martes, 18 de agosto de 2020

Ni yo ni ninguna criatura tenemos el mismo amor ni el mismo poder de Dios

 El camello que pasó por el ojo de la aguja | Crea Abundancia

El culto debido a Dios es el culto de adoración. Es el que está mandado por Él mismo a los hombres, y es el que afirma Jesús ante el demonio cuando éste lo tienta invitándolo a postrarse a sus pies: "Y respondiendo Jesús, le dijo: Quítate de delante de mí, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo servirás". No debe haber, por tanto, nada más que ocupe el culto de adoración fuera de Dios, el único al que puede servir y adorar el hombre. Se diferencia del culto que le debemos a los santos, que es el culto de veneración. A los santos los veneramos, en el sentido de admiración por su vida y por sus obras, y de modelaje en cuanto nos pueden servir de guía para llevar una vida virtuosa como la de ellos. No adoramos a los santos, ni siquiera a la Virgen María, la Santísima, es decir, la más santa de todos los santos. Es impropio decir que adoramos a María, pues Ella, aun siendo la más santa, sigue siendo una criatura a la que no se puede adorar como a Dios. El culto de adoración técnicamente es llamado "latría". Y el culto debido a los santos es el llamado "dulía". De la raíz latría vienen sus derivados egolatría e idolatría, cuando lo referimos a la adoración impropia que le rendimos a la criatura, y así, en consecuencia, caemos en el pecado. Los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla de los Ángeles, México, afirmaron que el pecado mortal consiste en "la adoración de todo lo que no es adorable". El único ser al que debemos adorar es a Dios, pues es Él la razón de la existencia de todo, es el único que se sustenta en sí mismo, no depende de otro para su propia existencia, es quien mantiene todo en la existencia siendo su origen y su providencia, es quien vive el amor como esencia y se convierte en fuente de todo amor conocido. Y el objeto de veneración es toda persona que haya surgido de sus manos poderosas y amorosas, que se sostiene por su amor y su providencia, que se convierte en modelo por la virtud de su vida, que se confió radicalmente en las manos de Aquel que es la razón de su existencia, que vivió de acuerdo a su voluntad y fue obediente a su amor y que alcanzó el triunfo final entrando gloriosa y victoriosamente en el cielo para vivir eternamente en la felicidad y en el amor inmutables por el que suspiró durante su vida terrena. La primera de todas es la Virgen María, la Santísima, a la cual, por ello, debemos un culto de hiperdulía, es decir, de superveneración, por cuanto es la Madre de Dios y la criatura que ha vivido en grado superlativo la santidad, es decir, la unión y el amor hacia Dios, su creador.

