viernes, 31 de enero de 2020

Mi pecado jamás será más grande que el amor que me tienes

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En la historia de la salvación nos encontramos siempre con un Dios que cuenta con el hombre para hacer llegar esa salvación a todos. Desde el mismo momento de la creación en cierto modo ya ha manifestado su intención, colocando al hombre en el centro del universo, haciéndolo dueño de todo lo que ha surgido de su mano poderosa, dándole el mando sobre toda la creación, ordenándole llevar adelante con su dominio al mundo: "Crezcan y multiplíquense, llenen la tierra y sométanla". Dios ponía en las manos del hombre la posibilidad de conducir la creación a su plenitud. No es que fuera imperfecta habiendo surgido de su mano. La misma revelación nos descubre la perfección de lo creado: "Dios vio que todo era muy bueno". Pero sí manifiesta su intención de asociar al hombre en la conducción del universo hacia su propia plenitud, que consistirá en el retorno glorioso de todo a las manos de su Creador. En las manos del hombre, socio de Dios, está el llevar adelante esta empresa. Es de las manos del hombre que todo lo creado volverá a su plenitud retornando al Padre. Dios es el Alfa, es decir el principio de todo lo creado, y es también la Omega, el fin hacia el cual todo debe tender, guiado por el socio de Dios, el hombre. Así, vemos como en esa historia van surgiendo personajes principalísimos y destacados, a los cuales Dios va eligiendo y convocando para que sean suyos y para que se pongan al frente de esa empresa delicada y gloriosa que es conducir todo hacia la presencia del mismo Dios. La elección que Dios hace de un pueblo, de Israel, nos descubre también una intencionalidad clara en Él: Ese camino de salvación y de retorno a su gloria de todo lo creado, será hecho viviendo una vida comunitaria sólida, perteneciendo todos a una misma fraternidad, teniendo la experiencia del amor solidario y caritativo, bajo las normas de un ordenamiento que hace que la vida comunitaria sea llevada adelante con justicia y paz. Al frente de esa comunidad, de ese pueblo elegido, Dios pondrá a esos personajes que Él ha elegido para que lo conduzcan bajo su guía, siguiendo las indicaciones que Él les dé, cumpliendo su voluntad, por lo tanto, sometidos a su autoridad. En la medida en que sean fieles a la elección y a la finalidad de la misma, el camino será hecho de manera suave y sostenida. Por el contrario, si el elegido se desentiende de la voluntad divina, el camino se entorpece y se hace impracticable. Éste se hace culpable, pecador, y arrastra en su infidelidad al pueblo que lo sigue.

En esa historia vemos cómo algunos de los elegidos por Dios se mantienen fieles y cumplen perfectamente con su tarea. Pero nos encontramos también con personajes que han dado la espalda a Dios. Han sido fieles y cumplidores por un tiempo, pero llegan a un momento en el que hacen reclamo de su "libertad" y prefieren dejarse guiar por sus propios intereses egoístas, dejándose llevar solo por su conveniencia guiada por los placeres, por el poder, por la vanidad, por la soberbia. Es el caso de David que, habiendo sido elegido como Rey, cumplió perfectamente con su misión hasta que la tentación del placer tocó su corazón y se dejó arrastrar por ella. Usó de su poder y se dejó caer en las garras de la soberbia para ponerse directamente en contra de la voluntad de Dios: "Divisó a una mujer que se estaba bañando, de aspecto muy hermoso. David mandó averiguar quién era aquella mujer. Y le informaron: 'Es Betsabé, hija de Elián, esposa de Urías, el hitita'. David envió mensajeros para que la trajeran. Ella volvió a su casa. Quedó encinta y mandó este aviso a David: 'Estoy encinta'". La pasión desmedida le hizo adueñarse de la mujer de otro. Y no contento con eso, cae más en el abismo mandando a morir a Urías para quedarse con su mujer: "Pongan a Urías en primera línea, donde la batalla sea más encarnizada. Luego retírense de su lado, para que lo hieran y muera". Su soberbia estaba desenfrenada y decide colocarse al servicio de su egoísmo adúltero y asesino. Ciertamente, no estaba nunca oculta para Dios esta posibilidad, por cuanto desde el mismo primer momento de la existencia del hombre lo creó plenamente libre, capaz de tomar sus propias decisiones, por lo tanto, capaz de ponerse también en contra de su voluntad divina. Cuando Dios elige asume el riesgo que representa la elección de alguien que se le puede oponer. Él sabe muy bien que su criatura predilecta es capaz de las más grandes maravillas de acuerdo con su voluntad salvífica, pero que es también capaz de las más grandes torpezas, oponiéndose radicalmente a esa voluntad divina, poniéndose al servicio del mal, instigado por el demonio. Sucedió desde el principio con Adán y Eva y se ha repetido a lo largo de toda la historia. Pero así como sabe muy bien que el hombre es capaz de ponerse radicalmente en contra de su voluntad, también está continuamente presente en Él el amor por el que lo ha creado, por el que lo ha elegido, por el que lo ha puesto al frente de su creación. Es un amor que nunca desaparece y que por más de que el mismo hombre con  su pecado pretenda herirlo y destruirlo, siempre resurge firme y sólido. Ese amor nunca desaparece o disminuye.

