martes, 31 de diciembre de 2019

Salgo de Ti, vivo en tu amor, y llego victorioso a Ti

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Nos encontramos ante el misterio más grande que podemos imaginarnos los hombres. La encarnación del Verbo eterno de Dios es el paso más gigantesco que pudo haber dado Dios hacia nosotros. Habiendo asistido a acontecimientos grandiosos y habiendo tenido noticia de los enormes gestos que Dios ha realizado en favor nuestro, como los son la misma creación del universo, la elección de un pueblo para que fuera su propiedad, la liberación portentosa de la esclavitud a la que había sido sometido por el imperio más poderoso de su tiempo, las demostraciones de su poder en favor de ese pueblo elegido para vencer a sus adversarios, el surgimiento de grandes personajes para que fueran su voz y su representación por medio de los cuales se dirigía a ese pueblo para que escucharan su palabra y sus indicaciones, ninguna de esas acciones divinas se pueden comparar con la grandiosidad que significa el que ese Dios decidiera en un momento de la historia no ser simplemente autor de esas maravillas, quedándose como espectador externo, sin involucrarse personal y directamente en ellas, sino entrar Él mismo a ser actor en ellas. Ya no solo movía el hilo de la historia, sino que ahora, además, Él se ataba a uno de esos hilos para pasar a ser no solo autor, sino además actor en todo ese entramado de amor del que Él era la causa primera y última. El mundo surge de su mano todopoderosa y llena de amor eterno e infinito por el hombre, y se dirige hacia esa misma mano que mantiene siempre tendida hacia la humanidad. Él es el Alfa y la Omega de la historia. De Él surge y hacia Él se dirige. Y entra Él mismo en esa historia, haciéndose uno más, habitando ese mismo mundo que quiere dirigir hacia la plenitud, que se alcanzará solo cuando ya todo esté completamente en su presencia gloriosa. "En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho... Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad". Es el resumen perfecto de lo que ha sucedido, de lo que ha hecho el mismo Dios, involucrándose en la existencia de todo lo que hay en el universo, y haciéndose Él mismo parte de esa historia de creación y de salvación, que tendrá como fin su reinado universal y definitivo.

En esa historia en la que Él se involucra plenamente y de la que se hace no solo autor sino actor principal, también cada hombre y cada mujer de la historia escribe su propio argumento. La historia personal de cada uno será gloriosa si se inscribe en la misma línea de argumentación que va escribiendo el autor de la vida, si la historia personal se hace y se desarrolla en la línea de la recepción y la experiencia personal del amor que Él ha venido a derramar sobre cada uno, si ese amor pasa a formar parte principal del argumento principal y da forma y color a todos los acontecimientos que queremos que formen parte de nuestro entramado. Es el amor el que hace que nuestra historia se haga paralela a la del Dios del amor. Es el amor el que hace que la ambientación de nuestra biografía nos haga encaminarnos hacia la meta que es llegar a estar eternamente en esa Omega final que es la eternidad en el Dios del amor. Si nuestra biografía se inscribe en el paralelismo del amor que vivió ese Verbo que se hizo carne, desde la humildad de un Niño recién nacido acunado en los brazos amorosos y protectores de sus padres María y José, sometido a la voluntad humana que lo formó y lo llenó de los valores y principios y que incluso lo enseñó a vivir en el amor humano más puro y entrañable, haciendo de ese amor su esencia vital, la que vivió en extremo hasta la entrega definitiva incluyendo la muerte ignominiosa en favor de sus amados, nuestra vida habrá tenido sentido y llegará a aquella plenitud que Él ha venido a regalarnos. El amor, como "nuestra marca de fábrica", no nos hace seres extraños, sino profundamente humanos, como lo fue el Dios hecho hombre. No hay realidad que nos haga más humanos que el amor que nos lleva al heroísmo de la humildad y de la entrega, en medio de un mundo que nos invita al comodismo paralizador y al egoísmo individualista. El ser más humano que ha existido es el mismo Dios humanado. Jesús es el mejor revelador de lo que debemos ser los hombres.

Ante esta realidad, se levantarán siempre voces que nos invitarán a lo contrario. Usarán frases hechas, altisonantes, que nos invitarán a vivir en el egoísmo más puro y destructivo. "Esta vida es una sola, hay que gozarla..." "Que cada quien se las arregle como pueda..." "Comamos y bebamos que mañana moriremos..." "Allá ellos..." "Mi cuerpo es mío, y solo yo decido sobre él sin que nadie venga a meterse en mis decisiones..." Son frases que nos descubren la creciente deshumanización del hombre actual. Son la negación del amor. De ese amor que es lo que nos caracteriza más como hombres. Y llega el momento de reaccionar, pues si seguimos avanzando por este camino nuestra meta será nuestra propia destrucción y desaparición. "Muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es el momento final. Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros". Sabemos que al final el amor vencerá. El amor siempre vence, pues es la fuerza más poderosa que existe al ser la esencia más pura y profunda de Dios. Pero todo lo que se le opone dará su lucha. No se dejará vencer fácilmente. Así como en la cruz Jesús fue aparentemente vencido, también en nuestra historia habrá cruz y muerte. Pero igualmente, así como en la aparente derrota de la cruz Jesús obtuvo su mayor victoria, también en la historia del hombre, esas pequeñas derrotas serán preludio de la victoria final y estruendosa del amor. Solo que nosotros debemos enrolarnos en ella, para ser vencedores con el amor. "En cuanto a ustedes, están ungidos por el Santo, y todos ustedes lo conocen. Les he escrito, no porque desconozcan la verdad, sino porque la conocen, y porque ninguna mentira viene de la verdad". El odio, el mal, el pecado, forman parte de ese círculo de la mentira de la cual el demonio es maestro. Y ya el demonio ha sido vencido. Su rebeldía se mantiene, pero será siempre vencida. Al final, vence el amor, pues el amor es el mismo Dios. Esa es la historia que ha escrito Dios para cada uno de nosotros. Nos toca a nosotros hacerla realidad en nuestras vidas. Que escribamos nuestra propia historia en paralelo a la historia de amor que Dios ha escrito. Así, habiendo salido de Él que es el Alfa, nos encaminaremos hacia la Omega que es Él mismo que nos espera al final de nuestra historia con los brazos abiertos para recibirnos en la eternidad del amor y la felicidad que solo Él nos puede procurar.

