jueves, 20 de agosto de 2020

Somos llamados a la vida y a alcanzar responsablemente la plenitud

 22 de Agosto 2019 Tiempo ordinario... - Parroquia San Isidro ...


Todos somos llamados por el Señor. Pero no todos somos elegidos. Así lo sentencia rotundamente Jesús al finalizar la parábola del banquete de bodas: "Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos". Ese "muchos", está claro, es global. Podría sencillamente significar "todos". Cada hombre surgido de las manos amorosas del Padre Creador recibe, en primer lugar, una llamada a la existencia. Dios lo llama de la no existencia a la existencia. Hay, de esa manera, una primera llamada a la vida. Pero en la mente de Dios, esa vida a la que es llamado el hombre, no es a una vida cualquiera. La vida que quiere Dios que vivamos es una vida de unión amorosa a Él, como respuesta a la llamada que nos ha hecho desde su amor a vivir. Es una llamada al reconocimiento de que todo beneficio viene de Él y que la misma existencia, tal como Él la ha diseñado, solo se mantiene así si se mantiene unida a su Creador. La vida será vida auténtica solo si se desarrolla en las categorías que su autor la establecido, por lo que, si llegara a alejarse de ellas, se convertirá en la "antivida", y lo que no es vida, es muerte. Por ello la llamada a la vida es, en cierta manera, una llamada a la responsabilidad. Dios ha hecho al hombre responsable de sí mismo, pues lo ha dotado de inteligencia y voluntad, con lo cual le ha dado una participación en su esencia de libertad absoluta por la que puede decidirse a seguirlo dócilmente y hacer que su vida se desarrolle y llegue a su plenitud, tal como es el plan que Dios ha diseñado para la vida de cada hombre. Un hombre responsable de su propia vida entiende que su plenitud solo la alcanzará en la sumisión amorosa y dichosa, asumida desde la libertad que posee, a la voluntad de su Creador. Está muy consciente de que la total autonomía y la emancipación absoluta desembocan en la soledad radical con la cual nunca podrá alcanzar una plenitud que solo será alcanzada de la mano del Dios Creador. El hombre responsable de su vida asume con total claridad que su plenitud será posible solo en la unión con Dios, y que lejos de Él solo encontrará vacío y oscuridad. Por eso podemos entender que hay una segunda llamada, que es a la plenitud. No es a vivir cualquier vida, sino a vivir la vida que Dios ha pensado para que el hombre camine hacia la plenitud, hacia la felicidad. Y ese camino es el que conduce hacia Él. Es decir, Dios crea al hombre para que sea plenamente feliz, e inscribe en su corazón que la única posibilidad de alcanzar esa felicidad sea en la unión amorosa y plenificante con Él. Y en el colmo de su amor por su criatura se hace siempre el encontradizo para que el hombre pueda hallarlo, unirse a Él con ilusión y alegría, y alcanzar esa plenitud que añora. Dios crea al hombre necesitado de Él y se pone en su camino para que siempre tenga a la mano la posibilidad de satisfacer su necesidad.

Esa responsabilidad del hombre implica su libertad. Así como es libre para decidirse a vivir su plenitud uniéndose a Dios, así mismo puede usar de su libertad para probar otros caminos. Teniendo esa libertad se hace aún más admirable la decisión de seguirlo, pero a la vez se hace más dolorosa la posibilidad real de alejarse de Él. Son aquellos que piensan que someterse a la voluntad divina no es la plenitud, sino que sería una especie de tiranía que destruye toda posibilidad de ser verdaderamente libre. El hombre tiene capacidad de seguir otros caminos. De eso no hay duda. Pero la soberbia puede hacerle una mala jugada cuando lo hace pensar que su plenitud la alcanzará lejos del que es la razón de su existencia y de su permanencia en la misma vida. De ninguna manera puede considerarse un rebajamiento de la propia dignidad unirse al que es la razón de la vida. Muy al contrario, esa es la única plenitud posible. Nunca se llegará a ser lo máximo que se puede ser alejándose de lo único que nos pude hacer realmente grandes, lejos del cual se logra la más ínfima pequeñez. Solo nos mantiene vivos estar unidos a la fuente de la vida. Lo demás es muerte. Pero la muerte así decidida por el mismo hombre no es una realidad inexorable. Aquél que es la causa de la vida, en el infinito amor que tiene a quienes ha llamado a la vida, ofrece siempre su mano amorosa a quienes se han alejado de Él. Movido por su infinita misericordiosa, lejos de la ira que lo podría embargar por el alejamiento del hombre, y siendo clemente al extremo, tiende su mano para que el hombre entienda que Dios no quiere su muerte, sino que viva eternamente: "Derramaré sobre ustedes un agua pura que los purificará: de todas sus inmundicias e idolatrías los he de purificar; y les daré un corazón nuevo, y les infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su carne el corazón de piedra, y les daré un corazón de carne. Les infundiré mi espíritu, y haré que caminen según mis preceptos, y que guarden y cumplan mis mandatos. Y habitarán en la tierra que di a sus padres. Ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios". El corazón de piedra es el corazón que ha muerto, que no bombea sangre al cuerpo. Dios está dispuesto a regalar un nuevo corazón, uno de carne, que esté vivo y que lleve vida a todo el cuerpo, que será reflejo de su propio corazón, y que restituirá la ilusión y las ansias de la auténtica plenitud en el hombre. Y de ese modo Dios confirma su alianza de amor eterno, en un compromiso de posesión mutua, con la típica frase de construcción gramatical característica de la alianza de amor entre Dios y el hombre: "Ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios". Esa es la verdadera plenitud del hombre.

