jueves, 7 de noviembre de 2013

Dejemos a Dios hacer su fiesta

En nuestra vida espiritual un gran maestro es San Pablo. Su propia experiencia vital nos dice a todos que nuestro itinerario no es invariable, pues él mismo es producto de una conversión impresionante. Y no es que él fuera malo, como conocemos la maldad pura, sino que simplemente estaba en el camino equivocado. Y creía firmemente que por el camino por el que andaba estaba siendo radicalmente fiel a Dios... Era, pudiéramos decirlo, consecuente con lo que confesaba con los labios...

Pero no es sólo su conversión lo que nos pone a la vista un camino que todos podemos recorrer. Es, después de ella, la impresionante profundidad que fue adquiriendo en su meditación sobre la figura de Jesús, sobre su mensaje, sobre su entrega, sobre el amor que lo motivó en la base para realizar la obra que realizó... Fue entrando cada vez más en esa profundidad, percatándose sólidamente de lo que creyó desde un principio y asentándose cada vez más firmemente en la conciencia de que era amado inmensamente, de que fue por él que se entregó Jesús. En fin, de que la experiencia de salvación no era una simple idea etérea que se quedaba flotando, sino que se hacía absolutamente real y práctica en la vida de cada uno, y en particular en la suya... "Me amó a mí, y se entregó a la muerte a sí mismo por mí", llegó a decir, en esa convicción clarísima del amor personal de Cristo por él, por Pablo de Tarso... No era Pablo un idealista tonto, que se quedara contemplando el misterio desde lejos, como con miedo de entrar en él. Se adentró, lo masticó, lo saboreó, lo experimentó y lo hizo completamente suyo... Ese misterio no se quedó en la oscuridad de lo desconocido, sino que se hizo claro, permaneciendo misterio, en la experiencia personal y el abandono a pesar de las sombras que lo cubrían...

Por eso Pablo ha iluminado con luces esplendorosas el camino de cualquier cristiano con frases impresionantes que nos dan la clave para la comprensión del misterio del amor, de la figura y el mensaje de Jesús, del sentido de la vida en Cristo, de la experiencia de la fraternidad cristiana, de la pertenencia a la Iglesia como a un cuerpo, de la expectación del hombre y de todo lo creado de la redención de Cristo... "Amar es cumplir la ley entera", "Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir", "Todo lo puedo en Aquél que me conforta"... Podríamos citar innumerables frases que en una buena meditación nos harían llegar a una madurez de fe de mucha altura...

En ese caminar de la mano de San Pablo, la conclusión lógica es la de la pertenencia total de cada uno a Cristo... "Si vivimos, vivimos para el Señor. Si morimos, morimos para el Señor... En la vida y en la muerte somos del Señor" ¡Es impresionante esta conclusión! La vida de los cristianos debe estar toda ella, completamente, en las manos del Señor... Es la meta a la que debemos llegar todos. Y no sólo se trata de llegar a ella al final de nuestros días, sino de hacerla realidad desde ya. La vida entera adquiere su pleno sentido sólo en las manos de Dios. Es paradójico que sólo será plenamente nuestra la vida cuando la hayamos puesto completamente en las manos del Señor. Perderla en Él es ganarla por entero...

Tiene sentido... Sólo se puede uno donar a Jesús, sólo se puede uno poner en sus manos, si uno mismo se posee plenamente. Quien no se posee no tiene su vida en sus manos y por lo tanto no se puede dar. Ya ha perdido la vida en las manos de otra realidad que lo destruye y que se la roba. Por eso, quien se dona a Jesús demuestra su madurez, su pertenencia a sí mismo, su capacidad de entrega probada en su capacidad de autoposesión... Cuando no tenemos nuestra vida en nuestras manos, no tenemos nada que donar a Jesús. Es nuestro mayor tesoro y lo ponemos en las manos de quien le puede dar su plenitud... Por eso, donarse no es perderse, sino ganarse completamente...

Si combinamos esta sólida realidad con la expectativa de Dios de que cada uno la asuma como una necesidad hacia la cual hay que dirigirse, dejando atrás todo lo que la impedía, se da entonces la alegría de Dios. Dios hace fiesta cuando uno se percata de que ese es el camino mejor, el de la plenitud, el de la suprema elevación y posesión.Y hace fiesta porque nos ama y nos quiere tener cerca de Él, haciéndose realmente el padre de la parábola del Hijo pródigo... Pero, sobre todo, hace fiesta por nosotros, porque nos convencemos de cuál es el sitio que nos corresponde y en el cual seremos plenamente felices. Nunca fuera de Dios estará la felicidad plena. Podrá haber momentos felices, pero no la plenitud de la felicidad... Dios hace fiesta no por Él, sino por nosotros... "La misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un pecador que se convierta..." Y en otra parte el Evangelio dice: "Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse..." La alegría de Dios es la conversión del pecador, porque así el pecador arrepentido estará en el lugar que Dios le ha reservado. Al extremo de que ha enviado a su Hijo para que lo coloque en ese sitio. Y de que el mismo Hijo ha dicho: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad". Tanto el Padre como el Hijo se han asociado en la obra de rescate de los perdidos... Somos la oveja descarriada, somos la moneda perdida... Y Dios ha querido rescatarnos. Y no va a dejar de luchar por nosotros. Hará lo que sea necesario para tenernos con Él... Su alegría es que nosotros tengamos la plenitud a la que hemos sido llamados por Él mismo, que es estar en Él... "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti...", entendió San Agustín...

Intentemos siempre tener la plena posesión de nosotros mismos. No dejemos que nada nos arrebate nuestro propio ser. Y, después de poseernos plenamente, dejemos nuestro ser en las manos de Dios, démosle nuestra vida entera, para que la haga tener pleno sentido. Sólo en sus manos se logrará. No seremos plenos autoposeyéndonos y sosteniéndonos con soberbia, en una autodeterminación egoísta e individualista. Con eso, lejos de ser más, nos disminuimos. Entreguemos nuestra vida a Jesús... Vivamos y muramos sólo para Él. Seamos de Él en la vida y en la muerte, y seremos de verdad, existiremos de verdad... Y así, estaremos permitiendo a Dios hacer fiesta por nosotros, por tenernos, por habernos hecho llegar a la plenitud que Él añora para nosotros...

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