lunes, 30 de diciembre de 2019

Me encuentro contigo y con tu amor y me hago tu anunciador

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En los escritos de San Pablo encontramos la manera de hacer un programa de vida cristiana ejemplar. Él se ocupa prácticamente de todas las facetas de la vida humana y de cómo ponerlas en orden para caminar hacia la salvación con paso firme y alcanzarla con seguridad. Descubrimos en él que no habla de memoria, como si estuviera recitando palabras vacías o sin sentido, sino que nos está hablando con el corazón en la mano, de experiencias que él mismo ha vivido previamente, por lo cual lo hace con la autoridad de quien sabe perfectamente de lo que habla pues ya lo ha vivido con antelación. A los cristianos de Roma los conmina al ejercicio de la predicación de la fe, a la presentación de la figura de Jesús y de su mensaje, al descubrimiento ante los demás del amor que Dios ha demostrado en Jesús y que el mismo Jesús ha sustentado con los portentos que avalaban todo su mensaje. Era la manera como tenía que darse a conocer a Jesús y su obra de salvación. Si no se hacía así, los hombres no tendrían idea de lo que Jesús había hecho y de la salvación que les quería procurar con su entrega a la muerte en la cruz y su resurrección. "¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán si no hay quien les predique?" La fe, a decir del mismo Pablo, "entra por el oído". Si no hay anuncio de la feliz noticia de la salvación, los hombres no se enterarían de que han sido salvados. Y desconocerían todo lo que esa salvación implica, pues es signo de un amor superior que exige de parte de Dios el desprendimiento de su propio Hijo en favor de la humanidad a la que ama infinitamente para ofrecerlo como víctima propiciatoria, y que además solicita del mismo Hijo la aceptación de la encomienda de esa misión de salvación, que le exige su encarnación y la asunción del sacrificio expiatorio como el del cordero sin mancha del Antiguo Testamento. No es solo la predicación de la obra de salvación, lo cual ya en sí misma es una noticia que llena de muchísima dicha, sino que es la presentación de la figura de Jesús, de su persona, para que se tenga un encuentro personal con Él y se perciba así al Dios que se ha rebajado "haciéndose uno de tantos, hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz". Encontrarse con Jesús frente a frente es encontrarse con el amor de Dios que se hace presente en Él y que se derrama abundantemente en el corazón de cada hombre que viene a salvar.

Ese encuentro con Jesús es absolutamente compensador por cuanto se está ante el Dios que no guarda nada para sí, que se anonada al extremo por amor, que "se entregó a la muerte a sí mismo por mí". Es empezar a no vivir para otra realidad sino solo para Él, en un abandono total y radical en la búsqueda de esa experiencia de amor que hace que no haga falta nada más. "Quien a Dios tiene nada le falta", decía Santa Teresa de Jesús. Es un encuentro que no necesita de una razón de ser, sino solo la del amor que lo llena todo, como lo resumen perfectamente estos versos anónimos, que reflejan el sentir de la persona que ha sido conquistada por el amor en ese encuentro personal con Cristo Redentor: 

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Quien ha tenido este encuentro frontal con Jesús y con su amor, queda plenamente conquistado y se hace su anunciador. No hay cosa más difusiva que el amor, pues su experiencia no se puede ocultar. A quien vive en el amor, ese amor "se le sale" por los poros. Por eso encontramos esos personajes que no podían callar ante los demás. Así dice San Juan a los que van teniendo su experiencia del amor de Dios: "No amen al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo –las pasiones de la carne, y la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero–, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre". Nada compensa más que el amor de Dios. Y por eso la alegría personal de vivir en ese amor se quiere transmitir a los hermanos para que también ellos vivan la misma experiencia. Fue la experiencia de la profetisa Ana, que esperaba la salvación de Israel:  "Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén". Ella había sentido en su corazón esa liberación que anunciaba y por eso no era capaz de contenerse. La alegría de la salvación, y más allá, la alegría del encuentro con el Jesús que salva y que nos da todo su amor, se difunde por sí misma. Y la invitación del apóstol es a dar rienda suelta a esa alegría y a dejar que ella misma sirva de testimonio ante todos: "Estén siempre alegres en el Señor; se lo repito, estén alegres y den a todos muestras de un espíritu muy abierto". El encuentro con Jesús y con su amor nos compromete. Nos hace portadores de esa noticia maravillosa de que Dios está entre nosotros, que nos ha traído el amor pleno y que lo ha dejado en nuestros corazones para que lo vivamos en plenitud, junto a nuestros hermanos.