En efecto, Dios es un Dios empedernido y obstinado, constante en su amor. Es fiel a su naturaleza y a su esencia, que es el amor. Nunca hará revocatoria de sus dones. No dejará nunca de llenar de su amor al hombre, aun cuando éste sea empedernido en su camino de alejamiento de ese amor. Dios siempre le dará una nueva oportunidad, pues tendrá siempre su mano tendida para que el hombre se tome de nuevo de ella. En el corazón de Dios estará siempre la espera de la vuelta el hijo que se ha alejado. Por más grande que sea el pecado del hombre, es mayor el amor que Dios le tiene. Lastimosamente habrá siempre quienes se nieguen a volver. Pero todos tiene la posibilidad de hacerlo, porque Dios lo posibilita. Incluso lo facilita. En su obstinación de demostrar su amor infinitamente grande y eterno, habrá siempre esa posibilidad. Lo explica el mismo Jesús con las parábolas: "El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo". La única explicación posible es el amor que va conduciendo a su plenitud todo. El reino de Dios es una realidad que estará siempre presente porque estará siempre presente el amor de Dios. "¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra". El reino de Dios es para todos. Pasa por encima de todo. Sortea todos los obstáculos, incluso los que pueda poner el hombre con su pecado y se coloca siempre como la posibilidad más clara, facilitando su elección. Casi es impensable la posibilidad de la condenación, con la cantidad de posibilidades que ofrece Dios. Aún así hay obstinados que prefieren no ser terreno fértil en el que fructifique la semilla que echa Dios. Hay quienes se empeñan en quedarse en los abrojos, en la cizaña, y no acercarse al árbol de mostaza que ofrece Dios a todos. Es el misterio de la libertad del hombre que prefiere el abismo a la cumbre. Dios es un Dios de amor y misericordia, que está dispuesto al perdón siempre, que tiende su mano amorosa a todos. Es su esencia y su naturaleza. No puede actuar de otro modo. Nos ha elegido para ser suyos. Nosotros decidimos si nos hacemos dignos de esa elección o si nos oponemos a su plan de salvación sobre nosotros.

