jueves, 30 de abril de 2020

Te conozco y me alimento de ti, Jesús, para vivir tu misma vida

Qué me impide bautizarme?” — BIBLIOTECA EN LÍNEA Watchtower

El proceso de formación de los cristianos se conoce como "catecumenado". El catecúmeno es el cristiano que ha iniciado ese proceso para conocer y vivir la fe en Cristo, su persona, su mensaje y su obra. Es un proceso de "formación", que no se reduce solo a lo doctrinal sino que apunta al "ir tomando forma" mediante el conocimiento de lo que es Jesús para ajustarnos a Él. En nuestra fe cristiana el conocimiento que vamos poseyendo apunta a que vayamos tomando la forma de Cristo. Nos formamos para con-formarnos a Jesús, es decir, para ir adquiriendo para nosotros mismos la forma de Cristo y vivir cada vez más como Él vivió. De este modo, el catecumenado es un proceso de conversión mediante el conocimiento de lo que es Jesús para asimilar su conducta y su pensamiento y hacerlos propios, actuando y pensando como Él, hasta llegar a la identificación plena con Él, como lo logró San Pablo: "Vivo yo, pero ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí". En general, el proceso de catecumenado alcanza su culminación con el bautismo. El adulto que inicia su formación llega a un punto culminante en su proceso cuando ya se le considera apto para recibir el bautismo. No es el fin de su proceso, por cuanto podríamos decir que éste no termina nunca. El bautismo certifica que se ha alcanzado un grado de cierta madurez que capacita para empezar a formar parte de la Iglesia y a conformarse como parte activa de ella. En el bautismo de los niños esta responsabilidad la asumen los padres y los padrinos en nombre del niño, por lo cual se pide que, en general, padres y padrinos sean hombres y mujeres de fe que puedan en su momento dar testimonio de ella ante sus hijos y ahijados. El bautismo abre el camino de la experiencia de fe que vive el catecúmeno. Es el inicio de su maduración en la cual se pide que empiece a dar verdadero testimonio de la fe que ha ido adquiriendo. Es el regalo que da el mismo Jesús a aquel que cree y lo acepta como su Salvador, reconociendo su obra redentora en la que se ha entregado para alcanzar el perdón de los pecados y ha recuperado la posibilidad de entrar en el cielo a vivir la felicidad eterna como hijo de Dios. Es el fin que persigue el mandato misionero que ha dado Jesús a los apóstoles antes de ascender a los cielos para colocarse de nuevo a la derecha del Padre: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará". 

Ese proceso de catecumenado está perfectamente representado en el encuentro del Diácono Felipe con el eunuco etíope. Felipe, perseguido como todos los cristianos con el furor que se desató después del martirio de Esteban, y que iba de camino a causa de la dispersión de todos los cristianos que huían de dicha persecución, se encuentra con este alto dignatario etíope, prosélito del judaísmo, pero que nunca podría llegar a ser auténtico judío pues era extranjero y además mutilado, dos condiciones que le imposibilitaban su pertenencia al judaísmo, por lo cual nunca pasaría de ser prosélito, es decir, cercano. Es un encuentro procurado por el Espíritu de Dios para lograr la adhesión de este hombre a la fe. Se presentan acá ciertos rasgos similares del encuentro de Jesús con los dos discípulos de Emaús, tomando las justas distancias entre ambos acontecimientos. Aquellos dos discípulos estaban viviendo la frustración y la desilusión. El eunuco está viviendo la perplejidad por no comprender lo que iba leyendo: "¿Cómo voy a entenderlo si nadie me guía?" Jesús le abre la mente y el corazón a los caminantes de Emaús, quienes lo aceptan en su manifestación como resucitado. Felipe le hace entender las Escrituras al etíope, quien se entusiasma con el mensaje de salvación de Cristo y se decide con determinación firme a ser su discípulo, pidiendo ser bautizado: "Llegaron a un sitio donde había agua, y dijo el eunuco: 'Mira, agua. ¿Qué dificultad hay en que me bautice?'" El fin de ambos acontecimientos es de felicidad, pues el encuentro con el Jesús que ha salido a su encuentro los llena de esperanza y de gozo ante la salvación que ofrece el resucitado a todos. El eunuco es bautizado y Felipe es arrebatado de su presencia. Los dos peregrinos de Emaús, después de reconocer a Jesús, también son privados de su presencia repentinamente. Ya poseían al Jesús que los salvaba en sus mentes y en sus corazones, por lo que su presencia física no era necesaria. Al igual que el eunuco, que había comprendido las Escrituras con la explicación de Felipe y había sido bautizado, ya estaba viviendo la salvación prometida por Cristo por lo que no necesitaba del acompañamiento de Felipe que le había servido de anunciador: "Cuando salieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe". Él, rechazado radicalmente por el judaísmo, es aceptado en la fe cristiana que le abre las puertas de la salvación. Cristo no es, por lo tanto, solo para un grupo de privilegiados, sino para todo el que abra su corazón para aceptarlo y se convierta a su amor. Es para todo el que se integra en el grupo de catecúmenos y avanza, madurando cada vez más en su fe, aceptando a Jesús como su Salvador y deseando asimilarse cada vez más a Él.

