miércoles, 30 de septiembre de 2020

Lo que quiere Jesús es que yo sea siempre feliz

 Comboni

La vocación es la llamada. Es la convocatoria que nos hace Jesús a todos a seguirlo. No tienen vocación solo los sacerdotes, los religiosos o las religiosas. Jesús llama a todos los hombres a que, según el estado que eligen o en el que se encuentran, se decidan a seguirlo. Podríamos decir que más que "tener" vocación, se "recibe" vocación, pues el origen de la misma es el convocante, no quien responde. Cuando "hay" vocación, se espera la respuesta del que la recibe. Es claro que ella debe ser dada en libertad, pues no tiene sentido obligar a dar una respuesta. Es posible que el llamado pueda llegar a sentirse constreñido a darla, pero definitivamente no es deseable, ni para el que convoca ni para el que responde, que ella surja de una obligación en la que la libertad quede en suspenso. Solo una respuesta libre y convencida le da sentido al camino que se emprende al responder. Ese camino que se abre debe entenderse como el camino de la vida, el que le da sentido, el que apunta a la felicidad, el que hace atractiva la ruta hacia la meta, el que llena de fuerzas y de ilusión. Mal puede entenderse entonces que no haya una conquista previa de la voluntad, de la mente, de los deseos y de las ilusiones. Esto solo se alcanzará en el disfrute de la plena libertad cuando se responde. Y es claro que la promoción más pura y deseable para ensalzar la libertad necesaria al responder es la del amor. No hay sostén más poderoso ni motivación más sublime para sentirse en libertad al dar cualquier respuesta que la del amor. De esa manera, ella no será tampoco inconsciente, por cuanto el amor hace más consciente, contrariamente a lo que se piensa con error cuando se supone que el amor puede enceguecer o embaucar, haciendo imposible la acción razonada del sujeto. El verdadero amor no hace inconsciente. Quien ama sabe y conoce bien quién es el objeto de su amor. No en el sentido de que ama conociéndole perfectamente como si fuera un requisito para "no ser engañado", de modo que pueda pisar firme en la respuesta, sino en el de que sabe del amor de quien lo convoca y pone todo su ser en el deseo de hacer el mayor bien a quien lo llama, respondiendo a los lazos amorosos que le lanza con el deseo de hacerse de ellos y así alcanzar la posibilidad de la felicidad mayor. Cuando se responde se asume que la consecuencia del seguimiento es algo superior a lo que se tiene. Jesús convoca ofreciendo algo mejor al convocado de lo que ya posee. Y quien responde se supone que también ha sopesado que la ruta que se le abre es mucho mejor que la que va transitando. No se trata de una simple transacción de conveniencia, sino de una oferta mejor porque surge del amor que quiere lo mejor para el amado.

El Evangelio nos propone un camino claro en el seguimiento de Jesús. Él va haciendo su propuesta y los hombres la van escuchando. Hay quienes se sienten inmediatamente atraídos y no necesitan de mayores argumentaciones para decidirse. Lo sabemos por el caso de varios de los apóstoles en los que, al menos por lo que sabemos de los relatos, no hubo necesidad de intercambios anteriores o de comprobaciones previas para conocer mejor a quién los llamaba. Otros fueron siendo conquistados progresivamente hasta que al fin "sucumbieron" al atractivo del mismo Jesús y del camino que les ofrecía. Y otros necesitaron de un proceso más delicado, en el que la argumentación tuvo parte importante. La misma diversidad de respuestas ante la única llamada del amor nos habla del respeto de Jesús a la libertad de quien responde. No hay un único procedimiento, sino solo el de la propuesta y el posterior respeto del convocante: "Mientras Jesús y sus discípulos iban de camino, le dijo uno: 'Te seguiré adondequiera que vayas'. Jesús le respondió: 'Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza'. A otro le dijo: 'Sígueme'. El respondió: 'Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre'. Le contestó: 'Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios'. Otro le dijo: 'Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa'. Jesús le contestó: 'Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios'". Tres ocasiones diversas en las respuestas. Dos de ellos aparentemente se le acercan a Jesús espontáneamente, sin que medie taxativamente una llamada anterior. El segundo sí recibe la invitación expresa de Jesús. Es probable, y así lo asumimos, que haya habido previamente un intercambio que no aparece en el Evangelio. Lo que sí está claro es que Jesús pone sobre la mesa las exigencias y las consecuencias de seguirlo. No lo niega, pero tampoco lo obliga. Quien se decida a seguirlo debe tomar consecuentemente lo que implica el seguimiento. Y no es que Jesús se vuelva inusitadamente inhumano al proponer, cuando ofrece solo necesidades, o pide incumplir una obra de misericordia como es enterrar al propio padre, o invita a abandonar completamente a la propia familia. No cuadra con el que es Amor que pida que se actúe contra el mismo amor. Aquí Jesús habla de prioridades. Cuando se responde a su invitación nada debe desplazar a su amor. No quiere decir que todo lo demás desaparece, sino que todo lo demás, delante de Él, pasa a ser secundario. Nada debe ocupar su espacio. Más aún, el disfrute de lo material, el amor a los padres y la realización de las obras de misericordia que los favorezcan, el lugar primordial en el corazón que ocupan los miembros de la propia familia, llegarán incluso a ser más compensadores y entrañables, cuando Jesús está de por medio ocupando siempre el primer lugar. Quien ama su realidad, amando por encima de todo a Jesús, ama mejor.

En la mentalidad del que responde debe surgir triunfante y libre la convicción de que la oferta que hace Jesús es infinitamente superior de lo que ya posee. Él es Dios, y ha colocado a los hombres en el mundo para que avancen en la consecución de la finalidad última para la que fueron creados, que es llegar a disfrutar de la felicidad plena, inmutable y eterna. Cuando el hombre se convence de esto, y de que Dios todo lo colocará en función de que se logre esa meta, tendrá que llegar a la conclusión de que nada de lo que Dios propone y de lo que pone como camino necesario para el hombre sea extraño a ese fin. Al darse el convencimiento del amor infinito de Dios por el hombre, simultáneamente se da también el surgimiento de la confianza en ese Dios que ama más de lo que es imaginable. Esa confianza, basada en el amor que da la solidez del sosiego esperanzado en el futuro, invita al abandono total, sin fisuras. No es inconsciente, pues sabe muy bien de quién se ha confiado: "Yo sé en quién he puesto mi confianza". Ese reconocimiento lo hace Job, aun en medio de las mayores tribulaciones que sufre por su fidelidad a Dios: "¡Se muy bien que es así!: que el mortal no es justo ante Dios. Si quiere pleitear con él, de mil razones no le rebatirá ni una. Él es sabio y poderoso, ¿quién le resiste y queda ileso? Desplaza montañas sin que se note, cuando las vuelca con su cólera. Estremece la tierra en sus cimientos, hace retemblar sus pilares; manda al sol que no brille y guarda bajo sello las estrellas". Podrá argumentar de mil maneras diversas, pero la sabiduría de Dios no dejará en pie ningún argumento. No se trata de un dios soberbio que pretenda humillar a su criatura, sino del Dios que ama, que busca más bien enaltecerla invitándola a dejarse conquistar por su amor, que es más sabio que la mente de todos los hombres juntos. No es un Dios que busque aplastar con su sabiduría, sino que quiere atraer con la miel de su amor, invitando suavemente al hombre a que desde la libertad que Él mismo le regaló acepte lo que es irrefutable, como es que su amor solo busca la felicidad de su criatura predilecta, que muchas veces no comprenderá perfectamente el bien que quiere procurarle, pero que bastará que entienda que su amor está por encima incluso de sus supuestas conveniencias, y jamás nada podrá estar por encima del bien que Él quiera procurarle, que al final será su felicidad plena, pues será la vivencia perfecta e interminable de ese amor por el que suspira aún sin saberlo. Sin duda, la llamada, la vocación, es un gesto de amor de Jesús, que nos exige que nuestra respuesta sea la manifestación clara de nuestra libertad, de nuestro deseo de ser plenamente felices y de recibir toda la lluvia de amor que seguramente Dios, en Jesús, derramará en nuestros corazones.

