martes, 11 de agosto de 2020

Que la adultez no nos robe ni la inocencia ni la ingenuidad

Jesús enseña que debemos llegar a ser como niños pequeños -

La adultez, en ocasiones, nos puede hacer malas jugadas. Cuando entramos en ella, la madurez nos quita frescura e inocencia. Muchas veces dejamos a un lado la espontaneidad por la que podemos vivir con una sensación de mayor libertad, y estamos más pendientes de guardar las formas que de mostrarnos tal como somos, pues no queremos dar la impresión de ser inmaduros, de habernos quedado en la infancia psicológica, con la consecuente falta de confianza de los otros en nosotros pues no seríamos maduros. La adultez nos llena de prejuicios, de suspicacias, nos hace calculadores, juzgando muchas veces injustamente pues basamos nuestro juicio en lo que hemos adelantado y no en la realidad. Para un niño esto es impensable. Es igual el niño negro que el blanco, el niño pobre que el rico, el niño feo que el bonito. No basa su criterio de selección en la forma externa o en el propio concepto de bondad, pues ninguna de esas cosas han pasado a formar parte aún de su bagaje humano. Basta simplemente que esté ahí, dispuesto a compartir el momento, para echar por la borda todo criterio negativo y dedicarse libremente a disfrutar. Es cierto, no obstante, que es necesario un mínimo de cuidado. La inocencia extrema puede ser un arma de doble filo, pues la maldad campea por doquier. En cierto modo, Jesús nos puso sobre aviso cuando nos dijo que había que ser "mansos como las palomas y astutos como las serpientes". Lamentablemente, nosotros nos hemos quedado solo con la segunda parte de la llamada de Jesús y la primera prácticamente la hemos desechado, como si no existiera. Somos muy astutos en todo, en todo somos suspicaces y desconfiados, y hemos borrado de nosotros mismos la posibilidad de ser mansos como las palomas. Jesús nos invita urgentemente a que volvamos a ser como niños: "Él llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: 'En verdad les digo que, si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un niño como este en mi nombre me acoge a mí'". En el camino de los grandes maestros de la espiritualidad se habla de la "infancia espiritual", en la que se da una transparencia total delante de Dios, donde no existen prejuicios ni cálculos previos, sino solo el abandono radical y total en los brazos del Padre, en los cuales se vive la más grande de las seguridades. Un modelo ideal de esto lo encontramos en Santa Teresita del Niño Jesús quien avanzó de tal modo en esta infancia que es el prototipo perfecto de ello. En el colmo de esa altura alcanzada llegó a conformarse con ser la pelotica del Niño Jesús, con la cual Él jugaba y a la cual abandonaba en algún rincón cuando se cansaba de jugar. Esa era su felicidad. 

Las dos cualidades más hermosas de la infancia podemos afirmar que son la inocencia y la ingenuidad. La inocencia nos habla de pureza, de transparencia, de libertad de manchas. El inocente no debe estar buscando ocultar absolutamente nada pues no se avergüenza de ninguna de sus actuaciones. Tiene plena conciencia de estar siempre en la presencia de Dios por lo cual se comporta siempre como quien está en medio de la plaza. No actúa por interés ni por quedar bien, sino que de su bondad natural extrae cada una de sus conductas. Ama, y por eso es libre en el amor. Su lema podría ser el de San Agustín: "Ama y haz lo que quieras". Quien tiene espíritu de inocencia no debe poner freno a nada de lo que haga, pues la frescura de la misma inocencia lo hará siempre actuar en función del bien. La ingenuidad nos habla de ausencia de maldad y de prejuicios. Jamás se deja llevar por la suspicacia que caracteriza a los adultos que en todo ven segundas intenciones o mala fe. No son calculadores, pensando siempre en el beneficio que podrán obtener en sus actos, sino que actúan bien sin más. Su espíritu es bondadoso por naturaleza, pues no se ha contaminado aún del mal del mundo. Inocencia e ingenuidad van de la mano, y son cualidades, sin duda, que debemos rescatar. Nuestra adultez debe ser vivida con intensidad, de eso no hay duda, pero debemos enriquecerla con lo que la embellece. El hecho de que hayamos avanzado en nuestra adultez no significa que debemos desechar lo que de atesorable hay en nuestra infancia. Las bondades no se deben perder, sino que se deben acumular. Aún así, Jesucristo, realista cien por ciento, nos habla de quienes pierden esa inocencia y esa ingenuidad, y necesitan ser rescatados. Son la oveja perdida de la que sale en busca: "¿Qué les parece? Supongan que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, en verdad les digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Igualmente, no es voluntad de su Padre que está en el cielo que se pierda ni uno de estos pequeños". Las noventa y nueve ovejas que quedan en el redil son las que han mantenido su inocencia infantil. La perdida es la que debe recuperarla. Eso hace Jesús: sale en busca de aquella perdida y la quiere hacer recuperar también esa inocencia y esa ingenuidad de nuevo. La hace convertirse de nuevo y hacerse otra vez como un niño.