jueves, 30 de enero de 2020

Agradezco tus dones de amor y me comprometo a anunciarlos

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Una de las virtudes que hemos de vivir delante de Dios con más intensidad es la del agradecimiento. Hace ya unos años escuché una frase que jamás he olvidado: "Es de bien nacidos ser agradecidos". Es una norma de vida que debemos tener para cualquier circunstancia que vivamos. A cada momento, cada segundo de nuestra vida es ocasión para recibir un favor, para sentir que hemos sido favorecidos por un gesto o por una acción de alguien que tenemos a nuestro lado. O simplemente seguimos recibiendo naturalmente todos los dones que Dios nos regala gratuitamente, en el movimiento amoroso de su providencia en favor nuestro. El sol sigue saliendo iluminando el día y regalándonos su calor, la luna y las estrellas siguen presidiendo las noches regalándonos su belleza y su luz tenue, las nubes siguen derramando generosas sobre nosotros el agua que nos llena de vida, las plantas siguen siendo esos laboratorios geniales que producen el oxígeno que nos facilita la respiración. Cada segundo que vivimos es posible gracias a la continuidad eterna e interminable de regalos que Dios nos sigue dando a través de las personas que están a nuestro lado o a través de la naturaleza a la que Él le ha dado un orden concreto por el cual sigue siendo posible y se nos sigue facilitando la vida. Lamentablemente hemos ido perdiendo la capacidad de sorpresa ante esa cantidad ingente de dones que recibimos. Lo vemos con excesiva "normalidad", desnudándolo de ese vestido natural de donación que tiene. Inconscientemente caemos en la consideración de que no hay nada extraordinario en ello y casi lo vemos como un "derecho" del que no tenemos por qué estar agradecidos. La vida es, así, un eterno transcurrir de dones de los cuales tenemos un derecho natural de disfrutar. Hemos perdido esa capacidad de sorprendernos ante los milagros cotidianos que Dios desde su amor infinito por nosotros sigue permitiendo para facilitarnos la vida, y que harían de ella, si los hiciéramos conscientes, una eterna bendición de Dios por la cual estaríamos viviendo continuamente agradecidos. Esto daría también una constante sensación de felicidad, pues nos haría conscientes de que Dios está permanentemente ocupado de nuestro bienestar.

Si esto es verdad en lo natural, lo es aún más cuando vemos que Dios actúa directamente a favor de nosotros, realizando obras que nos favorecen positivamente, haciéndose evidentes en nuestra historia de salvación. Esta actitud de agradecimiento la vivió intensamente el Rey David cuando percibió la elección que Dios hacía sobre él y sobre su casa. "¿Quién soy yo, mi Dueño y Señor, y quién la casa de mi padre, para que me hayas engrandecido hasta tal punto? Y, por si esto fuera poco a los ojos de mi Dueño y Señor, has hecho también a la casa de tu siervo una promesa para el futuro. ¡Esta es la ley del hombre, Dueño mío y Señor mío! Constituiste a tu pueblo Israel pueblo tuyo para siempre, y tú, Señor, eres su Dios". La obra de Dios que favorece al mismo David y a su pueblo, es reconocida por éste, y por ello se rinde ante Dios. Lo reconoce bellamente como su Dueño y Señor, con lo cual, en cierto modo, además de mostrar su agradecimiento, es signo de un compromiso personal que asume con agrado. Se sabe infinitamente favorecido por la elección de su persona y de su casa y por ello es consciente también de que aquello lo compromete. Llamar a Dios Dueño y Señor es la asunción del compromiso de comportarse como propiedad de ese Dios de amor y como siervo suyo. La donación de estos regalos de amor de parte de Dios con David y su pueblo obtiene como respuesta de David el sentido de agradecimiento y de compromiso. Pero es también, sin duda alguna, la confirmación del compromiso del mismo Dios con David, su elegido, y con su pueblo Israel. Los regalos de Dios son, en cierta manera, un compromiso que Dios asume. Con ello, Él se compromete a seguir favoreciendo a David y a su pueblo desde ese momento y para siempre. "Los dones de Dios son irrevocables", dice San Pablo, por lo cual podemos entender que la elección de David y de su pueblo son un compromiso que Dios asume para siempre. Así, vemos cómo Dios cumple su palabra comprometida cuando de la misma casa de David surge el Mesías Redentor y cómo de ese pueblo elegido surge la Iglesia, el nuevo pueblo elegido de Dios. La oración que hace David delante del Dios que lo ha elegido es una confirmación de ese compromiso mutuo asumido para siempre: "Dígnate, pues, bendecir a la casa de tu siervo, para que permanezca para siempre ante ti. Pues tú, mi Dueño y Señor, has hablado, sea bendita la casa de tu siervo para siempre". Es un compromiso que no será roto por Dios ni siquiera por la infidelidad que luego veremos de parte de David, su elegido.

