dios hace este ofrecimiento desde la posesión de todos los bienes de los cuales Él es propietario único y que tienen una característica exclusiva que es la de ser inacabables. En el depósito divino nunca desaparecerán ninguno de los bienes que Dios ofrece. De esta manera, cuando Jesús nos pide que demos el 1 para poder recibir el 100, lo está haciendo desde una real intención de enriquecernos, pero con los bienes que Él mismo establece, con la verdadera intención de enriquecernos en lo que considera la auténtica riqueza del hombre, que va mucho más allá del dinero o de las posesiones materiales.

Dios es magnánimo y generoso y solo está esperando el gesto que inicia el primer paso en el que el hombre se dispone a poner de lo suyo, a deslastrarse de su carga, para dar Él también el paso adelante y recompensar abundantemente, cumpliendo su palabra y haciendo buena su oferta. Un caso claro es el de la mujer estéril que acoge en su casa a Eliseo y su criado, haciéndole incluso construir una habitación con todas las comodidades en la terraza de su casa, entendiendo que era un hombre de Dios, por lo cual, ciertamente, estaba haciéndole un favor al mismo Dios, diciéndole a su marido: "Estoy segura de que es un hombre santo de Dios el que viene siempre a vernos. Construyamos en la terraza una pequeña habitación y pongámosle arriba una cama, una mesa, una silla y una lámpara, para que cuando venga pueda retirarse". Daba lo que podía y hacía de su marido su socio en esta donación. Estaba dispuesta a dar, incluso sin recibir nada a cambio, sino simplemente con el deseo de hacer agradable el paso del profeta por su casa. Lo que no sabía ella es que al hacer el favor al profeta, porque a su entender era un hombre de Dios, se lo estaba haciendo al mismo Dios. Por ello Él, que nunca se deja ganar en generosidad, la compensa con el que quizá era su mayor anhelo. "Se preguntó Eliseo: '¿Qué podemos hacer por ella?' Respondió Guejazí, su criado: 'Por desgracia no tiene hijos y su marido es ya anciano'. Eliseo ordenó que la llamase. La llamó y ella se detuvo a la entrada. Eliseo le dijo: 'El año próximo, por esta época, tú estarás abrazando un hijo'". El deseo de ser madre, que seguramente estaba escondido en su corazón y era su gran anhelo como el de toda mujer casada, fue cubierto por Dios, cumpliendo la oferta de restitución abundante a la donación incluso de sí mismo. Ella fue capaz de desprenderse de lo suyo para ponerlo a la disposición de Dios y el Señor respondió con el portento, una maravilla que jamás se podía haber esperado. Se cumplió anticipadamente en ella lo que Jesús dijo posteriormente: "El que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo". Es la manera de actuación de Dios, desbordante de amor y sorprendiendo siempre con ese ejercicio incondicional de su amor eterno e infinito, que derrama en aquellos que lo colocan en el primer lugar, y nunca deja de recompensar, pues Él, cuando quita o cuando acepta lo que se le da, es para abrir espacio a lo que va a regalar. No es en la ostentación de bienes donde se recibirá el reconocimiento de Dios. A Él nada le importa los millones que se posean o la inmensa cantidad de bienes que se hayan acumulado. A Él le importa aquello de lo que somos capaces de desprendernos con la finalidad de servirle a Él y de demostrarle nuestro amor.

Es en esta línea que se inscribe la enseñanza de Jesús que nos invita a valorar en su justa medida los bienes que poseemos. Sobre todo los bienes espirituales con los cuales el mismo Dios nos ha favorecido: "El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará". Él pide que lo coloquemos inobjetablemente siempre en el primer lugar de nuestros intereses. No nos pide despreciar a los padres o a los hijos. Eso sería absurdo. Nos pide siempre amarlos pero nunca ponerlos a ellos ni a nada por encima de Él. Es el cumplimiento de lo que nos pide el primer mandamiento: "Amarás al Señor tu Dios sobre todas las cosas ... con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas". Mucho menos si eso se refiere a las cosas que no están fuera de mí, como mi cruz y mi propia vida. Cargar con la cruz propia e ir detrás de Jesús es asumir que solo con Él se podrá soportar la carga, por lo cual, lo más inteligente no es rechazarla, lo que por lo demás es imposible y no nos la suprime, sino cargarla para asegurar la presencia de Jesús en la propia vida, que se convertirá en una especie de Cireneo para cada uno, pues ayudará a cargarla y a llevarla incluso con amor. Y perder la vida por Jesús es la manera más segura de tenerla, pues la ponemos en las manos de Aquel que con toda seguridad nos la devolverá bendecida y elevada, llevándola a su propia condición de plenitud gloriosa, la que tiene en la gloria infinita e inmarcesible junto al Padre. Esa oferta de Dios se cumple perfectamente, pues Él no nos puede engañar. Nunca nos engañará quien nunca ha despreciado ninguna ocasión para mostrarnos su amor. Ni siquiera en el momento más álgido que le ha tocado vivir por razón de nuestra salvación: "Cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él". La entrega de nuestra vida, nuestro mayor bien, el que poseemos gracias al amor creador y todopoderoso de Dios, nos acarreará como recompensa la vida eterna. La proporción sobrepasa el 100 por 1 que ofrece Jesús, pues esa vida eterna es infinita en amor, en gozo y en paz.

sábado, 27 de junio de 2020

La misericordia de Dios es nuestro mayor tesoro

El Periódico de México | Noticias de México | Columnas-VoxDei ...