En el proceso del catecumenado, lo hemos dicho, el bautismo es un punto culminante, pero no el final. Se debe seguir avanzando en él, por cuanto no es otra cosa que un llamado a apuntar a la perfección en la vida de la fe. El catecumenado hace posible responder al menos en la intención a la llamada de Jesús: "Sean perfectos como es perfecto el Padre del cielo". La perfección del cristiano es la asunción de la vida de Cristo en sí mismo. Es la vivencia del amor en plenitud, tal como la vivió Jesús que por ese amor entregó su vida por todos. San Pablo resume lo que debe vivir el cristiano de una manera magistral: "Amar es cumplir la ley entera", es decir, "la perfección de la ley es el amor". La vida de Dios y, por lo tanto, la vida de Jesús, Dios hecho hombre, es la vida del amor. Él es la fuente del amor, pues esa es su esencia profunda e identificadora. No hay realidad que defina mejor lo que Dios es. Por eso, el cristiano apunta a vivir el amor tal como lo vivió Jesús. Se debe mostrar en su entrega a Dios, poniendo toda su vida en sus manos, y en la entrega por los hermanos. "Nadie tiene amor más grande que quien entrega su vida por los hermanos". La asimilación a Jesús, la con-formación que procura el catecumenado debe apuntar a identificarse esencialmente con ese Dios amor. Debe procurarse vivir la misma vida divina. Y esto lo facilita Jesús con otro paso culminante que cumple el catecúmeno en su proceso: El de la participación en la Eucaristía, la comunión. Comer a Jesús para tener su vida plena en uno. Se trata en primer lugar de crecer en la fe, no como solo conocimiento de doctrinas, sino como experiencia de vida: "En verdad, en verdad les digo: el que cree tiene vida eterna". La vida eterna viene por la fe en Jesús. Pero va más allá. No es solo la fe, sino acercarse a Él para alimentarse de Él: "Yo soy el pan de la vida. Los padres de ustedes comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo". La entrega de Jesús está significada en su entrega como pan que alimenta para la vida eterna. Alimentarse de Jesús es procurarse la vida eterna. Y asimilar aquello que nos alimenta nos hace adquirir sus cualidades. El proceso de catecumenado nos lleva a aceptar a Jesús como alimento para que nos dé la vida eterna y nos asimilemos cada vez más a Él. Para que tengamos sus cualidades y vivamos en el amor que Él es. Comer a Jesús nos hace iguales a Él. Es el punto más alto en nuestro proceso de catecumenado, que no debe terminar nunca, hasta que nos hagamos uno con Él.

miércoles, 29 de abril de 2020

Tú, Jesús, eres mi consuelo, mi fortaleza, mi luz y mi perdón

legalismos | De la mano de María

"La vida del hombre en la tierra es milicia", dijo el sabio y paciente Job. Sin duda, la lucha cotidiana por proveer lo necesario para una vida cómoda, el enfrentamiento de las dificultades naturales que se presenten, los conflictos personales con otros, son circunstancias que están aseguradas en la vida común de cualquiera. Por eso la vida es un eterno combate, una milicia, que nos llama a estar siempre dispuestos a enfrentar esas realidades. La búsqueda de la felicidad no está exenta de la posibilidad de tener que sobreponerse a dolores, a sufrimientos, a persecuciones, a crisis. Desde que el hombre pecó el dolor es una realidad segura. Antes del pecado, cuando el hombre seguía al pie de la letra las indicaciones divinas, se aseguraba una vida de armonía absoluta pues todos los hombres eran iguales y todos seguían el mismo interés de ser fieles a Dios. Cuando entró el pecado en el mundo los hombres empezaron a verse como adversarios, como competidores. Todos seguían un interés personal, que era el de lograr la felicidad propia, sin importar ni los medios ni los métodos a usar. Lo que importaba era lograr esa felicidad, sin más. La única medida a tener en cuenta era el esfuerzo personal por sobreponerse a los otros, con tal de llegar a la meta. La soberbia se enseñoreó en el corazón del hombre, por lo cual él pasó a ser el centro de todo, y todo debía girar en torno a él y a sus intereses. Todo lo que no fuera en esa línea o se opusiera a ella, debía ser echado a un lado y eliminado. Esto, evidentemente, para una vida social, aseguraba la existencia de conflictos. A las dificultades naturales que se presentaban en torno a la vida de los hombres, se sumó el conflicto interpersonal, en el cual el hombre se convierte para el otro en un estorbo, o en el mejor de los casos, en un instrumento del que me valgo para alcanzar mis metas. De allí la frase terrible: "El hombre es lobo del mismo hombre". En todo caso, esa vida de combate es una realidad absoluta para la humanidad. Unas veces se saldrá triunfante. Otras, se saboreará lo amargo de la derrota. Esta es una verdad que viviremos todos. Y ante ella, Jesús nos pone sobreaviso. No quiere engañarnos Jesús dibujándonos un mundo color de rosa. Nos hace pisar firme en la realidad que viviremos cotidianamente: "En el mundo encontrarán tribulaciones, pero no teman, Yo he vencido al mundo".