domingo, 29 de diciembre de 2019

Familias sagradas para un mundo mejor

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Jesús, María y José son la imagen entrañable de aquella Sagrada Familia que contemplaron gozosos los ángeles desde el cielo, los pastorcitos de Belén que se acercaron a conocer al Niño Dios que había nacido, los Reyes Magos que se dejaron guiar por aquella estrella maravillosa que los llevó hasta el sitio donde había nacido el Rey de Reyes. Es la imagen de la familia real que había elegido Dios para que fuera en la que nacería y se desarrollaría su Hijo, enviado para la salvación de la humanidad. Sorprende ver que el gran Soberano de todas las naciones llegara al mundo en esta familia tan sencilla y humilde, que no tenía ni siquiera un sitio en el que asegurar un nacimiento digno, sino que tuvo que conformarse con unas pajas amontonadas a modo de colchón y una calefacción que surgía de las narices de las bestias que los acompañaban. Esa imagen de la familia real, sagrada por ser la familia donde vino al mundo el Dios Redentor, es una imagen realmente entrañable. María era aquella jovencita sencilla y humilde que había sido visitada por el Arcángel Gabriel para solicitar en nombre de Dios su asentimiento para ser la Madre de Dios que venía al mundo a salvar a la humanidad entera, y que había pronunciado su Hágase, seguramente sin comprender perfectamente lo que le estaba siendo propuesto, pero que aceptada confiadamente pues al venir de Dios tenía que ser algo bueno. José era aquel joven que había aceptado la petición del mismo Gabriel de no repudiar a su mujer y acogerla como esposa, pues el fruto de su vientre era sagrado ya que venía del Espíritu Santo, y que por tanto, aceptó el encargo de ser el padre de familia, el custodio de Jesús y María, quien procuraría todo lo necesario para su sustento y los defendería de todo peligro. Y Jesús era aquel Niño que era Dios, en el que se escondía misteriosamente toda la omnipotencia, la sabiduría, la gloria y la infinitud propias de Dios, que al decir de San Agustín, era el mayor milagro que había realizado al lograr esconder toda esa magnificencia en las carnes de un recién nacido. Es la Sagrada Familia en la que nos vemos reflejados todos y de la que obtendríamos los mayores beneficios que jamás podremos obtener.

El papel de cada uno es papel emblemático en el que podemos vernos reflejados. María, la madre y esposa ejemplar de la que podremos asumir la pureza impoluta delante de Dios, que la hizo sitio ideal en la cual se encarnó el Verbo eterno del Padre para entrar al mundo por la puerta grande. La que al recibir la propuesta de ser la Madre del Redentor no tuvo un instante de duda al darle su aprobación, con lo cual nos invita a todos a tener la misma disponibilidad, aceptando las propuestas de Dios sobre nuestra vida, pues siempre redundarán en beneficios insospechados. La que fue siempre humilde pues nunca se llenó de jactancia y reconoció la mano de Dios en todas las maravillas que se dieron en su vida, con lo cual nos dice que cada uno debe descubrir la acción de Dios en cada instante de su vida. La que cumplió perfectamente su labor de mediación ante Jesús cuando se le solicitó su intercesión ante la necesidad de aquellos jóvenes esposos de Caná, y que por ello nos dice que está siempre dispuesta a escuchar nuestros ruegos para interceder por nosotros ante su Hijo Jesús. La que nos pone a la vista el camino que nos propone Jesús hacia la perfección y nos invita siempre a hacer lo que Él nos diga. Es el papel que sigue cumpliendo hoy y que cumplirá siempre. José, el padre putativo y esposo ejemplar y amantísimo, que en su sencillez, su humildad y su silencio nos invita a vivir también en la máxima humildad delante de Dios, atentos siempre a su palabra y también disponibles como María a cumplir la voluntad de Dios. En diversas oportunidades recibió la visita maravillosa de Dios y de sus mensajeros, lo cual nos dice de su buena disposición para entrar en diálogo franco y sincero con el Dios del amor que lo convenció siempre en situaciones límite, dejándose llevar por sus indicaciones. Esa fue la mejor manera que descubrió para cumplir perfectamente con la misión de custodio que le había sido encomendada. José jamás se opuso a lo que Dios le indicaba. Al igual que él, todos debemos poner atención a lo que Dios nos indica para llevar nuestras vidas y todas nuestras empresas por el mejor camino que es, sin duda, el que Dios nos indique y el que en la mejor disposición nosotros percibamos que Él nos propone. Y Jesús, el centro de esa Sagrada Familia, por el cual todo fue hecho y por el cual todo será re-creado. El Dios que eligió el camino de la máxima humildad para entrar en este mundo que venía a salvar y que pone todo su ser abandonado confiadamente en sus padres terrenos para crecer en estatura, en gracia y en sabiduría, bebiendo de ellos todo lo que necesitaba como humano, pues había decidido hacerse uno más, naciendo en esa familia. Es el Niño en el que se esconde Dios y que crecerá en esa familia, amado, custodiado y protegido, educado y formado en el amor hacia Dios y hacia los hombres como los amaban sus padres. A ellos estaba sometido como cualquier niño y de ellos aprendió todo lo humano que necesitaba. Al igual que Él, nosotros podemos vivir esa sumisión humilde y amorosa a nuestros padres, que nos enseñan la fe y los valores y principios que deben regir nuestras vidas en la sociedad.