Para Israel la experiencia del abandono de Dios como consecuencia del previo abandono que ellos mismos habían hecho de Él tuvo efectos devastadores. La alianza que el Señor había firmado con ellos tenía una base única sobre la cual estaba su fundamento sólido: "Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios". Todo lo que surgiera de esta premisa estaba bien. Mas todo lo que la negara y se alejara de ella estaba mal. Cuando Israel empieza a permitir que se contaminara su fe y fuera atraído por dioses extranjeros, ídolos que aquellos pueblos se habían construido, buscando darse gustos y placeres como los que vivían aquellos extraños y sustentándose en el supuesto poder de esos ídolos de madera y de metal, le dan la espalda al único Dios verdadero y lo expulsan incluso de su propio corazón. No es Dios el que se hace ausente o el que envía la tragedia sobre el pueblo que termina siendo subyugado por esos reinos poderosos que anteriormente habían sido vencidos por el poder infinito de Dios, que era movido por el amor eterno que sentía por aquel pueblo que Él mismo se había elegido para sí. Todo lo que empieza a vivir Israel en su debacle no es sino consecuencia del abandono del verdadero Dios que ellos habían promovido y del regalo que habían hecho de sí mismos en los brazos débiles de esos ídolos que eran dioses inexistentes. Dios no se aleja. Es Israel el que lo aleja y le da la espalda. Por ello empieza a vivir su peor desgracia, después de haber vivido la mayor de las alegrías, pues disfrutaban del cumplimiento de aquella promesa de felicidad eterna que se les había hecho desde el corazón amoroso de Dios, habitando en aquella tierra que se había llegado a convertir en signo de la estancia en el centro mismo del corazón de Dios, lugar por excelencia de felicidad, serenidad y armonía. La torpeza del corazón del hombre insatisfecho que siempre quiere y busca más, los hace transitar por rutas de perdición y de dolor. En vez de confiar en la palabra de Aquel que les había demostrado tanto amor y que les había dejado bien claro que estaba a su favor y que estando a su lado nada los podría perturbar y podrían vivir en una felicidad inmutable, con tal de que siguieran siendo su pueblo y de que lo tuvieran a Él como su único Dios, confiaron más en sí mismos y prefirieron supuestas felicidades ofrecidas por otros. La oscuridad se abatió sobre ellos.

Es emblemático de esto que para describir la terrible desgracia en la que se sume Israel llega incluso a escribirse una especia de diario, de autobiografía, en el que se relatan los sinsabores por los que va pasando. El Libro de las Lamentaciones, atribuido al profeta Jeremías, es el compendio del inmenso dolor y del sufrimiento que vive Israel, alejado de Dios y de la tierra de promisión, cuando está viviendo expulsado de ella y al arbitrio de aquellos poderes ante los que se vio obligado a sucumbir. Es una mirada que se echa sobre el tránsito desde la plena felicidad a la mayor de las desgracias. Es un relato que exprime totalmente con la máxima de las añoranzas, los recuerdos del tiempo pasado en el que vivían el idilio con Dios y gozaban de su favor y por ello se habían erigido en el pueblo vencedor de todos sus enemigos, y los compara con la caída estrepitosa en la que se encuentran por haber abandonado al Dios que les había demostrado todo su amor. Es la lamentación mayor por cuanto es el reconocimiento de la propia culpa, sin ninguna posibilidad de encontrar algún otro responsable de la suerte que viven. En este escrito se hace una especie de examen de conciencia en el cual se asume absolutamente toda la responsabilidad. Allí Israel se coloca de nuevo delante de Dios con el espíritu abatido y derrotado, y lo descubre delante de Dios, buscando su perdón. Habiendo perdido todo lo que lo hacía feliz y reconociendo que todo ha sido por su propia torpeza, no les queda otra que recurrir al único que puede ayudarlos y hacer salir de la desgracia. "Sus corazones claman al Señor. Muralla de la hija de Sion, ¡derrama como un torrente tus lágrimas día y noche; no te des tregua, no descansen tus ojos! Levántate, grita en la noche, al relevo de la guardia; derrama como agua tu corazón en presencia del Señor; levanta tus manos hacia Él por la vida de tus niños, que desfallecen de hambre por las esquinas de las calles". La voz del que llora delante de Dios su desgracia y que invita a todos a hacer lo mismo, es la voz de todo el pueblo. Todos asumen su culpa y se ponen humillados delante de Dios reconociéndola y demostrando que quieren volver a ese camino de fidelidad, haciendo buena la premisa de la alianza con Dios: "Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios". Quieren, y así lo expresan del todo claramente, ser de nuevo el pueblo de Dios y hacer a Dios de nuevo su único Dios. Lo que han perdido y que quieren recuperar es, con mucho, infinitamente deseable y por ello lo quieren vivir de nuevo.

Esa sensación de vacío es exactamente la misma que vive todo el que ha experimentado el inmenso amor que Dios le tiene y que ha gozado de su favor, en la nostalgia de su pérdida total por haberle dado la espalda. No se trata solo de favores materiales en los que se obtengan beneficios crematísticos. Estos pueden también darse. Pero va mucho más allá, pues se trata de vivir en el amor de Dios en cualquier circunstancia. La bendición de Dios va mucho más allá del simple progreso material, pues apunta a la riqueza del corazón y del espíritu. La cercanía de Dios, la experiencia de su amor, la sensación de plenitud que se tiene cuando se deja que entre en el corazón propio para que habite en él y llene todos sus rincones, va mucho más allá del simplemente estar bien materialmente. Existen quienes teniendo todo lo material resuelto viven en el vacío total pues no tienen a Dios. "Quien a Dios tiene nada le falta", decía Santa Teresa. "Si tienes a Dios lo tienes todo", repiten otros. Es cierto que hay circunstancias materiales en las que se puede experimentar una especie de abandono de Dios. Pero hay que saber darle el sentido de la riqueza espiritual que compensa y abre caminos. En la apariencia de la pérdida total de la vida que experimentó Jesús, fue cuando haciendo acopio de su total confianza en el Padre, puso en sus manos su espíritu: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Esa es la mayor riqueza que podemos vivir. Por eso tiene mucho sentido lo que nos invita a vivir San Pablo: "Den gracias a Dios en toda ocasión". En toda ocasión, es decir, en las buenas y en las malas. Lo que nos quiere decir es que pongamos siempre nuestras vidas en las manos del único que nunca nos va a fallar. No es que sea el que nos va a resolver nuestros problemas, sino que es quien nos va a sostener, nos va a consolar y nos va a llenar de fuerzas en cualquier circunstancia que vivamos. Es saber experimentar aquella misma confianza que tuvo el centurión romano que se acercó con determinación a Jesús: "'Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho'. Le contestó: 'Voy yo a curarlo'. Pero el centurión le replicó: 'Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano... Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: 'En verdad les digo que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe'". De lo que se trata, por lo tanto, es de que entremos en el reconocimiento de nuestra responsabilidad cuando nos alejamos de Dios, nos lamentemos con profundo dolor de nuestras infidelidades y de que nos pongamos en su presencia confiados en el infinito amor que siempre nos ha demostrado. Así escucharemos de los labios de Cristo lo que escuchó el centurión: "Vete; que te suceda según has creído".

