viernes, 1 de noviembre de 2013

Eternamente felices

Nuestra vida no es más que un peregrinar hacia la casa del Padre. Dios nos ha creado con la idea de que hagamos un recorrido, partiendo desde Él mismo, sosteniéndonos en Él, para llegar a Él... En ese transcurrir, todo podrá ser riquezas, compensaciones, dones. O, por el contrario, todo podrá ser frustraciones, dolores, tristezas... Lo mejor de todo es que esa alternativa está en nuestras manos. Somos nosotros los que las procuramos. O decidimos ser felices, apuntando a la felicidad eterna, o decidimos ignorar esa meta, y creemos que podemos lograrla con nuestras solas fuerzas, excluyendo a Dios de todo el itinerario...

Cuando se habla de la felicidad en Dios, no estamos hablando sólo de las alegrías que podremos vivir en lo cotidiano. Ellas están incluidas, pero la felicidad va más allá. Porque esta felicidad es un estado inmutable, que se sostiene incluso en medio de cualquier dificultad. Se basa, fundamentalmente, en la conciencia clara de la fidelidad de Dios por encima de todo, de su amor, de su auxilio, de su consuelo. Esa que da el saberse jamás abandonado por Él. Es la que le da sentido a todo. De lo contrario, no tendría lógica el programa que propone Jesús a sus discípulos, las Bienaventuranzas... Es difícil entenderlo, si no se está en el ámbito de la fidelidad divina. ¿Cómo aceptar que se puede ser dichoso, bienaventurado, en el dolor, en el sufrimiento, en la pobreza, en la persecución, en las lágrimas, en el hambre, en la sed? Tiene que haber algo que lo haga tener sentido. Jesús no puede engañarnos, pues quien se entregó por amor a nosotros, demostrándonos que ese amor ha sido el más verdadero que nadie ha sentido por nosotros, no puede venir a pretender engañarnos con palabras bonitas. Es necesario que entendamos que esas palabras tienen un sustento sólido y lógico...

Y hablamos de la fidelidad de Dios. Él nos ha creado y nos ha puesto en el mundo para que caminemos sólidamente en Él y teniendo siempre en el día a día su presencia providente. No hay un solo segundo en nuestras vidas en el que no podamos echar mano de su amor, de su consuelo, de su apoyo.Y, por eso, sabiendo que en medio de cualquiera de las dificultades que podamos vivir, podemos saber que habrá siempre la mano consoladora. Jesús no nos promete eliminar el dolor, el sufrimiento de nuestras vidas. Lo que nos promete es que en medio de ellas siempre estará Él como mano que se tiende para servir de consuelo y de apoyo. Tenemos un piso sólido en el que fundarnos para que no seamos destruidos en la tragedia. Y no existe fundamento más sólido que el suyo... Alguno podrá pensar por qué no mejor nos evita todo sufrimiento. No es propio de la mejor pedagogía hacerlo... Los padres saben muy bien que para los hijos crezcan con carácter, sean sólidos para el futuro, adquieran la madurez necesaria para enfrentar lo duro de la vida futura, es excelente que tengan que enfrentrarse a situaciones límite. Están siempre allí para ser apoyo, pero saben muy bien que no deben resolverle todos los problemas a los hijos. Eso, aunque los amen mucho, no les haría ningún bien... Y Dios es el mejor Padre que existe...

Valoramos mucho más lo que ganamos por nuestras propias fuerzas. Estamos más seguros del amor cuando constatamos todo lo que lo ha probado y aún así se mantiene. Sabemos vivir mejor sabiendo que en medio de todo sigue estando Dios en la base, sosteniéndonos, salvándonos, amándonos, entregándose por nosotros... Por eso, el camino de la santidad tiene sentido. Es un camino de abandono en la plena convicción del amor y de la fidelidad de Dios, por encima de todo. Incluso por encima del pecado que cometemos, pues el mismo Dios, a la ofensa contra Él, coloca el remedio. El ofendido, hace que la ofensa sea superada en el amor y en el perdón, cuando hay arrepentimiento...

Es el sentido que han encontrado los santos... Los innumerables personajes que se nos han adelantado en este caminar, nos enseñan que sí es posible vivir ene esa convicción de amor. Imaginemos la inmensa cantidad de mártires, de confesores, de vírgenes, de laicos, que ya están en medio de ese coro celestial cantando la gloria de Dios y contemplándola cara a cara... No han sido distintos ellos a nosotros. Han vivido una vida igual que la nuestra, sólo que en la convicción fija e inmutable de que Dios los amaba infinitamente. No son santos porque hayan hecho maravillas. La única maravilla que han hecho la podemos hacer tú y yo: Amar. Dejarse amar. Vivir en el amor...

Por eso, cada uno puede ser santo ya... Es simple. Sólo vivir en el amor, avanzar hacia él resueltamente. No hay mejor camino que ese. Así se cumplirá perfectamente el plan de las Bienaventuranzas en nosotros. Recibiremos al final -¡que más bien será el principio!- la plena compensación, la de la eternidad en Dios y en su amor. Y encontraremos sentido a todo, pues en Dios todo será comprendido y explicado. No hay otro camino para la plenitud...

Así que estamos llamados a ser Santa Ama de Casa, San Portero, San Obrero, San Oficinista, San Esposo, Santa Esposa, San Papá, Santa Mamá, San Hijo, San Estudiante... No es difícil lograrlo, pues solo requiere vivir en la fidelidad de Dios y en su amor, y hacerse instrumento de eso para todos los hermanos... Cada uno tiene una tarea que cumplir. Y en el cumplimiento de ella estará la verdadera felicidad, la que no cambia, la que no se inmuta, la que llena plenamente, la que sostiene en todas las circunstancias. Esa es la santidad que Dios quiere que vivamos, para llegar a estar eternamente delante de Él, recibiendo la compensación inimaginable de su eterno amor...

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