domingo, 9 de agosto de 2020

Por la fe, creemos en Dios y le creemos a Dios

JESÚS CAMINA SOBRE EL AGUA – Mateo 14:22-36, Marcos 6:45-56 ...

La fe es un don de Dios, pero es a la vez una tarea que Dios mismo asigna al hombre. El autor de la Carta a los Hebreos la define así: "La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve". Recibimos este don en nuestro bautismo, junto con las otras virtudes teologales, la esperanza y el amor, de las cuales no puede estar jamás desconectada. La fe se sostiene en la esperanza y se alimenta del amor, de allí que, siendo un regalo de Dios al hombre, queda en manos de éste el hacerla crecer y que sea cada vez más sólida hasta llegar a ser incólume. La semilla de la fe que Dios coloca en el hombre tiene que ver, en primer lugar, con la convicción sobre su existencia. Por la fe los hombres creemos en "Alguien". La sed de trascendencia con la que el Señor nos ha creado nos coloca en el camino del reconocimiento de que al final del camino de nuestra vida está un ser superior a la espera de cada uno de nosotros. Y esto, a su vez, nos confirma que en la vida que llevamos desarrollando, ese ser superior nos va acompañando, conduciendo de algún modo nuestro caminar, dirigiendo misteriosamente nuestros pasos hacia el encuentro con Él. Ese camino, en un primer momento, se puede dar naturalmente, es decir, sin el concurso del mismo trascendente. Nuestra inteligencia y nuestra voluntad llegan a la conclusión de la existencia de ese ser superior que es la causa final de todo lo que existe y del orden que rige las leyes de la naturaleza. La misma contemplación de los misterios de la naturaleza nos convencen de la necesidad de la existencia de ese "Alguien" alrededor de quien orbita todo lo creado. No puede no existir Aquel que es el origen de todo. La misma continuidad de la existencia de la creación, hace absolutamente necesaria la continuidad de la existencia de quien es su causa, por lo cual se concluye que la existencia de ese ser superior sobrepasa la temporalidad, es decir, necesariamente tiene que ser eterno. A esto se añade la infinita condescendencia del Creador con la criatura. Siendo la inteligencia del hombre incapaz de escalar en su totalidad la realidad trascendente de la necesidad de la existencia de ese Ser superior, Él mismo se da a conocer y se revela al hombre. Esa inteligencia humana, por ser limitada ante lo infinito que es Dios, puede llegar a tener atisbos de lo que Él es, pero jamás podrá llegar a la plenitud de su conocimiento. Siempre quedará en la imperfección y en la tiniebla, por lo que Dios, amor infinito, se da a conocer a sí mismo, se revela en lo que es, y hace sentir su existencia al hombre, a través de sus palabras y de sus acciones, dándose a conocer lo más posible, aunque la plenitud de su conocimiento queda reservada para la eternidad, cuando ya esté viendo cara a cara la realidad total de su misterio.

De allí que por la fe, se haga necesario dar un paso posterior. Del creer en "Alguien" hay que seguir al creer en "Algo". Si Dios se ha revelado en lo que es en sí mismo, ha demostrado que somos capaces de entrar en relación con Él, de comunicarnos mutuamente. Dios "habla" con el hombre. Y en esa comunicación transmite sus verdades y sus peticiones. No es solamente que Dios se presenta al hombre tal cual es, sino que se revela también en lo íntimo de sus pensamientos y de sus exigencias. Creer en "Algo" es, de este modo, creer que ese Dios que se nos ha revelado es capaz de comunicarse con nosotros, de hablar y de revelarnos su verdad más profunda, y de decirnos qué debemos hacer en nuestra comunicación con Él y en el desarrollo de nuestra propia vida para avanzar en el camino de la felicidad plena a la cual nos llama, pues nos ha creado por amor y para que vivamos en esa felicidad plena que debe convertirse en nuestra meta más añorada. Si creemos en "Alguien", creemos en Dios, en su existencia infinita, en que es nuestro Creador, en que nos creó por amor porque es bueno, y en que quiere nuestro bien por encima de todo. Por ello, al creer en "Algo", creemos que ese "Alguien" nos habla, que nos comunica su verdad, que esa verdad es nuestra salvación, que cuando nos pide algo es para nuestro bien, pues Él es bueno y nos ama y jamás querrá nuestro mal. Creer en "Algo" es confiar de tal manera en el Dios Creador, bueno y todopoderoso, que no dudaremos jamás en obedecer a sus indicaciones, pues serán siempre las que nos conducirán a la plenitud y nos harán totalmente felices. Quien entiende así la fe en esa doble vertiente de creer en Dios y creer en lo que dice, avanza en la esperanza y en el amor. Abandonándose en esa fe, la esperanza lo hace mirar al horizonte de la eternidad con alegría y con ilusión, añorando ese futuro feliz sin fin en el amor del Padre, y el amor lo hace vivir la dulzura de su día a día en la presencia de ese mismo amor de Dios, haciéndolo concreto en el amor a los hermanos. Nunca dudaremos de esa paz interior que produce la presencia de Dios en nuestra vidas, aun en medio de las dificultades que se puedan presentar: "Le llegó la palabra del Señor (a Elías), que le dijo: 'Sal y permanece de pie en el monte ante el Señor'. Entonces pasó el Señor y hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebraba las rocas ante el Señor, aunque en el huracán no estaba el Señor. Después del huracán, un terremoto, pero en el terremoto no estaba el Señor. Después del terremoto fuego, pero en el fuego tampoco estaba el Señor. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se mantuvo en pie a la entrada de la cueva". Es en esa suavidad de la fe que nos produce el Señor en la que Él se encuentra. Es la paz que produce creer en Dios y en su amor.