martes, 29 de septiembre de 2020

Arcángeles para nuestro servicio, nuestra compañía y nuestra defensa

 TÚ ERES EL HIJO DE DIOS

Todo lo que existe fuera de Dios ha surgido de su mano poderosa. El universo entero existe por un decreto expreso de su voluntad que quiso que todo surgiera en aquella decisión eterna de dar el paso grandioso fuera de sí, movido por su solo amor que determinó que todo confluyera para el bien de aquél al que colocaba en medio de lo creado, el hombre. Ese paso inédito en la eternidad, en el cual empezó a existir lo que no era Dios, entre otros, el hombre, habiendo sido creado única y exclusivamente por una razón de amor, comenzó su existencia acunado por su providencia y conducido amorosamente durante toda su vida para ser encaminado hacia la plenitud, que es ya la experiencia inmutable y eterna de la felicidad y del amor. El hombre ha sido creado desde el amor, es sostenido en ese mismo amor y es conducido hacia la meta del amor en la que es esperado con ilusión por el mismo Dios Creador. De esa manera se entiende que Dios no solo se coloca como aval para el bienestar del hombre, sino que Él lo ordena todo para que ese sea siempre el camino firme por el que transite cada hombre: "Para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a su propósito". Absolutamente todo lo que existe tiene un único fin: el bienestar del hombre. Ahora bien, la creación de Dios no tiene que ver solo con lo material o lo visible, sino con todo lo que existe fuera de sí. También el mundo espiritual ha surgido de sus manos poderosas. Dios es el Creador no solo de lo que somos capaces de ver, sino de todo aquello que escapa a nuestros sentidos. Siendo una realidad puramente espiritual, no por ello lo que no sea Él deja de haber sido creado por Él, como lo afirmamos en nuestro Credo: "Creo en un solo Dios… Creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles", entre las cuales, evidentemente, se encuentra el mundo espiritual. Por ser una realidad que escapa a nuestro pretendido dominio absoluto de todo, al ser puramente espiritual, las tendencias materialistas del pensamiento, de las cuales son deudores también no pocos pensadores cristianos, han caído en la tentación de negar la existencia de este mundo espiritual, aduciendo muchas veces, incluso razonablemente, el que la mentalidad bíblica es heredera, y por lo tanto, ha sido influenciada, por corrientes míticas orientales desde las cuales se alimentó, y que por lo tanto la afirmación de la existencia de los ángeles como parte importante de nuestro bagaje de fe es sencillamente una contaminación desde dichas mitologías. No deja de ser atractiva esta afirmación, pero para ser aceptada totalmente habría que aceptar a su vez que en las expresiones de Jesús, Dios hecho hombre y autor por tanto de aquella creación espiritual, no existiera esa contaminación que sería indeseable de no ser que por el contrario fuera una verdad absoluta.

Entre los mensajes que Jesús lanza a los hombres existen los que hacen referencia expresa de ese mundo invisible y espiritual: "En verdad, en verdad les digo: verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre". En el juicio final que relata Jesús a los discípulos, afirma: "Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; entonces apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos". Por supuesto, los ángeles de Dios son nombrados con toda naturalidad por Jesús como seres existentes, que están al servicio de Dios y serán incluso elementos importantes para su presencia en la gesta reveladora y salvadora. Negar, por lo tanto, la existencia de los ángeles necesitaría la cancelación total de estas expresiones de Jesús que afirman su existencia. Sería una mutilación ilegítima de la palabra revelada extraída de los mismos labios del Mesías. Jesús es el Dios hecho hombre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo eterno que estuvo presente en la creación de todo lo que existe, por lo tanto, Creador Él mismo, pues toda la obra creadora es producto de la acción íntima de las Tres Divinas Personas, presentes todas en aquella gesta inmensa. Mal podría entonces afirmarse que quien es el autor de todo lo creado haga referencia al mundo espiritual solo por contaminación de ideas externas. No es concorde con nuestra fe, definitivamente, la negación de la existencia de los ángeles, ni tampoco de todo lo que por revelación hemos recibido acerca de ellos: que los ángeles existen; que son seres de naturaleza espiritual; que fueron creados por Dios; que fueron creados al comienzo del tiempo; que los ángeles malos o demonios fueron creados buenos, pero se pervirtieron por su propia acción. Y, por supuesto, en la línea de la centralidad del hombre en el universo creado, debemos aceptar que también los ángeles están colocados para servir al hombre como apoyo en su caminar hacia Dios y hacia el alcance de la felicidad y del amor eternos. Aun cuando los ángeles en cierto modo gozan de una prerrogativa que podría ser considerada superior a la de los hombres, están sirviendo a Dios eternamente en su presencia, y también han sido puestos como aval para el hombre, a quien "hiciste poco inferior a los ángeles", según el salmista en referencia a la altura del hombre como criatura predilecta. Los ángeles son personajes importantes en la historia de la salvación, surgidos de las manos creadoras de Dios.