viernes, 26 de junio de 2020

Dejarse vencer por Dios es ganar la más importante de las batallas

Oración del jueves: «Si quieres, puedes purificarme» - MVC

El Señor se regodea en los humildes. Al contemplar la historia de la salvación y echar la vista sobre los acontecimientos en los cuales se enseñorea el poder, aparentemente vence la violencia y el favor lo obtienen quienes subyugan a los más sencillos y débiles, no podemos perder la perspectiva de la verdadera victoria. Los que ostentan el poder y pisotean las vidas de aquellos a los que dominan, a la vista de cualquiera, serían los que se llevan las mieles del triunfo. Regodeándose en la contemplación de su propia fuerza, de la fiereza de sus ejércitos ante los cuales todos los enemigos sucumben, de la desbandada humillante de sus rivales vencidos, de la rapacidad que demuestra al arramblar con todos los tesoros que poseían sus enemigos derrotados, no le debería quedar otro camino al vencedor que el de la felicitación a sí mismo, el del orgullo por su invencibilidad, el del disfrute de todos los reconocimientos, incluyendo el de sus víctimas. Son esas grandes victorias las que van marcando su paso y le van adquiriendo la fama de invencible, de gran señor, de absoluto dominante y regidor de los pueblos conquistados. Los grandes imperios fueron así acrecentando su grandiosidad y en el devenir de los años cada uno de sus grandes regidores competían entre sí para aumentar los laureles del propio imperio y así también ir marcando su propia historia con los grandes triunfos que iban acumulando. De esa manera, a su entender, escribían en los anales de la historia su propio nombre y consecuentemente los iban perfumando con el aroma de la heroicidad. Sin embargo, como se ha apuntado, no se puede perder la perspectiva de la verdadera victoria, por cuanto en la mente divina, la del Dios que es el Señor y Rey absoluto de la historia de la humanidad, el criterio humano de la fuerza física y el poder de las armas no es el determinante, por cuanto ese nivel queda totalmente obnubilado, ya que el suyo, pudiendo ser absolutamente superior que el de cualquiera que se rija por esas medidas, se basa sobre todo en una victoria no ostentosa ni ruidosa, que se obtuviera en una batalla no sobre el terreno físico de alguna explanada propicia, sino aquella que se obtuviera en el terreno del corazón y el del espíritu. Aquellos derrotados militarmente, que resultaban humanamente humillados y pisoteados por el poderoso invasor, pueden ser, y en el caso de Dios y de su pueblo Israel efectivamente así es, en esa dimensión superior, por el contrario, los vencedores. Son humillados, pero son ensalzados. Son derrotados, pero vencen. Resultan desvalijados de todos sus bienes, pero son favorecidos con las mayores riquezas.

Es necesario que desmontemos, por lo tanto, el itinerario de nuestras argumentaciones y le demos el justo viso que deben adquirir. Aquellos que disfrutan del boato del imperio y del poder cruelmente a expensas de aquellos a los que han humillado, han vaciado de toda humanidad sus propios corazones y por ello han perdido la única riqueza que vale la pena, que es la del corazón que es solidario y se conduele de la desgracia de los más pequeños. Quienes hacen que el hermano muera de hambre al desvalijar sus despensas y abandonarlo a su suerte, han vaciado totalmente la propia despensa de su corazón en la que se debería encontrar su propio alimento que en primer lugar debe ser el del amor y la fraternidad. Quien pisotea la cabeza del vencido y se burla de él humillándolo y afrentándolo, está poniendo su pie sobre su propio ser, burlándose de sí mismo y dejándose totalmente postrado delante del Dios que no aprecia esa victoria sino que se pone del lado de los humillados. Quien a fuerza del poder que ostenta expulsa de sus tierras a sus habitantes y los hace deambular sin rumbo mientras no encuentran ni siquiera un techo bajo el cual resguardarse ni alimento para sobrevivir, se ha hecho a sí mismo indigente, se ha expulsado de las sabanas de la tranquilidad, se ha expulsado a sí mismo del oasis y se hace caminar perdido en las estepas del desierto espiritual. Estos han renunciado a toda compensación espiritual por cuanto buscan su contento solo en las satisfacciones que se dan a sí mismos en este nivel del goce material. Y, en la "pobreza" que han pretendido dejar a sus derrotados, más bien han favorecido que ellos tengan que acercarse al único que puede darles el consuelo al haber perdido absolutamente cualquier otro sustento, con lo cual los han "obligado" a enriquecerse con la riqueza que tiene más sentido, pues es la única que jamás desaparecerá, ya que no se basa en ningún triunfo humano, sino solo en la bondad irrestricta del amor. La deben buscar, y allí la encuentran, únicamente en las manos del Dios que es amor y consuelo infinitos. Sucedió con ese resto mínimo de israelitas que quedaron en Jerusalén luego de la victoria estruendosa de Nabucodonosor y la traición de algunos miembros del pueblo. "El jefe de la guardia dejó algunos de los pobres del país para viñadores y labradores". Esos pocos israelitas que quedaron en la ciudad, siguieron en esa tierra prometida, ejerciendo sus cargos de viñadores y labradores, pero disfrutando de los bienes que había prometido el Señor a su pueblo elegido, cosa que no pudieron hacer más todos los deportados, que se llevaron a su ciudad grabada en sus corazones. Aquellos que traicionaron a su pueblo y en él, al Dios que lo había elegido, perdieron a la ciudad santa físicamente y además la expulsaron de su corazón. Fueron los más tremendos perdedores.