Lamentablemente, en esa llamada de responsabilidad a la vida que lanza Dios al hombre, hay quienes no asumen positivamente el camino correcto y se empeñan obcecadamente en seguir a su propio arbitrio con la vida que ellos consideran la mejor para sí mismos. Jesús lo ejemplifica en la parábola de los invitados al banquete de bodas. Ese banquete es la plenitud a la que todos estamos invitados. En su manifestación más alta será la vida eterna junto a Dios, para vivir la felicidad y el amor que no tendrán fin jamás: "El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo; mandó a sus criados para que llamaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar otros criados encargándoles que dijeran a los convidados: 'Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Vengan a la boda'. Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los mataron". El Señor coloca la imagen del gran señor que está feliz por la boda de su hijo y quiere compartir su alegría con los suyos. Pero éstos no aceptan su invitación, despreciándola, para seguir en sus cosas, incluso violentándose contra los emisarios. Son los llamados por Dios a la plenitud de la vida, pero consideran que lo suyo es más satisfactorio y compensador, aunque implique estar lejos de Dios. Por eso el Señor, que no ceja en su empeño de hacer partícipes de su gozo a los hombres, convoca a los menos pensados, pero que sabe que no rechazarán su llamado, pues son los humildes, los que no tiene rebuscamientos ni otras cosas que los distraigan del camino de la plenitud al que están llamados: "'Vayan ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encuentren, llámenlos a la boda'. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales". No hay exclusión para nadie. Los excluidos son únicamente los que rechazan el llamado. A estos se suman aquellos que creen que pueden entrar al banquete sin exigirse a sí mismos nada: "Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: 'Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?' El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los servidores: 'Átenlo de pies y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes'". No basta, por lo tanto, desear estar en el banquete, desear alcanzar la plenitud, sino que es necesario demostrar el interés cumpliendo la voluntad amorosa del Señor del banquete, es decir, colocarse el vestido de fiesta. Ese debe ser el objetivo de nuestras vidas. Habiendo recibido el don de la existencia, asumir nuestra responsabilidad en ella, responder positivamente a la invitación a la plenitud de vida junto a Dios y exigirnos al máximo para poder ser comensales en el banquete de la felicidad eterna junto al Padre.

5 comentarios:

  1. Dios lo bendiga padre.feliz dia.
    Me explicaron una vez que en las grandes festividades hebreas, el anfitrion llegaba en el extremo de su generosa alegria de compartir, a colocar antes de la entrada un salon con los trajes de fiesta.de modo que en todos hubiera armonia y equidad.es asi? Gracias gracias

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  2. Gracias por ilustrar y explicarme lo que debo entender !!

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  3. Gracias, Monseñor. Preciosa reflexión y gran claridad.

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  4. Muchos son los llamados al Señor y pocos son los elegidos. La enseñanza nos dice que se requiere de un corazón purificado, revestido de misericordia y amor.

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  5. "El hombre responsable de su vida asume con total claridad que su plenitud será posible solo en la unión con Dios, y que lejos de Él solo encontrará vacío y oscuridad". Esta referencia es lo que mas me llamó la atención del artículo. De esa responsabilidad y respuesta seremos merecedores de las promesas del Dios que siempre es fiel y siempre confirma su alianza de amor eterno

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