Alguna vez se escuchó la especie de que Jesús jamás se anunció a sí mismo, como si en su intención solo hubiera el deseo de predicar la realidad del amor y del perdón de Dios, sin predicarse a sí mismo como el Redentor. Nada más lejos de la realidad, por cuanto, en efecto, son varias las ocasiones en las que Jesús se ofrece a sí mismo como el mejor apoyo que podemos tener los hombres en la milicia que es para nosotros la vida. Al decirnos "no teman, Yo he vencido al mundo", no nos está diciendo otra cosa que al ir al mundo no vamos solos, sino que Él nos envía y se embarca con nosotros en la misma tarea. Por un lado, su fuerza será la nuestra, pues Él la coloca en nuestras manos. Es lo que entendió perfectamente San Pablo, cuando habló de sus propias fuerzas: "Muy a gusto presumo de mis debilidades, pues entonces residirá en mí la fuerza de Cristo". La compañía de Jesús, siendo una compañía espiritual, es totalmente real. El enviado por Cristo sentirá en el cumplimiento de su tarea, inusitadamente una fuerza que no es la suya, una iluminación sobrenatural que pondrá palabras en sus labios que jamás pensó que podría pronunciar, ideas en las cuales nunca antes había pensado. Sin duda, es el cumplimiento estricto de esa promesa de Jesús. Pero más allá de esa presencia suya en el cumplimiento de la misión apostólica, está su presencia que consuela y alivia en el dolor y en el sufrimiento. No es una promesa de que no tendremos dificultades ni una fortaleza que promete para enfrentar fuerzas contrarias, sino que es un alivio sentimental y afectivo que hará sentir un sosiego real, una frescura que serena y llena de paz interior a quien sufre el agobio de las dificultades y conflictos personales. Es el ofrecimiento que hace Jesús de sus brazos en los cuales nos podemos refugiar para sentir el calor de quien nos ama de verdad y quiere nuestra paz. Es el oasis que viene a nuestro encuentro en medio del desierto del dolor y del sufrimiento. No es su compañía para enfrentar al mundo. Es su compañía en la intimidad del corazón que se siente agobiado y casi vencido en el desasosiego de la realidad cotidiana. Es la dulzura del consuelo y de la serenidad en medio del tormento de un corazón que tiene muchas heridas. Es la certeza de tener un fundamento sólido en su amor, a pesar de que todo lo que está alrededor se tambalee. Los brazos de Jesús son poderosos y suaves a la vez. Sostienen en el dolor y simultáneamente llenan de paz y de consuelo: "Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera".

Para obtener esta acción de Jesús en nosotros debemos estar dispuestos a abrir el corazón para reconocer que solos no podemos. No podremos anunciarlo de manera individual, sin su fortaleza y sin su iluminación, ni podremos recibir el consuelo necesario como lo ofrece el mismo Cristo ni de nosotros mismos ni de nadie cercano. Necesitamos deponer nuestra actitud de soberbia y declararnos absolutamente necesitados de Él, de su fuerza, de su amor y de su consuelo. Es necesario que asumamos una actitud de humildad, que es imprescindible para que el Señor vea las puertas de nuestro corazón abiertas a su presencia y se decida a venir a nosotros. Es la única manera en la que obtendremos su favor, nos llenará de su fuerza y nos iluminará en el cumplimiento de nuestra tarea. Y es también la manera en la que manifestaremos nuestra determinación de acercarnos a Él confiados para recibir el consuelo y el alivio que nos promete. De esa manera seremos campo fértil para la siembra que quiere hacer Dios: "Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". Si mantenemos una actitud soberbia, estaremos cerrando las puertas a la acción divina en nosotros. Esa actitud de humildad nos llevará a reconocernos en lo que somos y a declararnos necesitados del amor y la misericordia divinas: "Si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros. Hijos míos, les escribo esto para que no pequen. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo". Acercarnos humildemente a Dios por Jesús, reconociendo lo que somos, es dejarnos llenar de su luz, permitir su entrada que nos purifica, y dejarnos hacer de nuevo, llenos de la iluminación que nos deja su presencia: "Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y vivimos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero, si caminamos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado". Sin duda, en medio del tráfago de la vida, nos encontramos con la posibilidad del acompañamiento de Jesús que nos limpia, nos capacita para la misión, nos da su fuerza y nos ilumina, y tiene sus brazos extendidos hacia nosotros para aliviarnos y consolarnos en toda ocasión.

martes, 28 de abril de 2020

Quiero que mi vida sea una identificación plena con la tuya, Jesús

Yo soy el pan de la vida» | Razones para Creer

Una de las frases más comprometedoras para los discípulos de Jesús la acuñó el gran escritor sagrado, Tertuliano: "El cristiano es otro Cristo". La identidad de cada uno de nosotros, seguidores de Jesús, ya no se sustenta solo en nuestro origen familiar, en los genes que nos vienen de nuestros padres, en la formación que hayamos recibido, en el entorno influyente del ambiente en el cual nos hemos criado. Se sustenta, principalmente, en la capacidad que podamos tener de asimilarnos a Jesús, nuestro Maestro. Unos años antes, el gran San Pablo había afirmado el final del itinerario de la vida del cristiano, que era el mismo itinerario que él había seguido: "Vivo yo, mas ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí". Su identificación con Jesús llegó a tal extremo que tenía la convicción de que su vida y su razón para vivir era Él. Ya no había para él gustos o intereses personales. Su vida era de Jesús y para Jesús: "Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir". Y lo afirmaba sin ningún rasgo de duda. Esa identificación llegó a considerarla la manera natural de vivir para el cristiano, de tal modo que no cabía otra posibilidad. Por eso anima a todos a seguir ese mismo periplo de identificación total con Jesús, tal como lo había llevado él: "Sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo". Ciertamente esa identificación se basa en la asimilación a la propia vida de los rasgos definitorios de Jesús, desde la extensa diversidad y variedad de personalidades de cada seguidor de Cristo. No quiere Jesús la uniformidad, como si fuera una especie de fábrica de cristianos en serie, de la cual salimos todos clones unos de otros, sin una identidad personal. Eso no tendría ningún valor, pues no habría el concurso personal que se requiere que ponga cada uno de su parte. La identificación con Jesús se hace desde la peculiaridad que es cada uno de los discípulos de Jesús. Se trata de que desde esa misma individualidad se vayan asumiendo las cualidades y las características de Jesús para hacerlas propias. Es un proceso de negación de sí mismo, en cuanto desdice de Jesús y de afirmación en lo que lo define para hacerlo propio. Se trata, en primer lugar, de conocer a Jesús. Jamás podré llegar a ser otro Cristo si antes no sé quién es Él. Debo saber de Él, de su esencia de amor, de su identidad profunda, de su encarnación, de la obra que realizó entre nosotros, del mensaje que nos dejó, de su entrega por amor a los hombres, de su muerte, su resurrección y su ascensión a los cielos. Ese conocimiento debe llevarme al amor. Se ama solo lo que se conoce. Saber de su amor por mí producirá en mí una respuesta también de amor. Conociéndolo y amándolo tomo una decisión trascendental en mi vida: convertirme en su seguidor. Nada hay más compensador que dirigir los pasos de mi vida para mantenerme con Él y sentir su amor por mí. Seguirlo es asegurarme el tener continuamente la experiencia de su amor. Y finalmente, hacerme su seguidor me lleva a ir haciendo mías sus cualidades. Me asimilo a Él de tal manera que cumplo perfectamente lo que dice Tertuliano: "El cristiano es otro Cristo".