Para los que se hacen como niños Dios ofrece la golosina de su palabra. Es una palabra que ilumina el camino y que es aceptada como guía que no debe faltar. El niño sabe muy bien que debe asirse a la mano firme de un adulto. Es la referencia que debe tener siempre a la mano para sentir que su camino está iluminado y que no tendrá tropiezos, pues quien lo dirige lo quiere bien, sabe bien cuál es la ruta a seguir y lo lleva adelante con paso firme. El que se hace como niño es el hombre que se ha abandonado en las manos de Dios, confiando en que ese es su lugar más seguro, en el cual jamás tendrá frustraciones y del cual solo recibirá bendiciones, pues está convencido, en su proceso de conversión, de que ese Dios que lo convoca nunca va a dejar de favorecerlo y siempre querrá el bien para él. Su inocencia y su ingenuidad lo han convencido de que el Dios del amor y de la misericordia está allí para él, que lo ha llamado para que sea suyo, que se ofrece para llenar todos sus vacíos y todas sus expectativas, que la plenitud solo la va a alcanzar en Él y que la meta a la que está llamado es a la plenitud de la felicidad y del amor. Vive con la convicción de que esa felicidad que experimenta en sus días no es otra cosa que el preludio de aquella plenitud a la que está llamado a vivir en la eternidad junto al Dios que lo llama a la conversión y al que se ha decidido a seguir sin ninguna duda, sin cálculos previos, sin prejuicios ni suspicacias. "'Hijo de hombre, come lo que tienes ahí; cómete este volumen y vete a hablar a la casa de Israel'. Abrí la boca y me dio a comer el volumen, diciéndome: 'Hijo de hombre, alimenta tu vientre y sacia tus entrañas con este volumen que te doy'. Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel". Quien se ha convertido y se ha hecho como niño de nuevo, recibe de Dios la golosina de su palabra. Esa palabra es dulce como la miel, es su norte y la guía perfecta para su vida. La palabra de Dios es la luz que ilumina su camino y le da la sensación de seguridad de que caminando según lo que ella le indique va por el camino justo y recto. Su meta, que es la meta que le indica la palabra de Dios, es la llegada al Reino de Dios, en la que se vivirá la plenitud de la inocencia y de la ingenuidad, que no será otra cosa que la plenitud del amor y de la felicidad. Será como aquella oveja que se perdió y que recibe de Jesús el trato de amor, colocándoselo de nuevo en sus hombros para hacerlo entrar de nuevo en el redil para compartir la vida de felicidad con las otras noventa y nueve ovejas que ya están en la vida de felicidad plena del Reino de los cielos.

2 comentarios:

  1. Realmente que el Señor nos habla tan sencillo y tan difícil uno querer aprender, cada día pongo todo mi esfuerzo para entenderlo y vivirlo

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  2. La palabra de Dios, es la luz que ilumina nuestro camino y nos da la sensación y seguridad de que el Padre del Cielo tiene especial predilección por los débiles de nuestra comunidad y de nuestra familia.

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