domingo, 23 de agosto de 2020

Pedro es la piedra sobre la que Cristo funda su Iglesia, hoy y para siempre

 Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” – Arquidiócesis de Tijuana

La Cristología es la disciplina de la teología que estudia la figura de Jesús, su mensaje y sus obras. Puede ser hecha abarcando su ser desde la eternidad, partiendo por lo tanto de su existencia eterna, pasando por su encarnación y su vida terrena, contemplando su momento culminante en la pasión, muerte y resurrección, y finalizando con la mirada puesta en su gloria recuperada al ascender a los cielos. O puede hacerse tomando el camino inverso, retrocediendo desde su existencia pascual después de su resurrección y contemplando los pasos que dio hasta llegar a ella, influyendo por lo tanto en la vida de cada hombre con la mirada puesta en la finalidad que perseguía desde el principio, que es la liberación y la redención del hombre que había sido ganado por el pecado. De ese modo, la Cristología puede ser ascendente, la que apunta al final con la glorificación en la ascensión, o descendente, la que apunta al rebajamiento del Hijo de Dios para llevar consigo al final a los hombres. Un ejemplo típico de esta Cristología ascendente es la que tenemos en el cántico cristológico de la Carta a los Filipenses: "Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el 'Nombre-sobre-todo-nombre'; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre". Es como el ciclo que dice la Sagrada Escritura que debe ser cumplido por la lluvia y la nieve: "Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí vacía, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié". Jesús es, en todo caso, el enviado por el Padre que ha descendido desde su trono de gloria infinita y eterna para realizar la misión de rescate del hombre perdido, que ha aceptado con sumisión y libertad plenas la tarea, y que se ha entregado totalmente por ella, hasta morir y recuperar su vida, volviendo a la gloria que le pertenecía desde el principio de los tiempos.

Esta realidad de la vida de Jesús, de su existencia eterna, de su obra de redención, de su pasión y su muerte, de su resurrección y glorificación, estaba ya anunciada desde antiguo en la Palabra de Dios. Él es el "descendiente de la mujer que pisará la cabeza de la serpiente", es el hijo de "la joven que esté encinta y dará a luz un hijo al que pondrán por nombre Emmanuel", es aquel siervo sufriente de Yahvé que sufrirá lo indecible pero al que "no le partirán un hueso", por cuyas heridas "hemos sido curados". En el Antiguo Testamento se fue haciendo cada vez más clara la presencia futura de aquel Mesías redentor, enviado por Dios, para la liberación de Israel, por lo cual en las mentes y en los corazones de los israelitas se consolidaba cada vez más una actitud de expectativa y de esperanza en que la promesa de ese personaje se cumpliera plenamente. Y "llegada la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para liberar a los que estaban sometidos a la ley", Jesucristo, el Señor, el Mesías, el Redentor. En Él se cumplía perfectamente la promesa realizada por el Padre, y sus palabras y sus obras no hacían sino confirmar la presencia entre los hombres de aquel personaje que había sido anunciado. En su etapa terrena se hizo acompañar por ese grupo privilegiado de doce hombres que serían testigos de todo lo que decía y hacía. Y para ellos fue progresiva la revelación final de quién era Él, de modo que fueron aceptando, no sin dificultades, que este era el personaje por el que suspiraba tanto tiempo el pueblo. Avanzada en algo su estancia entre ellos, Jesús mismo quiso hacer una especie de balance de su gestión, averiguando lo que se pensaba sobre Él: "Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: '¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?'" Era importante saber hasta ese momento, mediante un sondeo entre sus más cercanos, cómo iba siendo aceptada su figura y quién pensaba la gente que fuera: "Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas". Podemos suponer la decepción de Jesús al escuchar esto, pues no era ninguno de ellos. Por ello, se va en barrena directamente preguntando a los mismos discípulos: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" La respuesta de Pedro es verdaderamente sorprendente por lo ajustada a la realidad: "Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo". Es una respuesta teológicamente perfecta. Y es sorprendente sobre todo viniendo de quien no tenía casi ninguna formación. Por ello no puede sino recibir de Jesús la mayor de las alabanzas: "¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos". Pedro ha sido tomado por el Padre como instrumento de revelación para todos sobre quién es Jesús en su identidad más profunda.

La respuesta de Pedro, que seguramente después de la alabanza de Jesús hicieron propia todos los demás discípulos, le atrajo no solo una alabanza sentida de Jesús, sino el anuncio de la responsabilidad mayor que tendrá en la obra de consolidación del rescate de la humanidad que deberá ser llevada adelante cuando Jesús sea glorificado: "Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos". Pedro será la roca sobre la que descansará la Iglesia, que es el instrumento de salvación que instituirá Jesús para la salvación de los hombres de siempre, los contemporáneos y los futuros, por lo que se puede colegir que esa figura de piedra fundamental no terminaría con su muerte, sino que se mantendría sobre los nuevos "Pedros" que fueran encargados de esta tarea. De allí el carácter de fe que tiene la figura del Papado, que deberá existir mientras dure la Iglesia de Cristo. No puede ella quedar sin su fundamento rocoso. Cada Papa es Pedro, piedra sobre la que estará sustentada la Iglesia hasta el fin de los tiempos. La presencia de ese Pedro que trasciende lo temporal propio, de alguna manera estaba ya también anunciada anteriormente: "Le vestiré tu túnica, le ceñiré tu banda, le daré tus poderes; será padre para los habitantes de Jerusalén y para el pueblo de Judá. Pongo sobre sus hombros la llave del palacio de David: abrirá y nadie cerrará; cerrará y nadie abrirá. Lo clavaré como una estaca en un lugar seguro, será un trono de gloria para la estirpe de su padre". Es un elegido de Jesús que llevará adelante su misma obra. Por eso puede ser llamado con toda propiedad "Vicario de Cristo", es decir, el que hace las veces de Cristo. Muy bellamente lo llamó Santa Catalina de Siena: "El Dulce Cristo en la tierra". Esa figura de Jesús que hará la obra de la salvación y que se ocupa de la salvación de todos los hombres nos descubren a un Dios que sobrepasa cualquier expectativa de amor. Es un Dios que está más allá de la mayor bondad que podemos imaginar, más allá del mayor amor que podemos suponer, más allá del mayor poder que podemos presenciar. Ante Él, no podemos sino admirarnos: "¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció la mente del Señor? O ¿quién fue su consejero? O ¿quién le ha dado primero para tener derecho a la recompensa? Porque de Él, por Él y para Él existe todo. A Él la gloria por los siglos. Amén". Es el sentimiento y la convicción que debemos tener todos los beneficiados de la obra redentora. Nuestro Dios es un Dios que nos ama con amor eterno, que se ocupa de nosotros, de cada hombre y de cada mujer de la historia, que no nos ha dejado a nuestra suerte sino que nos ha regalado todo su amor y se ha encargado muy bien de dejarnos una roca sólida en la que fundamentarnos para no caer en el vacío total. Es el Cristo que ha venido desde lo alto rebajándose al máximo para tomarnos y llevarnos a su gloria eterna.

2 comentarios:

  1. El Señor, siempre quiso confiar su misión en nosotros y hacernos partícipes de su reino, entonces confiemos en él, todo nuestro amor y toda nuestra fe.

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  2. El Señor, siempre quiso confiar su misión en nosotros y hacernos partícipes de su reino, entonces confiemos en él, todo nuestro amor y toda nuestra fe.

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