Esa identificación no se convierte en un acto pasivo en el que simplemente "me dejo hacer", sino que es para mí una invitación a ser activo en la procura de las cualidades de Jesús para mí. El cristiano da pasos hacia Jesús, hace de su vida una réplica de la vida de Cristo, asume sus características y se hace instrumento del amor en el mundo como Jesús, sirve a la verdad y la anuncia sin hacerle el juego a la mentira y a la manipulación, se enfrenta al mal con determinación y valentía. Hacerse otro Cristo no es un juego o una realidad superficial, pues apunta a hacerse esencialmente ciudadano del reino de Dios en el mundo, lo que traerá consecuencias de peso que significarán oposición frontal con los antivalores que promueve el mundo, los cuales se resistirán y reaccionarán en consecuencia. La vida del cristiano será de una total compensación en el amor de Dios, pero exigirá valentía y tenacidad para enfrentar a la maldad que vendrá en confrontación al bien que se quiere sembrar. Por ello, la identificación con Cristo no solo deberá darse en la asunción de sus cualidades, sino también en la asunción de sus sufrimientos y persecuciones, de su pasión sufriente por el mundo, e incluso de la posibilidad de tener un final similar al que Él tuvo. El Diácono Esteban lo vivió plenamente así. Habiendo asumido para su vida la misma misión de Jesús de anuncio del amor y la verdad, se dio a la tarea de hacerlo con audacia, viviendo la felicidad de estar haciendo lo que tenía que hacer como discípulo fiel de Jesús, y recibiendo frontalmente la oposición de los que ostentaban el poder. Exactamente lo mismo que vivió Cristo en su momento. El paralelismo entre la vida de Esteban y la vida de Jesús es sorprendente. Y también el paralelismo entre la muerte de ambos. Esteban llegó a asimilarse de tal manera a Jesús que no solo se identificó con Él en la vida, sino que lo hizo también en la muerte. Esteban "repetía esta invocación: 'Señor Jesús, recibe mi espíritu'. Luego, cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo: 'Señor, no les tengas en cuenta este pecado'. Y, con estas palabras, murió". Al igual que el Mesías, pone su espíritu en las manos de Dios. Y también pide el perdón para sus asesinos. Esteban se asimiló de tal manera a Cristo que incluso en la muerte siguió sus mismos pasos. Ser otro Cristo podrá exigirnos a cada uno hacer lo mismo. Vivir como Jesús. E incluso llegar a morir, de ser necesario, como Él.

La compensación de saber que estamos siguiendo los pasos de nuestro Maestro es total. Sería absurdo hacerlo sin sentir la alegría de saber que se está haciendo lo correcto. No se puede considerar un capricho o un juego, por cuanto está sobre el tapete la propia vida, e incluso la muerte. Saberse otro Cristo es de tal manera compensador que todo lo que representa la vida se pone en función de eso. Desde mi peculiaridad debo dejar que se transparente para los demás a Jesús. Debo hacer sentir desde mí el amor que Jesús le tiene a cada uno, el deseo de salvarlo que lo mueve a acercarse, su invitación a no contentarse con lo que es sino a apuntar cada vez más alto para ser mejor persona en todos los órdenes de la vida, la llamada a vivir una vida comunitaria activa en la que se haga presente la solidaridad particularmente con los más necesitados. Todo esto necesita tener un sustento sólido y ser alimentado para que se mantenga firme y decidido. No es el simple voluntarismo el que lo mantendrá vigente y activo. Por eso Jesús, conocedor de esta necesidad, sale al encuentro del hombre no solo para presentarse como modelo a seguir, sino como Aquel que anima y sostiene en el camino y el que se ofrece como alimento para seguir avanzando con determinación en ese periplo que se ha iniciado, como la peregrinación de Israel en el desierto, guiado por Moisés: "En verdad, en verdad les digo: no fue Moisés quien les dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo". Ese pan es causa de vida. Da la fuerza y la determinación. No es un apoyo físico, sino espiritual, que sostendrá la ilusión y el ánimo de ser servidores de Jesús, sirviendo a los hermanos y procurando para ellos la misma vida que hemos recibido de Él. Es de tal manera fortalecedor que es el mismo Cristo el que se ofrece de alimento. Alimentarse de Él es alimentarse del mismo Dios, por lo tanto, llenarnos de su fuerza, de su sabiduría, de su amor. Es apertrecharse con las mejores armas para enfrentar al mal en el mundo desde la bondad infinita que significa estar llenos de Jesús y ser uno con Él, ser otro Cristo. Por eso no puede sino surgir desde nuestro corazón convencido de todo esto, la oración de súplica que nos lleva a implorar ese alimento: "'Señor, danos siempre de este pan'. Jesús les contestó: 'Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás'". Con ese alimento tenemos asegurada la victoria. Jesús venció entregándose. También nosotros, alimentándonos de Él, venceremos, aunque tengamos que entregar nuestra vida. Seremos otros Cristos, asimilados a Él en todo. En nuestra vida y, de ser necesario, en nuestra muerte.