En la misma vida de Jesús y de la Iglesia tienen una tarea ingente y esencial. Así lo afirma el Catecismo de la Iglesia: "El ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor y el de Jesús (cf Lc 1, 11.26)". "De la Encarnación a la Ascensión, la vida del Verbo encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles. Cuando Dios introduce 'a su Primogénito en el mundo, dice: ‘Adórenle todos los ángeles de Dios’ (Hb 1, 6). Su cántico de alabanza en el nacimiento de Cristo no ha cesado de resonar en la alabanza de la Iglesia: 'Gloria a Dios…' (Lc 2, 14). Protegen la infancia de Jesús (cf Mt 1, 20; 2, 13.19), sirven a Jesús en el desierto (cf Mc 1, 12; Mt 4, 11), lo reconfortan en la agonía (cf Lc 22, 43), cuando Él habría podido ser salvado por ellos de la mano de sus enemigos (cf Mt 26, 53) como en otro tiempo Israel (cf 2 M 10, 29-30; 11,8). Son también los ángeles quienes 'evangelizan' (Lc 2, 10) anunciando la Buena Nueva de la Encarnación (cf Lc 2, 8-14), y de la Resurrección (cf Mc 16, 5-7) de Cristo. Con ocasión de la segunda venida de Cristo, anunciada por los ángeles (cf Hb 1, 10-11), éstos estarán presentes al servicio del juicio del Señor (cf Mt 13, 41; 25, 31; Lc 12, 8-9)". "De aquí que toda la vida de la Iglesia se beneficie de la ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles (cf Hc 5, 18-20; 8, 26-29; 10, 3-8; 6-11; 27, 23-25)". Son servidores de los hombres, como sabemos que han actuado los tres Arcángeles de los cuales conocemos sus nombres por revelación: Miguel, Gabriel y Rafael (Los arcángeles son siete, pero solo conocemos los nombres de tres, por tanto hay que huir de los charlatanes que proponen otros nombres). Miguel ha sido puesto como el defensor ante quien quiera enfrentarse a Dios y a su criatura el hombre. Gabriel es el encargado de poner a nuestro alcance la palabra divina, siendo el enviado para comunicar su mensaje de amor y de salvación. Y Rafael es quien está a disposición de todos para alcanzarnos el favor de Dios acompañándonos en nuestro caminar y mediante la sanación física. Todos estos seres espirituales están en la misma línea de la acción favorecedora de Dios para con los hombres, pues son enviados para nosotros. Su tarea está siempre a nuestro favor. De esta manera lo afirma San Agustín: "El nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel". Así, por ser ángeles, están siempre a nuestro favor, ocupándose de nosotros, defendiéndonos de los peligros, encaminándonos hacia el bien, hasta hacernos avanzar al punto final de nuestro recorrido, el encuentro eterno con el amor.

lunes, 28 de septiembre de 2020

El dolor es un gran maestro y nos enaltece

 otros | De la mano de María

En nuestra sabiduría popular existen frases y máximas que enmarcan perfectamente las experiencias que vamos teniendo los hombres y que le dan una connotación fabulosa de aprovechamiento y de instrucción. Entre ellas, tenemos esta: "No hay mal que por bien no venga". El objetivo de ella es que no nos quedemos simplemente en la contemplación o en la lamentación de aquello que nos sucede, sino que vayamos más allá, tratando de extraer de cada vivencia lo que de positivo pueda tener para nosotros, con la consecuencia válida de no verlo todo como solo una tragedia, sino como algo de lo que necesariamente podremos extraer algo bueno para nosotros. En cristiano, se nos ha dicho siempre que Dios nunca permitirá que suceda nada que no sea bueno para nosotros, aunque de momento no seamos capaces de descubrir qué puede haber de bueno en algo doloroso que nos haya sucedido. San Agustín, palabras más o palabras menos, afirmaba que Dios es experto es extraer siempre algo bueno de las experiencias negativas que podamos vivir los hombres. Todo esto es muy consecuente con el ser amoroso de Dios y con su esencia providencial en referencia a los hombres. Quien nos ha hecho venir a la existencia porque nos ama, y ha puesto en nuestras manos todo lo creado para que sea nuestro sustento de vida, no solo en lo material sino también en lo espiritual, no puede haber dejado simplemente al arbitrio del mal nuestras experiencias personales. No tiene sentido pensar que Dios nos ha hecho existir y nos ha traído a la vida solo para sufrir. En todo caso, el sufrimiento, que sin duda es una posibilidad real en la vida de todo hombre, tendría una categoría superior que puede ser entendida como purificadora y didáctica. No está presente la posibilidad del sufrimiento solo como destrucción o pérdida del sentido de la vida, sino como promotora de una vida más intensa, purificada, formada para la solidez y encaminadora hacia la plenitud. Solo quien lo asume así podrá avanzar sólidamente hacia la altura superior de su propia existencia. Quien es probado en el dolor, si lo asume en este sentido superior, gana mucho para sí mismo y puede convertirse en referencia para otros. Por el contrario, quien jamás ha pasado por una experiencia de dolor, aun cuando podría concluir que su vida ha sido marcada solo por la felicidad y la ausencia de sufrimiento, realmente ha perdido el tesoro que significa el dolor en cuanto es una invitación a descentrarse de sí, a huir del egoísmo y la vanidad, a sentir la necesidad de unirse a Aquel que lo puede llenar de consuelo y a los demás que pueden ser apoyo y compañía gratificante en medio de los tormentos.

Sin duda, en medio del dolor es difícil adquirir esta mentalidad tan diáfana. En ocasiones esa bondad que tiene toda experiencia de dolor que podemos vivir la percibimos muy oculta, incluso inexistente por excesivamente misteriosa. Se necesita dar, entonces, un paso más adelante en el enriquecimiento personal, en cuanto se debe variar la comprensión de la vida propia como algo que solo nos incumbe a nosotros. Nuestra vida, así se debe entender, incumbe también y sobre todo a Dios, por lo cual debemos desmontar toda pretensión de exclusividad y llenarnos de humildad, dejando en su mano aquello que le corresponde a Él. Es totalmente acorde con la confesión que hacemos de Dios como de nuestro Creador y Sustentador, motivado por un amor eterno e infinito hacia nosotros, única razón que lo mueve, pensar también que es en Él que podemos llegar a poseer una comprensión superior de lo que nos suceda, para concluir que siempre será algo positivo para cada uno. Así lo vivió Job, a quien le vinieron todas las desgracias juntas, después de la absoluta bonanza en la que vivía. No se le ocurrió a él asumir que su desgracia era la debacle total de su vida, sino que dejó en su espíritu el sosiego de pensar que en el plan amoroso de Dios eso tenía su sentido. Ante él se presentaban las dos opciones: o dejarse morir asumiendo que ese dolor era destructivo y asesino y que Dios mismo lo enviaba para su humillación e incluso su muerte, o asumir con humildad que era algo que Dios mismo permitía y que, aun cuando fuera profundamente misterioso comprenderlo, al final tendría alguna consecuencia positiva para él y para toda su vida, e incluso para los suyos: "Job se levantó, se rasgó el manto, se rapó la cabeza, se echó por tierra y dijo: 'Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor'. A pesar de todo esto, Job no pecó ni protestó contra Dios". Job optó por el camino del enaltecimiento del dolor como purificador y didáctico. De alguna manera logró con ello hacer que la experiencia del dolor pasara de tener la posibilidad de ser solo destructiva, a convertirse, aunque parezca absurdo, en un tesoro que tenía en sus manos y del cual podía sacar excelente provecho. A él le tocó optar. Y optó por lo que lo ayudaba a construir su propia vida en el abandono confiado en las manos del Dios amoroso. Nunca consideró como una opción echarse a morir y asumir que su vida perdía todo el sentido porque se había presentado en ella el dolor. El dolor, por el contrario, hizo que asumiera mejor la capacidad de enriquecerla al hacer más presente a Dios y al aceptar que el sufrimiento, cuando se presenta, no anula todo lo que de bella y de atractiva pueda tener. Ese dolor, por otro lado, no será la única realidad, sino una opción posible y real. La vida seguirá teniendo siempre la componente insoslayable de gozo y alegría que es también parte esencial en ella.