Cada miembro de esta Sagrada Familia es un modelo ejemplar que tenemos cada hombre y cada mujer, cada padre, cada madre y cada hijo, cada miembro de esta comunidad que es la humanidad entera que reclama una vida de familia que sea verdaderamente sustento de una sociedad mejor. La familia sigue siendo ese núcleo esencial desde el cual se desarrolla una sociedad y un mundo mejor. Si estamos perdiendo esa sociedad ideal, esa sociedad en la que cada uno asume su rol importante y esencial para construir un mundo mejor, es porque nos hemos alejado de ese modelo ideal, que no hace nada extraordinario, sino solo cumplir fielmente cada uno con la tarea que le corresponde. Haber renunciado a ello es lo que nos está llevando al precipicio de un mundo sin fe, sin valores ni principios. La Sagrada Familia es, a su manera, reflejo de la familia divina, de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios en sí mismo es comunidad. Y en esa comunidad íntima de amor, cada persona hace su parte perfectamente. No hay caos porque hay orden. Y hay orden porque hay amor. En la Sagrada Familia de Jesús, José y María, hay el amor profundo de los elegidos por Dios para ser la morada del Hijo de Dios que viene a redimir a la humanidad. Sobre cada familia humana ha habido también una elección divina. En cada una está depositada la confianza que pone Dios para que cumpla su tarea perfectamente. Atentar contra lo que debe ser cada familia, y cada miembro de ella, queriendo imponer lo que es contra natura, haciéndolo ver como ejercicio de libertad, cuando es, en realidad, atacar el fundamento de la sociedad y de la misma humanidad, estamos haciendo que el mundo se encamine hacia el precipicio de su propia destrucción. Siendo seguidores fieles de la Sagrada Familia, y en última instancia de la Familia Trinitaria, estaremos haciendo lo que debe hacer cada familia para lograr un mundo mejor en el que se viva el amor, la justicia y la paz. Y estaremos abriendo la puerta para que se dé aquella nueva creación que viene a realizar ese Niño lindo que está en los brazos de su Madre María, bajo la mirada amorosa y protectora de José, el padre elegido por Dios para custodiar a María y a Jesús.

sábado, 28 de diciembre de 2019

Necesitamos voluntarios para amar y defender la vida

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La matanza de los Santos Inocentes pone en evidencia lo peor del espíritu humano. Nos dice hasta dónde somos capaces de llegar cuando somos conquistados por la penumbra del odio, del mal, del pecado. Descubre la baja calidad del ser que se ha dejado conquistar por el demonio, por su soberbia, por su envidia, por su maldad. Levantar la mano contra los seres más indefensos nos habla de un espíritu maligno que no se detiene ante la indefensión, ante la debilidad, ante la incapacidad de ni siquiera poder lanzar un grito de auxilio implorando piedad o ayuda. El poder emborracha y obnubila a tal punto que nada es respetado, ni siquiera la vida que está empezando y que es expresión de la ternura, de la inocencia, del reclamo de defensa solo por el hecho de ser débil y frágil. Al contrario, esa misma fragilidad pareciera convertirse para el verdugo en una invitación a una mayor saña para lograr su cometido de eliminarla. Herodes es el prototipo del hombre malo, cruel, demoníaco. "Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores". Es el emblema de todo el que quiera conservar el poder a costa de lo que sea, sin importar absolutamente nada, sino solo mantenerse tiránicamente en la toma de las riendas. La historia está plagada de miles de Herodes, que destruyen la vida de millones y millones de inocentes, niños, jóvenes, adultos o ancianos, cuya culpa era sencillamente existir siendo estorbo para lograr su fin malsano y perverso de mantenerse en el poder a toda costa. La única salida que avizora el tirano es la eliminación de todos ellos para tener el camino expedito. Basta desear mantenerse en el dominio de todo, percibir que sean un estorbo, para alcanzar el objetivo tiránico, egoísta, vanidoso, cómodo, para justificar levantar la mano contra ellos. Hoy asistimos a una matanza superior a la de Herodes, cuando somos testigos de la saña de los poderosos contra los seres inocentes que aún se encuentran en el seno de sus madres, contra los enfermos graves y terminales que exigirían cuidados terapéuticos más intensos, contra los ancianos que aparentemente ya representan una carga para una sociedad que no está dispuesta a reconocer el tesoro que tiene en ellos por su sabiduría y su experiencia de vida. Todos ellos son como aquellos niños inocentes que fueron asesinados por Herodes y sus cómplices. Y si ampliamos nuestro panorama de visión descubrimos a los inocentes desplazados de sus tierras a causa de la persecución por razones de raza, de religión, de ideologías, lanzados a tierras desconocidas en búsqueda de mejores condiciones de vida, en cuya gesta quedan muchos de ellos desfallecidos y muertos en su itinerario, dejándonos imágenes terribles e inhumanas como la de aquel niño ahogado en las orillas del mar que les servía como ruta de escape.