lunes, 27 de abril de 2020

Aprendo de tu amor por el hombre integral: Cuerpo y Alma

Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado

La predicación de Jesús apunta siempre a que los hombres pongan el acento donde debe ser puesto. Comprende Jesús que los hombres equivocan frecuentemente el camino cuando dan la mayor importancia a las cosas que no trascienden sino que son pasajeras, temporales. A las que están hoy, a lo mejor muy sólidamente, pero que mañana pueden haber desaparecido. La insistencia del mensaje de Cristo es que el hombre mire a lo que no desaparece, a lo que no es pasajero, a lo que permanece para siempre. Y eso es lo que tiene que ver con lo espiritual, con la parte invisible de la naturaleza humana, con lo que de "imagen y semejanza" de Dios hay en el hombre. Lo material está hoy y ya mañana no. El amor, la libertad, la inteligencia y la voluntad, la capacidad de ser apoyo y auxilio a los hermanos, son realidades que nos vienen por ser criaturas divinas y participar en cierto modo de la naturaleza de Dios. Por lo tanto, son realidades que permanecen y en su condición son inmutables. Puedo amar teniendo riquezas o no. Puedo ser libre siendo un gran empresario o un sencillo obrero. Puedo ser apoyo para el hermano siendo un gran político o un buen maestro de escuela. La capacidad de desarrollar las cualidades divinas en mí no depende ni de mi riqueza ni de mi estatus. Por eso Jesús echa en cara a los hombres la superficialidad en la que viven y que los lleva a colocar sus prioridades de manera errada: "Ustedes me buscan no porque han visto signos, sino porque comieron pan hasta saciarse. Trabajen no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios". Buscar a Jesús no debe reducirse a una intención interesada solo en lo material. Estos hombres acaban de ser testigos del poder de Cristo al saciar a una ingente cantidad de hombres con apenas cinco panes y dos peces. Por eso se acercan a Él con la esperanza puesta en que todas sus necesidades serán resueltas por este que ha demostrado tanto poder. Han colocado su admiración hacia Jesús solo en el plano material, desechando cualquier otra opción. Y no es que esté mal esperar de Jesús también su acción en favor de la corporeidad humana. Para Él es también importante que el hombre en su vida cotidiana pueda vivir con comodidad, sin necesidades urgentes, sin miseria. Todas esas realidades son igualmente combatidas por Jesús. Por algo multiplicó los panes y los peces, realizando así uno de sus grandes milagros. Y por eso invita a todos a vivir la caridad como norma de vida que impulse a lanzarse en apoyo hacia los hermanos más necesitados, incluso en lo material.

No hay confrontación entre la preocupación por el bienestar material del hombre y la elevación de sus esperanzas en lograr una vida eterna feliz junto al Padre, disfrutando de la redención que logró Jesús con su entrega. Quien ponga esto como una contraposición excluyente, simplemente está reduciendo gravemente el mensaje de salvación de Jesús. Es el error que se ha cometido en la historia, injustamente atribuyendo a Jesús el acentuar una realidad en desmedro de la otra. Quienes afirman que Jesús se ocupa solo de lo material pretenden que el mensaje de Jesús sea un mensaje que se reduce a lo sociológico. El Salvador sería entonces como una especie de líder social que promueve el respeto al hombre y su promoción material. Exacerbar esta afirmación puede llegar incluso a justificar la violencia. En algún momento se llegó a ver figuras de un Cristo guerrillero con un fusil en sus manos. Nada más lejos de lo que en realidad es el Príncipe de la Paz. Pero en contraposición a esta postura está la de quienes presentan a un Jesús que se ocupa solo de la realidad espiritual del hombre. De esta manera, no tendría nada que ver con las injusticias sociales que se puedan estar cometiendo, pues lo único que importa es el futuro de eternidad en el cielo. El hombre no estaría en el mundo para disfrutar de beneficios materiales, sino para elevar su mirada al cielo. No importa el sufrimiento, la carencia de bienes, la explotación social de los más débiles. Importa el suspirar por la felicidad que viviremos en la eternidad. Por lo tanto estamos condenados a aceptar todo lo que nos venga encima sin mover un dedo en contra del mal en el mundo. La esperanza en la eternidad me paraliza, me hace pietista. Es como una especie de droga con la que se me anula totalmente la voluntad de buscar un mundo mejor. Razón tenían los propulsores del comunismo cuando en una época en la que se acentuaba esta espiritualidad, tildaron a la religión como "el opio del pueblo". Ninguna de las dos vertientes es correcta. Nuestra fe no nos invita a hacer prevalecer una idea sobre la otra. Sería una gran equivocación. Cristo nos invita, sí, a suspirar por la realidad futura, pero lo hace invitándonos a la vez a tener los pies bien puestos sobre la tierra. Su mandato: "Vayan al mundo entero y prediquen el Evangelio" es englobante, no excluyente. El mundo es el hombre y toda la realidad que lo circunda. Por eso el mandamiento del amor no apunta solo a lo eterno o celestial, sino también a la realidad concreta que vive cada uno. Y Jesús nos dice que al final de nuestras vidas, cuando nos corresponda rendir cuentas ante el Padre, la medida será la del amor que hayamos tenido con los hermanos, particularmente con los más necesitados. No en la cantidad de misas en las que hayamos participado, o en los padrenuestros o avemarías que hayamos rezado, aunque tengamos que hacerlo para estar más unidos espiritualmente a Dios.