Por eso, la batalla más importante que deberán enfrentar los hombres no se dará en el terreno físico ni con las armas más poderosos y sofisticadas. Se dará en el corazón. De nada valdrán todos los triunfos que se obtengan, si no se obtiene el más importante de todos, el que se debe obtener en el corazón. Es asociándose al ejército divino, tomándose de la mano de Dios y confiando radical y absolutamente en su poder y en su amor, que podrá darse esa victoria. Solo asociándolo a Él a nuestro ejército, o mejor, asociándonos nosotros a su ejército, podemos asegurar que en esa batalla de nuestra vida obtengamos la más contundente victoria. Será la victoria sobre nosotros mismos, sobre nuestra soberbia y nuestro orgullo, sobre nuestros pensamientos y nuestras conductas, sobre nuestros gustos y nuestros placeres. Así podremos dejar que sean los gustos y criterios de Dios los que estén en nuestro corazón, los que guíen siempre nuestras acciones, los que hagan imperar las tendencias a la solidaridad, a la fraternidad, a la justicia, a la paz, a la caridad. Los que hagan que nos convenzamos que no es en el dominio sobre el otro sino en el servicio por amor a él, siendo justos sin egoísmos, procurando siempre el bien de todos, que podremos construir una verdadera sociedad en la que Dios sea el único vencedor. Solo cuando lleguemos al extremo al que llegó aquel leproso que demostró sin ningún resquicio su confianza en el poder y en el amor de Dios, demostrando un respeto reverente a su voluntad, podremos decir que Dios está venciendo en nosotros, y que nosotros mismos estamos venciendo con Él: "Se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: 'Señor, si quieres, puedes limpiarme'. Extendió la mano y lo tocó, diciendo: 'Quiero, queda limpio'. Y en seguida quedó limpio de la lepra". Esa es la única victoria que Jesús quiere que obtengamos. A Él poco le importa que obtengamos victorias contundentes sobre los hermanos, mucho menos a costa del sacrificio de ellos, si esas victorias no pasan por la victoria sobre sí mismo, sobre el propio orgullo, sobre la vanidad, sobre el egoísmo, sobre la humillación pretendida al otro. Es la victoria que demuestra el leproso que Dios ha obtenido en su corazón, pues se acerca a Él con la máxima humildad, consciente de su amor y su poder, pero dejando constancia de ese respeto a su voluntad, que sabe que al final se pondrá siempre a su favor, pues en lo más profundo de su corazón sabe que Dios estará siempre en el corazón de quien se ha dejado vencer por Él, y se ha rendido totalmente a su voluntad y a su amor. Esa es la mayor de todas las victorias.

jueves, 25 de junio de 2020

Para vivir sólidos en la felicidad, no echar a Dios de la propia vida

Entrará en el reino del cielo, quien cumpla la voluntad de mi ...

Una de las peores experiencias que podemos vivir los hombres es la de la pérdida del sustento de la propia vida, de aquello que nos ha hecho felices, de todo lo que le ha dado sentido y nos ha motivado y hecho sentir satisfechos. Es una experiencia que aumenta su sinsabor si nos llegamos a percatar de que todo lo hemos perdido por falta de vigilancia y de cuidado, por haber creído que todo se sustentaba en sí mismo y que era inamovible e inmutable, por lo cual nunca nos preocupamos de atenderlo, de sostenerlo, de cuidarlo, de regarlo como el jardín que requiere del agua para mantenerse lozano. Una experiencia así vivida, que nos deja en la inopia total y en el vacío cruel, requerirá del acopio de todas las fuerzas personales para empezar desde cero nuevamente, para reconstruir nuestro ser y dar de nuevo un sentido a la propia vida. Esta experiencia terrible se puede equiparar a la que vivió el pueblo de Israel que, habiendo sido elegido por Yahvé para derramar en él todo su amor y su poder desde el mismo inicio de su existencia, elegido de entre otros pueblos más numerosos y poderosos y llevado a Egipto para salvarlos de morir de hambre y de sed en el desierto, liberado luego de la esclavitud en la que cayó víctima del Faraón y sus conciudadanos, acompañado en ese caminar de tantos años de nuevo en el desierto por señales y portentos maravillosos, hasta hacerlo entrar triunfante en aquella tierra prometida "que mana leche y miel", en la cual comenzó una vida de idilio total, de felicidad, en la que colocaron como centro vital la presencia de Dios en el Templo, pero que, a fuerza de no vivirla como ilusión renovada día a día, dieron paso a un "acostumbramiento" paralizante y contaminante, permitiendo que aquel orgullo por tener en medio de todos la presencia de ese Dios que había demostrado su preferencia por ellos, fuera envenenado incluso llegando a ser sustituido por dioses e ídolos de otros pueblos de alrededor, poniendo su confianza absurdamente en aquellos que habían sido construidos por sus propias manos, fue echado del corazón de Dios que permitió en consecuencia que los reinos de alrededor se cebaran en ellos y fueran echados de aquella tierra que era su gala y su orgullo. Israel, por descuidar su relación con Dios, perdió lo que le daba sustento a su experiencia como pueblo y fue dispersado, llegando a ser casi nada.

El signo rotundo de esa caída de Israel en la desgracia es el de la caída del Templo y el desvalijamiento de su tesoro. Así, vemos como Nabudoconosor "se llevó de allí todos los tesoros del templo del Señor y los del palacio real y deshizo todos los objetos de oro que había fabricado Salomón, rey de Israel, para el santuario del Señor, según la palabra del Señor". Israel, después de haber sentido la felicidad plena de ser el pueblo de Dios, de haber disfrutado de las mieles de esa tierra bendita que Él les había regalado, lo pierde todo como se pierde la arena del mar entre los dedos. Y todo por su propia responsabilidad al no cuidar de ese regalo de Dios y no haber sido fieles a ese amor que siempre les había demostrado. Israel es desterrado de la tierra prometida y deportado a Babilonia, ciudad que es el signo de la muerte y de la frustración total de su vida como pueblo de Dios. Lo ha perdido todo. Tiene que iniciar así un proceso de aprendizaje en el cual comprenda que Dios no es un "talismán", una especie de "cosa" que asegura, solo por estar ahí, la solidez de la vida del pueblo. Dios es un ser vivo que debe ser aceptado, honrado, obedecido, pues es el que marca las pautas a seguir para poder vivir realmente en la felicidad y en el camino de sosiego y de esperanza, que terminará en una dicha definitiva que nunca acabará, y con el que se puede tener, y se debe tener, una relación personal que es totalmente compensadora y entrañable, pues se basa en el amor que Él quiere derramar y que sabe que es la plenitud del hombre. No es como un trofeo del que se muestra vanidosos una posesión dominante, sino que es, sin duda, el orgullo que se tiene y que llena plenamente, pero para el cual se debe decidir vivir. Es necesario llevarlo a ser el primero de todos los intereses, alrededor del cual girarán todos los demás intereses de la vida. Lo que no cuadre con ese orgullo debe ser desechado totalmente, pues nada debe venir a dañar esa relación con Dios. Ella no puede ser simplemente como un disfraz que se coloca cuando se quiere sacar provecho de la relación o como un barniz que se usa para pintar y tapar lo que en realidad está sucio y manchado. Dios no puede ocupar un espacio instrumental del que se echa mano cuando hace falta y que se desecha cuando ya no sirve a los intereses particulares. Ese mismo estilo que vivió Israel en su relación con un dios instrumental, lamentablemente lo viven muchísimos hombres para los que Dios no llega a ser sino simplemente un talismán de la suerte del que echan mano cuando lo necesitan, pero al que abandonan en el rincón más escondido de sus vidas cuando sienten que ya no les hace falta. Al final, el punto de llegada podrá llegar a ser el mismo de Israel. Las fuerzas de Babilonia, las del mal, invadirán al hombre y lo llevarán al desfiladero y al abismo. Perderán absolutamente toda la alegría y todo el sentido de la vida.