En efecto, es terrible constatar hasta dónde es capaz de llegar el hombre en su maldad. El pecado ha tiznado irremesiblemente el alma humana y la ha oscurecido con la peor de las tinieblas, como lo es el pecado contra los más débiles e indefensos. Desde Caín Dios nos sigue preguntando: "¿Dónde está tu hermano?" Nuestra respuesta no puede ser una vez más, la que él dio a Yahvé: "¿Qué tengo yo que ver con mi hermano?" La misma pregunta hoy nos la hace segundo a segundo Dios, pues es segundo a segundo que es ofendida y atacada la vida. Y nosotros estamos obligados a dar una respuesta distinta. Debemos decirle al Señor que queremos tener a nuestro hermano en nuestro corazón, que queremos tenerlo en el primer lugar de nuestro denuedo a su favor, que queremos unir nuestros esfuerzos para defender la vida en cualquier estado en el que se encuentre, asumiendo cualquiera de las consecuencias. Frente al tirano deben surgir, y gracias a Dios han surgido, los miles y miles de hombres y mujeres que conforman el ejército de los buenos, de los que defienden la vida, de los que se oponen al aborto y a la eutanasia, de los que tienden la mano a los desplazados, de los que dan alimento y cobijo a quienes llegan expulsados a nuevas tierras desconocidas, de los que no miran el origen, la raza, la religión o la ideología, sino que solo se fijan en que es un ser humano, un hermano que necesita de apoyo y de cariño. A decir del Papa Benedicto XVI, han descubierto que el otro es un hermano, que es "un regalo de Dios para mí" que Él ha colocado en mis manos para que lo cuide, lo proteja y lo ame. De este modo constatamos que por cada tirano que surge de nuevo en el mundo, la providencia divina responde con miles de voluntarios, miles de hombres y mujeres que actúan como instrumentos de Dios, incluso algunos inconscientemente de serlo, para hacerles sentir que Él sigue ocupándose de los oprimidos, de los desplazados, de los heridos, de los rechazados.

Se trata de que asumamos nuestra solidaridad misteriosa en el amor: "Si vivimos en la luz, lo mismo que Él está en la luz, entonces estamos unidos unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia los pecados. Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia". Vivir en Dios nos hace uno a todos. La suerte de uno solo es la suerte de todos. Es el misterio del amor unificador, que nos hace misteriosamente solidarios, y que nos hace caminar mano a mano hacia la misma meta, la de la salvación. "Que los miembros todos se preocupen los unos por los otros. De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan". Nos salvamos en racimo. Y sufrimos en racimo. Desentendernos de la suerte de los demás no nos deja indemnes. Al contrario, acarrea para nosotros la misma suerte de condenación del tirano, pues en cierto modo nos hacemos sus cómplices. Dios, en su providencia infinita, que es muestra de su amor eterno por el hombre, hace surgir de entre nosotros hombres y mujeres llenos de su amor y de su bondad que tienden la mano a quienes están tirados en el camino como aquel hombre robado y apaleado que han dejado abandonado para morir. Son los buenos samaritanos que necesitamos también hoy, para que limpien las heridas de los desplazados y heridos, para que defiendan a los amenazados de muerte por los poderosos, para que se opongan a las injusticias proclamadas en nombre de la soberbia, de la comodidad y de la vanidad humanas. Surgen miles y miles de voluntarios que, como la Madre Santa Teresa de Calcuta, cuyas entrañas fueron conmovidas por los hermanos inocentes que morían en las aceras de la ciudad, los atendía con amor cristiano para que al menos en el último segundo de sus vidas, al lanzar su último respiro, tuvieran el gozo de sentir que aunque sea alguien, un hermano anónimo instrumento del amor, los hizo sentir importantes porque los amó antes de morir...

viernes, 27 de diciembre de 2019

Seamos siempre jóvenes en el amor, como el Apóstol Juan

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"Juventud, divino tesoro", se repite constantemente, dándose a entender que la juventud es la edad añorada, de la cual se tendrá siempre nostalgia. De ella se echará siempre en falta su ímpetu, su fuerza, su ilusión, su deseo de cargar el mundo entero sobre los hombros. Los niños añoran llegar a ser jóvenes para disfrutar de aquella libertad que descubren en quienes ya están en esa edad antes que ellos. Los mayores miran con nostalgia hacia atrás como deseando volver a vivir aquella frescura que vivieron ya y que probablemente no aprovecharon al máximo. La juventud es para muchos la edad ideal, en la que se avizoran los ideales más sólidos, en la que se cree tener toda la fuerza y voluntad para alcanzarlos, en la que se echan las bases para una vida adulta sólida y estable. No está mal desearla, en cuanto representa idealmente la época en la que nada nos detiene, en la que se tiene la energía necesaria para avanzar siempre, en la que no se perciben obstáculos, en la que nada hay que no sea percibido más como oportunidad que como estorbo para echar adelante... En el grupo de discípulos que había elegido Jesús para ser sus seguidores y luego sus apóstoles, había dos jóvenes. Uno era Andrés, hermano de Pedro, y el otro era Juan, hermano de Santiago. Se dice de ambos que eran discípulos de Juan Bautista y que éste último renunció a ellos y los convenció de que siguieran a Jesús, el Mesías que él mismo estaba anunciando en su mensaje de conversión. Esa era su misión: conquistar gente para Jesús, lejos de la pretensión de que se mantuvieran con él. "Es necesario que Él crezca y que yo disminuya", había dicho, por lo cual no le pesó nada desprenderse de ellos dos para que se fueran con Jesús como sus discípulos. El hecho de que ambos pertenecieran a ese grupo de discípulos originarios del Bautista ya nos hace descubrir en ellos un espíritu que buscaba algo más, que no estaba contento con lo que vivían ordinariamente, que sabían que existía algo que valía más la pena, por lo cual eran capaces de no dejarse llevar por vientos cambiantes e inestables, sino que en el forjamiento de una vida personal, estaban en búsqueda de una mayor solidez, de un futuro atractivo y novedoso, de una vida que planteaba retos a los que era muy atractivo buscar responder. Por eso, ante la perspectiva de esa vida ideal que proponía Jesús y que les presentaba Juan Bautista en "el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo", no dudaron un instante en hacerse sus seguidores.