Por esa fe, en la que confesamos la existencia de Dios, su amor y su bondad por cada uno de nosotros, la que nos convence de que de Él podemos obtener todos los beneficios que nos promete, podemos sostener sólidamente nuestra vida. Es ella la que arranca de Jesús los mayores beneficios para cada uno. Por tener esa fe María logró el milagro de la conversión del agua en vino para los jóvenes esposos,  la hemorroísa vio curada su enfermedad, el leproso vio limpia su piel, el centurión vio como era curado su siervo, Marta se alegró con la resurrección de su hermano, la cananea pudo probar de las migajas que caían de la mesa del amo, la mujer adúltera fue salvada de la muerte segura, la Magdalena recibió el perdón de sus pecados, el paralítico pudo volver a caminar, el ciego pudo abrir de nuevo sus ojos para ver... Creer en Dios y en su amor, y creer que Él es bueno y quiere siempre nuestro bien, arranca de Él los mayores favores. Basta que lo creamos y esa realidad será absolutamente cierta para nosotros. Por tener esa fe, Pedro fue capaz de caminar sobre las aguas como lo hizo Jesús cuando se acercó a la barca caminando sobre las aguas en medio de la tormenta: "Pedro le contestó: 'Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua'. Él le dijo: 'Ven'. Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús". Mientras confió en Jesús, sabiendo que era Él el que lo sostenía, pudo avanzar por encima de las aguas hacia Él. Pero al empezar a soplar más duro el viento, Pedro dejó de confiar pues tuvo miedo y empezó a confiar más en sus propias fuerzas para salvarse: "Al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse". Solo una fe recuperada en Jesús lo hace salvarse de morir ahogado: "Gritó: 'Señor, sálvame'. Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: '¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?'" Es lo que nos sucede a nosotros cuando empezamos a confiar más en nosotros mismos que en Jesús. Solo una fe incólume, inconmovible, en Jesús nos salvará de todas nuestras tormentas. Mirar hacia arriba, elevar nuestra mirada por encima de todas nuestras dificultades y contratiempos, y fijarla en el Dios que se hizo hombre y que murió en la cruz por amor a nosotros, teniendo por tanto la convicción de que Aquel que fue capaz de morir por amor a nosotros, jamás dejará de querer el bien para cada uno, nos convencerá de que nunca permitirá que lo que nos suceda no tenga algo bueno para nosotros y que nos rescatará de todo los males que podamos sufrir. Es la convicción final de los apóstoles: "En cuanto subieron a la barca amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él diciendo: 'Realmente eres Hijo de Dios'". Que esta sea nuestra confesión final: Jesús es el Hijo de Dios que nos ama infinitamente y que ha venido a salvarnos y a traernos el amor del Padre. Y en Él confiamos.

7 comentarios:

  1. Señor que siempre tenga sed de ti. Que siempre confiese que eres el Mesias, el Hijo de Dios. Aumenta mi fe.como.un granito de mostaza

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  2. Si creemos de verdad en el Señor y nos dejamos nutrir de su palabra, consolidaremos nuestra fe y nada nos hará desfallecer..

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  3. Si creemos de verdad en el Señor y nos dejamos nutrir de su palabra, consolidaremos nuestra fe y nada nos hará desfallecer..

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