El sentido de agradecimiento, entonces, no es un acto pasivo. No se trata simplemente de agradecer y quedarse de brazos cruzados delante de Dios. El asumir la virtud del agradecimiento como algo necesario que debemos promover desde nosotros para ayudarnos a ser más sensibles ante los regalos que Dios nos da en todo momento, evitando así el sentirnos "con derecho" a ellos sin reconocerlos como dones del amor providente de Dios, debe llevarnos a dar un paso más adelante. Debe llevarnos a reconocer el doble compromiso que implican. Por un lado, el de Dios que se compromete a seguir llenándonos de sus dones, llegando incluso a la restauración completa de nuestra vida en su presencia por el sacrificio redentor de Jesús, siendo el mayor regalo de amor con el que nos ha podido bendecir. Y por el otro, el de cada uno de nosotros que, agradeciendo, se siente comprometido a hacerse digno de cada uno de esos dones recibidos. Es hacerse evidente ante el mundo. Es anunciar con la propia vida que hemos sido bendecidos con dones inefables de amor desde el corazón providente de Dios. Es hacernos luz para todos, de modo que cada uno asuma también el agradecimiento como virtud y se comprometa igualmente con ese Dios de amor providente. Así hay que entender esa invitación que nos hace Jesús: "¿Se trae la lámpara para meterla debajo del celemín o debajo de la cama?, ¿no es para ponerla en el candelero? No hay nada escondido, sino para que sea descubierto; no hay nada oculto, sino para que salga a la luz. El que tenga oídos para oír, que oiga". Nuestra vida bendecida por los continuos regalos de amor de Dios debe ser esa luz, un grito continuo para todos para que también ellos descubran en su vida la interminable lista de dones con los cuales son bendecidos por Dios. De esta manera, la virtud del agradecimiento nos hará signos del amor de Dios para todos y nos asegurará la continua recepción de sus bendiciones. E invitará a todos a abrir sus corazones a vivir en esa actitud de bendición y agradecimiento: "Atención a lo que están oyendo: la medida que usen la usarán con ustedes, y con creces. Porque al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene". Agradecer las bendiciones de Dios me hace feliz, me hace consciente de ser bendecido, y me hace anunciador y multiplicador de todas las bendiciones para mis hermanos.

miércoles, 29 de enero de 2020

Me hago Templo para que habites en mí y terreno bueno para recibir tu Palabra

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Dios es infinito, es decir, no tiene confines, no tiene límites. Pretender confinarlo es absurdo, pues siempre estará más allá de los límites que pretendamos colocarle. Así como el Espíritu de Dios libremente, antes de la creación, lo recorría todo, así mismo Dios mantiene su absoluta libertad eternamente: "La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas". El hecho de que en el antiguo Israel se hubiera construido el Arca de la Alianza para contener su palabra, los cinco primeros libros que conocemos de la Biblia y que llamamos Pentateuco, escritos, según la tradición hebrea, por Moisés, no significaba que Dios estuviera encerrado en una caja y que hubiera perdido por ello su libertad. Era simplemente señal de su presencia y el recordatorio perenne de su compañía en la vida cotidiana del pueblo. Era el Dios que los seguía guiando en el camino, que les indicaba el camino a seguir, las pautas que se debían cumplir en el itinerario: "El Señor iba delante de ellos, de día en una columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en una columna de fuego para alumbrarlos, a fin de que anduvieran de día y de noche". Era el mismo Dios que los acompañaba en las batallas y que los hacía vencer a los enemigos, como venció Josué en Jericó: "Los siete sacerdotes que llevaban las trompetas tomaron la delantera y marcharon al frente del arca mientras tocaban sus trompetas. Los hombres armados marchaban al frente de ellos, y tras el arca del Señor marchaba la retaguardia". El Arca de la Alianza era la seguridad de esa presencia y compañía de Dios. Pero no era de ninguna manera, su confinamiento. Dios, el eternamente libre por excelencia, no pierde nunca su libertad. Su infinitud jamás podrá ser reducida. Por ello, la pretensión de David de construirle una casa es rechazada por el mismo Dios: "Ve y di a mi siervo David: Así ha dicho Jehová: ¿Tú me has de edificar casa en que yo more?  Ciertamente no he habitado en casas desde el día en que saqué a los hijos de Israel de Egipto hasta hoy, sino que he andado en tienda y en tabernáculo ... Así dice el Señor del Universo. Yo te tomé del pastizal, de andar tras el rebaño, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. He estado a tu lado por donde quiera que has ido, he suprimido a todos tus enemigos ante ti y te he hecho tan famoso como los grandes de la tierra. Dispondré un lugar para mi pueblo Israel y lo plantaré para que resida en él sin que lo inquieten, ni le hagan más daño los malvados, como antaño, cuando nombraba jueces sobre mi pueblo Israel. A ti te he dado reposo de todos tus enemigos. Pues bien, el Señor te anuncia que te va a edificar una casa". No es David quien construirá la casa de Dios. Será Dios mismo quien edificará una casa para David y su pueblo. No se pondrán confines a Dios, sino que existirá en medio del pueblo el signo de esa presencia continua del Dios que los acompaña y los salva.