Jesús pone sobre aviso al hombre. No puede dejar de advertirlo, por cuanto ese no es el final que Dios ha pensado para la humanidad. Si el mal se llegara a enseñorear sobre el hombre no será porque Dios se haya hecho ausente de su vida, o porque no pretenda convertirse en su sólido sustento, o porque no se ofrezca como la consolidación total de la felicidad. Será porque el mismo hombre lo habrá hecho ausente de su vida. Quizá cuando el mismo hombre se percate de ese sinsentido que ha cometido, será ya tarde, como lo dice Jesús: "No todo el que me dice 'Señor, Señor' entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos". Dios no puede ser "un instrumento de salvación". No se puede tener con Él una relación simplemente de conveniencia. "Aquel día muchos dirán: 'Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?' Entonces yo les declararé: 'Nunca los he conocido. Aléjense de mí, los que obran la iniquidad'". La relación con Dios debe ser una relación vital. Él debe ser el sustento sólido de la vida de cada uno: "El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca". No puede ser una relación inestable, mutable, totalmente dependiente del viento del momento, que es el equivalente del que, por el contrario, ha construido su casa, es decir, su vida, sobre arenas movedizas que no dan ninguna solidez. Debemos aprovechar el que aún estamos a tiempo y el que tenemos a un Dios que es infinita bondad y misericordia, para retornar a la vida con Él. No permitamos que llegue el momento en que Babilonia nos invada y nos saque de la tierra prometida que es la relación de amor con Dios, o que llegue el momento en que seamos desconocidos por ese amor. Que nuestra experiencia jamás sea la de la felicidad perdida o la de la frustración total, la de la ausencia definitiva de Dios. Que aprovechemos a ese Dios que tiende la mano a cada uno y lo atrae con los hilos del amor que ofrece para que esa experiencia de felicidad no se pierda jamás y nos haga caer en la peor sensación de frustración que podremos vivir y, peor aún, que ésta llegue a ser definitiva.

miércoles, 24 de junio de 2020

Libres y humildes como Juan Bautista, para anunciar a Jesús

Natividad de San Juan Bautista - Santoral - COPE

Las experiencias espirituales profundas marcan las vidas de los elegidos por el Señor. Son personajes congregados por Dios para hacerlos suyos, capacitarlos con grandes virtudes y fortalezas y encomendarles misiones particulares e importantes que tendrán que ver con la dirección que tome la historia de salvación que Dios va escribiendo en la humanidad. "Antes que te formaras dentro del vientre de tu madre, ya yo te había elegido", siente decir el profeta de la boca de Dios sobre sí mismo. Es la frase que podríamos sentir decir cada uno de nosotros, pues sobre nosotros ha descendido también la elección de Dios. A San Juan Bautista se le aplica también. Y se va más allá con él, por cuanto la misión que se le encomienda es una de magnitud inédita: Nada más y nada menos que preparar el camino del Mesías Redentor, esperado y añorado por Israel, al corazón de cada uno de los que deben ser rescatados. "Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre". Juan será aquella "voz que clama en el desierto: Preparen el camino al Señor", que invita a todos a abrir el corazón al Señor que viene a salvar a la humanidad y a cada uno de ellos. Por eso, esa experiencia espiritual de encuentro con el Dios que lo elige, marcará ya para siempre su espíritu y lo convertirá en aliado que anuncie lo que está por venir, revistiéndolo, como lo es, de la gravedad y seriedad que tiene, pero también del gozo por el cumplimento de la promesa hecha tanto tiempo atrás. Juan asume esa tarea desde su plena libertad, absolutamente respetada por el Dios que lo convoca. El encuentro de las dos madres gestantes, Isabel y María, en el que "el niño saltó de gozo en mi vientre", a decir de Isabel, podría ser entendido como aquella respuesta afirmativa, también desde el seno materno, a la llamada que el Señor le había dirigido igualmente antes de nacer. Por ello, la vida de Juan, toda ella, ha quedado marcada por aquella experiencia que él ha tenido prácticamente desde su concepción que, como la de todo personaje que marcará pauta en la historia de la salvación, está revestida del halo de lo maravilloso. Dios anuncia con el portento asociado a su existencia, que la misión de Juan será determinante en la dirección que tome el desarrollo de la historia de salvación desde ese momento. Lo hizo de la misma manera con personajes que marcaron hito en el Antiguo Testamento. Lo siguió haciendo con la Virgen María, también elegida. Y lo hizo de la manera más contundente con el mismo Jesús, el punto culminante de toda esa historia.