El hombre, por su condición de criatura a imagen y semejanza de Dios, es el único que puede tener la pretensión de cambiar su objeto de adoración. Y tiene la opción de desviar ese objeto hacia sí mismo o hacia otras cosas creadas. Fue la tentación que puso a su vista el demonio a nuestros padres Adán y Eva. Para seducir a la mujer ante la prohibición que había impuesto Dios de comer del árbol de la vida, la envuelve: "La serpiente dijo a la mujer: Ciertamente ustedes no morirán. Pues Dios sabe que el día que de él coman, serán abiertos sus ojos y serán como Dios, conociendo el bien y el mal". Para el hombre fue muy atractiva la tentación de hacerse como un dios, desplazando al Dios único y verdadero, y en esa pretensión cae en el abismo de su propia destrucción. Decidió servir y adorar a la criatura, en este caso, a sí mismo, por encima de Dios. Es el pecado de la egolatría, es decir, de la adoración a sí mismo. Es la soberbia por la cual el hombre expulsa a Dios del sitio central que le corresponde y se coloca a sí mismo en ese centro que es exclusivo de Dios. Se produce, así, la debacle de todo el orden establecido por Dios para su creación, por lo cual todo se subvierte y cae en la anarquía. La consecuencia es la desgracia total para la creación, por cuanto el hombre, por mucho que lo pretenda, jamás podrá hacer alcanzar a la creación la altura en la que la había colocado el Creador, y con él, lo hace caer todo. El hombre ni es todopoderoso, ni es omnisciente, ni es omnipresente. No puede crear vida pues la suya es recibida. No puede producir amor, pues él participa del amor de Dios. No puede imponer orden pues su capacidad de discernimiento y su inteligencia no son infinitas. Colocándose a sí mismo en el centro atrae las mayores desgracias para él y para todo lo demás. No existe mayor oscuridad que la que existe cuando el que no puede dar de ninguna manera la luz se coloca como foco. Ante esta pretensión, Dios mismo sale a afrontar al hombre: "Se enalteció tu corazón y dijiste: 'Soy un dios y estoy sentado en el trono de los dioses en el corazón del mar'. Tú que eres hombre, y no dios, pusiste tu corazón como el corazón de Dios. Te dijiste: 'Si eres más sabio que Daniel, ¡ningún enigma se te resiste! Con tu sabiduría e inteligencia te has hecho una fortuna; acumulaste tesoros de oro y plata'. Con tu gran habilidad para el comercio acrecentaste tu fortuna; y por tu fortuna te llenaste de presunción". Los hombres de todos los tiempos han caído siempre en la misma tentación. Hoy podemos asistir también a esa presunción del hombre de hacerse dios decidiendo sobre lo creado, para conquistar y dominar tiránicamemte todo ello. Y sigue con esa pretensión haciendo caer todo lo existente en la debacle total.

Ese empeño, finalmente, tendrá las peores consecuencias contra el mismo hombre. Así lo advierte el Señor: "Desenvainarán sus espadas contra tu brillante sabiduría, y profanarán tu belleza. Te hundirán en la fosa y perecerás de muerte violenta en el corazón del mar. ¿Podrás seguir diciendo delante de tus verdugos: ‘Soy un dios’? Serás un hombre, y no un dios, en mano de los que te apuñalen". La misma creación se revelará, por cuanto el hombre será incapaz de darle el orden debido y de mantenerla en la existencia natural que solo pueden ser alcanzados por el poder, la inteligencia y el amor de Dios. El hombre no tiene de ninguna manera esa capacidad por sí mismo. Solo podrá hacerlo si mantiene la conexión subordinada con Aquel que es la causa de su propia existencia. Ni él por sí mismo, ni ninguna otra criatura de las existentes, pueden hacerlo. Ni la egolatría, ni la idolatría (la adoración de ídolos construidos por las mismas manos del hombre), podrán dar jamás lo necesario como la teolatría (la adoración a Dios). Solo en la subordinación humilde y amorosa ante Dios podrá lograrse lo añorado por el hombre, que es su superioridad. Ella será consecuencia de su sometimiento deseado y amoroso delante de Dios. Jamás la alcanzará por sí mismo, sino solo por estar unido a Dios, abandonado totalmente en sus manos. Así lo entendieron los apóstoles cuando lo aclaró Jesús: "En verdad les digo que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos". Idolatrar al dinero, una simple criatura, impedirá al hombre su entrada en el cielo. Por ello, se hace imprescindible descartar todo estorbo y todo obstáculo que lo pueda impedir: "Dijo Pedro a Jesús: 'Ya ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a tocar?' Jesús les dijo: 'En verdad les digo: cuando llegue la renovación y el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, también ustedes, los que me han seguido, se sentarán en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna". Nada puede ser colocado por encima de Dios, quien es la razón final y la causa de la existencia de todo. Esto se inscribe en la ley transmitida por Dios a los hombres: "Amarás a Dios sobre todas las cosas". No es un capricho divino. Es la consecuencia natural de aceptar que nadie más tiene el poder de hacer las cosas que hizo Dios. Y cuando se va más allá, haciendo invadir todo del espíritu de amor debido a Dios, se entiende perfectamente que ese sometimiento al Dios del amor no es una cuestión solo de poder, sino de felicidad, al saber que subordinarse a Él es subordinarse a su amor, que es la experiencia más dichosa que podremos tener jamás las criaturas predilectas del Señor.

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