Esta unión con Dios marcará definitivamente nuestras vidas. Ante la pregunta que hacen aquellos que seguían a Jesús, a los que criticaba la búsqueda solo del pan material, Jesús les responde claramente: "Ellos le preguntaron: 'Y, ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?' Respondió Jesús: 'La obra de Dios es esta: que crean en el que Él ha enviado'". Creer en el enviado es creer en Jesús. La fe es fundamental para entender a Cristo, su mensaje y su obra. No se trata de hacer un estudio biográfico de lo que fue Jesús y el contenido y significación de sus mensajes y de sus obras. Se trata de llenar el corazón de ese mensaje de salvación y de descubrir en sus obras su determinación por favorecer al hombre y llevarlo a la presencia de Dios. Se trata de hacer de todo ello parte de nuestra vida, dejar que la transforme, experimentar la conversión, hacer que nuestro corazón se llene del mismo amor que vivió Jesús por los hermanos y procurar siempre el bien para todos. Es apuntar a ganar el cielo, haciendo que ese cielo se adelante aquí y ahora por las acciones que yo emprenda en función de enfrentar el mal y establecer el bien en el mundo. No escudarse en estar enfrentando el mal en la propia vida para no procurar el bien del otro. Hacerse uno con Jesús, sabiendo que habrá oposición, por cuanto el mal no descansa. Hacer que tampoco el bien descanse haciéndose su propulsor, a pesar de las oposiciones que se puedan encontrar en el camino. El discípulo de Cristo, consciente de su tarea en el mundo, sabe que su suerte no puede ser mejor que la del Maestro: "Acuérdense de la palabra que Yo les dije: 'Un siervo no es mayor que su señor.' Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes". Fue la experiencia de aquellos primeros discípulos de Cristo, que, habiéndose hecho uno con Él, sufrieron también su misma suerte. Un ejemplo claro fue Esteban, uno de los siete diáconos, cuyo paralelismo en su sufrimiento con el sufrimiento de Jesús es impresionante. Se hizo uno con Jesús, anunció su Evangelio de amor, y corrió con su misma suerte. El juicio que se le hace es idéntico al de Jesús, es acusado por testigos falsos del mismo delito por el que fue condenado Jesús, Y es condenado a muerte como Cristo. Pero él ya había asumido que hacerse uno con Jesús conllevaba también la posibilidad terminar como Él. Por eso, lo vemos asumiéndolo con responsabilidad y alegría: "Todos los que estaban sentados en el Sanedrín fijaron su mirada en él y su rostro les pareció el de un ángel". Para todos nosotros ese debe ser nuestro itinerario: Hacernos uno con Jesús siendo sus auténticos discípulos, ocuparnos de sembrar el bien en el mundo enfrentando el mal con determinación, no reducirnos solo a lo material o solo a lo espiritual en nuestra lucha por sembrar el Evangelio del amor, asumir que el mal reaccionará y nos querrá hacer daño, saber que el sufrimiento es una posibilidad muy cercana al cumplir nuestra misión, y mirar con esperanza hacia la eternidad a la que somos llamados y en la que tenemos el lugar que Cristo nos ha ganado.

domingo, 26 de abril de 2020

Te revelas como Dios de amor y con ese amor nos llevas al cielo

Los discípulos de Emaús | VitaNoble Powerpoints

En la revelación de Dios a los hombres, los dos actores de la obra tienen papeles importantes que llevar adelante, sin los cuales es imposible que la obra llegue a su culminación. En primer lugar, Dios que se da a conocer y que va dando luces de lo que es en sí mismo, de su amor por los hombres, de su voluntad soberana, del designio de eternidad que tiene para su creación. Lo hace desde el mismo principio de la existencia del hombre, surgido de su mano poderosa. Creó a Adán y a Eva, y se dio a conocer a ellos como ese Padre amoroso que los ha hecho existir y los ha colocado en el centro de todo lo creado para que fueran sus dominios. De tal manera se hizo cercano que, según lo relata el autor sagrado, su relación de amistad y cercanía era total. La confianza que había entre ellos era tan grande que Dios venía en las tardes al Edén a tener conversaciones y a pasar el tiempo con ellos. Fue precisamente una de esas tardes en las que visitaba al hombre en la que descubrió la infidelidad, pues el hombre no se presentó al encuentro cotidiano ya que estaba escondiéndose de Él, evitándolo, consciente de haber traicionado esa confianza radical que le tenía. Dios se había revelado al hombre como lo que era: poderoso creador, providente, amoroso, confiado, pero también el superior que ponía normas que debían ser cumplidas y que facilitaban la vida. Las indicaciones de Dios no eran caprichosas prohibiciones, sino señales que apuntaban a seguir un camino más fácil para llegar a Él y a la felicidad. No seguirlas significaba una complicación para el mismo hombre, por lo cual era él mismo el que hacía tortuoso su camino. Por el contrario, seguir esas indicaciones lo llevaban sin estorbos por el camino de la verdadera y plena felicidad. En general, Dios ha cumplido siempre su rol de manera perfecta. La revelación que Él ha querido hacer de sí mismo ha echado luces para la comprensión de lo que Él es y de sus designios de amor para con nosotros. Evidentemente, por ser el origen de todo, poderoso infinitamente, omnisciente, omnipresente, y al ser el hombre limitado en esencia, esa revelación debía ser paulatina, llevada sabia y didácticamente paso a paso para no indigestar al hombre con algo que no era capaz de digerir ni asimilar con facilidad. Por ello, en esa revelación que Dios hace de sí mismo habrá siempre algo que queda en la reserva de su propio ser. Revelarse en Dios no significa entonces que su ser queda totalmente desvelado. Algo siempre queda oculto en su misterio infinito. En primer lugar, porque Dios mismo en esencia es infinito y en segundo lugar porque el hombre jamás podrá llegar a asimilarlo totalmente pues es extremadamente limitado en comparación con su Creador.