La construcción de una casa para Dios es, en todo caso, un compromiso que debe asumir el hombre, para manifestar su deseo de tener siempre la presencia de Dios en su vida. Evidentemente no se trata simplemente de un edificio físico en el cual se pueda poner confines al Dios esencialmente infinito, sino desde el cual exista para cada uno una llamada continua a hacer presente a Dios en cada momento de su existencia y se tenga la seguridad de su apoyo en todas las batallas que haya que librar en el devenir cotidiano. Es la presencia física de ese Dios que se ofrece como compañero de camino desde el mismo principio de la elección de Israel como su pueblo. Es esa la casa que quiere Dios. No quiere que lo dejemos confinado en cuatro paredes, cosa que además es imposible, sino que lo dejemos libre como es esencialmente, y que lo mantengamos a nuestro lado porque hemos construido para Él el templo personal desde el cual nos acompaña y nos fortalece. De ese modo, podemos afirmar que Dios prefiere un templo no construido por hombres, sino un templo espiritual en el cual Él pueda habitar a sus anchas libremente y vivir en el intercambio de amor que desea profundamente. Así lo manifestó Jesús a la mujer samaritana con la que se encontró en el pozo: "Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adorarán al Padre ... Pero llega la hora -ya estamos en ella- en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren". Jesús afirma la libertad de Dios y su deseo de mantenerse así, totalmente libre, para ser adorado "en espíritu y en verdad", es decir, desde la misma libertad. Es la asunción del compromiso de hacer del propio corazón el templo más adecuado para la adoración de Dios. El templo físico construido por el hombre es el recordatorio continuo de la presencia de Dios en medio del pueblo, invitación perenne al encuentro con el Señor para ofrecerle la adoración litúrgica comunitaria con la cual se alimenta la vida espiritual del pueblo para que viva con mayor sentido su fraternidad y su solidaridad. Pero ese templo físico jamás sustituirá ni hará desaparecer la necesidad de la existencia del templo espiritual donde se dará ese encuentro personal enriquecedor y entrañable con el Dios que acompaña y libera.

Es el templo espiritual en el que se dará también la labor personal de hacerse terreno bueno, terreno fértil, en el cual la Palabra de Dios, que lanza Jesús como su semilla, eche raíces y dé frutos que valgan la pena en la vida de la fe. Si nos hacemos templo para Dios, debemos luchar por hacernos terreno bueno para recibirlo. No podemos ser terreno en el cual se pierda esa Palabra lanzada como semilla. No podemos ser simple terreno que viva la alegría pasajera del encuentro con Jesús, o que se deje ahogar por la realidad del mundo, o que se niegue a recibirlo como causa final de la felicidad plena. El ser templo de Dios me llama a disponerme bien para recibir con alegría a Jesús, dejar que se convierta en mi norma de vida, sentirme discípulo y seguidor suyo, lleno de la esperanza que me da el saberme amado infinitamente por Él, poniendo la mirada en el final de mi camino que será en la eternidad feliz junto a Dios nuestro Padre. "Hay unos que están al borde del camino donde se siembra la palabra; pero en cuanto la escuchan, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. Hay otros que reciben la semilla como terreno pedregoso; son los que al escuchar la palabra enseguida la acogen con alegría, pero no tienen raíces, son inconstantes, y cuando viene una dificultad o persecución por la palabra, enseguida sucumben. Hay otros que reciben la semilla entre abrojos; éstos son los que escuchan la palabra, pero los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás los invaden, ahogan la palabra, y se queda estéril. Los otros son los que reciben la semilla en tierra buena; escuchan la palabra, la aceptan y dan una cosecha del treinta o del sesenta o del ciento por uno". Construirnos cada uno como templo para Jesús nos lleva a hacernos terreno fértil para recibir su Palabra y para asumirla como parte esencial de la propia vida. No es un "añadido" del cual podremos prescindir, sino que debe pasar a formar parte de mi ser. Debo evitar el querer confinar a Dios, pero también debo poner todo mi empeño en construir un hogar para Él en mi corazón, para que le dé forma a mi vida, me llene de su amor infinito, me haga probar de la felicidad plena que solo en Él se puede conseguir, me haga sentir su presencia perenne en cada momento de mi existencia y me sirva de apoyo en cada avatar de mi vida. Que yo sea un templo que sirva de morada a su amor y que sea terreno bueno donde su Palabra fructifique.