En esas experiencias intensas que van teniendo cada uno de ellos, toma grandísima importancia la asunción libre del compromiso. Dios no "programa" a sus seguidores. No son robots que tienen una programación previa inmutable. Desde el primer momento, el de la elección, el movimiento de Dios es de propuesta. Y la espera de la respuesta de cada uno se da desde el respeto reverencial a su libertad, que es don de oro que el Señor ha colocado en sus corazones. El uso de esa libertad será la clave para que la tarea sea de peso y tenga pleno sentido, pues el elegido se convierte así en el primer beneficiado de su propia misión y llega a ser para todos el primer testimonio de lo que anuncia. La libertad es el aval de lo que se anuncia. Esa libertad desde la que responde el elegido deviene así en lo que da el sustento más sólido a la misión y lo que asegura de que lo que hará tendrá efectos positivos, demostrados, al menos, en los efectos que se alcanzan en el mismo que acepta. Esto se verificó incluso en el mismo Hijo de Dios que respondió al Padre: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad". Y en la Madre del Redentor: "Aquí está la esclava del Señor. Que se cumpla en mí según tu palabra". Es la libertad de la que gozó también y siempre Juan Bautista, por la que se convirtió con todas las de la ley en "El Precursor de Jesús". La vida de Juan estuvo toda ella marcada por la aceptación de la propuesta de Dios sugerida desde los profetas: "Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra". No es él el personaje principal de la obra que se representa, pero sí es el gozne alrededor del cual gira toda la historia y en el cual esa misma historia toma el tinte dramático que la acerca a su final y a su culminación, que abre las puertas a la entrada del personaje principal que hará que toda la obra alcance su zenit y pueda iluminar toda la historia anterior para comprenderla y toda la historia futura para mirarla con esperanza. Esto lo tiene muy bien asumido quien ya ha asumido con anticipación el papel que le corresponde: "Yo no soy quien ustedes piensan; viene uno detrás de mí a quien no merezco desatarle las sandalias", decía a quienes podían presentar alguna confusión en el personaje que desarrollaba en la obra. La libertad con la que asumía su rol lo llevaba también a la humildad de reconocer el lugar secundario que le correspondía.

Libertad y humildad son, así, las claves de comprensión perfectas para lograr iluminar correctamente la figura del Bautista. Es una humildad que entendemos ya demostrada desde sus padres, ancianos abandonados totalmente en la providencia de Dios que les hizo el regalo de la paternidad en la ya adelantada ancianidad, por la cual no quisieron dejar marca de sí mismos en el hijo sino, como fue en realidad, resaltar la marca del Dios amoroso y providente, por lo cual permitieron que fuera sustituida la tradición antiquísima de colocar el nombre del padre o de algún familiar cercano a la criatura por la nueva indicación del nombre que había destinado el mismo Dios. Con ello, los padres reconocían la iniciativa de elección de Juan, y renunciaban a la "propiedad" sobre su propio hijo, pues sabían, por todos los portentos que se habían sucedido en su concepción, durante el embarazo y en su nacimiento, que ese hijo de ellos era en realidad de Dios. Al ceder en que su nombre fuera el que Dios disponía y no el que ellos impusieran, dejaban en manos de Dios la "propiedad" de la criatura: "A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban Zacarías, como a su padre. La madre intervino diciendo: '¡No! Se va a llamar Juan'. Le replicaron: 'Ninguno de tus parientes se llama así'. Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: 'Juan es su nombre'. Todos se quedaron extrañados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios". Ese niño estaba destinado a algo grande. Dios lo había elegido para sí y sus padres así lo respetaron. Faltaba solo que él mismo asumiera su tarea en la misión que Dios le encomendaba. Y lo hizo perfectamente. La pregunta que se hicieron sus vecinos quedará respondida plenamente al contemplar el desarrollo de su tarea: "Los vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: '¿Qué va a ser este niño?' Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo, y su carácter se afianzaba; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel". No quedará duda de la relevancia que tendrá la tarea de Juan Bautista. Él se presentará a Israel como el Precursor de Jesús, de quien se declarará indigno de desatar las correas de sus sandalias, quien lo presentará a todos como "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo", y quien dará testimonio póstumo de la Verdad a la que servirá siempre sin desfallecer rindiéndose a la muerte como seguidor de Cristo "Camino, Verdad y Vida".

martes, 23 de junio de 2020

Una sociedad que se merezca lo sagrado

La puerta estrecha y el camino angosto

Dios es celoso de sí mismo. Defiende su honor y anima al respeto de lo que es y de todo lo que representa. Por ello se opone y enfrenta decididamente todo lo que pretenda disminuirlo o ridiculizarlo. Y aun va más allá, pues invita al que cree en Él y le sigue, a hacer lo mismo, colocándolo en el sitial de honor que le corresponde, atendiendo a sus indicaciones para avanzar en la fidelidad y en su propia plenitud y a tratar con suma delicadeza y respeto todo lo que pone en sus manos y que otros quieran afrentar. Reconoce Dios que siempre habrá quienes no lo valoren en su verdadera dimensión y lo despreciarán echándolo a un lado o ridiculizándolo. Una sociedad en la que cada vez Dios es más ignorado, en la que se burlan de aquellos que aprecian los valores espirituales y quieren regir sus vidas por ellos, en las que se promueve la absoluta autonomía despreciando las indicaciones divinas, llegando a presentar esta pretensión revestida de una "legítima" promoción del hombre que no debe ser "subyugado" por normas externas, sino que debe regirse solo por lo que él considere justo y bueno para sí, o de lo contrario estará "sometido" a leyes que "coarten" su libertad suprema, en las que lo único que importa es el regalo a los sentidos, por lo tanto, solo lo material que apunte al hedonismo como cultura general, por lo cual será bueno todo lo que produzca placer y malo lo que exija un mínimo esfuerzo mayor y no sea un regalo para los sentidos, es, en fin, una sociedad en la que existe ausencia total de referencia a la trascendencia, pues solo importa lo actual, lo del momento, lo que dé satisfacción aquí y ahora. Es un paso absurdo en el que se promueve la huida de una supuesta "dictadura de Dios" a una que sería terrible, porque es dañina y finaliza en el vacío total de sentido y en el camino de ciegos que caen en el abismo, que sería la dictadura del relativismo. Es la dictadura donde solo se promocionaría lo pasajero, lo inestable, lo que depende de los aires que haya en el momento. En Venezuela hay una frase que lo define de maravilla: "Como vaya viniendo, vamos viendo". No existe un sustento sólido del cual se pueda fundar para poder hacer pie y tomar un nuevo impulso hacia una meta superior. Es el desprecio total a la superior capacidad del hombre, por haber sido enriquecido con inteligencia y voluntad, contentándose con lo que se contentaría cualquier otra criatura de la creación que se ocupa solo de satisfacer sus instintos.