El segundo actor en la obra de la revelación es el mismo hombre. Creado a imagen y semejanza de Dios, es el único ser de toda la creación capaz de llegar a ponerse a la altura de un conocimiento intelectual y experiencial de ese ser infinitamente superior. Su propio esfuerzo puede servirle de apoyo para satisfacer parcialmente su acuciosidad y su sed de conocimiento de ese ser que debe estar por encima de todo y del cual depende su propia existencia y la existencia de todo. Es la teología natural, por la cual el hombre puede llegar a cierto conocimiento, sin duda imperfecto e incompleto, de Dios, por su propio esfuerzo. Pero Dios, conociendo la limitación extrema que tiene el hombre para llegar a puerto seguro mediante esa metodología, y descubriendo de nuevo su amor condescendiente por el hombre, se desprende de algo de su misterio y lo pone al alcance del hombre mediante su propia autorevelación. Corresponde al hombre estar atento a esos gestos de revelación divina, descubrirlos en los mismos signos que Dios pone en su camino, estar disponible para Dios y abrir su corazón con humildad y valentía para recibir y aceptar esos gestos amorosos del Creador que los pone a su alcance para que lo conozca. Algunos de esos gestos serán claros, otros requerirán de un cierto esfuerzo para ser comprendidos. Pero todos nos hablan de la voluntad inmutable de Dios de darse a conocer al hombre para que con el mismo amor con el que se descubre, sea aceptado y recibido como Padre amoroso, creador, sustentador y salvador. El punto culminante de esa revelación llega con Jesús que hace que Dios ya no muestre signos de su presencia en el mundo, sino que se hace presente Él mismo para hacerse totalmente asequible. No hay ya excusas de confusión o de oscuridad, Con Jesús la luz llega para iluminar a todos y dar la claridad definitiva de lo que Dios es en referencia al hombre y de su deseo de derramar todo su amor en los corazones que lo reciban con alegría. Somos nosotros los que tenemos en nuestras manos la decisión final. Ya Dios ha hecho todo lo necesario para revelarse y darse a conocer, para dejarnos claro su amor por nosotros, para gritarnos en cada uno de esos gestos de entrega que nos ama y nos quiere junto a Él. Es necesario que el hombre deponga actitudes de soberbia, de racionalismos destructivos, de indiferencia, de rechazo, para que la obra llegue a la culminación feliz de revelación total del amor y de aceptación de la salvación que Dios regala. Dios se abre al hombre. Y la obra tendrá un final feliz solo si el hombre se abre a Dios.

El encuentro con los discípulos de Emaús es una representación perfecta de toda esta obra. Dios se había revelado en Jesús y en toda su obra. Había lanzado signos claros de lo que había venido a hacer. Había entusiasmado a todos con su presencia: "Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; ... Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió". Pero sentían la desilusión de que todo aparentemente se había ido al garete. Su corazón que iba abriéndose a la ilusión de la presencia del Salvador, se cerró de nuevo por la muerte de Jesús. Pero la revelación de Dios no se detenía: "Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron". Un corazón desilusionado necesitaba de mayor empuje en los signos. Por eso Jesús se hace el encontradizo, con la plena disposición de echar luces en su revelación a los hombres. "'¡Qué necios y torpes son ustedes para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?' Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras". La perseverancia de Dios en su revelación de amor es impresionante. Es un Dios paciente y misericordioso que no quiere otra cosa que la salvación de todos. Por eso es insistente. Finalmente, esa insistencia logra el cometido. Los discípulos comprenden que la obra de Dios ha sido perfectamente llevada a cabo: "'¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?' Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros". Dios es insistente en su revelación. Y lo es porque ama. El amor no se cansa jamás. Cuando quiere algo se entrega a lograrlo con paciencia y perseverancia. Y así es Dios. Lucha por nosotros hasta la extenuación, que es incluso llegar a la entrega para morir. Nosotros, actores también de esa obra de revelación, debemos mostrar nuestro amor a ese Dios que lo da todo, abriendo el corazón para que entre en nosotros, nos llene de felicidad y nos salve. Que vivamos en la convicción total de ese amor: "Ustedes fueron liberados de su conducta inútil, heredada de sus padres, pero no con algo corruptible, con oro o plata, sino con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha, Cristo". Es nuestro tesoro, no porque lo hayamos ganado por esfuerzo personal, sino porque nos ha sido donado desde el amor infinito que Dios nos tiene.

sábado, 25 de abril de 2020

Tú conquistas más por el Amor que derramas que por la Verdad que pronuncias

Biblia, Vida y Oración: Vayan al mundo entero y proclamad el ...

El mandato universal de Jesús a los apóstoles es muy claro: "Vayan al mundo entero y proclamen el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado". La formulación que utiliza Jesús al pronunciar esta frase es de obligatoriedad. No es una simple solicitud o una invitación la que está haciendo Jesús. Es un mandamiento. Para el cristiano no hay opción de negarse a hacerlo, pues correría el riesgo de ponerse en contra de la voluntad divina. Podríamos decir que lo coloca a la misma altura de los diez mandamientos que confía a Moisés o del mandato del amor que revela a los apóstoles. Incluso, en el cumplimiento de este mandamiento estaría una forma de identificar al que es cristiano y al que no lo es. Ser cristiano es vivir un encuentro personal y esencial con Jesús, recibir de Él la nueva vida que ha alcanzado para todos con su muerte y resurrección, vivir en el ámbito del amor y de la misericordia de Dios, elevar la vista con añoranza de las moradas celestiales y anunciar con gozo a todos el Evangelio del amor de Dios. Si falta una sola de estas cualidades podríamos decir que no se llega a la identidad plena del cristiano. Por ello, quien no siente el compromiso personal de hablar de Dios, de anunciar el perdón de los pecados, de hacerle llegar el gozo del amor y de la misericordia a los hermanos, realmente podríamos decir que no es cristiano. El ser apóstol es connatural con el ser cristiano. Así como sabemos que un cuerpo humano está vivo porque respira, un cristiano estará vivo porque es apóstol. El apostolado para el cristiano es como la respiración para el cuerpo humano. Un cristiano que no anuncia el Evangelio del amor a los hermanos está muerto. El gozo de quien es verdaderamente cristiano está, en primer lugar, en vivir ese amor de Dios en su propia vida, y en segundo lugar, en hacer que otros vivan su misma alegría. De esa manera, su gozo será mayor. Compartir la alegría del amor de Dios hace que la propia alegría sea mayor y más sólida. Dar alegría significa vivir más sólidamente la alegría personal.