El apóstol Juan era el más joven de todos. Muy probablemente estaba apenas saliendo de una pubertad provechosa y no llegaba ni siquiera a los veinte años. Poseía el ímpetu de aquella sangre en ebullición ante la cual no existían obstáculos sino oportunidades. Jesús planteaba y representaba para él todo lo que añoraba. Un mundo nuevo, una nueva forma de vida, un reto aparentemente infranqueable por lo que se hacía aún más atractivo. Para Jesús era uno de los preferidos de su grupo, al extremo de que el mismo Juan, en sus escritos, muy al estilo oriental, nunca pone su propio nombre, sino que se describe a sí mismo como "el discípulo al que Jesús amaba". Se debía tener mucha seguridad del lugar que se ocupaba en el corazón de Jesús para atreverse a llamarse a sí mismo de esa manera. Juan, junto a Pedro y su hermano Santiago, conforman ese "primer círculo" de Jesús. Delante de ellos se transfigura en el monte Tabor. Juan está a la derecha de Jesús y se recuesta en su pecho en la Última Cena. Es el único de los doce que acompaña a María en el dolor terrible de la pasión hasta hacerse presente al pie de la cruz en los instantes del sufrimiento cruel y de la muerte de Cristo. En él está representada toda la humanidad, cada uno de nosotros, cuando Jesús le encomienda el cuidado de su Madre y a Ella le encomienda el cuidado de su hijo: "Ahí tiene a tu Madre... Ahí tienes a tu hijo". En Juan estamos todos presentes. Cada uno somos el apóstol Juan. Es el apóstol que alcanzó la mayor longevidad, llegando a escribir su Evangelio, sus Cartas y el Apocalipsis en una vejez que rondó los cien años, en la Isla de Patmos. Como todos sus compañeros apóstoles sufrió el martirio, aunque no murió mártir. Fue lanzado a una olla de aceite hirviendo, pero fue preservado de la muerte por Dios. En sus escritos alude directamente a los jóvenes: "Jóvenes, les escribo a ustedes porque han vencido al maligno. Les he escrito a ustedes, hijitos, porque han conocido al Padre... Les he escrito también a ustedes, jóvenes, porque son fuertes y han aceptado la palabra de Dios en su corazón, y porque han vencido al maligno". Seguramente en su mente está lo que él mismo vivió en su juventud inquieta en la búsqueda del bien, y les quiere transmitir su propia experiencia a ellos.

¿Qué fue lo que mantuvo siempre joven a Juan? ¿Qué es lo que, en esencia, mantiene siempre joven a un discípulo de Jesús? No se trata simplemente de una cuestión de edad. Es una cuestión de amor. Juan fue siempre joven aunque haya llegado a los cien años. Su vivencia del amor fue lo que lo mantuvo siempre en esa edad fresca y lozana. Es la lozanía del amor la que lo mantuvo siempre en esa frescura. Un discípulo de Jesús no envejece jamás, por cuanto vive siempre en la novedad del amor, que hace siempre jóvenes. A mayor amor vivido, mayor juventud ganada. Quien ama siempre es joven, no envejece. Las fibras más profundas del propio ser son siempre nuevas cuando se ama. No hay persona más joven que la persona que vive en el ámbito del amor de Dios, quien ama a Dios lo más profundamente posible y quien siente en lo más íntimo de su corazón el amor siempre rejuvenecedor y renovador de Dios. Por el contrario, no hay persona más anciana que el que se ha dejado conquistar el corazón por el egoísmo, por el odio, por el mal. El verdadero cristiano es el hombre siempre joven, pues vive siempre el amor enriquecedor del Dios que se ha entregado para salvarlo. Es el que se siente hecho de nuevo por el amor recreador del Dios que todo lo restaura. "He aquí que hago nuevas todas las cosas", dice Dios. Con ello, lo hace todo joven, lo renueva todo, lo hace todo siempre nuevo, fresco y lozano. Es el amor recreador y rejuvenecedor, que hace que todo lo antiguo pase y se establezca el régimen de la novedad, el régimen de la juventud que nunca se acaba pues está todo él sondeado por el amor del Dios siempre joven, porque es el Dios del amor. Así vivió Juan. Y nos enseña. Nos indica el camino para ser de Cristo y mantenernos siempre jóvenes en su presencia: Dejarnos amar por Él sin temores ni prejuicios y amarlo con todo nuestro corazón, amando también con el mismo amor a nuestros hermanos.

jueves, 26 de diciembre de 2019

Como Esteban, muero por Ti para vivir eternamente feliz en Ti

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Apenas celebrada la Navidad nos viene al encuentro el primer martirio de un cristiano. Esteban, uno de los siete diáconos elegidos por los apóstoles de Jesús para atender a los más sencillos, humildes y desheredados del pueblo, como lo eran las viudas y los huérfanos, da testimonio póstumo de su fe con el derramamiento de su propia sangre. La fidelidad a Jesús, a su persona y a su mensaje de amor, lo embargaron todo en él y lo conquistaron totalmente. Para él ya no existía nada más importante que Jesús y su amor y dar testimonio de Él. No había nada por encima de ello, por lo cual toda la realidad pasó a ser relativa, siendo lo único absoluto la figura de Jesús. El nombre Esteban significa "Victorioso", y ciertamente este protomártir cristiano lo adoptó perfectamente. La muerte de Esteban fue su victoria más contundente. "Veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios... Señor Jesús, recibe mi espíritu", fueron las palabras que pronunció instantes antes de su muerte. En la muerte de Esteban se da un paralelismo sorprendente con la de Jesús. Muriendo apedreado, bajo la saña de sus asesinos, nunca prorrumpió en palabras altisonantes o de rebeldía. Se puso con toda serenidad en las manos de Dios, consciente de que su fin, en medio de todo lo trágico que podía descubrirse en el sufrimiento que le era infligido, pero que avizoraba para él la apertura de la puerta a la eternidad en paz y plena armonía, era reposar para siempre en los brazos amorosos del Padre que lo esperaba para darle su premio de felicidad y amor eternos. Unos instantes de dolor se trocaron en una eternidad de felicidad y compensación de amor infinito. Se hizo de tal manera figura del Jesús al que añoraba seguir que, al igual que Él, que intercedió ante el Padre por sus asesinos, "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen", también hace su oración de intercesión por sus verdugos: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado". Su espíritu no estaba ganado para la revancha, sino para el amor y, por lo tanto, para el perdón. Esteban era perfecto discípulo de Jesús, y quería la salvación para todos. Él no quería que el derramamiento de su sangre se convirtiera en causa de condenación para nadie, sino que, unida a la sangre derramada por Jesús, fuese ocasión de salvación para el que lo necesitara.