De hecho, en la asunción de la centralidad de Dios como constructor de la vida y como fundamento en el que ella adquiere su mayor solidez, está la posibilidad real de encontrar el sentido final de la vida, sea en medio del gozo, sea en medio del dolor. No se trata de darse a sí mismo los reconocimientos. Hacerlo así es arriesgarse a no poder adquirir la mayor solidez. La soberbia que invita a desplazar a Dios, deja en la absoluta indigencia pues hace tener que confiar solo en sí mismo. Nuestro tesoro no está en nosotros sino en Dios. Así lo enseñó Jesús a los apóstoles, y en ellos, nos lo enseñó a todos nosotros: "Se suscitó entre los discípulos una discusión sobre quién sería el más importante. Entonces Jesús, conociendo los pensamientos de sus corazones, tomó de la mano a un niño, lo puso a su lado y les dijo: 'El que acoge a este niño en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado. Pues el más pequeño de ustedes es el más importante'". Se debe apuntar, por lo tanto, a colocar a Jesús en el primer lugar de la importancia, abandonando la pretensión de hacerse a sí mismo el centro de todo. El verdaderamente importante es el que ha dejado a un lado su soberbia, su vanidad, su egoísmo, el que se ha desplazado del centro y se ha puesto en la periferia dejando la centralidad a Dios y a los demás, y en esa actitud asume todo lo que vive como acciones que Dios permite para su enriquecimiento y su exaltación. No es la auto exaltación lo que le da sentido a la vida, sino el permitir que sea Dios el que tenga la última palabra, pues Él es el experto que hará que todo, sea gozoso o doloroso, se transforme en gracia y en bien para el hombre. Y a eso debe apuntar lograr ese avance en la centralidad divina, por cuanto tendrá influencia no solo en el sujeto, sino en todo aquel que esté alrededor, y que por su testimonio alcanzará el mismo punto de confianza en ese Dios que solo quiere el bien del hombre y que misteriosamente lo encamina todo para que cada uno pueda avanzar en esa misma solidez: "'Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no anda con nosotros'. Jesús le respondió: 'No se lo impidan: el que no está contra ustedes, está a favor de ustedes'". El actor principal es Dios y su amor. No pretendamos ser nosotros. Podemos equivocarnos. Y de hecho muchas veces lo hemos hecho, cuando Dios no ha sido puesto en el centro. Fácilmente concluimos que nuestra vida pierde su sentido cuando aparece el dolor, mientras que si está puesta en Dios, entendemos que es una concesión divina que nos enaltece y nos enriquece, y nos hace más sólidos.

domingo, 27 de septiembre de 2020

El amor invita a transgredir todas las normas de la lógica

 Las prostitutas os precederán en el reino de los cielos" - Portaluz.org

El amor es transgresor. Así como es Dios, desde que se decidió a salir de sí mismo, por lo cual trastocó todo su propio orden íntimo, absolutamente sereno y satisfactorio que vivía eternamente, y tuvo que aceptar que debía asumir una estrategia de vida que iría más allá de la autocontemplación y de la ausosatisfacción en la cual la desarrollaba con total naturalidad y en absoluta armonía, poniendo al hombre, criatura a la que colocaba en el centro de todo lo que había surgido de su mano, como una preocupación nueva, de modo que a éste no le faltara nada, tuviera siempre a la mano todo lo que satisficiera su existencia y sintiera el amor que lo había hecho surgir de la nada y que lo sostenía en el centro de todo el universo. En toda la eternidad anterior de su existencia Dios no tenía ninguna preocupación, pues solo existía Él, viviendo en la total serenidad interior que no necesitaba de nada más. Pero su misma esencia de amor "tocó a sus puertas", lo invitó a dejar esa serenidad absoluta y lo lanzó a la aventura de empezar a amar algo distinto de sí mismo. Por supuesto, al aceptar esta posibilidad, el mismo Dios asumió que toda su existencia tendría un enfoque distinto que le agradó mucho, pues siendo absolutamente feliz en el amor a sí mismo, añadió el amor a lo que no es Él. Surgió todo de sus manos poderosas en el arrebato original del amor y, conociendo lo que sería esa nueva criatura que había surgido y que había colocado en el centro de todo lo demás, el amor siguió realizando su trabajo de desestabilización, pues tuvo que hacerse no simplemente existente, sino probado en su calidad, ya que debió transformarse y elevarse sublimemente en amor que se trasciende a sí mismo, llegando a ser maravillosamente, misericordia y perdón. Por fin, Dios tenía a quién perdonar, logrando con ello que ese amor esencial, que era Él mismo, surgiera triunfante y novedoso, y que la esencia de ese amor pasara de ser un atributo exclusivo suyo, a una posesión, por gracia, del hombre que era sostenido en su existencia por él, y lo que es más sorprendente aún, de aquel que lo necesitara para colmar de nuevo su corazón de aquella amistad que había sido rota por el pecado. El amor necesitó perdonar, con lo cual se hizo más grande, más sólido, más hermoso. Es la transgresión del amor que "obligó" a Dios a algo más que a a amarse a sí mismo. Lo obligó a sostener, a ser providente y a manifestarse en la expresión más hermosa que puede alcanzar, que es la de la piedad, la misericordia y el perdón.

Es por ello que jamás se puede deslindar la consideración del amor de aquello que lo ha hecho más hermoso, que es el perdón. Todo es bello en el amor, pero no podemos caer en la tentación de considerarlo solo como una realidad rosa, romanticona, absolutamente aséptica y por ello con el riesgo de caer en lo ingenuo e infantiloide. La verdad de la vivencia del amor debe siempre ser probada para que pueda demostrar su solidez. Cuando el amor no es probado, difícilmente demostrará que es firme. Quien pretenda vivir el amor solo cuando no es exigido el perdón, no ha entendido bien su esencia. Dios lo supo muy bien cuando asumió como realidad propia la posibilidad de la transgresión a que era sometido por el mismo amor, aunque en lo adelante fuera incomprendido por la misma criatura que era objeto de su amor: "Ustedes insisten: 'No es justo el proceder del Señor'. Escuchen, casa de Israel: ¿Es injusto mi proceder? ¿No es más bien su proceder el que es injusto? Cuando el inocente se aparta de su inocencia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él salva su propia vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá". La transgresión en la que invita a vivir el amor no está solo en su fuente, que es Dios, sino en quienes son su objeto, los hombres. En la errada mentalidad de los hombres, el amor no debe ser jamás herido, por lo que tampoco debería perdonar al serlo. Pero el mismo amor invita a transgredir lo normal, y a pasar por encima, aceptando y dando el perdón que lo hace más auténtico. Así es como actúa Dios. Él es la referencia por cuanto es el agraviado que actúa transgresoramente por el amor. Paradójicamente, quienes somos los receptores de ese amor que es el más puro, llegamos al atrevimiento de querer refrenar la transgresión del amor que nos favorece a nosotros mismos, colocando incluso en categorías a los que serían los únicos beneficiarios de él, y excluyendo a quienes consideramos que no son dignos de ese amor que se muta en perdón. Por eso Jesús nos salió al paso, poniendo a nuestra vista lo absurdo de nuestra conducta, invitándonos a hacernos también nosotros transgresores de lo normal, por el amor: "En verdad les digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de ustedes en el reino de Dios. Porque vino Juan a ustedes enseñándoles el camino de la justicia y no le creyeron; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, ustedes no se arrepintieron ni le creyeron". En ellos, el amor alcanza su culmen en el perdón. Basta el arrepentimiento y la conversión.