martes, 28 de enero de 2020

Me encuentro contigo y con tu Palabra y soy hecho un hombre nuevo

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Buscar a Jesús es el movimiento natural que debe darse en el corazón del cristiano. La vida de fe se sustenta solo en la experiencia que se pueda tener del encuentro vivo, eficaz y transformador con el Dios Redentor, que ha venido a hacer nuevas todas las cosas, y que, por supuesto, ha venido a hacer nuevo a cada hombre que busca encontrarse con Él. Solo quien se encuentra con Jesús y tiene la experiencia del intercambio de amor con Él, dejándose arrebatar el corazón al experimentar la vivencia de la renovación total de sí por ese amor que todo lo transforma, puede vivir la realidad de la conversión del corazón. Esta experiencia del amor renovador no es una experiencia romántica, bobalicona, paralizante, sino que apunta al deseo de inscribirse entre los que quieren unirse a Jesús para trasformar al hombre y al mundo. El amor renovador de Cristo compromete a amar. Y ese amor es un amor también renovador que lanza a la búsqueda de la renovación de cada hombre con el que compartimos vida. Esa transformación apunta a hacer de cada uno de ellos un hombre nuevo, que deja atrás la vida de pecado, que busca activamente el bien, que renuncia a las actitudes antiguas a las que lo lanzaba el mal, que busca vivir con intensidad las actitudes del hombre nuevo. Apunta a hacer de nuestra sociedad una sociedad también nueva en la que se viva la paz y la justicia, en la que se defienda la vida y su dignidad, en la que se busque implantar la verdad y excluir la mentira y la manipulación. La experiencia del amor transformador es profundamente comprometedor y llama al cumplimiento de las responsabilidades del cristiano en su vida cotidiana y social. Está muy lejos de sacar al cristiano de su realidad y de llevarlo a un nivel de idealismo absurdo y desencarnado. Lo incrusta sólidamente en ella y lo lanza a buscar esa transformación radical. El encuentro con Jesús, con su Palabra, con su mensaje y con su obra de salvación produce en el cristiano la alegría de saberse unido a Él en esa acción de transformación del mundo. En efecto, el cristiano que tiene el encuentro frontal con Jesús y su amor, y que en ese encuentro emprende el camino de la conversión personal, tiene además la plena convicción de que no lo emprende en soledad, sino que va acompañado por el mismo Jesús que, al enviarlo, se compromete a estar con él "hasta el fin del mundo". No lo envía mar adentro solo, sino que Él se monta en la barca para guiarlo, para apoyarlo, para calmar todas las tormentas. La asociación a la obra de Jesús es la manera más segura de estar con Él, de tener su compañía, de ir tomado de su mano en el camino de la vida.

Por eso el encuentro con la Palabra de Jesús produce un gozo insuperable. En él, el cristiano vive el amor transformador de Cristo, inicia su camino de conversión, se asegura de su compañía al ser enviado. Tiene la experiencia novedosa del amor que lo compromete. Y por ello asume su responsabilidad de hacer presente esa Palabra en toda circunstancia y de celebrar con alegría la convicción de esa presencia. Es lo que vivió David junto al pueblo de Israel, convencido de que la presencia de la Palabra de Dios los había hecho vencedores y que seguía acompañándolos en todo su periplo de conquista de la tierra prometida. Esa Palabra de Dios presente era la transformación del pueblo, lo que lo llamaba a mantenerla en medio de ellos para seguir adelante triunfadores. "David iba danzando ante el Señor con todas sus fuerzas, ceñido de un efod de lino. Él y toda la casa de Israel iban subiendo el Arca del Señor entre aclamaciones y al son de trompetas. Trajeron el Arca del Señor y la instalaron en su lugar, en medio de la tienda que había desplegado David". Colocar el Arca de la Alianza, en la cual habitaba la Palabra de Dios, en el sitio privilegiado, era el signo de que David y el pueblo querían mantener esa Palabra en el centro de sus vidas, con lo cual asumían el compromiso de tenerla siempre presente y de dejarse guiar por ella. No podía haber un encuentro con la Palabra de Dios y no sentirse transformados y comprometidos con ella. Se debía asumir el compromiso de mantenerla siempre en medio y de sentirse lanzados a la tarea de hacerla presente en todas las circunstancias de la vida.