¿Qué motivaba a Esteban y luego a todos los demás mártires de la Iglesia a esta gesta extraordinaria? ¿Qué es lo que le da sentido a lo que hacen con tanta convicción y decisión? ¿Por qué no dudan un solo instante en esto que hacen? Derramar su sangre por Jesús es el sello de una vida de fidelidad. El martirio no es sino la llave con la que se cierra la puerta del testimonio continuo de amor a Dios, a Jesús, a la Iglesia, a los hermanos. La sangre derramada es como la firma con la que se cierra el contrato de pertenencia exclusiva a Jesús y a su amor, a su salvación y a la eternidad ganada. Antes de ese momento póstumo ha habido una vida de fidelidad, de entrega, de convicción. Antes ha habido una decisión de seguimiento radical de Jesús. Ha habido un encuentro determinante que ha conquistado el corazón y toda la vida. Ha habido una decisión previa de ser de Jesús y solo de Él, de querer seguir fielmente sus pasos, de seguir sus indicaciones, de aceptar su invitación a vivir en el amor mutuo y en la fraternidad, con la convicción de ser todos hermanos, miembros del mismo cuerpo místico que es la Iglesia. La sangre no es más que el sello de lo que ya se ha vivido previamente. No tiene sentido un martirio sin la base de la pertenencia a Jesús. Quien muere violentamente sin seguir a Jesús no es mártir, es simplemente víctima de un asesinato. Quien siguiendo a Jesús llega hasta las últimas consecuencias de ser entregado y asesinado por su fidelidad a Él, es mártir de Cristo y se abre a sí mismo las puertas de lo que se ha ganado: una eternidad de amor y felicidad en Él. El martirio significa dar testimonio, no sólo en el gesto final de la muerte, que ciertamente es el momento más significativo por cuanto representa un punto en el que ya no hay marcha atrás pues solo queda en la perspectiva la muerte segura, sino también en cualquier momento en el que dar razón de la propia fe representa para cualquiera una situación límite.

En efecto, es mártir el que en medio de burlas, aislamientos, desprecios, indiferencias, rechazos, ataques, se mantiene firme en su convicción de que lo que está por encima de todo es Jesús, su persona, su mensaje de amor, el compromiso de seguirlo por encima de intereses personales o de conveniencias. Es mártir el que se mantiene firme en sus convicciones ante el desprecio de quienes lo consideren ya pasado de moda, de quienes afirman que sus criterios ya han sido superados por la modernidad, de quienes ponen por encima el relativismo, la anarquía o la supuesta libertad de hacer lo que les venga en gana, de quienes se burlan de una moral supuestamente superada por la absoluta autonomía del hombre de hoy, de quienes se consideran superiores moralmente por apoyarse en leyes que son injustas pues atentan contra el hombre o contra la vida en general. El martirio del que derrama su sangre es el martirio cruento. Significa la entrega de la propia vida hasta la muerte segura. El martirio del que debe dar testimonio cotidiano de su fe en medio de un mundo que lo desprecia y lo ataca, es el martirio lento. No derrama sangre y no muere, pero gota a gota su sangre se va haciendo un tesoro que va guardando día a día, hasta el día glorioso de su muerte en el que esa sangre derramada por el desprecio del mundo pesará en la balanza tanto, que será su billete de entrada a la eternidad del amor en Dios, para el cual vivió siempre. Ambos martirios, el cruento, como el de Esteban, y el lento, como el de infinidad de cristianos que mantienen su fidelidad en medio de un mundo que pretende aislarlos, son igualmente válidos. El primero requiere y exige ser fiel ante la espada que esgrime el verdugo que lo asesinará en ese momento. El segundo requiere y exige ser fiel ante el fustigamiento continuo de quien se burla, de quien desprecia, de quien rechaza, una y otra vez, día tras día. En ambos se llama a la fidelidad. En ambos se obtiene la compensación de saber que se está en el camino correcto que llevará a la felicidad eterna. En ambos se tiene la convicción de estar acunados en los brazos del amor que compensa y que llenará de plena satisfacción pues desembocará en la plenitud de la vida, que es la plenitud del amor de Dios que será eternamente derramado en el corazón de quien lo ha amado más que a su propia vida.