Dios quiso llevar su transgresión a la máxima expresión, sin guardarse nada de lo que el amor transgresor le invitaba a hacer. Habiendo aceptado el reto de salir de sí mismo, creando todo lo que existe fuera de Él, y poniendo al hombre como el objeto último de su amor, avanzó más en ese absurdo, y cuando el hombre lo rechazó, fue aún más allá, involucrándose como actor principal en la obra de transgresión: "Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros". Vino a nosotros para mostrarnos cómo es ese amor que no mide y que debe ser igual en nosotros. Nos enseñó a no dejar el amor como una simple declaración insípida sin compromiso posterior y nos dijo hasta dónde debe llegar y hasta dónde debemos sentirnos comprometidos. Así lo hizo Él y así quiere que lo hagamos nosotros: "Manténganse unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obren por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a ustedes. No se encierren en sus intereses, sino busquen todos el interés de los demás. Tengan entre ustedes los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz". Esa transgresión del amor llegó hasta la entrega de la propia vida. Por ello el amor no tiene límite. Quien le ponga límites al amor, no ha llegado a amar de verdad. Puede ser que sienta cercanía, cariño, preferencia, pero no ha llegado a amar. El amor llega al extremo de la transgresión, invitando incluso a dar la vida por el amado. Por eso su manifestación gloriosa es la de la misericordia y el perdón, como lo hizo Jesús incluso en el punto final de la afrenta contra Él: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". Es un perdón que no guarda rencor, que llega al extremo del absurdo de incluso perdonar a quien te está infligiendo el mayor perjuicio como es arrebatarte la propia vida. La transgresión del amor es total. No tiene sentido para quien no ama perdonar a quien te está arrebatando la vida, es decir, a quien te está procurando el peor mal que puedes sufrir. Es el absurdo más grande. Es la transgresión mayor. Pero es la única posible en el auténtico amor. "Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre". Por eso Jesús es nuestro Redentor. Y nos abre el camino que debemos seguir todos. Es el de la transgresión del amor que hay que asumir. Así, con Jesús, también nosotros seremos exaltados sobre todo. Estaremos en la experiencia sublime del amor transgresor que nos lleva a la felicidad eterna.

sábado, 26 de septiembre de 2020

Niños y jóvenes para recibir. Adultos para entregar y donarnos, como Jesús

 El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres | Radio  Pentecostés RD

La vida de los hombres tiene etapas muy bien marcadas. Fue así diseñada por el Creador seguramente con la intención de que pudiéramos tener diversas experiencias en ella, de modo que a medida que íbamos viviéndolas y superándolas las fuéramos también saboreando, extrayendo de ellas todas las riquezas y todos los beneficios que podían darnos. Por ello ese avance no lo podemos entender como un simple vegetar o un proceso puramente natural que vivimos inconscientemente y sin ninguna finalidad positiva. Si, como nos ha dicho el Qohélet, hay tiempo para todo, también lo hay para caer en la cuenta de que además de todo lo que nos viene como beneficio de las manos providentes de Dios, existen muchas cosas que vendrán en nuestro bien cuando nos las procuremos nosotros mismos, en el uso de las capacidades de inteligencia y voluntad que nuestro Dios nos ha regalado. Cuando estamos en la etapa temprana de nuestra vida, en la niñez y la juventud, hay un natural "egoísmo" que se manifiesta sobretodo en la continua disposición de recepción. Los niños y los jóvenes son los grandes "receptores" del mundo, pues su vida está allí puesta para ser como grandes aspiradoras que van acumulando beneficios. Es natural que esta etapa sea la del gran aprendizaje por cuanto descubren en ella la ingente cantidad de riquezas que les va ofreciendo la vida, a través de lo que Dios les va aportando y lo que le aportan también todos los que se encuentran a su alrededor, sobre todo aquellos más cercanos y que tienen responsabilidades directas con ellos, como lo son sus padres, a los que Dios mismo encarga de esa tarea. Nadie nace teniendo los conocimientos necesarios para vivir. Todos somos tomados amorosamente de la mano por los nuestros para ser conducidos paso a paso por ese aprendizaje. Unos tenemos más fortuna con los que nos han tocado como educadores, otros la tienen menos. Pero de alguna manera todos tenemos esos ayas que nos han servido de guía. La providencia divina se ha encargado de ello. Es una etapa que debemos saber aprovechar al máximo, aun cuando no tengamos todavía totalmente desarrollado el sentido de la responsabilidad personal: "Disfruta mientras eres muchacho y pásalo bien en la juventud; déjate llevar del corazón y de lo que te recrea la vista; pero sábete que Dios te llevará a juicio para dar cuenta de todo. Rechaza las penas del corazón y rehúye los dolores del cuerpo: adolescencia y juventud son efímeras. Acuérdate de tu Creador en tus años mozos, antes de que lleguen los días aciagos". La ausencia de gravedad en la responsabilidad no es excusa para avanzar en la inconsciencia.