Todo hombre y toda mujer que tiene ese encuentro frontal y auténtico con Jesús y con su Palabra, experimenta la renovación total de su vida. Por eso el Evangelio acentúa lo que sucedía con la gente que escuchaba hablar de Jesús y del nuevo tiempo que estaba siendo instaurado por la obra que estaba realizando: "Todo el mundo te busca". Era demasiado atractivo todo lo que hacía Jesús, y todos se sentían convocados por Cristo a encontrarse con Él, a experimentar su amor, a vivir la transformación radical que Él producía, a caminar según su voluntad para tener la seguridad de avanzar tomados de su mano. Estar con Jesús era gratificante. Encontrarse con Él era tener la experiencia auténtica del amor transformador y renovador. Y tener ese encuentro con Él era la añoranza suprema. Hasta María, la Madre de Jesús, extrañaba ese encuentro. Y sale a buscar a su Hijo: "Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan". Ella sale al encuentro de su Hijo para seguir experimentando ese amor que para Ella no era nada extraño. Ella lo había vivido siempre. La Palabra de Dios, el Verbo eterno que se había hecho carne en su vientre, era su vida. Jesús lo reconoce en las palabras que dice: "'¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?'. Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dice: 'Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre'". Él, que era la Palabra de Dios, había nacido del vientre de María, que se había dejado invadir desde siempre por ella, y que cumplió siempre radicalmente la voluntad del Padre. Prestó su ser para ser la puerta de entrada del Redentor. Lejos de ser una palabra que la desacreditaba, la elevaba como modelo. Ella es la nueva Arca de la Alianza, y Jesús, como David, la coloca en medio de todos. El prototipo de quien escucha la Palabra y la cumple es María. De tal manera la escuchó, que tomó carne de su vientre, cumpliendo estrictamente la voluntad de Dios. Jesús nos dice que para ser su familia, hermano, hermana o madre, había que ser como María. Estar disponible totalmente para encontrarse con Él, con su Palabra, hacerla encarnarse en el corazón y dejarse conducir siempre y en todo por ella. Exactamente lo mismo que hizo María.

lunes, 27 de enero de 2020

Conservamos la unidad contigo y entre nosotros para vencer al demonio

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Los escribas y los fariseos estaban en continuo acecho de Jesús. Lo seguían no porque quisieran aprender de la nueva doctrina que impartía en sus discursos o porque quisieran admirar los portentos que realizaba, sino para descubrir alguna cosa con la cual pudieran acusarlo y quitarlo de en medio. Veían peligrar el poder religioso que ejercían sobre el pueblo, con el cual lo manipulaban y lo sometían a su total arbitrio. Eran los señores que tiranizaban al pueblo de la manera más bastarda, pues sus motivaciones eran de dominio total, basándose en la implantación del temor por el cumplimiento estricto de la ley, de la cual no podían apartarse un ápice, a riesgo de que si lo llegaran a hacer, se ganaban una condenación eterna y el castigo terrible de Dios. Evidentemente, esta exigencia del cumplimiento de la ley aplicaba solo a los miembros humildes de la población, pues ellos estaban como "exentos". Eran los "vigilantes" de ese cumplimiento, pero se cuidaban muy bien de no estar sometidos a ella y de liberarse de esa terrible carga que imponían sobre los hombros de la gente. Era lo que más molestaba a Jesús y por eso no perdía oportunidad de echárselo en cara: "Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas". Era el colmo de la tiranía, pues con ello vaciaban totalmente de sentido el cumplimiento de la misma ley. Por eso, Jesús habla claro a la gente: "De modo que hagan y observen todo lo que les digan; pero no hagan conforme a sus obras, porque ellos dicen y no hacen". Este enfrentamiento de Jesús con esta forma de actuar, y el agrado que de alguna manera producía en la gente el que los pusieran en evidencia, los hacía ver y concluir la conveniencia de quitar a Jesús de en medio. Por eso, cualquier acción de Jesús era criticada por ellos y desautorizada totalmente, al extremo de caer en el absurdo de acusarlo de ser ficha de Satanás: "Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios". Ya no tenían más argumentos con los cuales enfrentarse a Jesús y por ello se sacan de la manga este absurdo.