Por ello, Jesús sentencia con gravedad, y hasta con un dejo de ridículo, la obligación de no promover el desprecio a la realidad superior y trascendente que representaría la aceptación de Dios, de su providencia, de sus indicaciones, de su amor: "No den lo santo a los perros, ni les echen sus perlas a los cerdos; no sea que las pisoteen con sus patas y después se revuelvan para destrozarlos". Lo que Dios nos da es el regalo más valioso surgido de su corazón de amor. Además de habernos regalado la vida y aun lo que es todavía más valioso, su propia vida, no quiere que esos regalos caigan en manos de quienes no sepan apreciarlos, a pesar de todas las evidencias que descubren el inmenso valor que tienen. Es celoso Jesús, por cuanto esos regalos no surgen de alguien que tiene sobra de bienes o que los da por necesidad o sin sentido, sino que lo da todo porque ama, y que lo mínimo que espera es que sepan valorarlos en su justa medida. Esa sociedad que desprecia estos dones, según lo dicho por Jesús, no se los merece. Pero esto hay que entenderlo bien. Evidentemente quien desprecia a Dios, jamás será despreciado por Él. Lo ha demostrado suficientemente en todas sus actuaciones en favor de los hombres que reiteradamente han mostrado desprecio a su amor. Jamás ha dejado Dios de insistir. Dios es obcecado en su amor hacia el hombre. El paso siguiente es, entonces, hacer de aquellos que no se merecen a Dios, merecedores de Dios, atrayéndolos hacia Él. Y, aunque eternamente todos somos no merecedores de Dios, Él quiere que en el corazón humano haya el deseo de aceptar su amor y de recibirlo para la propia felicidad. Y es aquí en donde entramos cada uno de los discípulos. Es nuestra tarea intentar derrumbar el muro de aquella dictadura del relativismo y presentar el reino idílico de los valores del Reino de Dios como algo posible y completamente satisfactorio para el hombre. Esto tendrá una tarea exigente para cada uno de nosotros: "Así, pues, todo lo que desean que los demás hagan con ustedes, háganlo ustedes con ellos; pues esta es la Ley y los Profetas. Entren por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos". Se trata, por lo tanto, de asumir en sí mismo este esfuerzo que será inmensamente compensado en el amor y la felicidad que da el estar en Dios, con lo cual se llega a la plenitud de sentido de la vida, que apunta a lo superior y a lo trascendente, y que tiene un ámbito de felicidad por el amor en el que se vive y que justifica, dejando obnubilado el clima de sacrificio, todo el esfuerzo que eso requiere.

Aquellos que han sido conquistados y sometidos por la dictadura del relativismo en la que nada tiene consistencia propia, donde no consiguen un terreno firme en el cual hacer pie, que se convencen de que debe haber algo superior que trasciende a los simples gustos y placeres, deben ver en los discípulos de Cristo lo consistente, lo sólido, lo compensador que es saber que la mirada no se agota en todo lo que aparece a la vista en el nivel horizontal, sino que por elevar algo la vista y dejarse conquistar también por lo vertical, encuentran lo que le da mayor sentido, lo que llena de ilusión al percatarse de que hay algo más grande por lo cual luchar para poseer y sustentarse a sí mismo, que abre las puertas a lo que no desaparecerá y que existirá eternamente, y que se puede empezar a gustar ya aquí y ahora, con los pies bien puestos sobre la tierra y la mirada que no agota su panorama en lo que descubre en lo natural sino que se llena de ilusión y de fuerzas por lo que descubre al ser elevada a lo sobrenatural. Eso es hacer que Dios quiera entrar en esa sociedad que, viéndonos, comienza a entender que hay algo más que lo que ve y lo que disfruta, que la vida adquiere un sentido superior y que no consiste solo en pasarla bien con lo que se regala a los sentidos, sino en pasarla bien también en la dimensión superior del espíritu, que es el ámbito de las sensaciones estables, como la del amor, la de la felicidad, la de la solidaridad, la de la fraternidad, la de la justicia, la de la paz. Es la dimensión en la que tenemos la convicción de la presencia de Dios, que sale para ser nuestro aval, para llenarnos de su amor y de su felicidad, y para ser nuestro refugio y fortaleza ante los embates de aquella dictadura del relativismo que no se quedará de brazos cruzados. Seremos como esa ciudad que se convierte en fortaleza inexpugnable contra la cual el mal no tendrá ninguna fuerza: "No entrará en esta ciudad, no disparará contra ella ni una flecha, no avanzará contra ella con escudos, ni levantará una rampa contra ella. Regresará por el camino por donde vino y no entrará en esta ciudad —palabra del Señor—. Yo haré de escudo a esta ciudad para salvarla, por mi honor y el de David, mi siervo". Quien se llena de Dios y le da pleno sentido a su vida, no solo vive la alegría infinita que da el amor vivido en plenitud, sino que descansa confiado en los brazos de Aquel que es su amor y su alegría, y se convierte en su escudo ante el mal que lo seguirá acechando. Dios mismo será su amor y su alegría, y se convertirá en su defensa ante el mal.

lunes, 22 de junio de 2020

Solo quien conoce sus imperfecciones puede mejorar

Saca la viga de tu ojo y podrás sacar la mota del ojo de tu ...