Cuando es superada esta etapa primera de la niñez y la juventud, se crece la vida con la etapa de la adultez. Es el paso firme de la etapa de la sola recepción a la de la entrega. El adulto es la persona que sabe que no puede vivir ya en la sola contemplación de lo que recibe para vivir en un continuo disfrute, sino que debe dar un paso hacia adelante para compartir. Aquel "egoísmo" natural que se vivió en la etapa previa, debe dar paso a la madurez y a la responsabilidad de hacer del mundo a su alrededor un lugar mejor para todos. No tiene sentido el adulto que solo espera. Si en algo debe destacar esta persona que ha crecido en su conciencia vital es en la claridad de su responsabilidad ante el mundo en el que vive. Ya no está solo para seguir recibiendo, sino que ha llegado el momento de dar y de entregarse a sí mismo. Aún así, el adulto no debe entenderse como aquel que ha perdido la juventud. Si algo tiene atractivo la vida es que no quema las etapas, sino que las acumula y las enriquece, dándole a cada una su lugar y su sentido. El adulto sigue recibiendo, como el niño y el joven, pero ya no con la conciencia egoísta de acumulación de bienes, sino con la responsabilidad asumida de la entrega y de la donación. El adulto sigue recibiendo dones, gracias y bendiciones, pero sabe muy bien que a su nivel ello lo recibe para darlo. Es una mentalidad que debe ir haciéndose más clara a medida que se avanza en la vida y que debe superar los obstáculos que seguramente la misma vida y los diversos actores que hay en ella, le irán colocando en el camino. El primero de todos, el que nosotros mismos podremos poner, por cuanto nos sentiremos en ocasiones constreñidos a no actuar, empujados a seguir viviendo en el egoísmo, impedidos en nuestro deseo de ser y de actuar mejor, invitados a no abandonar nuestra vanidad o nuestra soberbia. Evidentemente quien se deja embaucar de esa manera no podrá nunca actuar como debe, donándose y entregándose al bien. La adultez será la etapa en cuyo avance "temblarán los guardianes de la casa, y los valientes se encorvarán; las que muelen serán pocas y se pararán; los que miran por las ventanas se ofuscarán; las puertas de la calle se cerrarán y el ruido del molino será solo un eco; se debilitará el canto de los pájaros, las canciones se irán apagando; darán miedo las alturas y en las calles rondarán los terrores; cuando florezca el almendro y se arrastre la langosta y sea ineficaz la alcaparra; porque el hombre va a la morada de su eternidad y el cortejo fúnebre recorre las calles. Antes de que se rompa el hilo de plata y se destroce la copa de oro, y se quiebre el cántaro en la fuente y se raje la polea del pozo, y el polvo vuelva a la tierra que fue, y el espíritu vuelva al Dios que lo dio". Por ello hay que estar sólidos en la conciencia de lo que ella significa para no dejar de hacer lo que haya que hacer.

Nuestro Salvador, Jesús, al asumir la condición humana para redimir a la humanidad desde dentro de la misma naturaleza, no solo asumió la carne que correspondía, sino todo lo que era atinente a ella. Pasó por la etapa de la recepción, es decir, de la niñez y la juventud. Las vivió también recibiendo: madre, padre, amigos, educación, formación. Evidentemente, en esta etapa le correspondió vivir lo que vive cualquier otro, pues "siendo de condición divina, se despojó de su rango, pasando por uno de tantos". Recibió ese bagaje humano que fue fundamental para el cumplimiento de su misión de salvación. Y así, habiendo superado esa etapa de recepción, pasó a la adultez, sin dejar de vivir lo que todos vivían naturalmente en la continua recepción de bienes, ya adoptados como las riquezas de adultez que debía también compartir: el seguimiento de muchos, la respuesta de los apóstoles, la admiración de la gente. Y en su proceso humano llegó el momento de su entrega. "Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo". Para Jesús el compartir fue radical, sin medias tintas. Ello le exigió una entrega total, que Él asumió con toda la madurez del adulto que era: "En aquel tiempo, entre la admiración general por lo que hacía, Jesús dijo a sus discípulos: 'Métanse bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres'". Él había asumido todo lo que le exigía el ser un hombre más, como aquellos a los que venía a redimir, al extremo de que su etapa de adultez la asumía con la marca de la donación y de la entrega total, como a nadie más le era exigida. Su entrega era absolutamente necesaria para satisfacer su misión. Por eso, también responsablemente se lo anuncia a sus discípulos, para que nada de lo que va a suceder les tome por sorpresa. "Ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido. Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto", pues a ninguno de ellos su experiencia humana les llegaba a exigir hasta ese momento tal radicalidad. Jesús sabía, y lo asumía así, que a Él sí se lo exigía. Su nivel de entrega era el máximo, pues tenía que entregar todo lo humano que poseía, hasta su propia vida y lo que eso significaba, la entrega de su cuerpo a la muerte y el derramamiento de su sangre. Pero era el precio que Él mismo había asumido al aceptar la encomienda del Padre: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad". Era un paso contemplado en la tarea que debía cumplir, pero con la conciencia de que esa entrega era un rescate necesario de pagar, aun cuando Él tendrá de nuevo esa vida: "Yo entrego mi vida para recuperarla". Jesús cubrió todas las etapas humanas. Y con ello cumplió perfectamente su misión. Pasó por la etapa de recepción y culminó con la etapa de entrega. Total y radicalmente. Así pudo decir al Padre: "Todo está cumplido ... En tus manos encomiendo mi espíritu". El hombre Jesús, el que cubrió todas las etapas humanas, era la segunda persona de la Trinidad. Por eso todo lo que recibió y todo lo que entregó es nuestra salvación: "Yo doy mi vida para la vida del mundo". Ese hombre Jesús, que es Dios, en su entrega, nos gana de nuevo para Dios.

viernes, 25 de septiembre de 2020

Nos importa sobre todo que Dios nos ama

 El Periódico de México | Noticias de México | Columnas-MuyOportuno | ¿Pero  ustedes, quién dicen que soy yo?

El conocimiento de Dios se encuentra entre las inquietudes más profundas y auténticas del hombre desde que él es hombre. La adquisición de su capacidad de raciocinio, cuando el hombre tomó conciencia de sí mismo, tuvo que haber dado un giro dramático a su propia vida, pues pasó de estar fundada simplemente en la búsqueda de la satisfacción de lo necesario para su subsistencia a buscar las razones que explicaban su propia esencia, su identidad profunda, la razón que sustentaba su vida, cuál era su origen y hacia dónde se dirigía todo. Esas inquietudes naturales surgen siempre en cualquiera que tenga un mínimo de discernimiento. Pero esto lo llevó a dar un paso más adelante, que lo hizo cuestionarse aún más profundamente, por cuanto empezó a buscar una razón que se encontraba fuera de sí, para poder explicar la causa final de su existencia, por qué estaba en el mundo, quién lo había colocado en él, cuál era el fin que se había fijado para su presencia, cómo llevar adelante su misión junto a todos los demás hombres que convivían con él. Son cuestionamientos naturales que surgían de un hombre que empezaba a asumir su existencia y a querer saber sobre ella. Los primeros pensadores, aquellos que se atrevieron a dar los pasos iniciales en la búsqueda de respuestas razonables, se toparon con la necesidad de asumir una realidad infinitamente superior que explicara la existencia de todo, pues era imposible encontrarla en el mismo hombre. Él, por sí mismo, no habría podido jamás darse la existencia ni enriquecerse con la infinidad de dones de los cuales disfrutaba. Era de una lógica contundente, entonces, la necesidad de aceptar la verdad irrefutable de un ser superior que fuera la causa de todo, "la causa última" o "el Ser", como lo llamaron los grandes filósofos griegos. Ese ser debía tener las cualidades grandiosas, superiores y eternas, de las cuales hizo disfrutar por analogía, por procesos físicos, químicos, biológicos, o incluso, con cierta condescendencia, por donación graciosa, uno de los seres surgidos de sus manos todopoderosas, el hombre, único de entre todos los seres creados que disfrutaba de esas prerrogativas. Ellos lo llamaron "el Ser", "Theos", que tenía como cualidades esenciales ser "Uno, Bueno, Verdadero y Bello". Así comenzó una historia grandiosa y atrayente que nos ha llevado a todos por los caminos de la búsqueda de la comprensión de la existencia de Dios, de su conocimiento, dejando a un lado una pretensión que la misma historia y la misma naturaleza contradicen, como es la de los ateos intelectuales que se ciegan y rechazan la idea de la existencia de un Dios que explique lo que no se puede explicar racionalmente. Querer saber quién es la causa de la propia existencia, sus características, su misterio íntimo, es lo más razonable que existe. 