Jesús, en su sabiduría divina, aprovecha la ocasión y la crítica para dar una enseñanza muy valiosa acerca de la unidad necesaria para vencer: "¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido". Es una explicación fabulosa de la famosa frase popular: "En la unión está la fuerza". La acechanza del demonio apunta precisamente a esto: a lograr la separación, a dividir, pues eso debilita y hace que el campo sea ideal para sembrar su semilla de odio y de mal. El diablo es el maestro de la división. La misma etimología de la palabra "diablo", lo explica perfectamente. Es una palabra compuesta de origen griego: "dia-bolos", que traducido literalmente significa "el que separa". Esa es la tarea del diablo: separar, dividir. Su objetivo es separar al hombre de Dios y a los hombres entre sí. Sabe muy bien que esa separación alcanzará la debilidad extrema. No hay fuerza en la división. "Una familia dividida no puede subsistir", sentencia el mismo Jesús. Por ello, la división es el campo propicio para la acción del demonio. Mientras exista unidad, existirá solidez, habrá fuerza para enfrentar cualquier situación contraria. Cuando se unen esfuerzos y se tira con una única fuerza hacia un mismo objetivo, la meta se alcanzará con mayor facilidad. Por el contrario, cuando hay obcecación en las ideas personales, individualismo, egoísmo, imposición de uno sobre los otros, nunca se podrá llegar a acuerdos y las metas resultarán inalcanzables. Es lo que persigue el demonio. Por eso separó a Adán y Eva del Dios Creador, por eso los separó entre ellos (recordemos que Eva pasó de ser "carne de mi carne y hueso de mis huesos" a "esa que me diste por compañera"), por eso separó a Caín de Abel... El triunfo del demonio está en lograr que los hombres estemos siempre divididos. 

Evidentemente, Jesús sabe muy bien que esta es la estrategia preferida del demonio. Por ello, en su oración sacerdotal ante el Padre, su principal petición fue en la línea de la conservación de la unidad: "No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado". La unidad es necesaria para poder vencer al demonio. Y va más allá, por cuanto es también testimonio que sirve para convencer al mundo del envío de Jesús por parte del Padre para cumplir la misión de rescate de la humanidad. Esta unidad vivida en profundidad da la fortaleza necesaria para enfrentar a los enemigos. Así lo entendió el Rey David, que buscó y logró unificar a Israel en un solo reinado para vencer a los pueblos enemigos: "David tenía treinta años cuando comenzó a reinar. Y reinó cuarenta años; siete años y seis meses sobre Judá en Hebrón, y treinta y tres años en Jerusalén sobre todo Israel y Judá ... David iba engrandeciéndose, pues el Señor, Dios del universo, estaba con él". La unidad, en definitiva, es el tesoro que debemos conservar con mayor celo los cristianos. Jesús nos ha hecho uno con su redención. Nos ha unido a Él para conformar la Iglesia como comunidad de salvados. La unidad que mostremos los creyentes será nuestra mejor defensa contra las insidias del diablo y servirá de testimonio para que otros hombres crean en Jesús. Somos uno en Jesús, confesamos una misma fe, hemos recibido un mismo bautismo. Pertenecemos a la única Iglesia fundada por Cristo, y nos encaminamos todos esperanzados al encuentro de nuestro único Dios y Padre en la eternidad feliz que viviremos en Él. Esta es nuestra fuerza. Y debemos luchar por mantener esta unidad que no solo nos hará vencer al demonio, sino que además nos hará convencernos de la excelencia de la vida en el amor que es lo único que logrará esa unidad sólida e inquebrantable.