Somos muy dados a erigirnos en jueces de los demás. Todos tendemos a querer convertirnos en referencia para los que tenemos a nuestro alrededor. Consideramos siempre que lo nuestro es lo mejor y por ello al dar nuestro parecer nos colocamos nosotros como el paradigma, aunque a lo mejor algunas veces lo hagamos de manera velada como queriendo demostrar una humildad que al final no es tal. En ocasiones no estamos en ese primer lugar, no porque se nos reconozca ese sitial de honor, aunque a lo mejor nos encantaría que así fuera, sino porque guardamos algo de prudencia, aunque sería necesaria un poco más de ella revestida además del tesoro de la humildad. Si nos moviera siempre una lícita preocupación por aportar desde nuestra propia experiencia y por una justa persecución del bien por rutas que nosotros mismos hayamos probado, sería un movimiento que nos ensalzaría. Hay personas que ya han transitado rutas que son absolutamente nuevas para otros y su aporte puede ser muy beneficioso para que aquellos otros puedan avanzar sólidamente. Al fin y al cabo, la madurez y la solidez se alcanzan más sabiamente a través del sistema ensayo-error que muchos hemos probado. Pero si el error puede ser ahorrado al haberlo otros ya probado y haciéndonos conocedores del camino por el cual se cayó en él para evitarlo, mucho mejor. No es siempre malo, entonces, el que se nos quiera iluminar para que nuestro caminar sea más expedito y libre de entuertos. De alguna manera debemos ser también humildes al poder recibir los aportes que desde el bien del otro se nos quieran proporcionar. Lo indeseable está, entonces, no en el aporte, sino en desde dónde se nos quiera hacer. La peor motivación que puede existir es la de la soberbia, la de la superioridad, la del creerse mejor que los demás. Por eso Jesús se opone frontalmente a quienes así actúan: "¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: 'Déjame que te saque la mota del ojo', teniendo una viga en el tuyo? Hipócrita: sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano". Jesús no critica el que se haga alguna observación, pues al fin y al cabo puede ser algo bueno para aumentar en bondad personal, sino en hacerlo desde una posición de ventaja que pretende ser superior o mejor, sin que haya antes una revisión de sí mismo para percatarse de que no se es mejor que nadie. Solo entonces es justo hacer observaciones a los demás.

Nuestra actitud, entonces, debe estar regida por una disposición de revisión continua de sí mismo, lo que implica la humildad de vida. Se trata de una buena disposición a la revisión personal en el reconocimiento de que siempre tenemos algo que debe ser corregido en nosotros, pues el camino del hombre, y más aún el del hombre que avanza en la fe, es un camino de conversión que nunca se acaba. Nuestro proceso de conversión tiene un inicio, pero nunca finaliza. Solo terminará cuando ya estemos cara a cara delante de Dios nuestro Padre. Todo esto se conecta con la necesidad de un examen de conciencia continuo, fundamental para avanzar en el camino de la santidad. Solo quien lo hace se hace consciente de su propio mal, de su mediocridad, y de las cosas en las cuales sí ha logrado avanzar. Quien no lo hace, nunca sabrá cuál es el mal que debe desarraigar de sí, en cuáles cosas debe mejorar, y cuáles son las cosas buenas que debe motivar y promover más en sí mismo. Es de tal modo necesario este proceder que Jesús usa la figura de la hipérbole para remarcar su importancia. La hipérbole es una figura de exageración que incluso cae en el absurdo. Jesús habla de una viga que tenemos en nuestro ojo, que evidentemente sería infinitamente más grande que una simple mota que tendría el hermano. Es difícil imaginarse una viga dentro del propio ojo. Quienes conocen de construcción se lo podrán imaginar. Y no es sencillo hacerlo. En todo caso, lo que nos quiere decir Jesús es que en realidad no tendremos que hacer mucho esfuerzo para descubrir nuestra debilidad o nuestra falla, pues es más que evidente, como lo sería una viga en el ojo propio, mientras que sí tendremos que hacer un esfuerzo mayor para descubrir la falla en el hermano, lo que sería la simple y pequeña mota en el ojo ajeno. Con tal de demostrar superioridad o de aparentar ser mejores, preferimos escudriñar con esfuerzo en la conducta del otro para conseguir sus fallos mientras escondemos nuestra tremenda y evidente desgracia personal. De esa manera nos engañamos a nosotros mismos, pues sabemos bien cuál es nuestra condición y nos avergonzamos tanto de ella que queremos que quede oculta ante los otros. El perjuicio es directamente contra nosotros mismos, pues lejos de esforzarnos por conocernos más para mejorar, hacemos como el gato que esconde su inmundicia y cree que por esconderla ya no existe.

Lo mejor que podemos hacer es ponernos en evidencia delante de nosotros mismos y hacer acopio de la valentía y la fortaleza necesarias para enfrentarnos así, no traicionando la llamada que se nos hace a ser mejores cada vez. Evitar juzgar a los hermanos es evitar también para nosotros un juicio más rígido. Cuando estamos dispuestos a juzgar a los demás desde nuestra supuesta perfección, estamos de alguna manera permitiendo e invitando a que el juicio que se haga sobre nosotros tome también la misma medida. Seremos juzgados desde nuestra pretendida perfección: "No juzguen, para que no sean juzgados. Porque serán juzgados como juzguen ustedes, y la medida que usen, la usarán con ustedes". Erigirnos en los perfectos nos cierra las puertas de la conversión. Quien ya es pretendidamente perfecto no necesita convertirse. Quien no reconoce sus imperfecciones nunca avanzará y se estanca. Considera que no tiene nada que mejorar. Sería una espada de Damocles que se colocaría él mismo sobre su cabeza. Tarde o temprano caerá y le producirá muchísimo daño. La mejor actitud es la de quien se sabe imperfecto y necesita estar continuamente en revisión. Es la manera más lógica y a la mano de avanzar y de ser mejores. Y es la manera de poner de nuestro lado al Juez Supremo, quien nos conoce y nos comprende perfectamente. Delante de Él estamos tal y como somos. Nada está oculto en su presencia. Y por ello, cuando al revisarnos nos damos cuenta de nuestra imperfección, y yendo más allá, nos damos cuenta de nuestra imposibilidad de avanzar en solitario, sin la ayuda de su gracia, Él sale a nuestro encuentro y nos tiende la mano, animándonos a seguir adelante con nuestras propias fuerzas, añadiendo la fuerza de su gracia que nos da energías y nos anima para lograr avanzar. "Te basta mi gracia", escuchó decir San Pablo cuando se enfrentaba en sus pensamientos con la realidad de su propia debilidad. De esa manera evitaremos el juicio severo sobre nosotros y la condena consecuente, como la vivió Israel que cayó en la tentación de sentirse vencedora por sí misma y recibió el escarmiento de Yahvé, haciéndola caer en las manos de los asirios: "Despreciaron así sus leyes y la alianza que estableció con sus padres, tanto como las exigencias que les impuso. Y se encolerizó el Señor sobremanera contra Israel, apartándolos de su presencia". Que nunca nos aparte el Señor de su amor. Que nuestra humildad nos haga mantener siempre su amor y su poder junto a nosotros.