Y al dar el paso de lo estrictamente racional, es decir, de aquello a lo que podemos acceder los hombres por nuestro propio discernimiento, a aquello que nos es revelado, pasa de ser simplemente razonable a ser cautivador, por cuanto nos encontramos con un ser cuyo movimiento único, esencial y más puro, es el del amor. Es muy distinto el movimiento de alguien hacia un objeto, motivado simplemente por un interés "científico", que el que se da por un deseo expreso de estar involucrado personalmente, en la acción y en el afecto, con el objeto con el que se está tratando. Y eso es lo que sucedió con Dios. Los hombres no somos simplemente "un producto" de su experimentación, sino que somos la única razón que ha tenido para salir de sí mismo, de su propia existencia absolutamente satisfactoria, del amor que era totalmente suficiente en sí mismo por lo que no necesitaba de absolutamente nada más para su felicidad. Nuestra existencia es la única razón válida que ha sido capaz de hacer salir a Dios de sí mismo, de su lógica y totalmente comprensible autosuficiencia, a permitir que surgiera algo que se convirtiera en el sujeto privilegiado de un amor que eternamente estuvo enmarcado en la vivencia misteriosa e infinitamente hermosa de esa Santísima Trinidad que vivía solo en ese intercambio totalmente suficiente de amor. Nosotros hemos venido a trastocar esa experiencia divina del amor. Y el mismo Dios lo ha deseado vivir para tener alguien fuera de sí a quien amar como Él mismo se ama. Jamás llegaremos a comprender suficientemente lo grandioso de este hecho, que ha trastocado la serenidad interior que eternamente vivió Dios antes de haber decidido que existiéramos para amarnos. Existimos por un deseo expreso de Dios de "complicarse" haciendo salir su amor desde sí mismo hacia nosotros. Fue el momento de Dios. Y fue el gran momento del hombre, que jamás comprenderemos del todo: "Comprobé la tarea que Dios ha encomendado a los hombres para que se ocupen en ella: todo lo hizo bueno a su tiempo, y les proporcionó el sentido del tiempo, pero el hombre no puede llegar a comprender la obra que hizo Dios, de principio a fin". En ese tiempo, que para Dios no existía pues era eterno, el hombre es colocado para que lo conozca, lo comprenda, lo viva, se una a Él, y viva para Él, con la razón última del amor que puede experimentar de Dios y al que puede y debe responder no individualmente, sino unido a todos los que como él han recibido su existencia como don infinito de amor de Aquel que decidió salir de sí para donarse a su criatura y hacerlo infinitamente feliz.

En el colmo de ese amor, entendiendo que ese tiempo en el que Dios había decidido vivir debía mostrarse más claramente de lo que lo había hecho anteriormente, lo hizo en su Hijo, para que ese amor quedara no solo como una declaración de intenciones, sino como una realidad irrefutablemente clara. "En la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley". Se declaró claramente el momento de Dios, que por providencia amorosa fue también el momento del hombre. Era el momento del amor: "Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de destruir, tiempo de construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recogerlas; tiempo de abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de guardar, tiempo de arrojar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de callar, tiempo de hablar; tiempo de amar, tiempo de odiar; tiempo de guerra, tiempo de paz". Ahora era el tiempo del amor. Y se hacía en la obra de Jesús. No se trata simplemente de conocerlo y de querer entender quién es: "'¿Quién dice la gente que soy yo?' Ellos contestaron: 'Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros dicen que ha resucitado uno de los antiguos profetas'". Eso sería como quedarnos en la época de la pre-revelación, entendiendo a Jesús como ese "Ser" griego al que hemos hecho referencia. Jesús, porque ama, quiere más, como el Dios que es y que hace todo por el hombre, porque lo ama infinitamente. Por eso quiere ser entendido plenamente, en lo que lo mueve más profundamente, es decir, en el amor. Quiere que se dé ese paso absolutamente necesario que hará que sea comprendido perfectamente, aunque se mantenga en su misterio divino que es infinito, pero no en la vivencia del amor, que compensa todo misterio. Por eso debemos dar ese paso adelante: "'Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?' Pedro respondió: 'El Mesías de Dios'". Nosotros debemos llegar a ese punto de la perfecta comprensión de quién es Jesús en su esencia más profunda. Él es el Hijo de ese Dios que es amor, que viene para hacernos palpable el deseo extremo de Dios de tenernos con Él, porque nos ama más de lo que nosotros podemos imaginarnos y por supuesto más de lo que nosotros mismos nos amamos, que está dispuesto incluso a entregar su vida por nosotros para hacernos recuperar nuestra condición de hijos, la que habíamos perdido por nuestro pecado. Él es el Mesías prometido, el Ungido en el óleo de amor para derramarlo sobre nosotros, haciéndonos a todos ungidos para vivir de nuevo en ese amor perdido pero que es nuestro, pues Dios a nadie más ama tanto como a nosotros. Por nosotros fue capaz de surgir maravillosamente de su vida íntima de serenidad y satisfacción total, para hacer posible nuestra existencia, don de su amor, y llevarnos en la eternidad a habitar en esa serenidad que nos hará vivir resguardados en su corazón de amor interminable.

jueves, 24 de septiembre de 2020

El amor hace que todo lo que hagamos sea nuevo

CUADERNO DE UN PEREGRINO: HERODES PREGUNTA ¿QUIÉN ES ESTE DE QUIEN TODOS  HABLAN?

