jueves, 6 de agosto de 2020

Vivamos nuestra Transfiguración, mostrando el amor y la gloria de Dios

La transfiguración del Señor

Uno de los hechos maravillosos de la vida terrena de Jesús es el de la Transfiguración. En la carne mortal que había asumido, haciéndose uno más de entre nosotros, muestra a los tres apóstoles privilegiados, elegidos para ser testigos particulares de ello, su gloria divina, la que había dejado como entre paréntesis cuando asumió la carne humana del vientre de María. "Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él". Suceden en este acontecimiento varias cosas maravillosas. Aquél que había convivido con ellos ya un tiempo significativo, y que había dado muestras de ser una representación superior de Dios en medio de todos, ya no solo lo deja como una sugerencia o una conclusión que había que extraer de sus actuaciones, sino que lo demuestra rotundamente a la vista de estos tres privilegiados. Esa transfiguración, es decir, ese cambio de figura que se percibía, confirma que Aquel que está así a la vista ya no es el simple hombre que han tenido a su lado, sino que en Él hay algo más, muy superior de lo que aparece a simple vista y que es infinitamente más grande de lo que hasta ahora ha aparecido. Mostrar su gloria fue necesario, pues a pesar de que había ya dado demostraciones de su presencia divina, debía esta presencia quedar de tal modo clara que no diera lugar a ninguna duda. El refulgir como la luz era la visión de esa gloria que le correspondía como Dios, similar a la experiencia que había tenido el profeta Isaías cuando fue elegido como voz de Dios para el pueblo: "Yo, Isaías, vi a Dios sentado en un trono muy alto, y el templo quedó cubierto bajo su capa". La visión de Isaías fue la que lo convenció de su elección, y ya no tuvo duda de la misión que le había sido encomendada. En este caso, la elección de estos tres, Pedro, Santiago y Juan, confirmaba la prevalencia de ellos sobre el grupo de los apóstoles, lo cual quedó confirmado luego, en los primeros pasos que daba la Iglesia naciente. Además, fueron considerados dignos de escuchar también la voz de Dios que confirmaba la identidad profunda de Jesús: "Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escúchenlo". Jesús es el Hijo de Dios, Dios Él mismo, enviado por el Padre, por lo cual tiene plena autoridad y debe ser escuchado como la misma voz de Dios.

A esto se añade algo que es realmente muy significativo. En el momento de la demostración maravillosa de su gloria, aparecen dos personajes que son inmediatamente identificados por los apóstoles. Tuvo que haber sido una intuición clara proveniente del mismo Dios, por cuanto no había manera de reconocer a estos personajes que no habían sido vistos previamente por ellos. Los reconocen como Moisés y Elías. Para los judíos, ellos representaban la total revelación de Dios en el Antiguo Testamento. Éste se resumía en la ley y los profetas. Antes que a través de Jesús, Dios se reveló a través de la ley y los profetas. Moisés representa el resumen perfecto de la ley y Elías representa a todos y cada uno de los profetas del tiempo anterior. Ambos, ellos mismos, son el Antiguo Testamento. Y se hacen presentes ante quien concentra en sí el Nuevo Testamento, Jesús. Es como si le dijeran a Jesús: "Ahora te corresponde a ti llevarlo todo a la plenitud. Nosotros ya hemos hecho nuestra parte". Jesús, Nuevo Testamento, la Buena Nueva de la salvación de Dios para todos los hombres, se hace presente en la plenitud de los tiempos: "Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo". La voz del Hijo es la voz de Dios, y por ello Dios mismo nos invita a escucharlo. Podemos imaginarnos el estupor con el que vivieron los apóstoles este acontecimiento tan maravilloso. Lo vemos claramente en la reacción de Pedro: "Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Era de tal manera satisfactorio lo que estaban viviendo, que en el colmo de la felicidad, Pedro, haciéndose la voz de los tres, llega a pedir algo que es totalmente absurdo: quedarse para siempre en ese lugar viviendo esa experiencia continuamente. Es cuando se oye la voz de Dios revelando la identidad profunda de Jesús. Aquello que estaban viviendo era totalmente real, les hacía experimentar en carne propia quién era Jesús, su identidad real y más profunda. Para ellos debía quedar claro que Jesús no era solamente el hombre que habían conocido hasta ahora, sino que era el Dios que estaba mostrando su gloria en ese momento. Esto era necesario por cuanto en un tiempo posterior lo estarán viendo sufrir y hasta morir en un cruz. No se podían quedar solo con esa imagen del hombre que sufre y muere. Ese que estaba pendiendo de la cruz era el mismo que les había mostrado su gloria en la transfiguración.

Esa experiencia fue real. Absolutamente real. Y necesaria. Absolutamente necesaria. Su espíritu de apóstoles debía pasar por ella para que su futura misión fuera cumplida a cabalidad. Pero no era su realidad cotidiana. Había que volver a la normalidad. Sin duda, con una conciencia mejor de quién era Ese que los había elegido y convocado para que lo acompañaran, pero también con el claro compromiso de vivir cada uno de ellos su propia transfiguración. Los discípulos de Jesús tenían que sentir que su propio espíritu vivía su particular transformación, pasando a la convicción profunda de que seguían al Mesías, al Hijo de Dios, a Aquel que debían escuchar como la voz de Dios. Era ese que Israel había esperado ansiosamente tanto tiempo, por el que las almas de los más fieles y justos suspiraban para que viniera a liberarlos del yugo de la esclavitud del pecado. Habiendo sido presentado por el Padre, con esa voz que vino del cielo, la hacían resonar continuamente en sus mentes y en sus corazones: "Esta misma voz, transmitida desde el cielo, es la que nosotros oímos estando con Él en la montaña sagrada. Así tenemos más confirmada la palabra profética y ustedes hacen muy bien en prestarle atención como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y el lucero amanezca en sus corazones". La transfiguración de Cristo fue un paso previo al cumplimiento de su misión de entrega total en favor de la liberación de los hombres. Incluyendo, por supuesto, la muerte en cruz. Aquel que se había transfigurado a la vista de los tres apóstoles, demostraba también su inmenso amor y su poder en el escándalo de la cruz, altar en el que hizo alarde de su mayor poder divino, a pesar de ser la imagen de la mayor debilidad. Quien había mostrado su gloria a través del resplandor de sus vestiduras blancas como la luz, ahora la muestra en la imagen oscura y terrible de las carnes del hombre que está muriendo en la cruz, entregando su espíritu al Padre que lo había enviando a cumplir esta misión de amor. Esa gloria de su divinidad de ninguna manera lo sustrajo de la muestra de amor más grande de cualquier hombre en la historia: "Nadie tiene amor más grande que el que entrega la vida por sus amigos". Así mismo debemos vivir nuestra propia transfiguración. Que nuestro espíritu sea una continua revelación de amor de Dios al mundo, de su gloria y de su misericordia. Que nuestra propia transfiguración nos lleve a mostrar la gloria de Dios, en la entrega fiel y amorosa a Él por el bien de nuestros hermanos.

4 comentarios:

  1. Qué momentos tan maravilosos. Y después entregar a su Hijo en la Cruz. Se puede pedir más ? Y vivir ésos acontecimientos. El que no tenga Fe, que se marche ...

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  2. Dejemonos transfigurar por él,oyendo y siguiendo su voz. Nuestra vocación cristiana se fundamenta en la revelación del amor de Dios a través de Jesús.

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  3. Dejemonos transfigurar por él,oyendo y siguiendo su voz. Nuestra vocación cristiana se fundamenta en la revelación del amor de Dios a través de Jesús.

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