Evidentemente, el primer actor de esta misión que Jesús le encomienda a los apóstoles es Él mismo. Su presencia está asegurada en la vida de cada hombre y mujer que lo acepta como su Señor y como su Dios. "Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos", es una promesa que se cumple a rajatabla. Jesús no es un irresponsable que envía y deja a la deriva a los suyos. Cuando Él invita a remar mar adentro no se baja de la barca, sino que se monta en ella y acompaña a los apóstoles, animándoles a seguir con valentía, enfrentando tormentas con ellos, siendo su inspiración, dándoles fuerzas para sobreponerse a las dificultades. Sabe Jesús que la tarea no dejará de tener obstáculos y oposición. Él es muy realista y no busca engañar. "Miren que los envío como corderos en medio de lobos", les dice. Los apóstoles no dejarán de encontrar estas dificultades que el mundo les va a ofrecer. Por ello, con mayor razón necesitan saber que Jesús está con ellos fortaleciéndolos y llenándolos de valentía. La fuerza que tendrán los apóstoles en el cumplimiento de su tarea, no será solo la propia, aunque también será necesaria. Se necesitará una fuerza superior, por cuanto quien se opondrá es suficientemente poderoso, no porque tenga mucha fuerza pues ya ha sido vencido en la cruz, sino porque es muy astuto. El demonio buscará siempre la manera de debilitar, inyectando desasosiego, desilusión, frustración, pérdida de sentido, confusión, rotura de la unidad. Solo una unión muy sólida con Jesús en el camino del apostolado hará posible sentir un ánimo continuo para seguir adelante. De esa manera, se tendrá la convicción de que no es en la debilidad de sí mismo en la que hay que confiar, sino en la fuerza infinita de Jesús que va con uno. "Residirá en mí la fuerza de Cristo. Cuando soy débil, soy fuerte", dice San Pablo, experto en encontrar oposición en el anuncio del mensaje de salvación de la humanidad. El cristiano cuenta con la promesa cumplida de Jesús: el Espíritu Santo que dará fuerzas, mantendrá en la ilusión, pondrá las palabras necesarias en los labios, levantará y sostendrá en las caídas. Será el mejor apoyo que luchará a nuestro favor contra el demonio. El mismo San Pedro da la clave para mantenerse en primera línea en la misión: "Sean sobrios, velen. Su adversario, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar. Resístanle, firmes en la fe, sabiendo que su comunidad fraternal en el mundo entero está pasando por los mismos sufrimientos. Y el Dios de toda gracia que los ha llamado a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de sufrir un poco, él mismo los restablecerá, los afianzará, los robustecerá y los consolidará. Suyo es el poder por los siglos. Amén".

En esta tarea nuestra lucha debe apuntar a conquistar. Sobre todo en la percepción de nuestra propia felicidad que puedan tener nuestros oyentes. Presentar un mensaje atractivo no consiste solo en la presentación de la Verdad, sino en que esa presentación sea atractiva. A los no creyentes no los conquistaremos solo por convencimiento de la solidez de lo que creemos, sino por el atractivo que represente para ellos nuestro estilo de vida, que les hable de gozo, de paz, de solidez interior. Lo primero que atrae no es la Verdad sino la Vida. Se conquista antes el corazón que la mente. El amor conquista más que la verdad. Por eso, en cierto modo, tiene sentido la oración que hacía Santa Teresa de Ávila: "Señor, haz a los malos buenos, y a los buenos, simpáticos". Una verdad presentada rudamente, con sequedad y violencia, jamás será atractiva, por muy cierta que sea. Puede llegar incluso a producir rechazo en los oyentes, no tanto porque crean que sea mentira, sino porque el testimonio de quien la está presentando la destruye. Muchísimas personas se alejan de Dios no por Dios, sino por nosotros, que hacemos de la figura de Dios una figura muy poco atractiva. El antitestimonio es más dañino que la mentira. Más en nuestros tiempos, en los que la afectividad tiene tanto peso. Un acercamiento cariñoso, una sonrisa, un apoyo en la necesidad, un hombro ofrecido para recostarse, un pañuelo alargado para secar las lágrimas, son mejores argumentos que un largo sermón sobre el Credo perfectamente hilvanado. Los hombres necesitamos saber que somos amados, y solo lo haremos sintiendo ese amor, no por conceptos perfectamente pronunciados. La verdad vivida, de ese modo, pasará más fácilmente a ser una verdad conocida y profundizada. Lo experimentaron también desde un mismo principio los apóstoles en el cumplimiento de su misión: "Revístanse todos de la humildad en el trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes. Así pues, sean humildes bajo la poderosa mano de Dios, para que Él los ensalce en su momento. Descarguen en Él todo su agobio, porque Él cuida de ustedes". Lo justo es, entonces, que presentemos a un Dios atractivo. Que nadie se aleje de Él por culpa nuestra, porque presentamos a un Dios que en vez de ser Padre es Juez tiránico. Lo que mueve y siempre ha movido a Dios en referencia a los hombres es el amor. Y el apóstol es instrumento de ese amor. Debe vivirlo en profundidad y transparentarlo tal como es delante de todos, para que ellos añoren vivir ese mismo amor y sean salvados.