La realidad material en la que estamos sumergidos los hombres nos hace correr el riesgo de adoptarlo todo como único y definitivo. Al ser el ámbito en el que desarrollamos nuestra vida diariamente, en el cual, además, llevamos adelante nuestras actividades rutinarias, englobado todo en un mismo accionar inmutable, alrededor del mismo ambiente y de las mismas personas, siguiendo siempre el mismo patrón de conducta, pues salirse de él implicaría una novedad que puede dar al traste con el "siempre se ha hecho igual", asumimos que nada debe cambiar y que nosotros no tenemos ni siquiera el permiso para osar intentar caminar en una dirección distinta. A esto se añade el que en la conducta de la naturaleza jamás encontraremos un accionar distinto del esperado, pues si llegara a suceder sería un verdadero fenómeno que subvertiría todo el orden natural y nos colocaría ante lo que es inaudito e inesperado. Nadie, por supuesto, esperaría que el sol dejara de salir en el día y comenzara a salir en la noche, que las estaciones no se sucedieran una tras otra en la interminable rutina anual, que los ríos saquen agua del mar en vez de aportársela, que las frutas surgieran espontáneamente de una semilla, que los animales salvajes vivieran tranquilamente sin perseguir y alimentarse de los más débiles, que los peces salieran del agua a caminar libremente por las calles. Todo esto, en cuanto a nuestras conductas aprendidas y en cuanto a las establecidas en la naturaleza, nos llevan a vivir una rutina continua en la que, si no estamos bien apercibidos de ello, corremos el riesgo del cansancio, del aburrimiento y hasta de la obstinación. Si no se asume con entereza y madurez, toda esta realidad puede hacernos caer en un pesimismo brutal y en un inmovilismo paralizante que destruirían la indudable belleza de la vida y la ilusión de tenerla y de vivirla. Ese continuo fluir de la existencia debe apuntar a la asunción de que lo establecido como lo normal no tiene por qué cambiar y que la novedad no estará jamás en lo que no debe estar sino en lo que el mismo hombre, como criatura que ha sido colocada en medio de todo lo que existe, con su actitud de continua novedad, puede aportar. Es absurdo, por supuesto, esperar la novedad en lo que nunca dejará de ser lo que es, porque ello tiene un programa establecido que no es capaz por sí mismo de dejar a un lado. Es absurdo esperar que el sol deje de iluminar y de dar calor. Esa es su esencia y es lo que está llamado a ser y a hacer para siempre. Por lo tanto, la novedad es necesario buscarla apuntando en una dirección distinta.

La conclusión de Qohélet, el sabio escritor del Libro del Eclesiastés, ilumina muy bien lo que llevamos dicho: "¿Qué saca el hombre de todos los afanes con que se afana bajo el sol? Una generación se va, otra generación viene, pero la tierra siempre permanece. Sale el sol, se pone el sol, se afana por llegar a su puesto, y de allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur, gira al norte, gira que te gira el viento, y vuelve el viento a girar. Todos los ríos se encaminan al mar, y el mar nunca se llena; pero siempre se encaminan los ríos al mismo sitio. Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas. No se sacian los ojos de ver, ni se hartan los oídos de oír. Lo que pasó volverá a pasar; lo que ocurrió volverá a ocurrir: nada hay nuevo bajo el sol". Este supuesto pesimismo del sabio no es más que el intento que él realiza para que, en la sabiduría con la que ha sido enriquecido el hombre, con la inteligencia y la voluntad con la que el Creador lo ha favorecido, sea capaz de apuntar en la dirección correcta en la búsqueda de la novedad donde realmente se debe encontrar y en la asunción de la propia responsabilidad para lograr que esa novedad se dé. Centrarse exclusivamente en la espera de la novedad desde una fuente que jamás la aportará, cruzándose de brazos absurdamente y sin hacer nada para aportar a esa esperada novedad, es infructuoso. Es esperar algo que nunca sucederá y sería atribuir una capacidad irreal a lo que nunca la tendrá. Por eso, el hombre debe abandonar esa atribución que ha colocado como poder a la criatura, pues de ninguna manera su esperanza será cumplida. Destinar una esperanza de novedad en la criatura que no tiene la capacidad de tenerla ni de aportarla es un absurdo más que se añade a la larga lista de absurdos cometidos por el hombre desde que él mismo marcó su vida por el pecado. Con ello, el hombre estaría atribuyendo a la criatura una categoría divina o en el mejor de los casos una capacidad que solo posee él por donación de Dios. De allí que el sabio sentencie: "¡Vanidad de vanidades! —dice Qohélet—. ¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad!" Cuando los hombres caminamos por esas rutas, estamos abdicando a nuestra responsabilidad de renovación, y lo que es peor, estamos atribuyendo a la criatura una prerrogativa que no le pertenece, dándole incluso la categoría de ídolo pues estamos poniendo en ella un atributo que de ninguna manera posee, poniéndonos nosotros mismos a su servicio para esperar de ella lo que nunca podrá darnos. Hoy no nos comportamos de manera distinta cuando esperamos del dinero, del placer o del poder, que nos llenen de novedad continuamente, colocando en ellos nuestra esperanza. Son los mismos ídolos pertenecientes al orden de las criaturas que nos hemos construido los mismos hombres, y los hemos revestido de una novedad que no tienen, pues siguen siendo exactamente los mismos ídolos de siempre.

Se hace necesario, entonces, iluminar la rutina con la luz que la arrancará de lo obstinante que puede llegar a ser. Es urgente para el hombre revestir de una verdadera capacidad de renovación lo que vive como cotidiano. Esa novedad no le vendrá espontáneamente de una fuente inexistente. Por un lado, le vendrá de sí mismo cuando asuma la novedad que su propia vida puede aportar a lo rutinario, asumiendo con esperanza y alegría todo lo que hace. Cuando asuma que su accionar cotidiano tiene que ver con el aporte personal que le corresponde en la procura de un mundo mejor para todos, cuando se percata de que aquello que realiza es el beneficio que le toca sumar para que el mundo sea un mejor lugar para todos, que su trabajo no es una simple tarea en la que se le va la vida sino la cuota de sangre que debe imprimir para legar al mundo un beneficio del que disfrutarán todos. Incluso, asumiendo su realidad en lo que le toca más de cerca, aceptar que todo lo que hace es un beneficio que realmente se suma como bien para los suyos, para las personas que dependen de él. Y debe dar un paso más, que le da aún un estatuto mayor al sentido que debe asumir su acción. Debe sentir la novedad también en la respuesta esperanzada y llena de ilusión que por lo que hace da al Dios que ha puesto en él esa responsabilidad. Necesita conocer mejor a Aquel que lo ha puesto en el mundo no como una simple ficha más, sino como un actor importante que cumple el crecimiento y el sometimiento del mundo a su amor que le ha encomendado el Creador. Debe conocerlo mejor para descubrir la motivación más pura que puede existir para avanzar en el empeño de novedad que existe de todo lo que ha sido puesto en sus manos. Sin esta motivación trascendente se corre el riesgo de dejarlo todo en el nivel de vanidad que afirmó el Qohélet. Con la mirada puesta en quien nos ha colocado en el mundo para vivir una rutina que no debe llegar a ser jamás obstinante, sino llena de novedad, de ilusión y de esperanza, podremos entender su motivación última. Él lo ha hecho en el arrebato de amor al crearnos, poniendo en nuestras manos todo lo creado, con la esperanza de que nosotros lo hagamos un sitio en el cual Él mismo sea el Rey, y de que procuremos por todos los medios que lo hagamos retornar a Él perfeccionado por nuestra propia vivencia del amor y de la novedad. Necesitamos conocerlo más para hacerlo mejor para nuestra propia vida. Como Herodes que, por razones diversas a las que podemos tener nosotros, expresó su deseo de conocerlo -"¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas? Y tenía ganas de verlo"-, hagamos nuestro esfuerzo cada uno para acercarnos a Jesús, para conocerlo mejor, para comprender su motivación de amor y para hacerlo vida en nosotros, de modo que seamos motivados a vivir la novedad de vida que Él nos trae, abandonando el aburrimiento por la ilusión de servirlo y por la esperanza de ser enriquecidos con su amor.