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Vengo a adorarte, Niño Jesús, arrebatado de amor y de ternura

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"Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad..." Nos encontramos ante el misterio más entrañable, tierno y sobrecogedor de todos los que podremos vivir los hombres en nuestra historia. Ciertamente habrá momentos quizá más gloriosos y portentosos de la vida del Redentor de los hombres, como pueden ser su muerte en la Cruz, su Resurrección victoriosa, su Ascensión triunfante a los cielos después de cumplida su misión terrenal. Incluso momentos en los cuales la demostración de su poder es clarísima, como la multiplicación de los panes para alimentar a miles, la expulsión de demonios, el imperio absoluto sobre la naturaleza al calmar las aguas tormentosas, la curación de los enfermos, o hasta la resurrección de muertos. En todos esos grandes momentos queda claro que estamos ante el Dios todopoderoso y eterno que ha venido a cumplir la profecía que llena de esperanzas a la humanidad, por cuanto es la seguridad de que ese Dios está entre nosotros llevando adelante la obra de salvación y de liberación: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor". No existe ninguna duda de que aquel anuncio esperanzador que llenó de expectativas al pueblo llenaba también de satisfacción a todos pues se estaba cumpliendo la promesa del Dios liberador. Pero toda esa historia se inicia con la marca de la mayor humildad, del mayor abajamiento de ese Dios glorioso... Es un Niño desvalido que está en los brazos de su Madre amorosa, bajo la mirada protectora y llena de ternura de su Padre, y con el calor que el proporcionaban las bestias que lo rodeaban en el pesebre. El Dios glorioso ha decidido que su entrada al mundo esté revestida de la mayor humildad y sencillez posible, para que entendamos que su amor, con ser infinito, quiere llegar a nuestros corazones por el camino de la entrega total, de la humildad, del rebajamiento absoluto, tocando las fibras más íntimas del corazón humano. El Dios todopoderoso, infinito, omnisciente y omnipresente, se escondió en las carnes tiernas, suaves y cálidas de un Niño recién nacido, totalmente desvalido, indigente y necesitado del cuidado y de la protección de sus padres, sin lo cual su destino seguro era la muerte.

Quiso Dios entrar al mundo no por la puerta grande, como correspondería a un soberano real y poderoso, sino por la puerta de atrás, como corresponde al servidor que viene a entregar su vida en rescate de todos. Quiso tomar cuerpo de aquella joven sencilla que se había puesto con total disponibilidad en las manos de Dios. Quiso ser cuidado por aquel joven que llegó a dudar de su prometida, pero que se dejó convencer de que el fruto de aquel vientre sagrado era a su vez más sagrado aún, pues era fruto del Espíritu Santo. Quiso vivir la suerte de los más pobres y desheredados del mundo, como queriendo tener la experiencia de aquellos a los que venía a liberar. Quiso tener la misma vida de los hombres a los que venía a liberar para conocerlos desde dentro mismo de su condición de postración. Quiso tener la misma carne que venía a limpiar, poseyendo el mismo cuerpo de los hombres. Quiso, en fin, tener un corazón humano para amarnos no solo como Dios sino también como hombre. Desde la eternidad nos amó como Dios, pero no tenía la experiencia de amarnos como hombre. Tomó carne de María, copió su corazón de amor, para poseer Él también un corazón humano, "aprendiendo" así algo que no sabía, como lo era amar con corazón de hombre. El Niño Jesús es el Dios que "creciendo en estatura, en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres", comenzó también su aprendizaje en el amor como hombre. Eternamente nos amó como Dios. Temporalmente "comenzó a aprender a amarnos" como hombre, con ese pequeñito corazón de Niño que tomó en Jesús. Ese amor divino fue siempre puro, eterno e infinito. Fue el amor que nos hizo existir, en un arrebato que no pudo contener, pues a Dios "se le salió el amor" y se le convirtió en todas las criaturas existentes, llegando a su culmen en el hombre, amado por lo que era en sí mismo. En el Niño Jesús ese amor se reviste de ternura, de debilidad, de entrañas de misericordia, y sin dejar de ser todopoderoso, emprende el camino de una nueva creación que estará marcada, sí, por esa misma omnipotencia, pero esta vez, además, revestida de la sencillez, de la ternura, de la humildad, de la debilidad con la queda marcada para siempre al contemplar la figura entrañable del Niño Dios recién nacido. Por eso, la única actitud posible es la del gozo ante esta obra de amor infinito: "Rompan a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios".

Contemplamos al Dios glorioso que viene a realizar la obra más grandiosa de todas. Es la nueva creación de todo, mucho más portentosa que la primera. Dios demuestra su amor y su poder infinitos al llevarla adelante: "En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de su majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado". Y cuando contemplamos embelesados esta obra poderosa, quedamos aún más sorprendidos cuando caemos en cuenta de que se inicia de la manera más sencilla y humilde, pues está en las manos de aquel Niño que llora como cualquier bebé en los brazos de su madre, que lo acuna con amor, que lo cuida, que lo alimenta cariñosamente, que tiene sobre sí la mirada amorosa y tierna de su padre que está dispuesto a todo con tal de que Él y su madre María estén bien. Es Aquel del que hablaba Isaías: "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz". En ese trozo de carne que llora y ríe en brazos de su Madre, que se alimenta de Ella cuando se lo acerca a su pecho, que duerme plácido bajo la mirada vigilante y amorosa de sus padres, está el Mesías liberador, aquel sobre el que descansa la gesta inmensa de liberación y redención, aquel que llevará adelante la nueva creación majestuosa de todo lo existente, que con su muerte y su resurrección futuras nos dejará el regalo más grande que jamás podremos recibir. Su amor eterno se ha hecho presente en ese Niño amoroso, ante el cual nos rendimos y nos postramos arrebatados de amor y de ternura.